Dos décadas del nuevo siglo: breves apuntes para un balance

A escasos dos decenios de iniciado el nuevo siglo, ¿hemos abandonado la modernidad y el mundo hoy es el reino del Big Data y de la posdemocracia? ¿Hemos dejado atrás una “nueva Antigüedad” para adentrarnos en las incertidumbres de la criptocracia, de la destrucción ambiental y de crecientes conflictos sociales? Humberto Beck expone en este ensayo los probables nuevos “temas de nuestro tiempo”.

 

HUMBERTO BECK*

 


 

¿Cuándo comenzó el siglo xxi históricamente? ¿En 1989, con la caída del Muro de Berlín y el colapso del socialismo? ¿En el año 2000, como marcaría la costumbre cronológica? ¿Con los ataques terroristas del 11 de septiembre y el subsecuente inicio de los conflictos de la nueva era? Y, en todo caso, ¿cómo caracterizar los años transcurridos desde entonces? Sin duda, es demasiado pronto para aventurar cualquier interpretación extensiva de las primeras décadas del siglo, pero tampoco es imposible aventurar unos primeros apuntes para un balance.

Si bien lo que va de la centuria ha presenciado la expansión de un nuevo mundo globalizado y neoliberal, también ha atestiguado el surgimiento de movimientos contra esa expansión. Como se ha señalado repetidas veces, 1994 es el año del levantamiento zapatista, tanto como el de la entrada en vigor del tlcan. Al mismo tiempo, en las décadas recientes ha ocurrido la reaparición de viejos ejes de conflicto, como la religión, la raza o la nacionalidad, incluso ahí donde se creían ya desterrados o inexistentes, como en Europa y Estados Unidos. No ha sido el xxi, como pronosticaba Francis Fukuyama, el siglo del “fin de la historia”. Pero, si miramos con cuidado, tampoco ha sido, como pensaba Samuel Huntington, una era marcada exclusivamente por el “choque de civilizaciones”. Una evidencia al respecto: el principal contendiente actual para ponerle un fin a la hegemonía occidental de los últimos siglos no es una civilización supuestamente “adversaria”, como la islámica, sino, en realidad, una economía opositora, la china, que se acerca a convertirse en la primera potencia del mundo, no por haber propuesto un modelo radicalmente distinto (como se proponía el comunismo soviético), sino, al contrario, porque decidió justamente jugar durante este periodo en los mismos términos del capitalismo, adaptándolos.

Por otro lado, nuestro joven siglo ha estado marcado por profundas crisis financieras que han puesto en evidencia las limitaciones de un capitalismo desregulado. Curiosamente, sin embargo, muchas de las ideas que de hecho crearon las condiciones para esas crisis no han dejado de circular, sino que han, tenazmente, persistido: el xxi es el siglo de la extraña “no muerte del neoliberalismo”, como la ha llamado el sociólogo británico Colin Crouch. Con todo, las dos últimas décadas han sido el escenario de desarrollos completamente inesperados, como la llegada a la presidencia de Estados Unidos de un multimillonario con simpatías proteccionistas y el triunfo en el Reino Unido, con el Brexit, de un movimiento político hostil al proceso de integración europea. Han sido también las décadas, sin embargo, del retorno de la desigualdad al centro de la discusión social en Occidente y —algo de veras inaudito— del momento de mayor influencia política del socialismo (por lo menos como etiqueta) en la historia de la nación capitalista más poderosa.

Dadas estas contradicciones políticas y culturales del capitalismo contemporáneo, y los temibles efectos sistémicos que pueden producir (y ya están, de hecho, produciendo), como la creciente desigualdad, el deterioro del medio ambiente, la intensificación de las migraciones internacionales y la perspectiva de nuevas crisis, es posible perfilar una serie de probables nuevos “temas de nuestro tiempo”.

En primer lugar, un tema para lo que resta del siglo será el de los intentos por domesticar el nuevo espacio social y político global creado por la economía capitalista (del mismo modo en que el trasfondo histórico de los siglos anteriores fue el de la creación y la domesticación del espacio político del Estado nacional). La forma que podría tomar esta domesticación de lo global podrá admitir enormes variaciones: desde las versiones más liberales que reclaman la creación de una federación mundial —es decir, la proyección de los principios republicanos a una escala internacional— hasta las interpretaciones más realistas que defienden procesos de integración tutelados por una potencia hegemónica (en cierta medida, la experiencia de la Unión Europea) e, incluso, las visiones con implicaciones autoritarias, como la formación de un auténtico imperio o “Estado” global.

Estos intentos de domesticación podrán fracasar o incluso nunca llegar a despegar del todo. Sin embargo, ya sea que tome la vía global e integradora o que termine por atrincherarse en las fronteras de la nación, el contenido de la política por venir estará ocupado por un asunto de implicaciones gigantescas: la gestión de las consecuencias ambientales y sociales más destructivas del capitalismo tardío. Le ha tocado al siglo xxi ser el momento en el que la humanidad ha comenzado (apenas) a considerar en serio las implicaciones de haber adoptado, los últimos tres siglos, los modos de producción industriales y altamente consumidores de energía. Dos de estas consecuencias, quizá las mayores, son el recrudecimiento del cambio climático y la perspectiva de un mundo regido por las tecnologías digitales y la inteligencia artificial.

La expansión del dominio de la tecnología digital apunta, en sí mismo, a otro tema de nuestro tiempo: la creciente significación material y simbólica de los algoritmos. En este sentido, probablemente estamos asistiendo al despliegue de una nueva y digital “dialéctica de la Ilustración”, análoga a la diagnosticada hace más de medio siglo por Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, y que podría formularse a través del lema: “Los algoritmos devienen en mito, pero la mitología misma ya era algoritmo”. Porque, si ponemos atención a la función cognitiva de lo que la humanidad ha solido considerar como “mitos”, podemos darnos cuenta de que éstos han sido, en realidad, una suerte de primitivos “algoritmos”: formas primigenias (a la vez que altamente “eficientes”) de organizar enormes cantidades de información. Hasta podría decirse que, entre las civilizaciones antiguas, la primera encarnación del “Big Data” fue el mito. Y, al mismo tiempo, en el mundo contemporáneo, tan fuertemente tecnologizado, los propios algoritmos computacionales están deviniendo en una especie de mitología: imágenes y símbolos omnicomprensivos que constituyen la base de un orden, real e imaginario, y que, por lo tanto, otorgan sentido. Visto este proceso desde una manera más vinculada con las emociones estéticas y cotidianas, se podría especular si el actual encanto de lo vintage y “lo retro” en nuestra era numérica está relacionado con el haber convertido a la modernidad predigital (la que comienza con la imprenta y termina con el teléfono) en un clasicismo, una nueva Antigüedad.

Esta dialéctica entre el mito y el algoritmo podría contener posibilidades utópicas: la meta de la igualdad social (el proyecto antaño llamado “socialismo”) podría pasar de potencialidad mitológica a actualidad política si el “orden espontáneo” del mercado (en cierto sentido, otro mito social de la modernidad) puede ser plenamente descifrado y convertido en un algoritmo. ¿El Marx del futuro podría ser, tal vez, un programador? ¿O quizá el Adam Smith del presente existe ya y es un programador y, además, un socialista?

Esto nos lleva al tema de la democracia o, como es quizá más adecuado llamarlo, la “posdemocracia”. El atomismo social contemporáneo tal vez es la culminación de un proceso histórico comenzado con la Reforma y continuado por el liberalismo; se trató de un proceso de desintegración de los órganos corporativos y los estamentos tradicionales que los fragmentó y desmigajó hasta que produjo una masa de individuos o, como escribió Tocqueville, esa “nube de polvo en movimiento que señala la llegada de la Democracia”. ¿Pero qué depara el resto del siglo a esa “nube de polvo” que es la sociedad individualista, aunque todavía de masas, contemporánea? Si la política y la cultura de la era democrática estuvieron definidas por las tensiones entre la masa y el individuo, la política y la cultura del siglo xxi parecen perfilarse como ocupadas por el conflicto entre el individuo y el sistema o, lo que es cada vez más plausible, el proceso de la convergencia entre ambos. El signo de esta convergencia sería, como señaló Iván Illich, la llegada de una especie de subjetividad cibernética que desea ser integrada al sistema. Y es que, como ha advertido toda la tradición del pensamiento social crítico, desde sus ancestros románticos hasta sus versiones más recientes, en un mundo de sistemas sociales ya no puede haber “seres”, sino solamente “objetos” humanos.

¿Cómo llamar a esta nueva era que podría suceder a la democrática? El uso del término “neoliberal” correrá probablemente con la misma suerte de uno de sus predecesores, “posmoderno”, que en un par de décadas pasó de sinónimo de lo ultracontemporáneo a epítome de “lo pasado de moda”. La “posmodernidad” transitó aceleradamente de la vanguardia al kitsch; más que desmontar la lógica del progreso y de la moda, simplemente la encarnó. ¿Quizá, por lo menos de manera bastante provisional, un mejor candidato sería, una vez despojado de sus tonalidades conspiratorias, el vocablo criptocracia, reinterpretado como “gobierno de lo oculto, lo desconocido”?

La notoriedad que han alcanzado en lo que va del siglo dos conocidos pensadores contemporáneos —Byung-Chul Han y, sobre todo, Slavoj Žižek— es sintomática del estado de estas relaciones entre el sistema capitalista y la filosofía. Mientras que Han ha logrado traducir el abstruso pensamiento de Martin Heidegger a un formato semejante a la autoayuda, Žižek ha convertido su performance de intelectualidad pública en una suerte de stand-up filosófico. Ni una ni otra caracterización tienen por qué tomarse, necesariamente, como una condena, pero sin duda ambas apuntan hacia un desarrollo más profundo: la transformación de la reflexión crítica en mercancía y del pensamiento en una industria cultural. ¿Estamos experimentando entonces, quizá, un retorno a un estadio prefilosófico, al momento en el que el conocimiento era vendido como mercancía, precisamente la práctica sofista contra la que Sócrates se rebeló?

En este siglo, más aún, las propias obras del arte contemporáneo, cuya primera expresión en las vanguardias históricas había sido una airada negación del temperamento burgués, han devenido en codiciados objetos de mercado, en una suerte de nuevas mercancías críticas o metamercancías, es decir, en piezas que incorporan a su contenido la reflexión acerca de su propia naturaleza monetaria. En un giro sorprendente, la obra de arte contemporánea se ha convertido en una commodity que, a través de sí misma, nos “vende” (porque desea, sin duda, que la compremos) su propia diatriba y su propio reproche. (Una culminación de este proceso típico de nuestro tiempo es la instalación conocida como “El Oroxxo” del artista mexicano Gabriel Orozco). Como corolario, tal radical mercantilización de las obras de arte ha logrado que lo cursi y lo kitsch ya sean, por así decirlo, un ingrediente central de la sensación estética de lo que llamamos “actualidad”.

En los diagnósticos de los malestares contemporáneos suele aludirse de manera recurrente al momento actual como una repetición de “Weimar”, con todas sus ominosas implicaciones. Pero, más allá de la precisión histórica de la analogía, es cierto que resaltan algunas correspondencias. Ahora, como hace cien años, los principios o asuntos en conflicto son las ambiciones de totalidad social (en ese entonces encarnadas por el Estado) en oposición a los reclamos de dignidad personal (en ese entonces personificados, sobre todo, por el individualismo liberal). Pero, en el presente, el propio individualismo liberal (por lo menos en sus versiones más convencionales), debido a su casi completa monopolización por el capitalismo, se ha convertido más en cómplice de las ambiciones de totalidad, encarnadas ahora por la lógica de los sistemas, que en un aliado contra ellas. Como apuntan las tensiones económicas, tecnológicas y culturales ya señaladas, la discusión para lo que queda del xxi deberá girar en torno a cómo reinterpretar los reclamos de dignidad, ya sin el antiguo aliado del liberalismo, buscando extenderlos más allá del individuo a otras entidades que demandan reconocimiento, como los nuevos grupos de seres humanos marginados por los sistemas y, sobre todo, la propia naturaleza. La tarea podría resumirse en la necesidad del establecimiento de límites críticos a las expansiones ilimitadas de esos sistemas. Si todo esto suena desesperadamente “ideal”, de eso se trata: la utopía es una responsabilidad del pensamiento. Y es que, al final, es probable que la esperanza sea la única justificación de la teoría: lo que llamamos “pensar” no tiene ningún sentido si no sirve para devolvernos lo que ya hemos perdido: la sensación de futuro y, con ella, también el presente.◊

 


* HUMBERTO BECK

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.