El derecho de opinar en público: censura y exclusión

Con su característica lucidez, Violeta Vázquez Rojas diferencia en este texto el ejercicio de la censura, entendida como un acto de autoridad, aceptado o no, de una práctica todavía más cuestionable con la que a menudo se confunde: la facultad de exclusión, consecuencia de dinámicas sociales muy distintas.

 

VIOLETA VÁZQUEZ ROJAS MALDONADO*

 


 

1. Una disección semántica

 

Donde hay una sociedad hay comunicación y donde hay comunicación hay un impulso por regularla: no cualquiera puede decir cualquier cosa en cualquier lugar o en cualquier momento.

Un recurso común en esta regulación es la censura. Llamamos “censura” a más cosas de las que deberíamos y, al mismo tiempo, varios actos de censura nos pasan inadvertidos. No podemos continuar un debate sobre la legitimidad —o la falta de ella— de la censura si no tenemos algunos acuerdos básicos sobre lo que implica este término, sobre qué sí y qué no constituye una de sus instancias.

La censura es el acto de suprimir información, expresiones, imágenes o cualquier pieza que sea parte de un acto comunicativo. Quien suprime esa información o expresión es un agente de control, un censor, y lo hace por considerar que el objeto de la censura es una expresión o información dañina, inconveniente o de algún otro modo recusable. Es decir, la censura es un acto deliberado, motivado y vertical. Esta definición tiene varias implicaciones.

La primera de ellas es que, para que se suprima una información o expresión, esa pieza debe ser parte de un evento comunicativo consumado, en desarrollo o, por lo menos, previamente supuesto. Hay censura si me aceptan este escrito para publicación y el editor considera que una parte es inconveniente o dañina y decide recortarla de la versión final. Lo dicho ya estaba dicho y se eliminó. En cambio, el hecho de que este texto no aparezca en la revista Jacobin no implica que sus editores me censuren, porque, para empezar, no tengo ningún acuerdo para publicar ahí. No cualquier rechazo editorial es censura. Ésta presupone la existencia de un acto de comunicación, real o acordado.

La segunda implicación es que quien censura tiene, al menos para ello, autoridad y poder sobre quien es censurado. Si estoy arengando en un mitin y alguien del público me grita que me calle porque no está de acuerdo conmigo, incluso si decido obedecerlo no puedo decir que me censuró. En cambio, si quien me lo pide es la policía, o el alcalde, no hay duda de que me están censurando. El censor blande un poder sobre quien es silenciado.

El que la censura sea un acto de autoridad nos lleva a pensar que es siempre un acto autoritario, pero esto último no necesariamente es el caso. La censura se basa en considerar que la información o expresión que se suprime es inconveniente o de algún modo violatoria de alguna regla. Esta consideración, por supuesto, puede ser arbitraria por parte del censor, o estar fundamentada en leyes y códigos de conducta. El famoso pitido que escuchamos cuando alguien en televisión usa una palabra “malsonante” es, sin duda, un acto de censura, pero no podríamos decir que es arbitrario, pues está basado en una convención por todos aceptada y conocida de no usar ese tipo de palabras en ciertos programas o en ciertos horarios.

 

2. Taxonomía de la censura

 

La censura se puede organizar en tipos de acuerdo con la naturaleza de sus motivaciones. Los motivos de la inconveniencia percibida por el censor pueden ser religiosos (por ejemplo, si el censor juzga que lo que se suprime constituye una ofensa a las creencias religiosas o a sus instituciones), legales (si la comunicación suprimida viola derechos de autor o el derecho a la privacidad), morales (como cuando la comunicación o expresión se considera una obscenidad) o políticos (como cuando el censor decide eliminar una información o las expresiones de un participante porque no coincide con sus ideas).

Casi siempre que hablamos de censura en la discusión pública en realidad nos referimos a la censura política: a suprimir la opinión de alguien porque el censor no coincide con ella y quiere evitar que se propague. Y como, al mismo tiempo, mantenemos en alto el principio de que cada quien tiene derecho a sostener las posturas políticas que decida y a manifestarlas libremente, la censura política se considera, por ser contraria a este principio, inherentemente condenable.

A menudo debatimos si tal o cual plataforma sociodigital censuró a alguien o si suspender su cuenta o sus publicaciones es o no un acto de censura. Debatimos si los dueños de la plataforma tienen autoridad para tomar este tipo de decisiones, es decir, si tienen la facultad para erigirse en censores. Tal vez la discusión fluya mejor si reconsideramos el debate en los siguientes términos: los propietarios de una plataforma sociodigital, o de un medio de comunicación, tienen autoridad y derecho para suprimir la información que consideren inconveniente. Pero el diablo está en las motivaciones: no es lo mismo censurar una comunicación porque se considera que viola los derechos de alguien, o porque constituye una obscenidad, que suprimir una información porque contiene una expresión política con la que no se está de acuerdo. La pregunta de fondo es quién tiene derecho —si es que alguien lo tiene— de ejercer censura política.

La censura es un acto de regulación de la comunicación, es común y cotidiano, vertical y motivado —aunque esté a debate la legitimidad de las motivaciones—. No es un acto inherentemente abusivo y no toda censura es una afrenta a la libertad de expresión. Todos estamos de acuerdo en que la pornografía infantil debe censurarse de cualquier contexto, y nadie en sus cabales diría que hacerlo atenta contra un derecho. En cambio, censurar una opinión política sí constituye un acto contrario a una libertad ganada. Casi todas nuestras discusiones sobre la censura giran en torno a la censura política, y en el centro de ese debate está el que se le pueda siquiera considerar ética. No puedo pensar en un contexto en el que lo sea.

 

3. Responder no es censurar

 

Cada vez es más común encontrar en nuestros intercambios digitales la queja de alguna persona que dice que se le está censurando. Casi siempre responde a que alguien rebatió su dicho, señaló que es ofensivo, o que es falso, o simplemente a que tiene una opinión distinta. Rebatir, responder, son conductas esperadas en un intercambio argumental. Ninguna de estas conductas es censura: contestar el dicho de alguien no lo suprime de la comunicación. Antes al contrario, lo reconoce e interactúa con él. Probablemente no hay nada más contrario a la censura que el involucrarse en un intercambio de argumentos y opiniones con alguien más, ya sea que las respuestas sean favorables o contrarias.

Ejercer la libertad de expresarse conlleva la responsabilidad de hacerse cargo de lo dicho. Si lo que decimos es falso, o es ofensivo, insultante o degradante hacia otras personas, y nos lo hacen saber, podremos sentir vergüenza, pero eso no implica que nos han censurado. La reprobación social de algo dicho no constituye un acto de censura: ni se ejerce verticalmente ni se suprime la expresión de un acto de comunicación. La sanción moral de una expresión es la consecuencia natural de comunicarnos en una sociedad con acuerdos y convenciones, y en la que todo el mundo tiene derecho de manifestar su opinión respecto de las expresiones de otros —tenga o no tenga razón—.

 

4. El acceso al foro público

 

Apunta Ricardo Piglia en Conversación en Princeton:

Por ejemplo, yo veo que las clases populares no pueden hablar, es decir, no las dejan hablar en el espacio público, cuando alcanzan a llegar ahí, por una catástrofe, seguramente, en un barrio, en una zona obrera, va la televisión y de pronto, como si fuera un marciano, habla un obrero, y trata de explicarse, y tiene un tiempo, y un modo de usar el lenguaje que es antagónico con la lógica social […] Muchas veces son mujeres, porque son las que han sobrevivido o han soportado la violencia, y ella o él empieza a hablar como habla siempre, mira a la cámara y trata de decir, de empezar a contar […] lo que pasó, entonces tartamudea un poco e inmediatamente le sacan el micrófono y el periodista da su versión, lo dejan ahí, mudo, porque habla otra lengua, no tiene la precisión que han aprendido los que juegan ese juego en el espacio público.

El fenómeno tan común que describe magistralmente Ricardo Piglia en ese pasaje a menudo se confunde con la censura, pero debería llamarse de otro modo. Yásnaya Aguilar escribió un texto para El País en el que habla sobre la “censura estructural e histórica” a la que han sido sometidos los pueblos indígenas en México, pues sistemáticamente se les ha negado el acceso a los foros de comunicación pública. Sin dejar de reconocer la existencia de ese fenómeno lacerante, creo que es más adecuado llamarlo exclusión. Decíamos líneas arriba que la censura presupone la posibilidad de un acto de comunicación. La exclusión, en cambio, implica que esa comunicación ni siquiera llega a pensarse.

Si la censura nos despierta preguntas sobre su legitimidad, su pertinencia, sobre quién tiene derecho a censurar y por qué razones, la crítica de la exclusión nos ubica en reflexiones todavía más fundamentales: quién tiene acceso a los foros públicos y quién lo decide.

Las redes sociodigitales nos generan la impresión de que las líneas de la exclusión, si bien nunca se desdibujan, al menos se recorren. Ahora escuchamos o leemos a personas que antes jamás nos habrían llegado a interpelar. Lo mismo sucede con algunos medios de comunicación formales, ya sea que se trate de medios independientes o de las empresas de comunicación tradicionales.

Es un fenómeno de sumo interesante cómo se ha transformado el espectro de la comunicación con la emergencia de nuevos canales que incluyen rostros y voces que antes no se consideraban aptos para los grandes medios corporativos, sea porque no cubrían el fenotipo elegido, porque no tenían la opinión “adecuada” o porque no dominaban el estándar lingüístico que durante tiempo fue la carta pase para hablar en foros de comunicación masiva.

El que cada quien sea el gestor de su propio contenido en las redes digitales propicia la aparición pública de hablas y hasta de convenciones de escritura que antes estaban relegadas a un espacio social reducido. Todo esto es sin duda muy favorable. Pero genera también un espejismo. La pregunta no es sólo quiénes están incluidos en el acceso a los medios (grandes o medianos) de comunicación, sino para qué se les convoca.

 

5. Los límites de la inclusión

 

En los medios hay por lo menos dos actividades bien diferenciadas: informar y opinar. En los espacios de información se incluyen cada vez con más soltura voces distintas: se entrevista a activistas, organizadores comunitarios, víctimas que exigen justicia, que reclaman una indemnización, que buscan a su familiar desaparecido. Por cada una que llega a tener acceso a una entrevista, hay cientos o miles a quienes no se les concede ese derecho. Sin embargo, es encomiable que haya periodistas —casi siempre independientes— que los convoquen a informar.

Es muy distinto, en cambio, el espacio de los que tienen derecho a opinar. Ese lugar de privilegio ha permanecido casi inamovido. La opinión y eso que en algunos medios llaman “el análisis político” sigue siendo potestad de unos cuantos. Es un mundo en el que todavía se requieren títulos académicos y hasta rasgos físicos y apellidos “correctos”. Para externar una opinión política, dice Chomsky, no se necesitan grandes credenciales: basta con tener información y lo que él llama “un escepticismo sano”. Sin embargo, en nuestra sociedad sigue dominando la idea de que la política es un asunto esotérico, para el que se requiere una preparación especial, y que emitir una opinión sobre los asuntos públicos es de la competencia sólo de unos cuantos elegidos.

¿Por qué es impensable una mesa de opinión de gente común y corriente, de amas de casa, de maestras jubiladas, o de estilistas? Porque a la opinión en medios la reviste un halo de autoridad que depende mucho de un poder dinástico que todavía no se ha podido socavar.

No podemos hablar de apertura en medios si no criticamos la legitimidad de la censura política, por un lado, y cómo se detenta la potestad de la exclusión, por otro. Habría que analizar quién tiene derecho legítimo de censurar y quién o qué está detrás de la decisión de excluir. Las respuestas no se vislumbran sencillas, pues mientras que la censura se puede atribuir a actores concretos, la exclusión es el efecto de dinámicas sociales  profundamente arraigadas, engranajes de la histórica maquinaria de opresiones que se aceita con el prejuicio y la discriminación.◊

 


* VIOLETA VÁZQUEZ ROJAS MALDONADO

Es doctora en Lingüística por la Universidad de Nueva York y profesora-investigadora en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Su trabajo se centra en la semántica y la sintaxis de la frase nominal, así como en la morfosintaxis y semántica composicional del purépecha. Es codirectora, junto con Julia Pozas Loyo, de la revista Cuadernos de Lingüística de El Colegio de México. Su libro más reciente es Morfosemántica de la frase nominal purépecha (El Colegio de México, 2019).