El eterno retorno

La relación entre el libro y su lector es débil y sinuosa; la labor de editar le implicará a quien la emprenda inversiones que —en el mejor de los casos— muy lentamente recuperará; y si a eso se agrega el cambio de políticas culturales y el embate de una pandemia, lo que queda es… paradójicamente, una experiencia de reinvención y reencuentro entre editores y lectores que aquí se nos relata.

 

ASTRID LÓPEZ MÉNDEZ*

 


 

Conforme pasan los meses, poco a poco regresan los espacios presenciales para hablar de libros. No hace mucho aparecieron en internet algunas fotografías, tomadas en Rusia, al parecer, donde los lectores conversaban con libreros cubiertos con trajes especiales, todos con mascarillas y caretas. Ni siquiera estas imágenes me permitían imaginar un futuro cercano donde pudiera ocurrir eso en México.

Desde las pequeñas librerías hasta las ferias del libro más importantes del mundo se reencontraron con los lectores en 2021. Es cierto que se llevaron a cabo en formatos diversos, con un número reducido de visitantes, y que carecieron del ánimo festivo de otras ocasiones, pero era necesario confirmar que la unión entre los libros y los lectores seguía ahí. No ha sido sencillo; ese vínculo es frágil, tanto en espacios privados como en las representaciones sociales del libro, si —como escribe Joëlle Bahloul en su libro Lecturas precarias— una persona se percibe a sí misma como lectora a partir del desempeño en su trayectoria escolar, si a su alrededor no existen formas de socializar esas lecturas, si bajo la idea de lectura culta se descartan otras prácticas lectoras igual de valiosas. Es decir, la probabilidad de que un lector se encuentre con un libro y de que éste sea leído es y ha sido siempre mínima.

En México, desde 2018, como sucede con cada nuevo gobierno, la cadena del libro ha tenido múltiples modificaciones. Las políticas públicas y culturales tuvieron ajustes desde lo ideológico, por supuesto, pero también en lo que se refiere a cuestiones materiales, como la hechura misma de los libros. No obstante, estos cambios —y aquí escribo con todo lo acotada y cercana que ha sido mi experiencia como una de las fundadoras y editoras de un sello independiente, así como a partir de mi trabajo previo, desde hace más de una década—, aunque pudieran haber parecido el nuevo fin del gremio editorial en un principio, se convirtieron en una oportunidad para observarse a uno mismo, con todas sus fallas y necesidades.

La circulación de los libros, por ejemplo, es un tema recurrente al examinar la distancia que hay entre el libro y el lector. Pareciera que entre más alto sea el número de manos por las que pasa el libro, menor será la probabilidad de que llegue a las del lector. Sin embargo, la falta de manos es la que suele ocasionar que ese trayecto se sienta tan largo. Cuando se piensa en la cadena del libro, no sólo se habla de los autores y de los lectores, sino de todas las personas que son parte del recorrido: desde los diseñadores y las imprentas hasta los bibliotecarios y los libreros, así como quienes se encuentran en medio de ese enorme camino. En un intento por acortar la distancia al mínimo, se ha tratado de dejar a un lado al mayor número de personas de esa cadena, pero los resultados no han sido los esperados. Por lo contrario, cuando se han modificado elementos de esa cadena sin que, en apariencia, ése sea su objetivo, los resultados han sido muy interesantes.

Antes del gobierno de López Obrador, distintas entidades gubernamentales promovían la publicación de libros a través de convocatorias, mediante las que las editoriales —corporativas, medianas, pequeñas o de un solo editor— presentaban propuestas; las instituciones evaluaban, se emitía un fallo público y el resultado era una coedición de acuerdo con la cual cada una de las partes se quedaba con un número específico de ejemplares: una venta asegurada que no acortaba la distancia entre el libro y el lector, pero sí entre lo que el lector pagaría en un futuro indeterminado y lo que regresaría a la editorial de ese pago. A cambio, la editorial recibía un monto que usualmente estaba destinado para pagar la imprenta: en teoría, lo equivalente a 50% de la cantidad total de la producción; en la práctica, seguramente esa mitad, pero con actividades de edición, diseño e incluso la propia escritura del libro con pagos bajísimos o nulos.

En aquel caso, por ejemplo, si el precio final del libro era de 250 pesos, la editorial recibía máximo 125 pesos por ejemplar. La mayoría de las veces, por una modificación en el acuerdo, cada libro se pagaba con un descuento de casi 53%, es decir, en este ejemplo hipotético, 116.26 pesos cada uno. En el contrato, además, solía existir un apartado sobre las regalías para los autores: algunos establecían que, por ser una coedición, esos ejemplares quedaban libres de regalías; otros, que se pagarían con libros en especie por parte de la institución; unos más se deslindaban explícitamente de esa obligación para dársela directamente a las editoriales; por último, estaban los que no especificaban nada, así que la editorial debía llegar a un nuevo acuerdo con los autores. Cuando la editorial debía absorber ese pago, que, por poner un monto aproximado, suele ser de 10%, la editorial terminaba vendiendo un libro con, por lo menos, 60% de descuento de su precio final en librerías. O bien, con la modificación del contrato, a los 116.26 se les restaban los 25 de 10%, lo cual significaba que cada ejemplar se vendía a 91.26 pesos, con 63.5% de descuento. Además de estos detalles, todas las editoriales debían tomar en cuenta el tiempo que se invertía en las distintas fases burocráticas que solicitaban la elaboración de un número de documentos del que uno perdía la cuenta de forma inevitable, así como el pago de servicios financieros que uno no pensaba requerir, 4 020.56 pesos más: cada ejemplar resultaba vendido en 87.24 pesos, es decir, con 65.1% de descuento, porcentaje que no está alejado del monto que una librería requiere de cada libro para asegurar su funcionamiento —desde el pago de la renta hasta el de los libreros, las editoriales o los impuestos—, el cual, a diferencia de la coedición, no tiene ninguna garantía de llegar de vuelta a la editorial, por lo menos no de forma inmediata.

Al final, pese a las complicaciones e imprevistos, ese enmarañado e ínfimo proceso editorial era una de las piezas que permitía mantener cierto equilibrio con el problema de la falta de manos y, sobre todo, con la falta de dinero para seguir publicando libros. Al suspenderse este y otros programas, fue inevitable la crisis para algunas editoriales medianas, pequeñas y de un solo editor. Y es que, entre más pequeña es la editorial y, en especial, entre menos títulos publica, los dineros regresan a cuentagotas. De ahí que en las editoriales corporativas los ingresos mensuales sean tan importantes, porque permiten el funcionamiento y la producción de otros libros y, por lo tanto, el regreso constante de los dineros. No obstante, a pesar de esta planeación, con la pandemia, la crisis también alcanzó a esta clase de editoriales. Aunque tuvieron muchos libros para lograr sus ventas mensuales, poco o nada salió de las librerías y poco o nada regresó a las editoriales. Por lo contrario, se cancelaron contratos, se produjeron menos libros, se acortaron los tirajes, entre otras medidas.

Sin embargo, pese a este panorama, se abrieron algunos espacios para la conversación y se consolidaron algunas formas de socializar la lectura que comenzaron hace varios años. Por un lado, el trabajo de algunas editoriales medianas, pequeñas y de un solo editor se reconfiguró o se intensificó hacia el cuidado del ecosistema editorial, en especial en términos prácticos: ventas conjuntas, coediciones, acuerdos especiales con librerías, formas de hacer libros que sean amigables con el ambiente, entre otras prácticas. Por otro lado, el uso intensivo de las plataformas digitales —por el distanciamiento social— encontró espacios de promoción de la lectura por internet con cierta trayectoria —los cuales también han ido encontrando su lugar en el ecosistema editorial— o se gestó la creación de otros. Es decir, la experiencia digital multiplicó las manos para que un libro pueda moverse más fácilmente hacia su lector, aunque su duración después del encierro está por verse. A la par de estas actividades, se sumó la aparición de nuevas editoriales y librerías, que resultan nunca ser suficientes y que siguen concentrándose mayormente en el centro del país, por lo que todavía falta un largo trecho por recorrer al respecto.

Una editorial, vista desde su lado numérico y organizacional, puede ser la reducción desangelada de un negocio en constante decadencia. Desde este lugar, tal vez con suma facilidad, se le puede dejar fuera de cualquier consideración: al final, una editorial tiene el lenguaje de una empresa en quiebra perpetua. Aun así, contra todo pronóstico, en esas ruinas, los libros cobran vida. Luego, también a pesar de sí mismos, los lectores se encuentran con ellos. Y un día, muy en contra suya, son precisamente los lectores quienes deciden juntarse a hacer libros. Es posible que, después de darle varias vueltas al asunto, cuando nuestra función como lectores estuvo a punto de modificarse por completo, no nos dimos cuenta, hasta que tuvimos el primer libro de un negocio decadente en nuestras manos.◊

 


 

* Es escritora, editora y una de las fundadoras de Ediciones Antílope. En 2020, Alacraña Ediciones publicó su libro Frontera interior, en coedición con la unam. Actualmente, gracias a la beca Jumex para estudios en el extranjero y al Graduate School of Arts and Science Award de la Universidad de Nueva York, cursa el programa de Maestría en Escritura Creativa en Español (2021-2023).