El Corneta

 

RAINER MARIA RILKE* / TRADUCCIÓN Y PRESENTACIÓN DE JOSÉ MIGUEL BARAJAS**

 


 

En la portada del número 5, volumen II, del 15 de mayo de 1939 de la revista Letras de México, apareció la traducción directa del alemán hecha por Eduardo García Máynez de la Melodía del amor y la muerte del corneta Cristóbal Rilke.1 Un año después, en una separata, el relato circuló como libro. No se trata de la primera versión al español de esta obra, pero sí de la primera vez que se hizo una traducción mexicana. El propio García Máynez, diecisiete años más tarde, ofreció una “nueva versión castellana” de la Canción del amor y la muerte del corneta Cristóbal Rilke en el número 1 del volumen XI de la Revista de la Universidad de México, en septiembre de 1956. En ese lapso, pero también en años posteriores, han sido numerosas las traducciones a la lengua española de Die Weise von Liebe und Tod des Cornets Christoph Rilke (1912). Sin embargo, salvo caso contrario, son nulas o por lo menos escasas las traducciones al español de Der Cornet (1899) y de Die Weise von Liebe und Tod des Cornets Otto Rilke (1904).

Esta circunstancia no es un asunto menor, pues con frecuencia se menciona a Christoph Rilke como antepasado del poeta, pero poco se dice que primero, en literatura, se llamó Otto y que su relato, como se verá, tuvo un final distinto.2 Cierto es que el propio Rilke rectificó la confusión que lo llevó a cambiar los nombres de los personajes históricos, pero, a causa de ello, las letras alemanas ganaron tres momentos distintos de una obra. Por esta razón, para traer al español la primera versión alemana de este poema en prosa, intenté esta traducción de El Corneta. Siempre que el español lo permitió, opté por acercarme al régimen de la oración alemana. Quise, además, escuchar la música de las palabras alemanas para restituir en la eufonía de la lengua española, al galope de nuestra sintaxis, aquello que Rilke llamó “el ritmo enteramente interno, el ritmo de la sangre que lo atraviesa, que lo lleva, que lo conduce de un lado a otro, sin que haya un momento de duda o de incertidumbre”.

Rilke envió esta primera versión a Clara Westhoff el 18 de noviembre de 1900 desde Schmargendorf. Pretendí traerla de vuelta ciento veinte años después.3

Xalapa, Veracruz
Abril-mayo de 2020

 


 

El Corneta

 

Primera versión: otoño de 1899
Berlín-Schmargendorf

 

“Appel Rilke, señor de Langenau, Gränitz, Greußen, etc., tiene tres hijos. El menor, Otto, entró al servicio militar austriaco. Murió, de 18 años, como Corneta en la Compañía del Barón de Pirovano en contra de los turcos en Hungría (1664)”.

Éste es el contenido de un acta que hallé en un antiguo registro. Se puede leer así o también de la siguiente manera.

I

Cabalgar, cabalgar, cabalgar durante el día, durante la noche, durante el día. Cabalgar, cabalgar, cabalgar. Y el valor se ha agotado tanto y la nostalgia es tan grande. Ya no hay montañas, apenas un árbol. Nada osa levantarse. Chozas extranjeras en cuclillas sedientas ante fuentes pantanosas. En ningún lado una torre. Y siempre la misma imagen. Se tiene dos ojos de más. Sólo de noche a veces cree uno conocer el camino. ¿Acaso regresamos en las noches una y otra vez el trozo que bajo el sol extranjero con dificultad hemos ganado? Puede ser. El sol es duro, como en casa en pleno verano. Pero nos despedimos en verano, sin duda. La ropa de las mujeres brilló mucho tiempo sobre el verdor. Y entretanto cabalgamos mucho tiempo. Entonces debe ser otoño. Al menos allá, donde tristes mujeres se acuerdan de nosotros.

II

El de Langenau se vuelve en su silla y dice:

“Señor Marqués”.

Su vecino, el francés pequeño y elegante, primero había hablado y reído durante tres días. Ahora ya no sabe nada. Es como un niño que quisiera dormir. El polvo permanece en su fino cuello de encaje blanco; no lo nota. Lentamente se está marchitando en su silla de terciopelo. Pero el de Langenau sonríe y dice:

“Tiene ojos extraños, señor Marqués. Seguro se ve como su madre”.

Entonces el pequeño florece otra vez y se quita el polvo del cuello y está como nuevo.

III

Más tarde alguien habla de su madre. Un alemán, evidentemente; en voz alta y lenta dice sus palabras como una niña que liga una guirnalda, pensando en las flores ensaya y todavía no sabe lo que será el conjunto: así une sus palabras. ¿Por placer?, ¿por sufrimiento? Todos escuchan, incluso se detiene el escupir. Pues eso son íntegros señores que conocen lo que se oye. Y quien no sabe alemán entre el montón, de pronto lo entiende…

IV

Allí están todos cerca unos de otros, estos señores que vienen de Francia y de los Países Bajos y de los valles de Carintia y de los castillos bohemios y del emperador Leopoldo. Pues lo que uno cuenta, también ellos lo han vivido y justo así. Como si sólo hubiera una madre…

V

Así se cabalga bien entrada la tarde, cualquier tarde. Se vuelve al silencio, pero tienen las palabras luminosas consigo como bellos obsequios. Y entonces el Marqués se quita el pesado casco. Sus cabellos oscuros, suaves y femeninos, cargan sobre su inclinada nuca. Ahora distingue también el de Langenau: lejos algo sobresale de entre el brillo, algo oscuro y delgado. Una columna solitaria, medio desmoronada. Y cuando hace mucho tiempo que pasaron, más tarde, recuerda que eso era una Madonna.

VI

Fogata. Uno se sienta alrededor y espera. Espera a que alguien cante. Pero se está tan cansado. La luz roja es pesada. Alumbra en el zapato polvoriento. Se desliza hasta las rodillas, mira adentro de las manos juntas. No tiene alas. Los rostros son oscuros. No obstante, brillan por un rato los ojos del pequeño francés con luz propia. Besó una pequeña rosa y ahora le permite otra vez que se marchite en su pecho. El de Langenau lo vio porque no puede dormir. Él piensa: no tengo una rosa, ninguna. Y luego canta. Es una vieja y triste canción, como en casa las niñas en los campos cantan, en otoño, cuando las cosechas llegan a su fin.

VII

Dice el pequeño Marqués: “¿Es usted muy joven, señor?”.

Y el de Langenau triste a medias y a medias terco: “¡Dieciocho!”.

Entonces guardan silencio. Luego pregunta el francés: “¿Tiene usted también una novia en casa, señor Caballero?”. “¿Usted?”, le devuelve el de Langenau.

“Ella es rubia como usted, señor Caballero”.

Y vuelven al silencio hasta que el alemán grita:

“¡Pero qué diablos! ¿Por qué se sienta pues usted entonces en la silla y cabalga a través de este venenoso país en contra de estos perros turcos?”.

“Para volver”, sonríe el Marqués.

Y el de Langenau se pone triste. Piensa en una chica rubia con la que jugó —en el hogar— juegos desbocados durante el día y la noche. Y quisiera irse a casa, sólo por un instante, el tiempo necesario para decir las palabras:

“Magdalena, que siempre fuera así, ¡perdóname!”.

¿Cómo era? piensa el joven señor.

Y están lejos.

VIII

Una vez por la mañana hay un jinete, y luego otro, alto, todo en hierro. Luego detrás mil: el ejército. Hay que separarse:

“Vuelva feliz a casa, señor Marqués”.

“María lo proteja, señor Caballero”.

Y no pueden separarse. De repente son amigos, hermanos. Tienen mucho en qué confiar el uno al otro porque ya saben mucho uno del otro. Titubean. Y hay prisa y repiques de cascos a su alrededor. Entonces se quita el Marqués el áspero guante derecho y suavemente se congela su fina mano. Saca la pequeña rosa y le quita un pétalo. Es como partir una hostia. “¡Esto lo protegerá! Adiós”.

El de Langenau se asombra. Durante mucho tiempo mira al francés. Luego coloca la primavera ajena debajo de su sobrevesta. Y el pétalo flota así sobre las solitarias olas de su corazón. Llama el corno. Cabalga hacia el ejército, el Caballero, y sonríe triste. Al amparo de una mujer ajena.

IX

Un día atraviesa la caravana. Maldiciones, colores y risas: la campaña impresiona por eso. Llegan corriendo coloridos canallas. Riñen y gritan. Vienen damiselas con sombreros morados y el cabello suelto. Saludan. Llegan peones, en negro hierro como la noche errante. Toman ardientes a las damiselas, les desgarran los vestidos. Las presionan sobre el canto del tambor. Y de la salvaje resistencia de las manos apresuradas se despiertan los tambores, como en un sueño retumban —retumban—. Y por la noche lo detienen lámparas ahí, extrañas: vino, brillante en cofias de hierro. Vino o sangre. ¿Quién puede distinguirlo?

X

Finalmente ante Spork. Junto a su caballo sobresale el Conde, y también sus cabellos largos tienen el raso brillo del hierro. El de Langenau no preguntó, reconoció al general, se bajó de su corcel y se inclinó en una nube de polvo. Trae una carta consigo que debiera recomendarlo ante el Conde. Pero él ordena: “¡Léeme el papelujo!”. Y sus labios apenas se movieron. Además él tampoco los necesita. Para maldecir son lo suficientemente buenos. ¿Qué hay más allá? Dice lo justo. Punto. Y se le puede ver. El joven caballero hace tiempo que acabó. Ya no sabe dónde está. El Conde está por encima de todo. Incluso el cielo desapareció.

Entonces Spork, el gran general, dice:

“Corneta”.

Y eso es mucho.

XI

La compañía yace allende el Raba. El de Langenau cabalga hacia allá, solo, solo.

Tarde calurosa. El esplendor refracta la tierra hacia adentro, al mismo tiempo en todas partes. El brezal se prende fuego, como si de pronto estirara cien manos ardientes hacia el cielo. Y la luna rápido madura en esas brasas. Corre hacia arriba, toda grande, toda roja.

El de Langenau sueña. Trote, trote.

Le grita un árbol.

Grita, como desollado. Trote, trote.

Grita. Luego despierta y se asusta: ¡Alto!

Le grita un árbol.

Cabalga hacia allá: está una chica morena por allí atada. Grita: “¡Desátame!”.

Está toda desnuda la chica morena.

Y grita: “¡Desátame!”.

Y tiene la noche en los ojos, la chica morena, y la tarde en el cuello, como un abrigo.

Colérico corta las cuerdas, las de los pies primero, luego las de las muñecas, tibias por la sangre impaciente. Y al final libera el pecho. Y siente sobre sus dedos el primer suspiro batir, como una aterrada sacudida. Y tiembla.

Y se monta ya en el corcel.

Y se mete en la noche, solo. Con cuerdas sangrientas fijas en el puño.

XII

El de Langenau escribe una carta entera en sus pensamientos. Lentamente escribe con grandes, severas letras:

“Mi buena madre: Enorgullécete: llevo el estandarte. Despreocúpate: llevo el estandarte. Quiéreme: llevo el estandarte”.

Luego guarda la carta consigo en su sobrevesta, en el lugar más solitario, junto al pétalo de rosa, y piensa: pronto olerá a ella, y piensa: tal vez la encuentre alguien antes… piensa. Pues el enemigo está cerca.

XIII

Cabalgan sobre un campesino muerto a golpes. Tiene los ojos muy abiertos y algún extraño, pesado cielo se refleja en el interior. Luego aúllan perros. Viene, por lo tanto, una aldea —finalmente—. Y detrás de las cabañas se levanta de piedra un castillo. Amplio se mantiene para ellos el puente a lo largo. La puerta se hace grande. Agudo da la bienvenida el cuerno. ¡Escucha! Ladridos de perros, relinchos en el patio y repiques de cascos y gritos.

XIV

Descanso. Ser huésped, una vez. No siempre saciar por sí mismo sus gustos con alimentos mezquinos, no siempre ser hostil a todo, por una vez permitirse que todo ocurra y saber que lo ocurrido es bueno. También el valor debe una vez estirarse y envolverse en el pliegue de mantas de seda. No ser siempre soldado. Por una vez llevar los rizos descubiertos y descubierto el largo cuello, y en sillones de seda sentarse y hasta en las puntas de los dedos sentir: estar así después del baño. Y de nuevo otra vez aprender qué son las mujeres. Y cómo hacen las blancas y cómo son las azules, qué tienen por manos, cómo cantan sus risas cuando los rubios muchachos traen los dorados cuencos, cargados de muchos frutos.

XV

Comenzó como una comida. Y se ha vuelto una fiesta. No se sabe cómo. Las altas llamas centellean, zumban las voces, muchas canciones suenan cristalinas y brillantes y finalmente de los compases brotó la danza. Y arrebató a todos. Y era un oleaje en los salones, un fundirse y un unirse, un despedirse y encontrarse de nuevo, un espléndido gozo y una luz cegadora, un entregarse a aquellos vientos tranquilos, que son como aleteos de prosperidades ajenas. Del oscuro vino y de las rosas rojas corre murmurante la hora hacia el sueño de la noche.

XVI

Y alguien está de pie y se asombra ante este esplendor. Y es de tal índole que espera despertar. Pues sólo en sueños se ven tales estados y tales fiestas y tales mujeres. Su menor gesto es un pliegue que cae en brocado. Montan una risa de conversaciones plateadas y a veces alzan las manos así, y debes pensar que en alguna parte alta en el aire pálidas rosas se han de romper y no las ves. Y luego quieres ser adornado con ellas y ser feliz de otra manera y ganarte una corona —porque tu frente está muy vacía—.

XVII

Alguien, que viste seda blanca, comprende que no puede despertar, pues está despierto y ebrio de realidad. Entonces huye temeroso al sueño y se queda en el parque, solo en el negro parque. Y la fiesta está lejos. Y la luz miente. Y la noche está cerca, encima de él y fresca. Y le pregunta a una mujer que se inclina hacia él: “¿Eres la noche?”.

Y ella se ríe.

Y entonces se avergüenza de su ropa blanca.

Y quisiera estar lejos y solo y armado. Totalmente armado.

XVIII

“¿Has olvidado que eres mi paje por un día? ¿Qué, me abandonas? Tu ropa blanca me da un derecho”. “¿Añoras tu áspera levita?”. Y entonces se congela así como si hubiera viento o fuera invierno. “¿Tienes nostalgia?”, sonrió la Condesa.

———

Pero es solo porque la infancia ha caído de sus hombros; esta suave, cálida ropa. Alguien fuertemente la arrancó:

“¿Tú?”, pregunta adulto con una voz nueva y se asombra:

“Tú”. Y se queda allí, joven desnudo con el sentimiento, nuevo, delgado.

XIX

Lento apagan el castillo. Todos están cansados o enamorados o ebrios. Luego de tan vacías, sobrias noches de campo: camas. Amplias camas de roble. Allí se reza de modo distinto al del surco fangoso, en el camino, el cual siempre recuerda el sepulcro. “Señor, ¡hágase tu voluntad!”. Más cortas son las oraciones en la cama. Pero más íntimas.

XX

Han guarecido la luz en la habitación de la torre. En sus ojos la han traído, en las palabras no dichas, en el oscuro regazo de su anhelo. Y ahora se muestra. Se iluminan los rostros con sus sonrisas. Se palpan como ciegos que se reconocen; se pierden como niños que le temen a la noche. Pero no se tienen miedo. No saben del ayer y no piensan en el mañana. El tiempo se ha desmoronado. Y ambos florecen de entre los escombros. No se preguntan uno al otro,

ni él: “¿Tu marido?”,

ni ella: “¿Cómo te llamas?”. Se han encontrado, sí, para darse nuevos nombres, todos los que les vienen a la memoria de historias, de sueños, en cien idiomas…

XXI

En la antesala sobre una silla cuelgan la sobrevesta y la bandolera y el abrigo del de Langenau. Su estandarte permanece inclinado, posado en la cruz de la ventana. Es negro y sutil. Una tormenta se apresura por el cielo hacia allá, de repente. La luz tiembla ante ella. Así ocurre, y el inmóvil estandarte tiene flotantes sombras, como si soñara.

XXII

Se ha vuelto una noche inquieta. Las puertas se cierran en todo el castillo detrás de invitados furtivos, que andan por todas las habitaciones. Sólo el aposento de la torre nadie lo encuentra. El estandarte vigila en el umbral. Como tras cien puertas está este sueño que dos personas así en común tienen, como una madre, o como una muerte.

XXIII

¿Llega así la mañana? De repente, todo es brillante: paredes y armas, voces y frentes, cascos y cuernos, campo y tierra. Aún da vueltas el castillo en su cerebro el rojo pensamiento, enorme, que en secreto madura y de las puertas se apodera, hasta que todos gritan:

¡Fuego!

¿De qué sirve atrancarse? Ahora está perdido. Estaban muy cerca los jenízaros. ¡Actuar! ¡Actuar! ¡Actuar!, hace falta. Vergüenza los flojos que temerosos despiertan. ¡Deshonra! Lentamente el dragón llega al techo, se tambalea: cruje. Y en el patio cuernos aterrados: agrúpense, agrúpense, agrúpense…

XXIV

“¡Corneta!”. Falta el Corneta. ¡A caballo! ¡Repiques! Prisa. Las flechas ya zumban hacia acá. Manos, cascos, cuernos, maldiciones e injurias. Grito: “¡Corneta!” —repiques de cascos—.

XXV

Falta el Corneta. Corre en una apuesta con los pasillos, con los pasillos ajenos en llamas, siempre el estandarte en alto. Finalmente supera al último, sin aliento, y calma a un caballo y todo exaltado: luz, ruido, tierra, gente. Lo reconocen, lejos por delante, blanco en seda, sin casco y como blindado de luz. Ríe. Entonces se despierta el estandarte por encima de él, alto en el viento. ¿Se hizo grande, rojo —rojo—? ¿De qué color? Y ya no lo ven, a su Corneta. Sólo ven un estandarte en llamas en medio del enemigo y lo siguen hacia allá.

XXVI

El día llega demasiado tarde. Todos los colores ya están despiertos. Y el de Langenau alumbra en sus rostros los extraños colores festivos: “¿También tienen hombres consigo?”. Y se ríe. Sus ojos están llenos, rebosantes de seda, joyas, brasas y oro. El terror lo envuelve, y tiene tiempo de ver el colorido esplendor bajo su estandarte que desaparece lentamente.

XXVII

Es como un jardín y no hay viento en las ramas. Entonces resplandece un yatagán, brota luminoso como una fuente por el aire. Y de nuevo un chorro y de nuevo otro. Y muchas fuentes relucientes alrededor de los jardines. Entonces el Corneta ríe, con los labios dispuestos a beber: ¿Es esto la vida? Y se rinde a ella.

XXVIII

Su sobrevesta se quemó en el castillo y con ella el pétalo de rosa de la mujer ajena. La carta nadie la encontró.

La primavera siguiente, llegó triste y fría, a caballo un mensajero del barón de Pirovano entró lentamente en Langenau, con las manos vacías. Allí vio a una anciana llorar.

XXIX

Un coracero enorme (que más tarde cayó en San Gotardo) llevó a la Condesa fuera del castillo en llamas. Como por milagro lograron la huida. Pero no se sabe su nombre ni el nombre del hijo al que luego, en otras tierras pacíficas, dio a luz.

 


1 Una investigación más extensa y documentada sobre este asunto se encuentra en el apartado “2.2. De la Melodía del amor y muerte del corneta Cristóbal Rilke a Pedro Páramo” de mi tesis de maestría, Como si fuera un montón de piedras: Mallarmé y Rilke en Pedro Páramo, defendida en 2017 en la Universidad Veracruzana.

2 Véase la edición Rainer Maria Rilke: Die Weise von Liebe und Tod des Cornets Christoph Rilke. Text – Fassungen und Dokumente de Walter Simon, Surhkamp, Frankfurt am Main, 1974, en la cual me basé para la documentación y traducción de El Corneta.

3 Esta traducción, más las de las dos versiones alemanas restantes, integra un volumen en preparación que lleva por título El Corneta Rilke. Tres versiones. Incluye, además, una selección del dossier de la edición Surhkamp.

 


* RAINER MARIA RILKE

Es uno de los poetas líricos más importantes del siglo xx en lengua alemana.

** JOSÉ MIGUEL BARAJAS

Es ensayista y traductor. En 2008 recibió el Premio Nacional de Ensayo Juan Rulfo.