Después de la pandemia, una sobredosis de educación

En vista de la incapacidad de transitar, de la noche a la mañana, de la enseñanza presencial a la virtual frente al obligado abandono de las aulas que ocasionó la pandemia, la educación en México vio agregarse nuevos rezagos a los acumulados durante décadas. Poner la educación en el centro de las políticas públicas y del quehacer de la sociedad es la propuesta del siguiente ensayo para enfrentar viejos y nuevos retos.

 

EMILIO BLANCO*

 


 

Los juicios sobre la educación en México suelen ser muy pesimistas. Desde la academia solemos concluir nuestros análisis con términos como “crisis”, “catástrofes” y “sexenios perdidos”. En el ámbito social existe, en términos generales, una extendida desconfianza en el sistema educativo público y en sus docentes  (mientras que, paradójicamente, las personas tienen una buena opinión sobre la escuela a la que asisten sus hijas e hijos). Estas percepciones tienen fundamento: nuestro sistema educativo adolece de muchas fallas, y algunos de sus desafíos parecen insuperables. La política sexenal, con su mezcla de desidia, oportunismo e improvisación, tiende a agravar esta realidad.

A pesar de lo anterior, es necesario seguirle apostando a la educación pública, lo cual requiere, al menos, una dosis de optimismo. Para ello, en lugar de enfocarnos en el presente y en su brevedad mezquina, es conveniente adoptar una perspectiva de largo plazo: recuperar los logros del pasado e imaginar futuros mejores. En este artículo intentaré plantear un horizonte amplio para la educación mexicana, una visión de cómo podría ser, en un ejercicio que es, también, imaginarnos como sociedad.

La coyuntura no es propicia: la reciente pandemia de la covid ha tenido consecuencias nocivas, todavía no adecuadamente dimensionadas, sobre las trayectorias educativas de toda una generación. Si nos enfocamos exclusivamente en las pérdidas, el escenario es catastrófico. El sistema educativo mexicano, al igual que otros en la región, no estaba preparado para elaborar una alternativa eficaz a la educación presencial. Si la educación mexicana en condiciones ordinarias ya era débil en muchos frentes, era ingenuo pensar que podría compensar un desafío de la magnitud de la pandemia. En este sentido, y dado el carácter inédito de la situación, resulta osado realizar juicios definitivos sobre las acciones concretas de las autoridades. Lo cierto es que, una vez pasado lo peor, se estiman grandes pérdidas en los aprendizajes, y es posible que las trayectorias educativas de millones de jóvenes se hayan truncado definitivamente. Aun así, las autoridades educativas parecen empeñadas en hacer como si nada hubiera pasado. La ausencia de evaluaciones oficiales del impacto de la pandemia o de medidas activas destinadas a prevenir y revertir el abandono es un indicador de esta actitud omisa.

Aunque el panorama es desalentador, conviene recordar cómo estaba la educación en México a mitad del siglo xx. Lejos todavía de alcanzar la cobertura en la primaria y con una asistencia mínima a la secundaria, la educación era un bien muy escaso, cuyos niveles superiores estaban reservados exclusivamente a las élites. Desde entonces, al igual que el resto de América Latina, México experimentó un crecimiento educativo acelerado que permitió a grandes masas de la población acceder al nivel básico y, en las últimas décadas, al nivel superior. El avance ha sido tal que, actualmente, la cobertura en este nivel alcanza 40 por ciento.

Esta expansión, es cierto, no ha logrado igualar las oportunidades educativas. Todavía son, y por mucho, las personas jóvenes de mejor posición social quienes más aprovechan los nuevos espacios que se crean en el sistema. Es el alumnado de mejor posición social el que tiene mayores oportunidades de aprendizaje. Sin embargo, también es cierto que estas desigualdades tienden a reducirse con el tiempo. Asimismo, la brecha de género en el acceso educativo, que durante buena parte del siglo pasado perjudicó significativamente a las mujeres, hoy prácticamente ha desaparecido.

De alguna manera, la crítica permanente a la educación es una consecuencia de estos avances. Los problemas educativos que nos planteamos como sociedad (calidad, equidad, relevancia) emergen, justamente, cuando se logra una incorporación masiva al sistema. También son efecto de agendas particulares, a veces pésimamente comunicadas (basta ver, por ejemplo, el pésimo manejo que se hace periódicamente de los resultados de México en el Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes [pisa]).

La educación siempre estará en crisis porque es, en el imaginario social, el espacio donde se proyectan perspectivas y proyectos sociales por venir. Imaginar un mejor futuro para toda la gente pasa forzosamente por la educación, y esto supone su crítica constante. Tenemos que reconciliar esta mirada crítica con nuestra capacidad de plantear expectativas mejores. Pero también será necesario democratizar la discusión sobre la educación, para que éstas no sean exclusivamente las que imaginan y difunden las élites.

¿Cómo podríamos “viralizar” nuevas discusiones sobre la educación pública mexicana? Lo principal, quizá, sería colocar la educación en el centro, permitirnos una sobredosis de educación. Actualmente, el tema educativo ocupa un lugar marginal, relegado por otros más urgentes como la seguridad, o más mezquinos, como los derivados de la política electoral. Regresar la educación al centro significa, en primer lugar, exigir a las autoridades un compromiso real y permanente con el tema. La condena social y política a las autoridades omisas, o que usan la educación de manera oportunista, debería ser fulminante.

En segundo lugar, así como se exige a las autoridades, la sociedad también debería ofrecer un soporte permanente a la educación, un compromiso generalizado e incondicional. Habría que exigir resultados a cada docente en cada escuela: no como quien exige a un empleado, no desde la visión privatizadora de lo público, sino con el derecho que da la colaboración intensa en pos de un fin común. Las familias tienen el derecho a exigir, pero también la obligación de apoyar a las escuelas en la medida de sus posibilidades. Quienes llevan la enseñanza en las aulas deberían sentir, a un tiempo, esta demanda y este respaldo.

En tercer término, la educación tiene que ser relevante, y, por lo tanto, de calidad. Es cierto que ésta no puede convertirse en el único tema, como casi llegó a suceder en las últimas décadas en México (principalmente por la influencia del sector empresarial en la agenda, sector que apuesta a la educación como vía para la movilidad social, algo que no se sostiene en un contexto de estancamiento, desprotección del empleo y presión a la baja de los salarios). No obstante, una educación de calidad ofrece herramientas individuales para competir incluso en condiciones de estancamiento, y ésta es una de las principales demandas al sistema educativo por parte de las familias. Si se descuida este aspecto, la educación pierde relevancia social.

Sin embargo, la educación debe, también, ensanchar su propia relevancia. Es necesario hacer de ella un espacio para la inclusión, la libertad y la democracia, aspectos críticos para construir la sociedad que queremos. Vivimos tiempos oscuros, donde el regreso mundial del populismo autoritario, principalmente desde la derecha, amenaza con socavar derechos que costó muchísimo reconocer: de las mujeres, de la comunidad lgbtttiq+, de los sectores laboral y popular, de las minorías étnicas y de la propia infancia. La educación tiene que ser un espacio de defensa de estos derechos y, por implicación, de las diferencias y los valores democráticos; un espacio radicalmente plural. Esto es, claramente, lo opuesto a convertir la educación en un aparato de adoctrinamiento de los valores favoritos de las autoridades en turno.

Además de poner la educación en el centro, tenemos que apostar a que sea una actividad permanente y de toda la sociedad. La educación tiene que ocurrir durante toda la vida. En particular, es necesario empezar a educar lo más temprano posible. Dos o tres años de preescolar son insuficientes para revertir las carencias en el desarrollo asociadas a la falta de recursos y de estímulos en el hogar. El Estado debe asumir como función prioritaria el desarrollo de la primera infancia a través de distintas vertientes de estimulación temprana. Esto no significa transformar a quienes transitan por la infancia y la juventud en máquinas de aprender; se trata de construir, junto con las familias y las comunidades (especialmente en los sectores más vulnerables), espacios de estimulación basados en el juego, el cariño y el cuidado. Hay pruebas considerables de que la estimulación recibida en esta etapa es la que tiene mayores efectos, cognitivos y no cognitivos, a lo largo del tiempo.

Lo anterior exige la instauración de un sistema nacional de cuidados. La educación, por sí sola, no es suficiente para educar. Se necesitan políticas integrales enfocadas en seguridad, alimentación, salud y vivienda, que garanticen los derechos de los más pequeños, desde antes del nacimiento y hasta su adolescencia. El bienestar en la infancia debe convertirse en una prioridad social y estatal de largo plazo. Las becas y transferencias directas no sustituyen ni remotamente la provisión de servicios públicos y la garantía de derechos por parte del Estado. Además, estas políticas perpetúan las desigualdades de género, al recargar los roles de cuidado en las mujeres.

Una educación permanente es, también, una actividad social generalizada: hay que educar fuera de las escuelas: socializar la educación. El trabajo, por ejemplo, tiene que ser un espacio educativo. Es absurdo que las empresas le exijan al sistema educativo la transmisión de habilidades y experiencias que sólo pueden adquirirse en la práctica. Son las empresas las que deberían asumir el costo de la educación que requieren para obtener ganancias. En un orden distinto, deberíamos recuperar el valor educativo del ocio, de las conversaciones entre amistades y familia, del uso de redes, de las vacaciones. Todas son instancias para aprender. Nuevamente: no se trata de volvernos máquinas de saber; se trata de que todas las personas crezcamos juntas. Sobre todo, se trata de revolucionar nuestra curiosidad y capacidad crítica, nuestra apertura al mundo y a la alteridad.

Finalmente, necesitamos una educación universal. Es hora de abandonar los modelos verticales, frontales, de enseñanza, basados en la memorización de infinidad de contenidos desconectados. Esto desautoriza a quien estudia como gestor de su propia curiosidad y lo mantiene en un lugar de permanente subordinación y enajenación respecto del aprendizaje. Lo anterior se ha repetido hasta el cansancio, pero para transformarlo se necesita más que cambiar la formación y capacitación de quienes enseñan; es necesario descentrar el poder y el control de los procesos educativos. Tendríamos que dejar de concebir a quienes ejercen la docencia como agentes subordinados cuya función es acatar directivas de una autoridad central, agentes destinados a cumplir, cada sexenio, un capricho educativo diferente. Dotarlos de poder, fortalecer su autonomía, es condición necesaria para otorgarles poder, a su vez, a estudiantes y familias. La escuela debe estar abierta a las propuestas del entorno; quien enseña debe escuchar a quien aprende, y la autoridad debe escuchar a la comunidad docente.

Lo anterior no significa disolver completamente los límites de la escuela. Se requieren, todavía, esos espacios sólidamente delimitados, no exentos de un componente de solemnidad, diferentes al hogar, a la calle, al centro comercial. Pero el valor y la seriedad de la tarea educativa no requieren la subordinación silenciosa ante la figura docente; antes bien, exigen un poco de insubordinación y rebeldía. La escuela debe ser un espacio distinto porque protege y fomenta esa rebeldía. Una educación democrática y de calidad es una educación curiosa, crítica y basada en el diálogo. Así como exige que la autoridad educativa abandone su lugar autoritario, quien enseña debe abandonar su lugar de regidor omnipotente del aula.

También es necesario un giro de la educación hacia el cuidado. Esto lo señaló Fernando Reimers en una entrevista publicada recientemente en Otros Diálogos: la pandemia nos enseñó la importancia de tener en cuenta la situación emocional y familiar del alumnado. Sin este componente, la educación se convierte en una máquina de juzgar, jerarquizar y penalizar. En este sentido, resulta alarmante ver a buena parte del profesorado y de la sociedad oponerse, por ejemplo, a la promoción generalizada que ha propuesto la Secretaría de Educación Pública como respuesta frente a la pandemia. Si, por seguir aferrados a los esquemas disciplinarios y burocráticos del siglo xix, no somos capaces de reconocer una situación excepcional de esta magnitud (y la tragedia que representó en términos humanos), debemos replantearnos seriamente para qué educamos.

Una educación universal necesita, también, de un Estado más presente, pero a la vez menos entrometido. Que apoye y garantice las condiciones necesarias para aprender, tanto dentro como fuera de la escuela, pero que no pretenda dirigir la educación más allá de los obvios contenidos básicos y valores universales. Menos soberbio, menos voraz y desconfiado; consciente de sus limitaciones. Más que un Estado regidor, necesitamos un Estado habilitador.

En el ámbito de la sociedad en general, una educación universal exige democratizar radicalmente los debates educativos, que deben involucrar por igual a todos los actores interesados. Establecer condiciones de igualdad exige que el gobierno, los sindicatos, las empresas, la academia y otros grupos de interés den un paso al costado en estas discusiones. No quiere decir renunciar al saber especializado, al conocimiento detallado de situaciones, a la experiencia y a la capacitación de cada uno de los actores, pero una educación plural y democrática requiere mayor horizontalidad. El movimiento hacia la pluralidad se demuestra andando, es decir, mediante una cierta renuncia a la centralidad de parte de los actores que históricamente han enmarcado el discurso educativo.

Ahora bien, nada de esto tiene sentido sin inversión. Los recursos son más importantes que las buenas intenciones. Sin condiciones mínimas de infraestructura y materiales, sin salarios dignos, no hay educación posible. Por eso es necesario radicalizar el debate político en torno a la educación, con la equidad en el centro, porque ésta es una palabra muy bonita hasta que nos preguntamos qué sectores la van a financiar. Se necesitan más recursos para la educación, pero además hay que hacer que vayan a quienes más lo necesitan. Y esto, inevitablemente, implica redistribución entre estratos sociales, pero también entre grupos de edad, tal vez, incluso, entre docentes y estudiantes. Necesitamos privilegiar a los más pequeños de los sectores más vulnerables, y esto podría implicar, al menos durante un tiempo, el relegamiento relativo de otros sectores.

Pero, además de recursos para la educación, se requiere una reforma fiscal que permita financiar un sistema nacional de cuidados, donde las élites y las clases medias altas de México, en particular, deberán aportar más de lo que aportan hoy. Si estos grupos realmente están comprometidos con la educación, deberán honrar materialmente su compromiso.

Con esto último, espero haber mostrado cómo es imposible hablar de educación sin hablar de la sociedad en su conjunto, de qué maneras la educación exige pensarnos de nuevo como colectivo, volver a pensar nuestros derechos, nuestras responsabilidades y nuestras posiciones. Pensar la educación debe convertirse en este espacio incómodo para todo mundo, pero especialmente para quienes, durante tanto tiempo, hemos tenido la voz cantante y no hemos logrado más que raspar (o, quizá, pulir) la superficie del statu quo.◊

 


 

* Es profesor-investigador del Centro de Estudios Sociológicos en El Colegio de México. Es licenciado en Sociología por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República de Uruguay, y maestro y doctor en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (flacso), sede México. Sus líneas de investigación son sociología de la educación, calidad y equidad en la educación básica y trayectorias educativas y desigualdad social. Ha publicado, en El Colegio de México, Los límites de la escuela. Educación, desigualdad y aprendizajes en México y Caminos desiguales. Trayectorias educativas y laborales de los jóvenes en la Ciudad de México, este último como coordinador y autor.