Desplazamiento por desastres en México y el mundo: la tragedia a la vista de todos

Cuando un desastre afecta a personas, lo hace de manera más o menos grave según las condiciones sociales de éstas y la respuesta que reciben de sus gobiernos. En México, como en otros países, el Estado suele referirse a las personas que pierden su casa y deben reubicase como “damnificados” o “evacuados”; sin embargo, éstos son, de hecho, “desplazados forzosos” que permanecen en el interior de su país y deberían ser tratados como tales, pues —nos dice Laura Rubio— “sin un uso adecuado de los términos, los derechos de los desplazados quedan en el limbo”.

 

LAURA RUBIO DÍAZ LEAL*

 


 

La violencia, la construcción de megaproyectos de desarrollo económico y los problemas ambientales son responsables del desplazamiento forzado de millones de personas en todo el mundo. Entre 2008 y 2016 ocurrieron desastres naturales —terremotos, tsunamis, huracanes, inundaciones y erupciones volcánicas— que súbitamente produjeron alrededor de 230 millones de personas internamente desplazadas (pid); es decir, estos fenómenos mueven de su punto de residencia a 26.4 millones de personas anualmente, una persona cada segundo. Los desplazamientos producidos por cambios graduales en el clima —como sequías, desertificación, deshielo, incremento en el nivel del mar y la subsecuente pérdida de zonas costeras— no han sido contabilizados aún, pero afectan el acceso de comunidades enteras a recursos indispensables para mantener su modo de sustento y de vida, por lo que los desastres y los movimientos de población producidos por ellos contribuyen a intensificar la pobreza global. De acuerdo con los Principios Rectores del Desplazamiento Interno de la Organización de las Naciones Unidas (onu), presentados en 1998 a la Comisión de Derechos Humanos:

Los desplazados internos son aquellas personas o grupos de personas que se han visto forzadas u obligadas a escapar o huir de su hogar o de su lugar de residencia habitual, como resultado o para evitar los efectos de un conflicto armado, de situaciones de violencia generalizada, de violaciones a los derechos humanos o de catástrofes naturales o provocadas por el ser humano, y que no han cruzado una frontera estatal internacionalmente reconocida.

El desplazamiento humano ocasionado por desastres repentinos se considera forzado y está asociado fundamentalmente con la destrucción de la vivienda y la afectación de los medios de vida. En el caso de aquellos que ocurren de manera gradual, la distinción entre desplazamiento forzado y voluntario es más difícil de establecer. Se considera que estos desastres son producto de un deterioro ambiental antropogénico acumulativo, es decir, causado por la actividad humana, como la industrialización, la urbanización y el efecto invernadero producido por la acumulación de gases que emiten los combustibles fósiles a lo largo del tiempo. Estos gases han ocasionado un calentamiento global que, a su vez, ha causado cambios en el clima y condiciones climatológicas extremas, lo que ha puesto en peligro la sustentabilidad de los ecosistemas y la seguridad humana. Los desplazamientos que ocurren en este escenario son considerados una estrategia de adaptación de las personas a los propios cambios y, por lo tanto, son planeados y voluntarios; no obstante, también pueden considerarse forzados en la medida en que las opciones para solventarlos se reducen drásticamente y la situación se percibe como una amenaza a la vida.

Es justamente en los fenómenos naturales que se manifiestan de manera gradual y que van incrementando la vulnerabilidad de las personas donde encontramos más dificultades para aislar entre sí los factores que intervienen en los movimientos de población; en otras palabras, no pueden separarse los procesos ambientales de los sociales, económicos y culturales. Aunque los seres humanos sean los principales agentes de los cambios en el medio ambiente, la mayoría de las personas es víctima de esos cambios, no su agente. Esto pone de relieve su vulnerabilidad y la necesidad de atender tanto las causas como los efectos de los desastres. Estos desplazados pueden parecer migrantes económicos en busca de mejores oportunidades laborales, independientemente de que hayan huido de circunstancias fuera de su control.

La capacidad de las personas para responder a eventos climatológicos o geológicos extremos y a cambios en el clima (la llamada resiliencia) está determinada no sólo por sus circunstancias individuales, familiares y laborales, sino también por otros factores estructurales, como la dinámica social, la economía, el ordenamiento territorial y la situación política y de seguridad, todos los cuales pueden hacerlas más vulnerables. Estrictamente hablando, el desplazamiento forzado en el que intervienen cuestiones ambientales es siempre multicausal. Individuos y comunidades ya vulnerables por cuestiones de pobreza, discriminación, falta de acceso a recursos naturales, oportunidades de empleo y educación, o inmersos en situaciones de violencia, se encuentran en un riesgo mucho mayor durante los desastres; así, a mayor marginación, mayor vulnerabilidad y, por ende, menor resiliencia.

Cuando abundan los factores de vulnerabilidad y riesgo, un fenómeno natural se convierte en un desastre, por lo que no podemos hablar de desastres “naturales” per se. Los grupos sociales más vulnerables son aquellos que habitan en asentamientos irregulares, con construcciones frágiles, en zonas de alta densidad de población con una aplicación pobre de los reglamentos de construcción, o que viven en montes y laderas inestables, en las orillas de ríos, proclives a deslizamientos e inundaciones, o con poco acceso a recursos naturales, como el agua.

Algunos ejemplos demuestran claramente el papel central de la vulnerabilidad en la potencialización del daño que un fenómeno climatológico o geológico puede causar a la población: la erupción del volcán Pinatubo en Filipinas en 1991, los terremotos de 1995 en Kobe, Japón, y en Haití y Chile en 2010. Este último fue 500 veces más fuerte que el de Haití, pero, por cada persona que murió en Chile, murieron 35 mil en Haití. La magnitud de los daños en este último país se atribuye, entre otras causas, a la miseria, a una infraestructura inadecuada y débil, a la ineficacia del gobierno, a la falta de reglas de construcción y de mecanismos que las apliquen adecuadamente. Por otra parte, el terremoto en Kobe desplazó inicialmente a 300 mil personas, pero después de tres meses sólo 50 mil seguían desplazadas; la erupción del Pinatubo, en cambio, lo hizo con más de 10 mil familias que, diez años después, seguían desplazadas y viviendo en condiciones de pobreza extrema. Esto nos obliga a revisar con cuidado el contexto en el que se dan tanto los desastres como los movimientos de población.

A pesar de que los recientes acuerdos internacionales sobre cambio climático — firmados en París en noviembre de 2015 y en Kigali, Ruanda, en octubre de 2016— representan logros encomiables, aún no existe consenso sobre una definición legal de desplazamiento ambiental o por desastres, ni se ha reconocido la necesidad de incluir disposiciones legales específicas para atender los efectos que tienen el calentamiento global, el cambio climático y los desastres sobre el desplazamiento forzado. Esto responde a la creencia de que los flujos migratorios causados por cuestiones ambientales se dan fundamentalmente en el interior de los países y que, por ello, los esfuerzos para regularlos y para proteger y asistir a los desplazados deben darse en los ámbitos nacional y regional, no en el internacional. Actualmente, las respuestas de los gobiernos y de las organizaciones humanitarias tienden a enfocarse solamente en desastres repentinos, son ad hoc, y no incluyen medidas integrales y de largo plazo para prevenir el desplazamiento forzado.

Abundan los ejemplos de desarraigo involuntario producido por desastres en países desarrollados y en países en desarrollo; en países democráticos o autoritarios; en países estables y en aquéllos con problemas serios de gobernabilidad; en países en paz y en los convulsionados por conflictos armados. Esto confirma que la vulnerabilidad ambiental no es exclusiva de los países pobres —como se vio en 2005 con los desplazados del huracán Katrina en Nueva Orleans, con los del terremoto en Kobe en 1995 o con los de 2011 en Fukushima, Japón, durante el triple desastre (terremoto, tsunami y explosiones en la planta nuclear)—, aunque en ellos se viva más dramáticamente.

Ni la falta de mecanismos de protección y asistencia para los desplazados internos ni la omisa voluntad política para crearlos son exclusivas de los países pobres. También en los países ricos vemos un uso confuso (quizá deliberado) de conceptos limitados, como “evacuados”, “afectados” y “damnificados”, que eluden la afectación multifacética y transcendental que viven los desplazados internos y la variedad de derechos que les son infringidos. La semántica importa, e importa mucho. Sin un uso adecuado de términos, los derechos de los desplazados quedan en el limbo, y así quedan también sus vidas.

La politización tanto del discurso sobre el cambio climático como del fenómeno de la migración y su vinculación con las agendas de seguridad nacional han dado a ambos fenómenos un carácter contencioso que —como era de esperarse— deja a millones de personas en una situación de gran precariedad y vulnerabilidad. Desde una perspectiva legal, el número de desplazados no ha afectado hasta ahora las respuestas normativas, aunque evidentemente impacten en las respuestas prácticas. Esto quiere decir que las organizaciones internacionales que atienden en el terreno los efectos que los desastres y el cambio climático tienen sobre los seres humanos lo hacen en medio de lagunas normativas e institucionales que privan tanto en el ámbito local como en el internacional, y apoyándose solamente en una plétora de marcos y guías de intervención ad hoc, con lo que se corre el riesgo de perpetuar y ampliar el déficit de protección existente hacia este grupo vulnerable.

Ante las situaciones de riesgo ambiental y de desastre existen tres tipos de estrategias: las preventivas, las que se aplican durante los desastres y las reactivas o paliativas. Las primeras se centran en la prevención del impacto material y humano de los desastres e incluyen el desarrollo de instrumentos de monitoreo sísmico y climático, instrumentos de aseguramiento accesibles (para cosechas e inmuebles), medidas de mitigación y manejo de riesgos, incluidas, sobre todo, aquellas prácticas humanas depredadoras del medio ambiente que multiplican las amenazas y el riesgo de desastres, además de medidas de adaptación al cambio climático, la creación de fondos para financiar programas de prevención, de desarrollo sostenible y de erradicación de la pobreza, etcétera. Así, en el centro de las medidas de adaptación y de prevención está la Reducción de Riesgos de Desastres (rrd) promovida por la Organización para las Naciones Unidas, en particular por la Oficina de la onu para la Reducción de Riesgo de Desastres (creada en 1999), el Programa de la onu para el Desarrollo (pnud), el Alto Comisionado de la onu para los Refugiados (acnur), la Organización Internacional para las Migraciones (oim), además de una plétora de organizaciones internacionales y de la sociedad civil que están fuera del sistema de la onu, pero que colaboran con ella.

No obstante, la implementación de medidas de prevención requiere de una inversión considerable de recursos y, por lo tanto, de la voluntad política de los Estados y de la comunidad internacional. La reducción de riesgos implica una disminución en la exposición a contingencias y en la vulnerabilidad de las personas y de sus propiedades, el manejo adecuado de la tierra y del medio ambiente y la mejora en la preparación para cualquier evento adverso, medidas que en sí mismas tienden a reducir el desplazamiento forzado.

Las medidas que se aplican durante los desastres incluyen el despliegue de fondos de contingencia y de personal especializado para lidiar con la emergencia, la evacuación, el socorro y la asistencia a los afectados, la provisión de atención médica, de alimentos y refugios temporales y la asistencia psicosocial, con un enfoque de respeto a los derechos humanos. Para el diseño de las medidas de ayuda a los desplazados por el desastre debe tomarse en cuenta si la emergencia llevó al desplazamiento temporal o si éste implicará un desplazamiento permanente.

Las medidas de largo plazo para la recuperación, reconstrucción y rehabilitación de los afectados y los desplazados por el desastre son las llamadas “soluciones duraderas”, que tienen como objetivo poner fin, de una manera digna, a la situación de desplazamiento, sufrimiento y vulnerabilidad ambiental. Estas soluciones pueden incluir el retorno de los desplazados a sus comunidades una vez que las condiciones sean propicias y las causas de su desplazamiento ya no existan; en caso de que persistan, se considera el reasentamiento o reubicación en un lugar que garantice que no se verán expuestos a nuevos riesgos. Estas medidas de rehabilitación y plena reintegración deben ayudar a que los afectados y desplazados tengan oportunidades para rehacer su vida en un entorno de seguridad y respeto a sus derechos humanos, y a que no se reproduzcan circunstancias que pudieran generar nuevos desplazamientos en el futuro.

 

México: factores de vulnerabilidad y desplazamiento por desastres

 

En México, a los escenarios de violencia e inseguridad que afectan a todo el país desde la década de 1990, y en particular desde 2007, se suma que no han podido erradicarse las condiciones que reproducen la desigualdad, la pobreza y la pobreza extrema, y que han dejado sin acceso a la justicia, el crecimiento económico y la plena realización de sus derechos a más de 11 millones de mexicanos. Los fenómenos ambientales han diversificado e intensificado las causas de vulnerabilidad en muchas comunidades. De acuerdo con el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático (inecc), 480 municipios de los 2 456 del país son altamente vulnerables y 888, medianamente vulnerables al calentamiento global, al cambio climático y a sus efectos como eventos climatológicos extremos (sequías, inundaciones y huracanes). Esos municipios, de población agrícola e indígena, concentran alrededor de 27 millones de personas, la mayoría en los estados de Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Puebla y Veracruz. Entre 1980 y 2005, 82% de los desastres relacionados con el clima afectaron a este sector, reduciendo significativamente la capacidad de los campesinos de proveerse de sustento, lo que ha contribuido al empobrecimiento de miles de familias.

Por lo demás, México está situado en el llamado Cinturón Circumpacífico, una de las regiones sísmicas más activas del mundo por el frecuente movimiento de las placas tectónicas: las de Norteamérica, de Cocos, del Pacífico, de Rivera y del Caribe, así como por la actividad de las fallas geológicas que lo cruzan o circundan. La Placa de Norteamérica roza con la del Caribe y choca contra las de Rivera y Cocos, convirtiendo a Chiapas, Guerrero, Oaxaca, Michoacán, Colima y Jalisco en las entidades con mayor actividad sísmica del país. A pesar de que la Ciudad de México no se encuentra en esta región, es ‘‘receptora sísmica’’ debido a que se encuentra lo suficientemente cerca de ella como para experimentar sus efectos. Una parte de la ciudad fue edificada sobre suelo blando formado por depósitos lacustres (donde yacían los lagos de Texcoco y Xochimilco, en las partes centro y sur de la ciudad), lo que también la vuelve muy vulnerable a los sismos. Finalmente, hay un cinturón volcánico que se extiende de Guanajuato a Michoacán y que pone a millones de personas en riesgo.

En las últimas décadas se ha consolidado un patrón de riesgo diferenciado que afecta a regiones y comunidades marginadas; es decir, los fenómenos geológicos e hidrometeorológicos extremos han sido desproporcionadamente más devastadores en las familias pobres, por cinco razones: éstas tienden a vivir en zonas más expuestas a desastres; la vulnerabilidad de sus viviendas es mayor; su capacidad de recuperación es menor y reciben menos apoyo después de un desastre; para recuperarse tienden a recortar su gasto en educación y salud, con consecuencias de largo plazo en estos dos rubros; y el riesgo de desastres afecta sus decisiones de ahorro y gasto.1 Evidencia de ello se ha visto recientemente en el país: durante los terremotos en la Ciudad de México (septiembre, 1985), el huracán Mitch en Chiapas y los efectos de El Niño y La Niña en varias partes del país (1998-1999), las fuertes lluvias en Veracruz (1999), el huracán Stan en Veracruz y Chiapas (2005), las inundaciones en Tabasco (1999, 2007 y 2008) y en Guerrero (2013-2014), las sequías en nueve estados (2011-2013) y los recientes sismos en Oaxaca, Puebla, Chiapas, Estado de México y Ciudad de México (2017).

El impacto de los fenómenos naturales se ha agravado por la degradación ambiental. De acuerdo con el Programa de la onu para el Medio Ambiente, México es el cuarto país en biodiversidad del mundo y el sexto en extensión de manglares, los que nos protegen de los huracanes y la erosión. Sin embargo, también ocupa el segundo lugar en deforestación, después de Brasil. Los ecosistemas del país se han vuelto más frágiles debido a la degradación del suelo, a la erosión (en 75% del territorio nacional), a la falta, exceso y mala calidad del agua, así como a los procesos de desertificación, muy avanzados en algunas regiones. Casi la mitad del país tiene problemas críticos de disponibilidad de agua, más de 70% de los cuerpos de agua presentan algún grado de contaminación; más de 15% de los acuíferos se encontraban sobreexplotados y la reserva de agua subterránea ha disminuido dramáticamente, al igual que el caudal de muchos ríos.

En términos económicos, las pérdidas producidas por estos fenómenos son cuantiosas. De acuerdo con el Cenapred, se calcula que el deterioro ambiental y el agotamiento de algunos recursos naturales le cuestan anualmente al país más de 10% del pib en pérdidas directas, mientras que los desastres naturales le cuestan 500 millones de dólares. Tan sólo la temporada de huracanes de 2005 provocó pérdidas materiales de más de 2 mil millones de dólares; y en 2015, un año en el que hubo temperaturas muy altas y en el que las inundaciones y los huracanes causaron estragos en todo el mundo, los desastres le costaron a México más de mil millones de dólares. Todos estos factores han provocado que miles de personas se vean en la necesidad de desplazarse tanto al interior del país como fuera de él, para diversificar sus fuentes de ingresos, reducir su vulnerabilidad y salvaguardar su vida y la de los suyos. Desde la década de 1970 se han creado asentamientos precarios e irregulares de migrantes, desplazados y otras comunidades rurales marginadas, en las orillas de ríos, laderas y montes alrededor de las zonas conurbadas y metropolitanas, lugares de mayor exposición a eventos climatológicos extremos y con fragilidad natural. En ellos experimentan nuevos riesgos, como deslizamientos, derrumbes, hundimientos, erosión e inundaciones. Si bien en algunos casos el desplazamiento puede ser visto como una estrategia positiva de adaptación ante los cambios en el clima y en su situación económica, para muchas familias éste ha significado un aumento en las condiciones de vulnerabilidad.

El Observatorio de Desplazamiento Interno del Consejo Noruego para Refugiados ha establecido que, entre 2008 y 2014, en México se desplazaron alrededor de tres millones de personas debido a fenómenos naturales de ocurrencia repentina, como huracanes, inundaciones y terremotos; 91 mil personas tan sólo en 2015, 12 mil en 2016 y 105 mil en 2017, considerando sólo los terremotos del 7 y el 19 de septiembre en la Ciudad de México, Puebla, Morelos, Oaxaca y Chiapas, los cuales causaron la muerte de 230 personas y dejaron a otras miles sin hogar. No se conocen aún las cifras exactas de los desplazados por las temporadas de lluvias y huracanes de 2017 y 2018, que fueron particularmente intensas. Finalmente, si bien no hay registros sistemáticos del desplazamiento inducido por las sequías, se cree que, desde 2011, han sido desplazados de la Sierra Tarahumara (Chihuahua) y de la del Mezquital (Durango) al menos 20 mil indígenas y cinco mil personas, respectivamente, por inseguridad alimentaria causada por la falta de agua.

El Panel Intergubernamental de Cambio Climático y el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático pronostican que, en los próximos treinta años, la temperatura promedio del país aumentará por arriba de la media global (entre 1.5º y 4.8ºC), con el potencial de producir más sequías en el noroeste y el centro del país, así como mayores inundaciones, ciclones y huracanes en las regiones del Pacífico norte, Atlántico, Golfo y Sureste. Si no se implementan medidas serias de mitigación, prevención, construcción de resiliencia en comunidades en riesgo, así como de adaptación al cambio climático, el escenario de desplazamiento por desastres podría intensificarse significativamente, afectando a miles de familias a lo largo y ancho del país. Incluso, algunos científicos consideran que una disminución en la productividad del campo mexicano por cuestiones ambientales tiene el potencial de producir flujos de desplazamiento interno y externo de entre 1.4 y 6.7 millones de personas en los próximos sesenta años, por lo que el panorama no es alentador.2

México aún no cuenta con los marcos jurídicos e institucionales necesarios para lidiar con el fenómeno del desplazamiento interno forzado. En ninguna ley está tipificado, por lo que no se han creado ni políticas públicas ni instituciones con el mandato de atenderlo. En general, los mexicanos que han sido desplazados por la violencia asociada al crimen organizado y a la corrupción están completamente desamparados. En la Presidencia de la República, la Secretaría de Relaciones Exteriores y la Secretaría de Gobernación, prevalece la actitud de negar la existencia del desplazamiento interno forzado en México. A pesar de que la violencia y los problemas ocasionados por el medio ambiente son estudiados y atendidos por instancias diferentes, es indispensable que los desplazados por esas y otras causas sean reconocidos como tales, ya que el reconocimiento lleva implícita la afirmación de todos los derechos que les son vulnerados, así como la responsabilidad del Estado de protegerlos y asistirlos.

En México, como en otras partes del mundo, en el contexto de desastres y contingencias ambientales, las personas que se ven obligadas a desplazarse, ya porque sus viviendas sufren un daño grave, ya porque se pierden completamente, son llamadas damnificados y son atendidas por el gobierno mediante el Sistema Nacional de Protección Civil (Sinaproc), que tuvo su origen en las postrimerías de los sismos de septiembre de 1985. Antes de esa catástrofe sólo se contaba con el Plan DN-III, elaborado en 1966 por la Secretaría de la Defensa Nacional para evaluar los daños que ocasionaban los fenómenos naturales, así como para organizar y coordinar, junto con las autoridades locales, la respuesta de emergencia. No existían entonces normas de construcción que fueran aplicadas con rigor, ni políticas de prevención, ni mecanismos sistemáticos de monitoreo climático y sísmico, ni protocolos adecuados para la evacuación de poblaciones vulnerables en situaciones de emergencia, ni planes para la atención de damnificados, por lo que el país no estaba equipado para enfrentar una crisis humanitaria de grandes dimensiones. Ha sido la sociedad civil, en conjunto con organizaciones como la Cruz Roja Mexicana, quien ha desempeñado un papel central en la provisión de ayuda de emergencia, socorro, labores de rescate y reconstrucción, particularmente en las zonas rurales alejadas de las grandes ciudades.

Sin duda, son de suma importancia la incorporación de elementos de prevención y recuperación en el Plan DN-III (después de 1985), la reducción de muertes provocadas por desastres desde la creación del Sinaproc en 1986 y los avances en la construcción de un marco normativo, político e institucional concerniente a la protección civil y al cambio climático (desde 1985 y 1992, respectivamente). No obstante, un estudio de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos y el trabajo de campo de varios investigadores en diversas entidades del país revelan que las respuestas del Estado mexicano ante los desastres y el desplazamiento inducido por ellos siguen siendo reactivas. No existen medidas oportunas de prevención, ni soluciones duraderas con enfoque participativo y de derechos humanos que contemplen estrategias paralelas de desarrollo comunitario para superar las condiciones de vulnerabilidad, riesgo ambiental, pobreza y desplazamiento forzado. Esto puede comprobarse con un análisis de la asignación de los recursos del Fondo de Prevención de Desastres Naturales de los últimos años, los cuales son poco utilizados para proyectos de adaptación al cambio climático, de construcción de resiliencia de comunidades vulnerables y de prevención de desastres.

En mayo de 2013, el gobierno mexicano presentó un informe donde destacaba los avances en materia de ordenamiento territorial, prevención de desastres y estrategias de recuperación tras éstos; ahí mismo reconocía, sin embargo, algunas de sus limitaciones, particularmente los pocos recursos financieros con los que ha contado, la falta de capacidades operativas para la prevención de desastres en el ámbito local, y de coordinación e integración de las capacidades de respuesta entre las autoridades federales y las locales, así como entre éstas y las organizaciones privadas y de la sociedad civil. Otro de los elementos que limitan la intervención adecuada en la prevención de desastres y el desplazamiento por motivos ambientales es el recorte presupuestal que hubo en 2017; respecto de años anteriores, éste fue de 37% para el sector ambiental y de 37.6% para el sector de desarrollo agrario, territorial y urbano.

Aunque en México se usa el término de damnificado para referirse a alguien afectado por desastres, el término adecuado, cuando éste pierde su vivienda y su modo de vida, es el de desplazado interno forzado, ya que con él se reconoce la amplia gama de afectaciones y derechos conculcados en contextos no sólo de violencia, sino también de contingencias ambientales, o de una mala realización de los proyectos de desarrollo y ordenamiento territorial, los cuales merman la calidad de vida y la dignidad del individuo. Este término, contenido en los Principios Rectores de Desplazamiento Interno de la onu, lleva implícita la ineludible responsabilidad de los Estados de reparar el daño de manera integral y de velar porque toda persona que resulte ser víctima de un desplazamiento forzado pueda reconstruir su vida en condiciones iguales o mejores que las que tenía antes de su desplazamiento. Por ello es indispensable que se tipifique el fenómeno en México y que a los damnificados que pierden su hogar y sus modos de subsistencia se les reconozca como lo que son de facto: desplazados internos.

Con todo, es importante aclarar que, en el contexto de un desastre, un damnificado puede no ser un desplazado, por ejemplo, cuando la afectación principal es en sus medios de sustento, pues su vivienda ha quedado intacta o ha sufrido daños menores y tiene la posibilidad de hallar empleo en el mismo municipio o relativamente cerca de él. Cuando los daños en estos dos rubros son irreparables en el corto plazo, se convierte en desplazado de facto. Como consecuencia, en México, como en otras partes del mundo, tenemos lagunas importantes para la protección de los derechos humanos de los desplazados y pocos avances institucionales.

La semántica importa, tanto como importa la aritmética. ¿O será que la era del internet, las redes sociales y el acceso a la información en tiempo real nos ha desensibilizado tanto que nos quedamos impasibles al escuchar que hay 300 mil desplazados por un terremoto, un millón de reubicados (o “migrantes ecológicos”, como los llaman en China), 150 mil hogares destruidos por un tifón o que 70% de una provincia ha quedado inundada? ¿Saber que en el mundo una persona es desplazada cada segundo por desastres súbitos no es suficiente para llamarnos a la acción? Aunque seamos, si acaso, escépticos del cambio climático, la evidencia del daño que hemos infligido a nuestro entorno y el sufrimiento humano que éste produce, momento a momento, en cada rincón del planeta ¿no sería suficiente para replantearnos nuestro modo de vida y la forma en que pensamos sobre el tiempo y sobre los demás? ¿En la herencia que deja una generación a otra?

La aritmética importa… en los litros de agua que consumimos todos los días, sin pensar en los que no la tienen, a pesar de que sea su derecho, y en que, cuando la última gota caiga sobre sus tierras, su destino será irremediablemente el desplazamiento… y una vida de miseria. La aritmética importa… en la basura que tiramos, en los manglares que destruimos y que impactan a cada comunidad costera en tiempos de monzones, de lluvias, de huracanes. La aritmética importa… en las chozas que vemos en todo el mundo construidas en asentamientos irregulares en zonas conurbadas, vulnerables a deslaves y deslizamientos; pero, al pasarlas, una vez que quedan atrás, ya no existen más; y después de un huracán, cuando han quedado destruidas, son una más entre tantas estadística que “escuchamos” todos los días. Cada desplazado representa un sufrimiento real; es una tragedia, o por lo menos debería serlo para nosotros.

La vulnerabilidad social, económica y ambiental está produciendo desplazamientos masivos en todo el mundo. Es indispensable emprender acciones en todo el mundo para ayudar a las comunidades a adaptarse a los cambios en su entorno. Tenemos el mandato de aumentar la resiliencia de las personas y su capacidad de resistir y enfrentar las contingencias ambientales. También lo es velar porque se cumplan los reglamentos de construcción, denunciando los casos de corrupción y presionando para que se cree el andamiaje legal, institucional y político necesario para atender a los desplazados internos.

Los gobiernos y las agencias internacionales llevan a cabo muchas acciones importantes, pero las imponen desde arriba a las comunidades marginadas azotadas por desastres de los que no se recuperan nunca: para que rindan fruto, dichas acciones deben venir del ímpetu de la comunidad misma. Para ello, necesitamos funcionarios públicos, académicos, especialistas, estudiantes y jóvenes no sólo comprometidos, sino también dispuestos a escuchar, a aprender y reconocer las necesidades de los más vulnerables. Los desplazamientos forzosos pueden ser evitados, y nuestros esfuerzos para hacerlo deben incluir siempre una perspectiva que incluya el desarrollo sostenible y los derechos humanos.

 


1 S. Hallegatte et al., Unbreakable: Building the Resilience of the Poor in the Face of Natural Disasters, Banco Mundial, Washington, D.C., 2017.

2 S. Feng, A. Krueger y M. Oppenheimer, “Linkages among climate change, crop yields and Mexico-US cross-border migration”, Proceedings of the National Academy of Sciences, vol. 107, núm. 32, agosto 2010, pp. 14257-14262.

 


* LAURA RUBIO DÍAZ LEAL

Es especialista en migración forzada, particularmente en el desplazamiento provocado por violencia y desastres. Es consultora de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos y del Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno del Consejo Noruego para Refugiados.