El gobierno representativo en el amanecer de Estados Unidos

En estos tiempos de crisis de la democracia, de franca preocupación por el embrollo en el que hemos convertido las instituciones, los sistemas políticos y la detentación del poder, David Corcho propone una revisión del contexto histórico en el que surgió la idea de la representación. Mirar atrás siempre ayuda a ver hacia adelante.

 

DAVID CORCHO HERNÁNDEZ*

 


 

Durante la Revolución de las Trece Colonias surgió la concepción moderna de la representación en el mundo anglófono —ideas e instituciones—, más cercana en su espíritu a nosotros que las innovaciones políticas de la Revolución Gloriosa. Nunca antes habían brotado bajo una luz tan diáfana las complejidades de la representación y su vínculo con la sociedad capitalista como en la infancia de Estados Unidos, cuando la libertad recién conquistada avivó la inteligencia pública e imbuyó a los estadounidenses con el ánimo de la polémica. Fue entonces cuando despuntó el sistema político más extendido del mundo occidental, de cuyos efectos seguimos lamentándonos y vanagloriándonos dos siglos y medio después, según el ánimo de las épocas y las inclinaciones de los partidos.

 

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Mucho antes de que británicos y estadounidenses comenzaran a preocuparse por la representación, antes incluso de que el imperio y sus colonias americanas adquirieran los primeros atributos modernos, ya existían instituciones representativas en Europa. No obstante, hasta finales del siglo xviii ninguna se parecía a las nuestras; en ninguna el gobierno representativo era predominante, y desde fines del siglo xvii los trastornos en aquel orden de cosas se hicieron evidentes. El entorno cotidiano comenzó a poblarse de nuevos objetos que cambiaron la percepción sensorial del mundo físico. En la lejanía, se multiplicaban elementos que un siglo antes el hombre encontraba rara vez en su vida: puentes, caminos empedrados, edificios y velámenes. De las chimeneas, cada vez más altas, se elevaban columnas de humo carbonífero; sonidos metálicos rompieron el compás de los ritmos naturales. Para la masa campesina, la vida continuaba siendo rústica y cruel, pero muchos alcanzaron a comer lo suficiente como para vivir sin hambre, a vestirse con ropas adecuadas en el invierno o el verano, a procrear sin miedo a que la escasez impidiera la perpetuación de la familia.

Del otro lado del bosque, las ciudades crecían en número y tamaño, engullendo con paso lento pero seguro los campos colindantes. Allí la vida se hacía cada vez más vertiginosa. En la ciudad había ruido y movimiento, las fortunas se desvanecían, el chisme destruía reputaciones, gente del montón trepaba a la riqueza y al prestigio haciendo trampas, fingiendo o aprovechando la caída de los grandes. Si la urbe lindaba con el mar, era posible escuchar idiomas desconocidos, ver pigmentaciones y ropas desconocidas, y asimilar de los extranjeros parte de su saber. Los forasteros llegaban cargados de objetos nuevos que cambiaban por moneda. En la urbe, el comercio juntaba a los pueblos; al juntarlos, los confundía y les enseñaba a ser parte de la humanidad.

Todo esto fue cambiando la percepción de los individuos y de los grupos sobre su entorno natural y sobre sí mismos. La naturaleza fue alejándose de esa otra naturaleza que iba surgiendo al lado suyo, creación humana que siempre había estado allí, en guerra con los árboles y los animales salvajes, pero que ahora cobraba una vitalidad inaudita: la sociedad. Todavía hoy, muchos creen que esos cambios fueron una caída, porque desde entonces comenzamos a vivir en búsqueda perpetua de los objetos con los que esa sociedad tentaba la ambición de hombres y mujeres. Y cada cierto tiempo desde entonces, suenan los lamentos por la fraternidad perdida y aparecen sesudos tratados que demuestran por qué el individualismo es inferior al colectivismo, o por qué viviríamos mejor si nos desprendiéramos de celulares, automóviles y cocinas eléctricas. Por lo general, la gente que dice esto no está dispuesta a desprenderse de nada de lo que dice, pero no le falta razón. La vida moderna está hecha de vínculos muy inestables entre individuos, lazos que surgen y desaparecen a un ritmo desconocido por nuestros antepasados. Obviamente, el sentido de comunidad no desapareció, sino que se hizo más leve. Ahora un individualismo más o menos fuerte rige los destinos individuales y las peripecias colectivas. Cuando los teóricos de la política comenzaron a percibir la transformación, descubrieron que lo importante no era el egoísmo y la multiplicación de los goces materiales, sino hasta qué punto esa novedad estaba cambiando la idea del hombre sobre sí mismo. Nuestro entorno era distinto, y nuestra mente se modificaba en razón de nuestro entorno.

Sieyès, Madison, Constant y Tocqueville pensaban que la sociedad comercial y la representación estaban emparentadas. Llegaron a la conclusión de que el gobierno representativo era el régimen más adecuado para un tipo de sociedad en el que la gente prefiere la seguridad individual a la salvación universal. Como los ciudadanos ya no gozan de tiempo libre para atender los asuntos públicos, pues se ocupan en los oficios modernos, deben elegir a quienes puedan dedicar su tiempo a esa tarea. Sieyès consideraba la representación como la aplicación en la política de la división del trabajo, un principio que, en su opinión, era signo de progreso. El cambio de la materia y el alma de los pueblos anglófonos —sus instituciones y sus valores— hicieron más fácil la expansión del gobierno representativo, porque esas sociedades ya estaban preparadas para ello. ¿Era inevitable? Por supuesto que no. Pero todas las democracias de esos continentes llegaron a su apogeo luego de acomodarse a la modernidad económica. No digo nada nuevo: hay afinidad entre el capitalismo y el gobierno representativo.

 

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Si uno desea saber cómo funcionaba el sistema político de las Trece Colonias en el siglo xviii, el último lugar al que debería ir en busca de respuestas es a los escritos de los primeros tratadistas coloniales de la política. Todos tienen un aire medieval que contrasta con el estilo de la Ilustración, digamos, con el de un Montesquieu o un Smith. Estaban obsesionados con el derecho natural y creían sinceramente que los seres humanos eran iguales. La razón de esa armonía universal provenía de un “más allá” donde todo era perfecto y que se parecía al Reino de los Cielos. Según la doctrina, el Reino de los Cielos le había metido en el corazón a cada individuo el deseo de gobernarse a sí mismo. Pero como era imposible que una nación desperdigada en las planicies americanas se congregara en una asamblea enorme, no quedaba más remedio que elegir gobernantes. Vaya fastidio. Lo ideal hubiera sido un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, pero había que conformarse con las juntas de representantes. Mientras estuvieran sometidas al pueblo, no había razones para el miedo; al menos un adarme de la democracia se le metería a los políticos en la entraña para hacerles entender quiénes mandaban en realidad. Pasó el tiempo. Muchos comprendieron que el Reino de los Cielos estaba muy lejos de este mundo y que aquí las cosas andaban muy desangeladas. Más tarde llegaron a la conclusión de que nadie llevaba en el corazón el deseo de gobernarse a sí mismo y que, por esta razón, no había nada de malo en elegir a gente que lo mandara a uno, mientras uno pudiera vivir tranquilamente y esa gente hiciera su trabajo por cuatro o cinco años, hasta ser sustituida por otra gente.

Afirmar esto era decir que el gobierno representativo no era tan representativo como parecía a primera vista. Hoy es parte del sentido común, pero entonces no era así. Y comprenderlo debió ser descorazonador para los demócratas, porque todas sus aspiraciones dependían de mantener sometido el gobierno al pueblo. Por supuesto, del mismo modo que el gobierno representativo mostró entonces su faz antidemocrática, reveló su rostro bienhechor. Porque en el momento de votar todo el mundo tenía el mismo derecho y la misma capacidad de expulsar a los gobernantes. En realidad, las dos dimensiones necesitan una de otra para existir. El siglo xviii volvió sobre el elemento elitista de la representación sin complejos ni sentimiento de culpa. Hasta entonces, y especialmente en el mundo de habla inglesa, la representación se tenía por una variante del “gobierno del pueblo”; desde entonces, se transformó en un gobierno ambivalente, democrático y aristocrático a la vez. Rousseau llamó al gobierno representativo “aristocracia electiva”, y tenía razón; le molestaba, pero no se equivocó. La élite que gobierna necesita de los muchos para gobernar. Pero el descubrimiento no implicó una caída. Al menos para muchos pensadores en las postrimerías del siglo xviii e inicios del xix, el descubrimiento de los principios de la representación fue como encontrar la pieza faltante de un rompecabezas: el tipo de gobierno más adecuado para una sociedad moderna.

 

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Cuando surgió la Unión estadounidense, parecía una criatura rarísima y deforme, un Frankestein político. Era la mezcla de muchas tradiciones antiguas y modernas, que al principio satisfizo a medias las ambiciones de cada partido. No era una monarquía, porque el presidente podía disponer sobre algunas cosas, pero en otras estaba sometido al resto del gobierno. No era una democracia, porque el pueblo no mandaba, aunque podía elegir y deponer gobernantes. No era una aristocracia, porque los políticos debían esperar a ser elegidos por el pueblo, aunque pudieran hacer de las suyas sin consultar al pueblo. ¿Qué era? El vocabulario de la época carecía de una palabra para nombrarlo; ni siquiera el término “república” es apropiado. Hoy podemos llamarlo como queramos, da igual. Entonces el sistema político estadounidense era una novedad y su originalidad residía en la junta de todas esas cualidades a la vez, más que en un solo principio nuevo, distinto a las invenciones de los siglos precedentes. Faltó algo más: casi todos los cargos de mando eran elegidos periódicamente en las urnas. Cada principio de gobierno estaba presente allí, en el entendido de que todos poseían virtudes. Hoy tenemos un nombre para esa doctrina: pluralismo.

La primera teoría pluralista de la política fue la de Aristóteles. Él dijo que el mejor régimen de gobierno sería el que combinara un poco de monarquía y otros tantos de aristocracia y democracia. ¿Por qué pensaba así? Porque la polis que se hubiese quedado con un solo principio sería rígida; tarde o temprano el roce de lo impredecible derrumbaría ese cuerpo tieso. Consideró que lo mejor era un gobierno menos eficiente pero más flexible, adornado con todas las invenciones políticas de su tiempo. Su remedio se parece al de las vacunas: inyectar algo del padecimiento en el organismo para que se adapte a él, para que cree anticuerpos. Los antiguos llamaban a eso “el gobierno sabio”. Para Platón, el gobierno sabio residía en poner gente sabia en la cima. Pero como Aristóteles no confiaba en la sabiduría de nadie, prefirió buscarla en el diseño del gobierno. La receta de los estadounidenses volvió sobre esa antiquísima forma de pensar y la adaptó a una sociedad comercial. Entregar la república a la pericia de un monarca o a una asamblea de representantes era tan peligroso como entregar el poder al pueblo. La solución consistía en repartir el poder entre todos. En la variedad de instituciones y principios estaba la reserva de un sistema político para adaptarse al azar. La política no podía reducirse a causalidad: el futuro es inesperado y oscuro. El azar, en política, se llama libertad. De pronto, como el hombre que dobla una esquina y tropieza con un latón de basura, los estadounidenses solucionaron un problema angustiante de la política: cómo hacer perdurable una forma de gobierno sin oprimir la libertad.

Cierto, ese ideal conlleva el peligro de que un principio se imponga a los otros o que todo el edificio se desplome. Bien lo sabían: las repúblicas están expuestas a la petrificación o a la disgregación. Convertirnos en piedra, desvanecernos en el aire: el epílogo de los autoritarismos y los estados fallidos. Parece que el único camino lo resumió Benito Juárez cuando dijo que el respeto al derecho ajeno es la paz. Tampoco con esto digo nada nuevo: la ética de los gobiernos pluralistas es la tolerancia, no porque sea buena en sí, sino porque ayuda a mantener el sistema, que es ayudarnos a todos a vivir en comunidad.◊

 


* DAVID CORCHO

Es egresado de la Maestría en Ciencia Política del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.