El camino de Carlos Pellicer

Este 2022 se cumplen 125 años del natalicio de Carlos Pellicer, un clásico de la literatura mexicana. A más del sentido homenaje que le rinde Eduardo Langagne en el número 20 de Otros Diálogos, conmemoramos la vida y obra del poeta tabasqueño con este “Inventario” de nuestro también admirado José Emilio Pacheco.

 

JOSÉ EMILIO PACHECO*

 


 

1.

 

Como el general Sherman decía del indio, el mejor poeta es el poeta muerto. Carlos Pellicer corre el peligro de convertirse bajo el presente régimen en lo que fue su amigo Ramón López Velarde para el anterior. A partir del sábado 16 ya tiene su estatua en Villahermosa y es previsible que los embalsamadores del reino le den pronto un estatus comparable al de sor Juana.

Mientras aparecen sus poesías completas, el Fondo de Cultura Económica ha tenido el acierto de poner en circulación libros inaccesibles desde hace muchos años: Hora de junio (1937), Recinto (1941), Subordinaciones (1949) y Práctica de vuelo (1956). Pellicer nunca se preocupó por reeditarlos hasta que fueron reunidos en Material poético (1962), volumen que pocos han visto. Hasta hoy, y cuando menos para sus nuevos lectores, Pellicer es el poeta de la Antología (1969 y 1977) que seleccionó Guillermo Fernández y prologaron el antólogo José Alvarado y Gabriel Zaid.

Pocos libros fueron tan esperados como esa Antología. Sin embargo el desinterés de Pellicer en gestionar su aparición se comprende al releer Material poético. Uno se da cuenta entonces de que la suya es una obra, no una sucesión de volúmenes que sólo la firma tienen en común. En más de medio siglo hay por supuesto cambios, ahondamientos, ampliaciones; pero todo ocurre dentro de una rara continuidad, una humilde y orgullosa fidelidad a sí mismo.

Pellicer fue el poeta de todas las edades humanas. Nos dio excelentes poemas de adolescencia y admirables textos de la vejez. Comenzó sin titubeos, con una fuerza y una seguridad que todavía nos deslumbran. Los primeros versos que acepta como tales y figuran en la página inicial de Colores en el mar (192I) pueden ser el epígrafe y la síntesis de sus poesías completas:

En medio de la dicha de mi vida
deténgome a decir que el mundo es bueno
por la divina sangre de la herida.

La gran anomalía de Pellicer en la tradición mexicana y en todo el siglo xx fue proclamarse como un poeta que creyó en la verdad, el bien y la belleza. Tres palabras desaparecidas del vocabulario contemporáneo y que ya no se pueden pronunciar sin rubor. Fue también capaz de escribir con radiante violencia: ni la desolación ni la ansiedad, ni la melancolía ni la cólera están ausentes de su obra.

Esta obra fue un elogio del mundo y precisamente por ello Pellicer no resultó ciego a la fealdad que lo empaña ni ante el mal que lo envilece. Quiso que el orbe dejara de ser matadero, prisión, mercado, burdel y hospital, para convertirse en templo y paraíso: trópico en que fuego y agua, tierra y aire cancelen su perpetua discordia. Pellicer murió a tiempo, antes de ver el trópico de sus poemas sustituido por los campos petroleros y el desierto que es fruto de los desmontes.

 

2.

 

Fue nuestro gran poeta católico. Escribió los mejores sonetos religiosos de la poesía mexicana. A tal punto perteneció al idioma y le perteneció el idioma que pudo infundir todas las libertades artísticas de su tiempo a un tono que no había vuelto a escucharse desde Lope de Vega:

Haz que tenga piedad de ti, Dios mío.
Huérfano de mi amor, callas y esperas.
En cuántas y andrajosas primaveras
me viste andar buscando un atavío.

Esa misma familiaridad —él la llamó “este libre tuteo con el mundo”— es la fuerza original que define sus poemas del paisaje. Un elemento de gran importancia en su poesía, que no es, como tiende a pensarse, toda su poesía, ya que ésta presenta una pluralidad de voces: la heroica o civil de “Discurso a Cananea” (en un solo año, 1955-1956, aparecieron tres grandes poemas políticos: “El cántaro roto”, “Avenida Juárez”, “Discurso a Cananea”), la cristiana de Práctica de vuelo, la amorosa de Recinto, la humorística, la descriptiva que con gran precisión plástica retrata el vuelo fugitivo de las palomas y el sendero de las hormigas entre la hierba.

Entre tanta unidad y diversidad, tantos poetas afines y distintos como hay en Pellicer, dos se han perdido de vista para nuestros críticos. Uno es el autor de versos ocasionales en circunstancias invariablemente ligadas a la amistad. En este campo logró aciertos de primer orden. Por ejemplo, el obsequio de un reloj se acompaña del soneto que empieza:

El tiempo que nos une y nos divide
—frutal nocturno y floreciente día—
hoy junto a ti, mañana lejanía,
devora lo que olvida y lo que pide.

El otro aspecto que se olvida o sobrentiende es su oficio, su maestría técnica. Por sobre todos los mexicanos Pellicer admiró a Díaz Mirón, aunque su dureza mineral, su brillo metálico no se corresponden con la fluidez ni con el resplandor solar de Pellicer. Técnica y oficio no fueron para él sinónimos de esfuerzo e interminable revisión de un texto: “Lo que convenimos en llamar ‘pulir’ no entra dentro de mi posibilidad de trabajo”. La habilidad rítmica y estrófica, la exactitud, el colorido y la eufonía del vocabulario se dieron como hechos implícitos y simultáneos en su invención poética.

 

3.

 

Pellicer nació con todos los dones que tanto trabajo cuesta adquirir a otros. Empleó pródigamente sus facultades. Pecó por exceso e incontinencia, no por escasez ni represión. Llámense Victor Hugo o Pablo Neruda, quienes tienen un talento desenfrenado —en las dos acepciones del término—, pagan multas: verbosidad, ampulosidad, redundancia, enfatismo. Pellicer no escapó a estos gravámenes aunque tuvo un ojo de sobrenatural precisión y un agudo sentido de las proporciones. En la economía de su trabajo otros factores restauran a su favor el equilibrio: sin esas páginas menos logradas que nos desalientan o de plano nos aburren, no existirían tantas otras que nos siguen asombrando como por vez primera y se quedan para siempre con nosotros.

No fue ni quiso ser un intelectual sino un artista. “Se es artista”, decía Nietzsche, “a condición de sentir como un contenido, como la cosa misma, lo que otros llaman la forma”. Esta pericia resultó una segunda naturaleza en Pellicer. Se impuso dificultades para complacerse en vencerlas. Y hasta su último día reprochó a los poetas actuales el abandono de la estrofa, la rima, la unidad rítmica que es el verso. Consideró que sin la forma, sin la voluntaria aceptación de un límite, no hay arte posible: prescindir de la versificación, lejos de enriquecer la poesía al despojarla de un estorbo, significa privarla de su esencia misma, anularla.

Esta defensa de la forma en poesía no provino de un académico ni un tradicionalista sino del primer poeta realmente moderno que se dio en México. En 1919, Tablada, con los haikús de Un día y López Velarde con los poemas de Zozobra, transformaron el modernismo en otra cosa. Algo que ya no es modernismo pero que lo asume y presupone. Los adolescentes que formarán la generación de Contemporáneos escriben sus primeras composiciones bajo la influencia inasimilable de González Martínez. Con base en Andamios interiores (1922) de Manuel Maples Arce, uno advierte que en su primera fase el estridentismo ha roto con la imaginería y la rima modernistas, pero conserva la métrica de dodecasílabos y alejandrinos.

No se trata de regatear importancia al estridentismo ni mucho menos a Maples Arce: se intenta subrayar un hecho que tiende a olvidarse: cuando los estridentistas inician oficialmente nuestra vanguardia, ya Pellicer ha escrito en Curazao (1920) e incluido en Piedra de sacrificios (1921) el poema “Estudio”. Salvo pruebas en contrario, “Estudio” es el primer texto vanguardista mexicano, si se exceptúa la miniaturización del modernismo que constituyen los haikús de Tablada.

Es un texto que reproducen casi todas las antologías. Basta recordar que “Estudio” comienza:

Jugaré con las casas de Curazao,
pondré el mar a la izquierda
y haré más puentes movedizos.

Y avanza hacia dos versos célebres:

Por la tarde vendrá Claude Monet
a comer cosas azules y eléctricas.

Se usa “vanguardista” a falta de mejor término. Más exacto sería: innovador, renovador. Pellicer no fue un poeta de exclusiones sino de inclusiones. Asimiló cuanto podía alimentar su originalidad y muy precozmente llegó a sólo parecerse a sí mismo. A los veinte años se preocupó más por el lenguaje y la expresión que por la polémica y el “triunfo”. Se interesó en escribir mientras otros desplegaban una arrogancia del poder ruidosa y finalmente estéril. Se ha dicho que el vanguardista profesional desprecia la tradición, es retórico y confía en que hará lo que sus antecesores no se atrevieron a intentar. El verdadero innovador respeta en la tradición el sufrimiento y la experiencia humana involucrados en ella. Toma lo que le conviene para decir lo que anhela expresar. Trasmuta todas las corrientes en simples aguas para su molino.

Las corrientes pasaron. Los versos de Pellicer permanecen. A despecho de estatuas y reediciones, no es un poeta de moda. Pero cuando se ha escrito tan bien como él la única alternativa a no estar de moda es ser un clásico. Para mitigar el peso del dictamen se añade: el más joven de nuestros clásicos. Carlos Pellicer no es una estatua de bronce sino un amigo que puede seguir conversando interminablemente con nosotros a través de sus libros.

 

Cercanía y distancia de Nandino

 

De Contemporáneos quedan en pie y más activos que nunca dos escritores: Elías Nandino y Rubén Salazar Mallén. El jueves 21, Nandino leyó en la sala Ponce textos de su libro más reciente, Cerca de lo lejos, y los que él, adelantándose al calendario, llama “Poemas eróticos a los ochenta años”. Nandino enriquece así la poesía mexicana con un tema nunca antes tocado por ella, el mismo que atormentó a Tolstoi hasta su muerte en Astápovo y condujo a Yeats a la cima de su grandeza: la furia del deseo ante el ultraje de la vejez.

Gustavo Sáinz, al presentarlo, agradeció a Nandino su incomparable generosidad como editor de Estaciones (1956-1960), la revista que permitió agruparse a la generación del medio siglo. Nandino está a punto de terminar sus memorias. Con la nueva libertad ganada en años recientes, las memorias de Nandino hablarán no sólo de los Contemporáneos sino también de visitantes ilustres con los que estuvo en relación muy cercana. Entre ellos Eisenstein, Artaud y Trotsky. Afortunadamente Nandino no ha dicho aún su última palabra.◊

 


 

* Fue poeta, cuentista, novelista, ensayista, traductor y, además, el primer secretario de Redacción de la antigua Diálogos. Agradecemos a Cristina Pacheco el permiso de reproducir aquí este “Inventario”, publicado por primera vez el 25 de febrero de 1980 en la revista Proceso.