El espectáculo fascinador. La literatura cubana en México (1959-2019)

¿Qué han sabido y qué han leído los mexicanos acerca de las letras cubanas en el último medio siglo? Sin soslayar las altas y bajas que han cruzado el debate sobre política y arte entre intelectuales de ambos territorios culturales, Rafael Rojas nos da aquí un recorrido detallado a través de los autores, revistas, suplementos culturales y editoriales que han dibujado el mapa de las letras cubanas en México durante la etapa revolucionaria de la isla.

 

RAFAEL ROJAS*

 


 

En un reportaje sobre Cuba que Fernando Benítez publicó en el suplemento La Cultura en México, en abril de 1964, se decía que el “espectáculo fascinador” de la isla, único país que construía el socialismo en América Latina, despertaba un genuino interés por su literatura. No era aquél el primer ejercicio periodístico de Benítez sobre la Cuba revolucionaria. En 1960, tras una visita a la mayor de las Antillas, había escrito otro reportaje titulado La batalla de Cuba, que, con enjundioso prólogo de Enrique González Pedrero, apareció en la editorial Era.

Benítez, director del citado suplemento, que entonces editaba el semanario Siempre! de José Pagés Llergo, se propuso dar a conocer la literatura de aquella Cuba prometida. En su viaje, en 1964, el escritor supo de las polémicas entre Alfredo Guevara y Blas Roca sobre el cine del neorrealismo italiano y concluyó que en la isla el estalinismo “estaba derrotado”. También entró en contacto con jóvenes escritores que seguían las novedades de la gran narrativa latinoamericana, lo mismo de Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y José María Arguedas que de Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Anunciaba entonces Benítez las revelaciones de la nueva novela cubana revolucionaria.

Sin embargo, cuando se repasa la literatura cubana publicada en La cultura en México durante los sesenta, se advierte que las tres figuras protagónicas (Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Nicolás Guillén) pertenecían a la generación prerrevolucionaria. En el número 41 del suplemento, de noviembre de 1962, apareció un adelanto de la novela El siglo de las luces de Carpentier, con motivo de su edición mexicana, junto con un diálogo entre el escritor cubano y el crítico mexicano Emmanuel Carballo, donde se intentaba desentrañar la mezcla de historia y mito en la cultura del Caribe.

En una entrega posterior de La Cultura en México, Julieta Campos, joven escritora nacida en Cuba y casada con el intelectual y político mexicano Enrique González Pedrero, reseñaba la novela: “Carpentier ha encontrado, como ningún otro novelista hispanoamericano, el estilo de nuestro mundo”. El siglo de las luces había logrado la “recreación del tono de la vida americana”, la “recomposición de nuestra atmósfera”. Y eso había sido posible porque su lenguaje, a diferencia de la “retórica” predominante en la narrativa continental, era “expresión cristalizada de la esencia barroca” que Carpentier “percibía en la naturaleza, los personajes y la vida toda de América”, específicamente, en el “umbral del Caribe”.

Luego, en el número 61 de abril de 1963, La Cultura en México homenajeaba al poeta Nicolás Guillén, con colaboraciones del ensayista argentino Ezequiel Martínez Estrada y del crítico cubano José Antonio Portuondo, que por entonces concluía su misión como embajador de la isla. Portuondo, lo mismo que Guillén y Carpentier, era un viejo conocido de las letras mexicanas. Muy cercano a publicaciones literarias del partido comunista —entonces llamado Partido Socialista Popular—, como La Gaceta del Caribe, había estudiado en El Colegio de México entre 1944 y 1946, un poco después de los historiadores Julio Riverend, Manuel Moreno Fraginals y Carlos Funtanellas. El Colegio de México publicó sendos ensayos suyos —El contenido social de la literatura cubana (1944) y Concepto de la poesía y otros ensayos (1945)—; luego de un periplo prolongado por universidades de Estados Unidos (Nuevo México, Wisconsin, Columbia y Penn State), Portuondo se estableció en la Universidad de Oriente en Santiago de Cuba.

Aunque fue alumno de Alfonso Reyes, becario de la Fundación Guggenheim y colaborador de la Unión Panamericana de Washington, Portuondo era, al triunfo de la Revolución cubana de 1959, un crítico marxista-leninista favorable al realismo social. Su libro El heroísmo intelectual (1955), en la colección Tezontle del Fondo de Cultura Económica, daba una idea de sus preferencias literarias en aquellos años: Horacio Quiroga y Lino Novás Calvo, Pablo Neruda y Nicolás Guillén, Ernest Hemingway y José Soler Puig. En todos ellos encontraba un rechazo a la “alusión oscura” y a la “evasión formalista” que, en el caso de Hemingway y de los escritores de la “generación perdida” estadounidense, explicaba la recepción favorable que tendría aquella literatura en escritores y críticos soviéticos como Ilya Ehrenburg.

De acuerdo con Portoundo, pero también con otros críticos marxistas de la literatura cubana en las primeras décadas de la Revolución, como Juan Marinello, Mirta Aguirre y Roberto Fernández Retamar —los tres, escritores cubanos fundamentales—, quienes daban sentido a una tradición intelectual que se asumía como revolucionaria y socialista eran José Martí, Nicolás Guillén y Alejo Carpentier. A pesar de que la obra esencial, en poesía y narrativa, del primero y del tercero, no fuera centralmente política, sólo con ellos tres era posible resumir el ideal de la literatura revolucionaria en Cuba.

Desde su doble posición de embajador en México y principal crítico marxista de la literatura de la isla, Portuondo contribuyó poderosamente a afincar un canon literario favorable al realismo social. Quienes quedaban fuera de él eran, justamente, aquellos escritores que preferían la “evasión formal” y la “alusión oscura”, desde el modernista del siglo xix Julián del Casal hasta el neobarroco del siglo xx José Lezama Lima, pasando por los escritores más creativos y vanguardistas de la generación del 50: Guillermo Cabrera Infante, Nivaria Tejera, Lorenzo García Vega, Calvert Casey, Heberto Padilla, Severo Sarduy, Antón Arrufat…

 

La resistencia al canon

 

Desde los primeros años de relación entre la Cuba revolucionaria y el México posrevolucionario hubo resistencias a aquel canon socialista de la literatura cubana. Una de las primeras se lee en un artículo de Loló de la Torriente, importante crítica de arte con viejos vínculos en México, en la influyente Cuadernos Americanos, que dirigía Jesús Silva Herzog en la unam. El texto apareció a continuación de sendos discursos de los presidentes Adolfo López Mateos y Osvaldo Dorticós, con motivo de la primera visita de Estado del segundo a México, en junio de 1960. Allí recordaba Torriente la vitalidad de la prensa cubana, el papel de las universidades de La Habana, Las Villas y Oriente, y la labor de promoción cultural de instituciones del ancien régime, como el Lyceum y el Ateneo de La Habana o la Sociedad Nuestro Tiempo. La autora también destacaba el papel de revistas como Orígenes o Ciclón, dirigidas por José Lezama Lima y José Rodríguez Feo, y mencionaba, entre muchos intelectuales, al poeta y narrador origenista Lorenzo García Vega y a los historiadores Leví Marrero —colaborador de Cuadernos Americanos—, Raúl Cepero Bonilla y Antonio Núñez Jiménez.

Los viajes a La Habana, desde 1959, de Carlos Fuentes, Fernando Benítez, Jaime García Terrés, Víctor Flores Olea y Enrique González Pedrero pusieron en contacto a los intelectuales mexicanos con el grupo de jóvenes escritores nucleados en torno al magazine Lunes de Revolución: Guillermo Cabrera Infante, Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat, Edmundo Desnoes, Oscar Hurtado, Lisandro Otero… Fuentes coordinó el número de Lunes dedicado a México y, en reciprocidad, varios de aquellos escritores tuvieron alguna presencia en México en la Cultura. Sin embargo, ya cuando se asienta el canon socialista, tras la clausura de Lunes y la asunción explícita del marxismo-leninismo como ideología de Estado en Cuba, la circulación de aquellos escritores en México se volvió precaria.

A medida que crecía la tensión entre los intelectuales mexicanos y cubanos por el giro prosoviético de la isla, en la Guerra Fría, La Cultura en México fue abriéndose a Guillermo Cabrera Infante, de quien se reprodujo el cuento “Historia de un bastón y algunos reparos de Mrs. Campbell”, en mayo de 1964; a Severo Sarduy, de quien se reseñó muy elogiosamente De donde son los cantantes (1967), y a Calvert Casey, cuyo volumen de cuentos El regreso (1962) fue celebrado por Emanuel Carballo. Cuando inició la reacción oficial contra Lezama Lima, por los pasajes homosexuales de su novela Paradiso, en 1966, la publicación dedicó dos números enteros al gran poeta y novelista habanero. En el primero, titulado “Para llegar a Lezama Lima” (1967), Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Manuel Díaz Martínez comentaron la edición que hizo Era de la gran novela de Lezama. En el segundo, “Para volver a Lezama” (1968), se reprodujo un fragmento de la novela entonces llamada Inferno, que acabaría titulándose Oppiano Licario, además de varios poemas de Lezama y comentarios sobre su obra, de Luis Cardoza y Aragón, Augusto Monterroso y Juan García Ponce.

Roberto Fernández Retamar, que había publicado en La Cultura en México, en 1962, un panorama de la literatura y las artes cubanas, mucho más abarcador que el del canon socialista de Portuondo, ahora sólo intervenía en aquellos homenajes a Lezama para enfatizar la lealtad de Julio Cortázar al proyecto de Casa de las Américas. Desde 1966, cuando en la revista de esa institución se lanzaron duros ataques a Carlos Fuentes, las relaciones entre ambas publicaciones comenzaron a enturbiarse. Emmanuel Carballo y Federico Álvarez intentaron mantener viva la atención sobre los jurados y los premios Casa, así como en la obra de Fayad Jamís, Lisandro Otero, Edmundo Desnoes y Ambrosio Fornet. Por su parte, Juan Vicente Melo hizo una larga reseña del nuevo teatro cubano, de José Triana a Jesús Díaz, de Virgilio Piñera a Vicente Revueltas, que no dejó fuera a nadie. Pero la tensión creció al punto de que Fernando Benítez tuvo que enviar una carta abierta a Fernández Retamar, en marzo de 1967, en contra de las “calumnias”, las “mezquindades” y las “demonizaciones” contra Fuentes en Casa de las Américas.

En medio de aquellas fricciones, la presencia de Fuentes, Vargas Llosa e, incluso, Rodríguez Monegal se afianzó en La Cultura en México. A través de ellos, la visión de la literatura cubana que se volvió predominante fue la del boom de la nueva novela: Carpentier, Lezama, Cabrera Infante, Sarduy, Arenas. Se publicaron números muy favorables a la Revolución en aquel suplemento a fines de los sesenta, como el dedicado a reproducir algunas ponencias del Congreso Cultural de La Habana de enero del 68 (Adolfo Sánchez Vázquez, Federico Álvarez, André Gunder Frank, Enrique Lihn, Kostas Axelos…) o el dedicado al Che Guevara, con el largo ensayo de Víctor Flores Olea sobre la “difícil construcción del socialismo” en Cuba. Sin embargo, una “Declaración del Comité de Casa de las Américas”, de enero de 1969, aparecida en La Cultura en México, y que firmaban Mario Benedetti y Julio Cortázar, pero no Mario Vargas Llosa y Ángel Rama, donde se rechazaban las “vanguardias tradicionales” y el “escepticismo y la atonía de los intelectuales”, anunciaba la ruptura de 1971, cuando el famoso “caso Padilla”.

Luego de 1971, en los pocos años que quedarán a La Cultura en México, así como en otras publicaciones culturales mexicana, la intelectualidad insular que se mantuvo leal al gobierno cubano preservó espacios importantes. Quienes se posicionaron públicamente contra el arresto de Heberto Padilla, desde el exilio (Carlos Franqui, Cabrera Infante o Sarduy), o que resultaron implicados de una u otra forma en la disidencia del poeta (Lezama o Piñera), fueron rescatados por las revistas Plural y Vuelta, dirigidas por Octavio Paz. La Guerra Fría cultural en México tuvo como uno de sus ejes centrales la disputa por el canon literario cubano.

 

Del boom al mercado

 

México fue, qué duda cabe, una plaza importante del mercado editorial del boom de la nueva novela latinoamericana. No sólo Fuentes, también críticos como Emmanuel Carballo y Carlos Monsiváis impulsaron las ediciones mexicanas de Paradiso (1967) y Oppiano Licario (1977) de Lezama en Era y de El mundo alucinante (1969) de Arenas en Diógenes. La fractura intelectual que siguió al encarcelamiento y a la autocrítica de Padilla produjo un reparto editorial del espacio literario cubano en México: mientras Siglo XXI publicaba a Carpentier, Era lo hacía con Lezama y la editorial Vuelta, con Cabrera Infante y Sarduy.

Otras editoriales, como El Equilibrista de Diego García Elío, se interesaron desde los años ochenta en otros escritores cubanos, como los poetas católicos Eliseo Diego, Fina García Marruz, Cintio Vitier o Ángel Gaztelu, y emprendieron la edición facsimilar de la mítica revista Orígenes. Pero no sería hasta los años noventa cuando realmente el campo editorial mexicano se abrió a un repertorio de la literatura cubana, diferente al trazado por el boom en los años sesenta. Fue entonces cuando escritores de nuevas generaciones, afincados en la isla o de la diáspora, accedieron a las grandes editoriales de la lengua, con sus respectivas filiales en México: Jesús Díaz, Senel Paz, Eliseo Alberto, Zoé Valdés, Daína Chaviano, Mayra Montero, Leonardo Padura, Abilio Estévez, Arturo Arango.

Varios autores de aquellas generaciones habían sido incluidos en la antología de cuento El submarino amarillo, de Padura, editada en 1993 por Difusión Cultural de la unam entonces dirigida por Gonzalo Celorio y Hernán Lara Zavala. También en la colección Rayuela Internacional, de aquella misma casa editora, se rescató la novela Un rey en el jardín (1983) de Senel Paz, un poco después de que Era diera a conocer el relato El lobo, el bosque y el hombre nuevo (1991), del mismo escritor, fuente del guion de la película Fresa y chocolate, dirigida por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío. Fueron aquéllos los años en los que Alfaguara comenzó a publicar las entrañables novelas de Eliseo Alberto —una de ellas, Caracol Beach (1998), merecedora del primer premio de esa editorial, compartido con Margarita, está linda la mar (1998) de Sergio Ramírez—,  mientras Tusquets daba a conocer las ficciones de Padura, Estévez, Arango y Montero.

Uno de los narradores cubanos más jóvenes, antologizado por Padura en 1993, Rolando Sánchez Mejías, creó con Carlos Alberto Aguilera la revista Diáspora(s) en La Habana de los noventa. Ambos ganaron visibilidad en México al ser publicados por la editorial Aldus, que también reprodujo textos de Antonio José Ponte y Ernesto Hernández Busto. Diáspora(s) en La Habana y Encuentro de la Cultura Cubana en Madrid, dirigida por Jesús Díaz, fueron, además de las revistas literarias institucionales de la isla (La Gaceta de Cuba, Unión, Revolución y Cultura…), dos sitios que captaron la recomposición de la literatura cubana al arribo del siglo xxi.

También por aquellos años Tusquets rescató buena parte de la obra de Sarduy y Arenas, a la vez que Alfaguara y Seix Barral asumían los títulos fundamentales de Cabrera Infante. La apertura del mercado iberoamericano del libro, en México, durante el cambio de siglo, puso a circular a escritores nacidos después de la Revolución de 1959, como José Manuel Prieto, Iván de la Nuez, Antonio José Ponte, Ronaldo Menéndez, Ena Lucía Portela o Wendy Guerra, que renovaron el lenguaje de la literatura cubana. Aquella emergencia llegó a plasmarse en la principal editorial pública del país, el Fondo de Cultura Económica, que durante la dirección de Gonzalo Celorio recuperó clásicos de la narrativa cubana como Los niños se despiden (1963) de Pablo Armando Fernández y Las palabras perdidas (1992) de Jesús Díaz, a la vez que lanzaba tres antologías muy completas de narrativa, poesía y ensayo, compiladas por críticos de la isla y de la diáspora.

El Fondo de Cultura Económica y otros proyectos editoriales, como la colección de poesía de Trilce, de Deborah Holtz, y Artes de México, de Alberto Ruy Sánchez y Margarita de Orellana, también abrieron sus páginas a poetas del exilio cubano como José Kozer y Orlando González Esteva. Importantes críticos cubanos afincados en Estados Unidos, como el profesor de la Universidad de Yale, Roberto González Echevarría, y de la Universidad de Kentucky, Enrico Mario Santí, han tenido una presencia constante en publicaciones y editoriales mexicanas como Vuelta, Letras Libres, el Fondo de Cultura Económica y El Equilibrista.

Ya para la segunda década del siglo xxi, una nueva generación de escritores cubanos perfilaba sus poéticas en la esfera pública global. Esa Generación 0, que llegó a la literatura con el cambio tecnológico (Orlando Luis Pardo Lazo, Ahmel Echevarría, Gilberto Padilla, Jorge Enrique Lage, Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina Ríos, Oscar Cruz, Javier L. Mora…), se ha dado a conocer por medio de publicaciones electrónicas como Diario de Cuba e Hypermedia Magazine. Una plataforma importante para la difusión de la nueva literatura cubana desde México es el proyecto Rialta, una editorial y una página electrónica que desde la ciudad de Querétaro promueve la nueva producción literaria de la isla y de la diáspora.

La literatura de la Generación 0, que interesa a Rialta, no puede sino definirse como posrevolucionaria. Se trata de una literatura que ha superado la fractura del campo intelectual cubano, generada por la Guerra Fría, y que reclama los grandes legados de las letras insulares de los siglos xixxx. Es ésa también una literatura que, como casi todas las latinoamericanas, está más cerca de Roberto Bolaño que del boom y que sostiene una pertenencia al contexto de América Latina y el Caribe que no se basa en la imagen de la isla como utopía social o “espectáculo fascinador”, como llamaba Fernando Benítez a Cuba en los lejanos sesenta.◊

 


* RAFAEL ROJAS

Es profesor investigador del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Dirige la revista Historia Mexicana.