Dispositivos emocionales del género. La timidez como cualidad de lo femenino

La psicología ha estudiado la timidez en cuanto rasgo de la personalidad individual, pero —nos dice Rocío A. Castillo en este ensayo— es también un comportamiento socialmente inducido que regula y condiciona las relaciones entre las personas, especialmente entre los hombres y las mujeres. En cuanto dispositivo emocional, contribuye a la desigualdad entre los géneros y daña la subjetividad de las mujeres.

 

ROCÍO A. CASTILLO*

 


 

“Calladita te ves más bonita” es un dicho popular que, por obvias razones, ha sido de los más impugnados por el movimiento feminista latinoamericano. El refrán nos remite a la exclusión de las mujeres de la construcción del mundo a partir de la palabra, marcando su condición de objeto, y objeto de belleza, cuya existencia es por y para otros (verse bonita para otros). Nos permite, además, entrever un arreglo cultural en el que las mujeres son a través de las palabras de otro, que interpela y que, cuando una mujer se constituye como sujeto a partir del habla, la considera menos bonita, es decir, menos valiosa en un orden de género patriarcal y androcéntrico en el cual los varones tienen el poder del sistema de valores de una sociedad. Aun cuando estar calladita es una consigna menos explícita en el mundo contemporáneo (pensando en la irrupción de las mujeres en arenas previamente sólo masculinas), se reproduce sutilmente en nuestras interacciones diarias y en los procesos de socialización de género desde la infancia y a lo largo de la vida.

En este sentido, distintos estudios han mostrado, estadísticamente, cómo en los ámbitos familiar y escolar los varones siguen ostentando el uso no sólo mayoritario sino legítimo de la palabra. Por ejemplo, en el ámbito familiar, se interrumpe más a las niñas que a los niños cuando hablan o, en las escuelas, los niños están sobrerrepresentados en el uso de la palabra en el salón de clases (Coates, 2015). Esto mismo puede extrapolarse a estudios sobre la cobertura mediática diferenciada de mujeres y hombres en la política y a la interpretación de su interpelación pública (Dunaway et al., 2013). De esta manera, pese a que ya no se escuche cotidianamente el mandato de “calladita te ves más bonita”, el arreglo cultural que le dio origen sigue presente y sus efectos son todavía devastadores en la vida cotidiana de muchas mujeres, diría que lo es en México, pero me atrevo a pensar que también a lo largo y ancho del globo.

En el trabajo con mujeres activistas, he encontrado que esta exclusión basada en la “no palabra” (que deriva en la no-sujeto) se reproduce a través, aunque no exclusivamente, del dispositivo emocional. Éste, además de sutil, es constantemente confundido con la personalidad y se acerca peligrosamente al terreno de la inherencia biológica. No obstante, desde una perspectiva más bien sociológica, la repartición estructural y diferenciada del repertorio emocional, tal como lo ha propuesto Barbalet (2012), nos permitiría comprender al dispositivo emocional como un instrumento más de la socialización del género y de la construcción de una feminidad pasiva. En este sentido, uno de los mayores obstáculos a los que se enfrentaban las activistas en su participación política (aunque podía extenderse a otras áreas de su vida) era un constante y fuerte sentimiento de timidez. Tan común era ese sentimiento que todas lo habían normalizado como una cualidad femenina frente a la desfachatez social de los hombres. Esto fue, sobre todo, lo que hizo pensar si no sería la timidez una forma emocional que reproduce el orden de género establecido, reforzando la “no palabra” y el ser no-sujeto de las mujeres.

Vale la pena aclarar que esto no significa que los niños y los hombres no experimenten también la timidez, y me aventuro a decir que es un sentimiento que todas las personas han experimentado al menos una vez en la vida, pues es un estado emocional sujeto al contexto, así como a la etapa de vida y al desarrollo psíquico en el que se halla la persona. No obstante, la timidez, como una emoción sobrerrepresentada en las mujeres, no sólo en experiencia, sino también y sobre todo en expresión, puede entenderse como una forma apropiada de relacionarse, impuesta social y culturalmente a las mujeres y que es reforzada a lo largo de sus vidas.

Casi todas las activistas enfatizaban haber sido muy tímidas durante gran parte de su vida. Encontré que, en la reflexión, esta timidez la atribuían al contexto social en el que se desarrollaron de jóvenes. Por ejemplo, Lucía me explicaba que, cuando era chica, por ser mujer creció sobreprotegida, a diferencia de sus hermanos varones: “Yo, cuando estaba en México […] mis papás siempre me tuvieron como en una burbujita de cristal” (entrevista, enero, 2015). Sus papás controlaban a dónde iba, hasta qué hora, con quién hablaba, cómo hablaba, etc. Esto —reflexionaba— limitó sus relaciones sociales e, incluso, su nivel educativo, ya que le prohibieron seguir estudiando la licenciatura cuando terminó la prepa, pues les parecía peligroso que anduviese en la calle. Ella reflexionaba que esto la hizo sentir que no podía tomar sus propias decisiones ni ser aventada, le costaba trabajo acercarse a la gente para hablar o pedir cosas y era muy miedosa. Bajo esta perspectiva, esa burbuja, como frontera invisible de una transgresión de género, le impidió aprender cosas nuevas, poner a prueba sus capacidades y perseguir retos nuevos, todo velado por un halo de timidez que se presentaba como si fuese una cualidad inherente e individual.

La contraparte de este fenómeno es la experiencia y expresión de la ira: el mundo está repleto de imágenes de hombres iracundos que lanzan golpes, si no es que municiones, a diestra y siniestra, mientras su contraparte femenina, ante estímulos similares, grita o llora, pero pocas veces golpea o utiliza armas.1 Esto no significa que las mujeres no sean iracundas, sino que la expresión de la ira difiere, pues la que es legítima para unos no lo es para las otras, y viceversa. De ahí que la timidez pueda entenderse como una emoción que regula las relaciones (en este caso de género) y no sólo como un rasgo de la personalidad. A partir de ello podemos deducir que, en el cruce de estructuras emocionales impuestas y apropiadas por hombres y mujeres desde los mandatos del género, y por las estratificaciones de clase y raza, se determina no qué sienten, sino cómo sienten y cómo expresan dichas emociones, así como con qué capitales emocionales cuentan para resistir o transformar dicho orden, o no. En este sentido, las mujeres activistas identificaban su timidez como parte de su personalidad. Es decir que interiorizaron ese orden sentimental oscureciendo las estructuras de poder que le daban forma.

La timidez, sin embargo, no ha sido relevante para las ciencias sociales. La única disciplina que ha incursionado en su análisis ha sido la psicología, sobre todo desde una perspectiva clínica del desarrollo infantil.2 La revisión bibliográfica en torno a la timidez pone en evidencia la necesidad de explorarla como un objeto de estudio social relevante en cuanto estado emocional esencial conformado por las relaciones de poder, en específico las de género (aunque siempre atravesadas por la raza, la clase, la edad y otras categorías sociales). Esta primera exploración de la timidez como objeto de estudio la realicé en organizaciones de movilización migrante en Estados Unidos, donde mujeres migrantes con estatus legal de indocumentadas, activistas del movimiento local en Austin, Texas, experimentaron una serie de transformaciones personales (entre ellas la gestión de la timidez, como ellas la nombran) que les permitieron devenir activistas. Las organizaciones les ofrecieron un espacio de subversión emocional (Besserer, 2014) en el que pudieron enfrentar la estructura afectiva mediante la cual se regulan también las relaciones sexogenéricas.

En este sentido, propongo pensar la timidez como un estado emocional complejo; es decir, compuesto por emociones primarias (miedo) y secundarias (vergüenza). Las emociones primarias son aquellas que, desde una perspectiva psicoevolutiva, son compartidas universalmente desde el nacimiento, como el miedo, el enojo, la tristeza y la alegría. En cambio, las emociones secundarias son aquellas que resultan “de la transformación de una reacción emocional más básica, […] por su conjunción con un elemento autoevaluativo” (Extebarria, 2009, p. 176); es decir, que requieren la consciencia de un yo. Las emociones secundarias más comunes son la vergüenza, el orgullo, la culpa y la indignación. En el caso de la timidez, la combinación del miedo (hacia otro que se percibe como superior) y la vergüenza (como la incapacidad del sujeto de lograr ser como ese otro que se percibe superior) resulta de la percepción de un yo disminuido y deferencial.

Siguiendo a Marcela Lagarde (2000) cuando habla de la reparación subjetiva de la desigualdad y la injusticia social, planteo que la timidez de género es el correlato emocional del concepto de autoestima de género propuesto por la autora. Para Lagarde, el sistema patriarcal ha dañado a las mujeres no sólo en términos materiales, sino, sobre todo, subjetivos, a partir de la imposibilidad de las mujeres de aceptar y reconocer sus propias habilidades y capacidades subjetivas y prácticas para vivirlas. Desde una perspectiva racionalista, del individuo responsable de sí mismo, esta condición se ha traducido en falta de autoestima, y se le culpa de no conseguirla a través de la filosofía del ¡supérate a ti mismo! Desde una perspectiva sociocultural, la timidez puede entenderse como una forma impuesta de sentir que regula ciertas interacciones sociales y que determina la posición de cada sujeto en la estratificación social, así como su agencia.3

Aún falta mucho por explorar en torno a la timidez; por un lado, como objeto de las ciencias sociales y, por otro, como objeto relevante para los estudios de género. Los retos metodológicos son numerosos y nos enfrentan a repensar los límites de una epistemología concebida desde la dualidad del modelo cartesiano de la producción del conocimiento. Sin embargo, considero sumamente relevante indagar las “sutilezas” del dispositivo emocional en la reproducción de órdenes de género que enfatizan la desigualdad y que dañan la subjetividad de las mujeres.◊

 


Referencias

 

Barbalet, J.M., Emotion, Social Theory, and Social Structure, Cambridge, Cambridge University Press, 2004.

Besserer, F., “Regímenes de sentimientos y la subversión del orden sentimental. Hacia una economía política de los afectos”, Nueva Antropología, vol. 27, núm. 81, julio-diciembre de 2014, pp. 55-76.

Coates, J., Women, Men and Language: A Sociolinguistic Account of Gender Differences in Language, Londres, Routledge, 2015.

Dunaway, J., R.G. Lawrence, M. Rose y C. Weber, “Traits Versus Issues: How Female Candidates Shape Coverage of Senate and Gubernatorial Races”, Political Research Quaterly, vol. 20, núm. 10, julio de 2013, pp. 715-726.

Lagarde, M., “Autoestima y género”, Cuadernos Inacabados, núm. 39, 2000, pp. 1-18.

Parmley, M., y J.G. Cunningham, “Children’s Gender-Emotion Stereotypes in the Relationship of Anger to Sadness and Fear”, Sex Roles, vol. 58, núms. 5-6, marzo de 2008, pp. 358-370.

 


1 Un ejemplo de esta dicotomía emocional lo presentan Parmley y Cunningham (2008) en su estudio sobre la representación estereotípica de las emociones de acuerdo con el género en los libros infantiles.

2 Desde la psicología, la timidez se entiende como una cualidad psíquica adquirida por la falta de apoyo parental, que se expresa sobre todo en la niñez y la adolescencia.

3 Aunque esta descripción puede parecer similar a la baja autoestima, se diferencian en que esta última no implica necesariamente una inhibición o un retraimiento de la interacción social, que sí es una característica de la timidez.

 


* ROCÍO A. CASTILLO

Es profesora-investigadora de Cátedra Conacyt adscrita al Programa Interdisciplinario de Estudios de Género en el Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.