El “español general” y la cultura de la lengua

El español es el segundo idioma más hablado del mundo como lengua materna. Tal hecho se debe a su propagación global. ¿Es entonces lícita la búsqueda de un español “neutro” con el que todos los hablantes de español puedan entenderse? Luis Fernando Lara cuestiona la existencia de lo que se suele llamar “español general” y reivindica la riqueza regional y temporal de la lengua castellana en lugar de la estandarización abstracta y totalizante.

 

LUIS FERNANDO LARA*

 


 

 

Lo que llamamos “lengua española” es una ilimitada cantidad de expresiones verbales que hemos compuesto y emitido cientos de millones de hispanohablantes a lo largo de la historia, de lo que decimos y escribimos ahora y de lo que sigamos expresando en el futuro. Esa cantidad —inabarcable— es obra de individuos cuyos intereses de significación han sido enormemente variados: un diálogo, un monólogo, una declaración de amor, un regaño, una plegaria, una afirmación científica, un poema, una novela, un tratado filosófico, una interrogación, una duda, una profesión de fe, un insulto, una bendición, una ley, una burla, expresados en actos concretos de comunicación y bajo ciertas condiciones que los hacen comprensibles para alguien más o para todos. Esos actos y esas condiciones se han venido transmitiendo de generación en generación y han venido formando tradiciones del hablar, como las expusieron Eugenio Coseriu y Brigitte Schlieben-Lange: tradiciones verbales, tradiciones del discurso. Pues no se componen de la misma manera una petición de matrimonio que un albur; un bautizo que un argumento científico; un insulto que un piropo, un soneto que un cuento. Cada hispanohablante vive en una historia concreta: un cubano en la suya, un peruano en otra, un andaluz en una más. Las tradiciones verbales se arraigan en esas patrias (o, dicho con mayor sentido, como decía don Luis González, en esas matrias).

Cada hispanohablante vive en sus tradiciones. Por supuesto, el origen de las tradiciones verbales de todos los hispanohablantes es la península ibérica. Las tradiciones verbales hispanoamericanas nacieron de ellas pero, con el paso del tiempo, inmersas en la vida histórica de los pueblos hispanohablantes, han venido concretándose de diversas formas, que es lo que hace que todos hablemos español, pero con las costumbres, las maneras de entendernos, las peculiaridades, los estilos de cada región, nuestros variados “acentos”. El español mexicano es por eso relativamente distinto del de Colombia; el chileno del de Argentina, el de España del peruano. La llamada, y así reconocida por todos, “lengua española” es como un mar, a donde van confluyendo los ríos de su vasta y variada geografía. Parafraseando a Heráclito, nunca nos bañamos dos veces en el mismo mar.

La realidad de una lengua, por eso, no tiene fronteras, no tiene aduanas, es incontrolable. De ahí la futilidad de quienes esperan que las academias de la lengua definan lo que es la lengua española y les dicten qué está bien o mal dicho; en el mejor de los casos, les ayudan a encontrar una expresión más clara y más precisa; en el peor, los inhiben o los desarraigan. Lo mismo sucede con los diccionarios; son catálogos de la memoria social manifiesta en palabras, que ofrecen a sus lectores horizontes de sentido, es decir, posibilidades de interpretación de lo dicho en cada habla, en cada texto, pues, como el horizonte, crecen mientras ganamos más perspectiva y más nos acercamos a lo que parece su límite; los diccionarios no son códigos legales ni terminologías cerradas.

El léxico y la pronunciación son principalmente los que presentan mayor variedad. Hay, por ejemplo, una pronunciación neoleonesa, una regiomontana, una jalisciense, una yucateca, una argentino-uruguaya, una chilena, una andaluza, etc., y tras cada una de ellas, pronunciaciones de grupos y de clases sociales. Nos podemos dar cuenta de todo ello cuando viajamos y también cuando escuchamos radio y miramos cine. La variedad en la morfología se manifiesta en la formación de nombres, de adjetivos y de verbos; por ejemplo, en algunas regiones se prefiere competición y en otras competencia; se construyen diminutivos con -ito (como en México) o con -ico (como en Costa Rica); blocar (en España) y bloquear (en México, la formación de verbos siempre se inclina por el sufijo –ear: taclear, chatear, ningunear); la concordancia artículo-sustantivo varía, por ejemplo: azúcar morena en México frente a azúcar moreno en Andalucía; la manito en Argentina frente a la manita en México. Es bien conocido el voseo, que no sólo es argentino-uruguayo, sino que se encuentra en más regiones de Hispanoamérica, como Chiapas, Costa Rica, la costa atlántica de Colombia, etc. A la vez, la segunda persona del plural vosotros y la conjugación correspondiente en los verbos, característica del español peninsular, en muchos otros territorios ha adquirido carácter solemne, propio de la Iglesia y del Estado, mientras que en toda Hispanoamérica se ha reemplazado por ustedes. En sintaxis, la doble preposición en el español peninsular: voy a por el pan, frente al resto del mundo hispánico voy por el pan; mientras en España predomina el antepresente he cantado, en México y otros países usamos el pretérito canté y damos al antepresente su valor durativo: he cantado todos los días. No me extenderé con más contrastes. Lo que interesa es señalar la gran variedad de usos e incluso los pequeños cambios que se han dado en el sistema, en la estructura del español. Su estructura no es inmóvil, sino que permite la variedad, y la variedad crea las tradiciones verbales.

Las tradiciones discursivas encauzan los géneros textuales. Muchas de esas tradiciones incluso han sido importadas al español en diferentes épocas. Por ejemplo, es bien sabido que el cantar de gesta, como el que dio lugar al poema del Cid, es una tradición aprendida de los trovadores franceses en la península; que el soneto se importó desde Italia hacia el siglo xv con el Marqués de Santillana y otros poetas españoles; ¿cuánto deben el cuento y la novela modernos a autores de lengua inglesa? Esas tradiciones del discurso, insisto, sólo encauzan los géneros, no los determinan ni los delimitan, como pretendió hacerlo la preceptiva de Luzán en el siglo xviii.

Ante esta diversidad de la lengua española en la historia y en el mundo actual, hay quienes sostienen la idea de que hay un “español general”, en el cual nos entendemos todos y al que debemos dirigirnos al hablar y al escribir; una idea impulsada, sobre todo, por la Academia Española y sus vicarios (el Instituto Cervantes, la Fundación Español Urgente o Fundéu), lo cual la lleva a distinguir ese “español general” de otras variedades que, consecuentemente, no serán “generales”. La realidad del español vario se rompe por el prurito de que, a pesar de ella, haya un “español general”. En el campo lexicográfico es lo que explica la distinción entre el diccionario de la Academia, por definición “general”, y los diccionarios de regionalismos, como los de mexicanismos, peruanismos, etc. El Diccionario del español de México demuestra la falsedad de tal dicotomía. En el campo de la gramática, hay que decirlo, la Academia es más respetuosa, como se ve en su Nueva gramática de la lengua española, en la que, con varias salvedades, busca dar cuenta de la variedad hispánica. No así en su Ortografía, en la que impone unas reglas que no todos estamos dispuestos a seguir.

La idea del “español general”, si hubiera de adquirir sustancia, tendría que basarse en una comparación entre las diversas tradiciones verbales y sus productos. A una definición tal sólo se podría llegar comparando corpus de datos lingüísticos, construidos a partir de un esquema etnográfico de las tradiciones del hablar, región o país por región o país, de características comparables. Lo cierto es que los únicos corpus lingüísticos nacionales de esa clase, existentes hasta hoy, son los dos Corpus del español mexicano contemporáneo (cemc, 1921-1974 y 1975-2018) del Diccionario del español de México. La Academia Española nos ofrece tres, de diferentes características: el Corpus diacrónico del español (corde), construido con textos de todas las épocas del español y de todas las regiones hispanohablantes hasta 1974 (¿será una mera coincidencia esta fecha con la del cemc, construido 26 años antes?). Se entiende que se trata de textos completos y, dada su factura, de textos escritos. El Corpus de referencia del español actual (crea) comprende una selección de textos de entre 1974 y 2004. El Corpus del español del siglo xxi (corpes xxi), de semejantes características, comprende desde 2005 hasta la actualidad. Muy útiles como lo son para diferentes investigaciones, no permiten discernir “el español general”, pues en vez de organizar sus datos por tradiciones verbales específicas, lo hacen por países según el tamaño de sus poblaciones hispanohablantes. El número de hablantes (la Academia toma en primer lugar a México y España) no es correspondiente a la variedad de las tradiciones verbales, que siempre son en parte nacionales y en parte regionales. Tomemos por caso la décima, ese género poético popular que se practica en muchas regiones hispánicas; frente a ella, el corrido mexicano y su variante del narcotráfico, o los cantos campesinos. Lo que haya en común entre todas nuestras tradiciones verbales formaría ese conjunto llamado “español general”.

A partir de lo anterior, hay otra manera de pensar la lengua española: en ese mar inabarcable la confluencia de las tradiciones del hablar ha dado lugar a una serie de tradiciones cultas —principalmente discursivas— y de tradiciones populares. Las tradiciones cultas del español se han construido mediante un largo, pausado y nunca fijo cultivo del hablar comprensible y de la composición discursiva a la que, en efecto, nuestras sociedades confieren valor ejemplar. Las tradiciones cultas se han venido cultivando hasta el grado de precisión, eficacia y claridad que nos complace encontrar en los buenos escritores, sean poetas o prosistas, sean filósofos o científicos; o en los buenos platicadores, que lo mismo fueron Alfonso Reyes o Juan de la Cabada, que cierto pescador analfabeta que conocí hace años en Tlacotalpan. En estas tradiciones no hace falta distinguir países ni número de hablantes; tan importante han sido para ellas Calderón de la Barca como Carlos de Sigüenza y Góngora, Benito Pérez Galdós como Carlos Fuentes. Pero incluso si hubiera una tradición culta del español, ésta no correspondería al supuesto español general.

Las tradiciones cultas se crean en las sociedades hispánicas y tienden a confluir entre sí, sin que se pueda identificar con precisión el modo en que confluyen: escribimos y hablamos en los cauces de las tradiciones del hablar y no nos preocupamos por el lugar de donde provino alguna de ellas, sino que las tomamos y construimos en ellas. Las aprendemos leyendo, conversando, estudiando. Las tradiciones populares, a su vez, se crean en las variadas regiones y en las diversas sociedades que hablan español. Como tales, son más características y diferentes entre sí. Un ejemplo extremo, pero que me permite ilustrarlo: la tradición del habla que llamamos en México caló, en Perú replana o en Argentina lunfardo se gestó en los ámbitos marginados de la delincuencia sevillana durante el siglo xviii, a la cual contribuyeron particularmente los gitanos. Hoy esas tradiciones comparten elementos, pero se han diferenciado entre sí. No hay un hablar delincuencial general. Por eso muchas traducciones publicadas por editoriales españolas de novelas cuyo arte recrea tradiciones verbales delincuenciales de la lengua originaria —novelas policiacas, por ejemplo— causan risa y molestia cuando, dicho caricaturescamente, “traducen” al español del barrio de Lavapiés de Madrid como si, por definición, perteneciera al “español general”. Si uno lee las traducciones al español del escritor alemán Volker Kutscher, resultan incomprensibles y enojosas a quienes no formamos parte de la sociedad madrileña. Recuerdo en cambio la traducción que hizo Carlos Gerhard de El tambor de hojalata de Günter Grass, publicada por Joaquín Mortiz en 1963. Grass acostumbraba mezclar dialectos germánicos actuales en sus novelas; es imposible encontrar dialectos del español que puedan corresponder a aquéllos, sobre todo porque la historia del español es radicalmente diferente a la de los dialectos germánicos y del alto alemán; tampoco tradujo Gerhard a un español de México, sino que lo hizo acudiendo a la tradición culta, nutrida y nutriente, del español mexicano.

En vez de buscar de manera infructuosa ese “español general” bien delimitado, que supuestamente garantice la comunicación entre todos los hispanohablantes, busquemos mejor expandir y mejorar la cultura de la lengua, es decir, el conocimiento amplio, bien reflexionado de las tradiciones del hablar, que son flexibles y creadoras; el conocimiento práctico de la gramática de esas tradiciones para lograr una expresión clara y correcta; y el conocimiento de la multitud de rasgos significativos que dan a cada palabra su significado. De esa manera se puede respetar y admirar la variedad hispánica en la multiplicidad de sus tradiciones del hablar, sin someter a ninguna al dominio de otra.◊

 


* LUIS FERNANDO LARA

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México, donde dirige el Diccionario del español de México (dem). Es, además, miembro de El Colegio Nacional y Premio Nacional de Lingüística (2013).