El estallido social en Cuba y su entorno latinoamericano

Rojas y Pettinà analizan las recientes manifestaciones de descontento social habidas en Cuba, enmarcándolas dentro de una ola de protestas que, al margen de definiciones ideológicas, ha cruzado a América Latina y el Caribe desde finales de 2019, cuestionando por igual a gobiernos de izquierda y de derecha.

 

RAFAEL ROJAS | VANNI PETTINÀ*

 


 

A finales del año pasado, la editorial Planeta de Perú, en su colección Crítica, publicó un volumen colectivo titulado América Latina. Del estallido social a la implosión económica y sanitaria, que coordinamos con una veintena de colegas latinoamericanos y caribeños. El objetivo de aquel libro fue proponer un recorrido por las principales oleadas de protestas populares que tuvieron lugar en muchos países de la región justo antes de que se desatara la pandemia del coronavirus.

En todos los estallidos sociales analizados constatamos una serie de características comunes: fuerte presencia de la juventud conectada a las redes sociales, ausencia de liderazgos tradicionales y horizontalidad de las acciones cívicas, demandas transversales en las que convergían agravios concretos y propuestas antiautoritarias, capitalización de las protestas por el nuevo activismo feminista, antirracista, ambientalista, indigenista y de las comunidades lgbtiq. Desde el contexto especialmente desigual de América Latina y el Caribe, los estallidos sociales introdujeron en la región un tipo de práctica política global que hemos visto en años recientes en la Primavera Árabe, los “indignados” en España, la plaza Sintagma en Atenas u Occupy Wall Street y Black Lives Matter en Estados Unidos.

Ante la reciente ola de protestas en Cuba, repasamos las tesis centrales de aquel libro y proponemos una inscripción de la crisis de la isla en su contexto latinoamericano y caribeño. Partimos del reconocimiento de especificidades del caso cubano, heredadas de la Guerra Fría, como el bloqueo de Estados Unidos y el tipo de sistema político imperante, para luego delinear algunas semejanzas y diferencias entre las protestas de julio en la isla y los estallidos sociales latinoamericanos de los últimos años.

 

Un ciclo de movilizaciones

 

En octubre de 2019, Chile, el país latinoamericano más celebrado por la estabilidad de su sistema político y por el éxito de su modelo económico, se vio profundamente sacudido por un dramático estallido social. Aunque inició como una protesta que rechazaba el aumento del boleto del metro de Santiago, el brote contestatario se transformó en un amplio proceso de movilización social que habría de cuestionar los cimientos mismos de la democracia chilena y de un sistema económico cuyos rasgos excluyentes se manifestaron durante las largas décadas de una dictadura militar que llegó al poder en 1973 por medio de un golpe de Estado.

Desde entonces, la contestación social se ha expandido como mancha de aceite hacia un número importante de países latinoamericanos. No ha habido en ese proceso un sesgo ideológico claro o definido. En Colombia, la extensa movilización social ha tenido como blanco las políticas conservadoras neouribistas del presidente Iván Duque. En Puerto Rico, Haití o, más recientemente, Brasil y Perú, han sido nuevamente las políticas conservadoras el objetivo de las contestaciones sociales. Sin embargo, los estallidos no se han orientado únicamente en contra de los polos conservadores latinoamericanos. En Venezuela, Ecuador, Bolivia o Nicaragua, han sido los gobiernos de izquierda —aunque en algunos casos el uso del término resulte cuestionable— los destinatarios de las protestas sociales. Las inéditas manifestaciones en Cuba también se enmarcan dentro de un proceso de contestación que no está ideológicamente predeterminado.

Si bien las movilizaciones han tenido blancos distintos, entre sus detonantes pueden encontrarse demandas políticas, sociales y económicas comunes, de larga data en la región, que se han visto amplificadas por el impacto de la pandemia de covid. La crisis sanitaria y económica ha ahondado la disparidad en el ingreso y el aumento de la pobreza, con lo cual la contención de los estallidos por miedo a rebrotes de contagios podría revertirse conforme avancen los planes de vacunación y la reapertura de actividades públicas en cada país.

Desde las movilizaciones de Santiago de Chile, parece evidente que ha habido en la región un rechazo extendido a los modelos económicos neoliberales que han marcado, paulatinamente, la estrategia de desarrollo de la mayoría de los países desde la década de los ochenta. Las políticas de contracción de gasto social, de liberalización y de deflación interna, que fueron aplicadas en la región a partir de la última década de la Guerra Fría, han moldeado sociedades con niveles de desigualdad entre los más altos del mundo.

Con pocas excepciones, las décadas neoliberales no han sido capaces de generar tasas de crecimiento económico significativas, lo cual ha relegado a la región a una condición de estancamiento prolongado. Es evidente que los modelos neoliberales han tenido sus principales promotores entre las élites políticas conservadoras de la región, siendo México, Chile, Colombia y Perú casos paradigmáticos. Sin embargo, por razones distintas y considerablemente vinculadas a factores externos, como la desintegración del campo socialista y las leyes Torricelli y Helms-Burton, Cuba también experimentó, a partir de los años noventa, políticas de reducción del gasto público y de deflación interna de importante calado. Las tensiones sociales generadas por el modelo neoliberal o, más en general, por la reducción del gasto social en contextos de bajo crecimiento económico, han alimentado vastas cuotas de disenso que parecerían encontrarse en la base de los estallidos sociales.

Otro elemento que ha nutrido el ciclo de movilizaciones sociales tiene que ver con la incapacidad de los gobiernos progresistas de la región para corregir de forma estructural los rasgos esenciales del modelo neoliberal. Para usar una frase del historiador uruguayo Aldo Marchesi —que resume bien la debilidad de las recetas progresistas—, los gobiernos de izquierda que llegaron al poder en países como Argentina, Ecuador, Bolivia y Venezuela después del año 2000 “redistribuyeron los ingresos, pero no la riqueza”. Esos mismos gobiernos dieron una atención muy escasa a la articulación de estrategias de crecimiento económico no extractivas, capaces de enfrentar los dramáticos retos ambientales que encara la región.

La izquierda latinoamericana en el gobierno se ha mostrado poco efectiva a la hora de contribuir a la consolidación de una institucionalidad democrática abierta, plural y realmente inclusiva. No cabe duda de que en contextos progresistas como los de Brasil, Bolivia, Argentina o Ecuador, los altos niveles de corrupción y discrecionalidad en el ejercicio del poder han configurado amplias bolsas de descontento, incluso entre las bases sociales de los proyectos de la izquierda. La falta de una genuina sensibilidad democrática se ha manifestado también en la escasa atención que los gobiernos de izquierda prestaron a las políticas de inclusión de género y respeto a la autonomía de los pueblos originarios, que constituyen históricamente las sociedades latinoamericanas. En países como México ha habido un importante proceso de movilización de colectivos de mujeres y comunidades indígenas que han interpelado posiciones particularmente conservadoras de la actual coalición gobernante.

La inestabilidad latinoamericana encuentra una explicación en la volatilidad de un sistema internacional que ha visto erosionada la dimensión unipolar post Guerra Fría, en la que la hegemonía estadounidense ordenaba su funcionamiento. El aumento del multipolarismo, con potencias económicas o militares crecientemente activas como China y Rusia, y de bloques político-económicos cada vez más protagónicos como la Unión Europea, encuentra a una región donde los indispensables procesos de integración están estancados o paralizados. La falta de una mayor coordinación regional, plasmada en los frágiles consensos de foros como la oea o la celac, dificulta la colocación precisa de la región en un contexto internacional borrascoso y limita sus capacidades para contribuir a plasmar sus dinámicas en beneficio de los intereses nacionales y regionales.

Aquí también el caso cubano es emblemático. El embargo estadounidense contra la isla representa sin duda un poderoso distorsionador de las dinámicas políticas y económicas de ese país caribeño. El bloqueo ha contribuido a aumentar las tensiones sociales, entorpeciendo los procesos de reforma interna. La incapacidad latinoamericana de hablar con una voz sobre este tema y de ejercer las debidas presiones sobre Washington es un claro ejemplo de los fuertes límites de la política exterior regional que, por cierto, se hacen patentes también en la ineptitud de los gobiernos de la región para hacer frente de forma conjunta a dramáticas crisis político-sociales en Venezuela, Nicaragua o Haití.

La explosión de la pandemia de covid en 2020 ha venido a agudizar los escenarios conflictivos que ya existían en América Latina. La crisis sanitaria ha evidenciado con todavía más fuerza y urgencia los límites del Estado neoliberal latinoamericano, la falta de una alternativa sólida y radical a ese modelo y, finalmente, la inexistencia de una coordinación regional para hacer frente a los retos sociales y económicos generados por la pandemia.

  

Las protestas cubanas

 

A tres años de la sucesión presidencial entre Raúl Castro y Miguel Díaz Canel, a dos de la promulgación de la nueva Constitución de 2019 y a tres meses de que el nuevo presidente asumiera también la máxima dirigencia del Partido Comunista, en Cuba tuvo lugar un estallido social. Las protestas comenzaron en San Antonio de los Baños, un pueblo de la periferia de La Habana, y se extendieron a lo largo y ancho de la isla, involucrando a decenas de ciudades y a miles de ciudadanos.

Tan importante como entender las causas inmediatas de las protestas es analizar la nueva configuración del poder político que se enfrenta a la crisis. No es éste un gobierno encabezado por líderes históricos de la Revolución, como Fidel o Raúl Castro, sino por una nueva generación, fundamentalmente civil y formada en la estructura burocrática del Partido Comunista. En el octavo congreso de esa organización, en abril de este año, fue renovado en 59% el Comité Central, en 48% el Buró Político, en 100% el Secretariado y en 82% la presencia de militares en la jerarquía partidista.

En 2018, la Asamblea Nacional del Poder Popular y el Consejo de Estado también se renovaron generacional y demográficamente. La edad promedio de ambos bajó a menos de 60 años de edad. Las mujeres ascendieron a 53% en el parlamento y a 48% en el Consejo de Estado, mientras que los afrodescendientes alcanzaron 41% en la Asamblea y 45% en el Consejo de Estado. Se trata de una renovación que logra una codificación constitucional por medio de la condición de que el candidato a la presidencia tenga menos de 60 años y que el presidente sólo pueda reelegirse por un quinquenio más.

Esa renovación, sin embargo, no ha logrado catalizar las expectativas de cambio de una sociedad cada vez más heterogénea y demandante. Siguen existiendo leyes y prácticas de exclusión en Cuba que se han vuelto especialmente ostensibles en la esfera de la cultura, donde algunos grupos como el Movimiento San Isidro y el 27-N han emplazado públicamente a las autoridades. También hay un activismo juvenil emergente en comunidades feministas, antirracistas, ambientalistas y lgbtiq que interpela la ideología de la nueva élite.

La coyuntura inmediata de las manifestaciones estuvo marcada por un importante rebrote de covid, especialmente en Matanzas y en la provincia habanera, así como por desabastecimiento de medicinas y alimentos, cortes de electricidad, alza de precios y disminución del poder adquisitivo de la población. Las causas de esa depresión de indicadores sociales fueron múltiples: recrudecimiento del embargo durante la administración de Donald Trump, cuyas medidas de limitación de viajes y remesas afectaron gravemente las dos principales fuentes de ingresos del país; estancamiento de las reformas económicas desde 2016; cambios bruscos en la política monetaria del Estado con el fin de recuperar divisas.

Las demandas de los manifestantes reflejaron esas insatisfacciones económicas, pero también, conforme el estallido se propagaba por sectores urbanos y jóvenes de las principales ciudades de la isla, incorporaron reclamos políticos como “Libertad” y “Patria y Vida”, expresión que altera la famosa consigna de Fidel Castro, proveniente del popular tema musical de Gente de Zona y Descemer Bueno, en el que intervinieron también dos miembros del Movimiento San Isidro, el artista Luis Manuel Otero Alcántara y el reguetonero Maykel Castillo Pérez.

Como en otros estallidos sociales latinoamericanos, las protestas duraron poco y fueron neutralizadas por medio de un importante despliegue militar y policiaco. También, como en otras manifestaciones del mismo tipo, hubo actos de vandalismo y violencia ciudadana, abusos policiales y encarcelamientos masivos por parte del Estado. Organizaciones como Amnistía Internacional, Human Rights Watch y Cubalex han reportado cientos de presos desde el 11 y el 12 de julio.

En una conferencia de prensa de miembros del Tribunal Supremo y de la Fiscalía General, el 24 de julio, en la sede del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, se aseguró que la mayoría de los procesados está imputada por delitos como desorden público, desacato a las autoridades, incitación a delinquir y hechos de “extrema gravedad” contra personas, bienes y autoridades. Se habló de un “grupo” sometido a medida cautelar de prisión provisional, que eventualmente podría ser condenado hasta un año de privación de libertad, pero no se dieron nombres ni cifras, más allá de las primeras 19 causas y 59 personas indiciadas.

Esta caracterización de los delitos contrarrestó algunos sentidos enfáticamente trazados en las primeras reacciones oficiales al estallido social. En los días posteriores a las protestas, el presidente Miguel Díaz Canel hizo declaraciones contradictorias, como llamar a los “revolucionarios” a combatir a los “contrarrevolucionarios”, definir a los manifestantes como “revolucionarios confundidos” o reconocer que, en efecto, las protestas eran provocadas por “carencias y necesidades” legítimas.

Luego de esas primeras expresiones, tanto el presidente como otros funcionarios y los principales medios de comunicación del país suscribieron una narrativa en la que se mezclaban la minimización de las protestas a las que se llamó “disturbios aislados”, la criminalización de los manifestantes y la acusación de que quienes salieron a las calles lo habían hecho por órdenes o manipulación del “enemigo” y de sus “campañas mediáticas”. A partir de esta última acusación se intentó despojar de cualquier espontaneidad o autonomía al estallido, que se presentó como un “golpe suave”, concebido y organizado desde Estados Unidos como parte de la “guerra no convencional” de Washington y Miami contra la isla.

La propia reacción del gobierno de Joe Biden y de los principales líderes políticos cubanoamericanos hizo su aporte a esa narrativa. En vez de cumplir su promesa de campaña y flexibilizar las medidas tomadas por Trump, la administración demócrata anunció nuevas sanciones, prometió la “liberación del pueblo de Cuba” y caracterizó al cubano como un “Estado fallido”. Los líderes cubanoamericanos se dividieron entre quienes pedían invasión militar o humanitaria y quienes llamaban a persistir en las sanciones y extender el uso de internet en la isla.

Otros actores de la comunidad internacional, como la Unión Europea, fueron más equilibrados: reiteraron su oposición a las sanciones, pero llamaron a poner fin a la represión y a reconocer el derecho a la protesta y al  debido proceso. En América Latina, un grupo de gobiernos, como el brasileño, el uruguayo, el chileno, el peruano, el ecuatoriano y el colombiano, también se pronunciaron por el respeto a los derechos humanos en Cuba. Otros, como el mexicano y el argentino, se concentraron en la demanda de derogación del embargo comercial de Estados Unidos. Y otros más, como el venezolano, el boliviano y el nicaragüense, reiteraron su respaldo incondicional a La Habana.

A pesar de que el gobierno cubano, sus medios de comunicación y sus aliados internacionales insisten en que la causa central del malestar es la hostilidad externa, en las últimas semanas se han anunciado medidas como las de una nueva ley de pequeñas y medianas empresas y otra de cooperativas no agropecuarias que apuntan a una recuperación del ritmo de las reformas. Si ése es el camino, tal vez pueda abrirse una ruta de distensión nacional e internacional, aunque los déficits de representación del sistema político sigan pasando factura a la nueva dirigencia.

 

Más allá del excepcionalismo

 

La reticencia analítica a incluir el caso cubano dentro de los estudios sobre estallidos sociales latinoamericanos tiene, como decíamos, bases indiscutibles en especificidades como el embargo comercial y la tradicional política de hostilidad de Estados Unidos contra la isla. Ningún otro país de la región, ni siquiera Venezuela y Nicaragua, que más recientemente han visto crecer sus conflictos bilaterales con Washington, está tan fuertemente marcado por el diferendo histórico con la potencia hegemónica del hemisferio norte.

Pero el excepcionalismo cubano tiene otros componentes cada vez menos sostenibles a partir de los cambios económicos, sociales y políticos de las últimas décadas en la isla. La idea de que Cuba es una sociedad homogénea e igualitaria que funciona como modelo de desarrollo social para América Latina y el Caribe ha sido cuestionada por el corpus más reciente de estudios económicos y sociológicos producidos dentro y fuera de la isla. Esa función de modelo sigue rigiendo el ángulo más ideológico de la política exterior cubana hacia América Latina, especialmente en el polo bolivariano, y contribuye a invisibilizar la creciente estratificación social y el aumento del disenso en el país caribeño.

Sin llegar al extremo de un ajuste neoliberal, en los últimos años la reorientación limitada de la economía cubana hacia el mercado ha provocado una contracción del gasto y de la inversión pública en derechos sociales. Sumada a la disminución de las remesas y el turismo y a una política monetaria oscilante, ese ajuste de la política social ha incrementado la pobreza y la desigualdad, al tiempo en que las zonas emergentes de la economía cubana generan una nueva élite.

El tradicional desfase cubano con respecto a la trayectoria histórica de América Latina y el Caribe, consolidado durante la Guerra Fría, se ha ido reduciendo desde hace décadas. Aunque Cuba no se ha sumado plenamente ni al giro neoliberal ni a las transiciones democráticas ni al nuevo progresismo latinoamericano, el colapso de la urss, el bloqueo y el avance lento y zigzagueante de las reformas económicas y políticas han acercado la isla a su entorno. La nueva Constitución de 2019 introduce flexibilizaciones en materia de derechos humanos y un esquema sucesorio que distribuye el poder, pero mantiene fuertes enclaves autoritarios y represivos.

El estallido cubano también conecta con la realidad latinoamericana a través de una nueva generación decidida a confrontar la incapacidad de la burocracia para dar respuesta a los agravios sociales y políticos de la población. La reacción del gobierno a las movilizaciones, percibidas como si provinieran de un cuerpo ajeno, además de impropia de políticos que se dicen herederos de una tradición revolucionaria, recuerda la forma en la que el gobierno de Sebastián Piñera encaró, inicialmente, las protestas en su país, que alguien llegó a definir como “una invasión alienígena”.

Esta falta de conexión de la élite con los ciudadanos de a pie, lo mismo en Cuba, Nicaragua y Venezuela que en Brasil, Chile o Colombia, no distingue entre izquierdas y derechas. El estallido cubano converge con los latinoamericanos en el sentido en que las demandas son económicas, sociales y políticas a la vez, lo cual recoloca la democracia, su ausencia o escasa calidad, en el centro de las aspiraciones de la ciudadanía.

Una parte de la izquierda regional, identificada históricamente con el modelo cubano, lamenta que la isla se parezca cada vez más a sus vecinos. Ese lamento por la pérdida del símbolo refleja, sin embargo, un deseo y una voluntad de transformación. No deja de tener algo de razón esa izquierda: sería deseable que Cuba recuperara su excepcionalidad, pero no para perpetuar el viejo socialismo de Estado, sino para convertirse en un laboratorio de discursos y prácticas políticas que contribuyan a contener el avance del neoliberalismo y a dotar a la democracia de un verdadero pluralismo.◊

 


 

Bibliografía

 

Farber, Samuel, “¿Por qué los cubanos se manifestaron el 11 de julio?”, La Joven Cuba, 7 de agosto de 2021.

Guanche, Julio César, y Ailynn Torres Santana, “Está en juego la vida buena y justa en Cuba”, Jacobin, América Latina, 22 de julio de 2021.

Pettinà, Vanni, y Rafael Rojas, América Latina. Del estallido social a la implosión económica y sanitaria post-Covid 19, Lima, Planeta, Crítica, 2020.

Rialta, “Revuelta popular en Cuba: el antes y el después del 11 de julio”, Rialta, 5 de agosto de 2021.

Rojas, Rafael, “El estallido social como crimen político”, Nueva Sociedad, 20 de julio de 2021.

Santiago Muíño, Emilio, “El estallido social cubano. Motivaciones inmediatas. I y II”, On Cuba, 22 de julio de 2021.

 


 

* Son profesores-investigadores en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Rafael Rojas es licenciado en filosofía por la Universidad de La Habana y doctor en historia por El Colegio de México. Se especializa en la historia intelectual, política y diplomática de América Latina en los siglos xix y xx. Actualmente es director de la revista Historia Mexicana. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran Historia mínima de la Revolución cubana (El Colegio de México, 2015) y La polis literaria. El boom, la Revolución y otras polémicas de la Guerra Fría (Taurus, 2018).

Vanni Pettinà es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de Florencia y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid-Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset. Sus investigaciones se centran en la historia contemporánea e internacional de América Latina, con especial atención al estudio del impacto de la Guerra Fría sobre los procesos de cambio político, económico y social en la región. Ha publicado, entre otros, Historia mínima de la Guerra Fría en América Latina (El Colegio de México, 2018).