Democracia y representación política

Desde latitudes muy diversas, los acontecimientos políticos y sociales han puesto en duda la funcionalidad de la democracia representativa. Sus principios esenciales, las elecciones regulares, la autonomía de los representantes en la toma de decisiones, la libertad de opinión pública y los procedimientos deliberativos para la toma de decisiones, sufren los embates, por igual, tanto del descontento ciudadano cada vez más crítico como de populismos de todo signo, como lo analiza aquí Jean-François Prud’homme.

 

JEAN-FRANÇOIS PRUD’HOMME*

 


 

Una serie de fenómenos recientes volvieron a poner en el centro del debate público la discusión sobre la democracia representativa: el aparente fortalecimiento de partidos de extrema derecha portadores de discursos antisistema en Europa y otros continentes (el Rassemblement National en Francia, la Alternativ für Deutschland en Alemania, Vox en España, entre otros); el predominio de una narrativa xenófoba y de polarización en elecciones y consultas populares (Estados Unidos, Brexit, etc.); el rechazo a las clases políticas establecidas y la aparición de nuevos partidos relativamente exitosos; la regresión autoritaria de regímenes híbridos que habían adoptado, por lo menos, una fachada de régimen democrático; el regreso del populismo de derecha e izquierda en América Latina; y, en fechas más cercanas, movilizaciones sociales que cuestionan los resultados y procedimientos de las instituciones representativas. Todas esas manifestaciones reflejan un malestar y una preocupación por un modelo aceptado e idealizado de participación en la vida pública. Así lo atestigua también la gran cantidad de libros que se han publicado sobre el tema en la última década.

Sin embargo, detrás de las apariencias, esos fenómenos ocultan una gran variedad de circunstancias históricas y peculiaridades nacionales. No son manifestaciones nuevas: en distintas épocas, las instituciones y procedimientos democráticos han sido objeto de cuestionamiento. Como bien lo expresa Nadia Urbinati, los modelos de gobierno democrático nacieron en medio de cuestionamientos y tuvieron que consolidarse en competencia con otras formas de gobierno. Es más, por naturaleza, dichos modelos están en perpetua transformación y su evolución se nutre de la contestación y hasta del rechazo.1

Esas expresiones críticas parecen confluir en la insatisfacción con las formas actuales de la democracia representativa: en el caso de democracias más establecidas, se hace énfasis en la creciente brecha entre gobernantes y gobernados, mientras que, en el caso de las democracias de instituciones frágiles, el reclamo canaliza aspiraciones hacia una representación más confiable y plural.

Ahora bien, ¿cuáles son las características de esa democracia representativa moderna? Según Bernard Manin, hay cuatro principios que la han caracterizado desde su aparición y difusión como modelo de gobierno desde finales del siglo xviii: 1) la elección de representantes en intervalos regulares; 2) la independencia parcial de esos representantes, una vez electos; 3) la libertad de la opinión pública para ejercer una función crítica y exigir rendición de cuentas, y 4) un proceso de toma de decisiones que se apoya en el debate y la argumentación (es decir, en parlamentos). Las formas institucionales mediante las cuales se han expresado esos principios y los procedimientos en que se apoya la relación entre representantes y representados han adoptado distintas formas a lo largo de la historia en función de diversos factores.

Manin se refiere a nuestras democracias actuales como “democracias de gran audiencia”.2 Los cuatro grandes principios generales mencionados arriba se materializarían bajo las siguientes formas: 1) la actividad electoral se caracterizaría por un juego de oferta y demanda políticas acotado en el tiempo y por la fabricación de vínculos de confianza hacia personalidades mediáticas, a veces de rápida caducidad. De ahí se explicaría la importancia de los expertos en comunicación política y en fabricación de imágenes; 2) la autonomía parcial de los representantes estaría cada vez más mediada por las diversas técnicas de sondeo y monitoreo de la opinión pública y de las tendencias que se imponen en las redes digitales de comunicación social; 3) la expresión de la opinión pública tendería a ser más volátil y, sobre todo, desconectada de su expresión electoral; 4) finalmente, en el campo de la deliberación para la toma de decisiones públicas, se daría una bifurcación entre el universo más restringido de las decisiones técnicas, producto de negociaciones entre tecnócratas y grupos de interés especializados, y el campo más extendido del debate público en el siempre más amplio mundo de las comunicaciones mediáticas y digitales.

Convendría, quizá, agregar otra característica a nuestro modelo actual de democracia. Peter Mair observa un cambio de importancia en las funciones tradicionales de los agentes de intermediación política: los partidos políticos ya no cumplen las funciones de socialización, articulación y agregación de intereses que se les atribuían. Entre la indiferencia del electorado y su propia reducción de los canales habituales de participación, esos partidos parecen destinados a “gobernar el vacío”.3

En pocas palabras, estamos frente a una aceleración del tiempo de las demandas ciudadanas y de las respuestas de gobierno, una tecnificación de la comunicación política, cambios en la opinión pública que se difunden rápido y rebasan el marco de certezas que proveían de las ideologías, y un curioso fenómeno que combina exclusión técnica y ampliación de la esfera de discusión en la toma de decisiones gubernamentales.

Por lo tanto, no es de sorprender que el nivel de satisfacción con la democracia representativa y sus principales actores esté en niveles muy bajos, que haya reclamos por ampliar las formas y los canales de la participación política, que el electorado no se sienta representado por gobernantes “tecnócratas” y se vuelva muy receptivo a promesas de comunicación directa y continua con gobernantes providenciales.

Esa insatisfacción con la democracia representativa se expresa de varias maneras. Vale la pena resaltar y contrastar dos de ellas. Una primera, más optimista en cuanto al futuro de esa forma de gobierno, está asociada a las protestas de lo que Pippa Norris designó como “ciudadanos críticos”.4 Se trata de esas movilizaciones que buscan, en nombre de la democracia, ampliar los canales y procedimientos de participación, así como la responsabilidad de los gobernantes vis-à-vis los gobernados. Esas acciones contribuirían a darle un sentido profundo a la democracia como un sistema político que, por definición, está en perpetua evolución, asimila los cambios societales e, idealmente, tiende a perfeccionarse.

La segunda está asociada al resurgimiento reciente de ese “concepto evasivo” de la ciencia política: el populismo. Aquí tampoco pueden negarse los estrechos vínculos existentes entre protesta populista y democracia. Después de todo, ambos reivindican al pueblo como fuente de legitimidad. Ambos funcionan con base en una cierta dosis de carisma para entablar lazos de confianza entre la base política y los líderes. Ambos privilegian la vía electoral, por más imperfecta que sea, para acceder al poder. Sobre todo, el surgimiento de movimientos populistas suele ser una señal de alarma en cuanto a las deficiencias en el funcionamiento de los sistemas democráticos. Ahora bien, la pregunta que se impone es cómo y hasta dónde los movimientos populistas son compatibles con los principios e instituciones de la democracia representativa. Hay un problema de intensidad y límites.

Una definición política mínima del populismo debe tomar en consideración por lo menos tres elementos comunes. El primero es la referencia al pueblo como principal protagonista de la vida política. Frecuentemente, esa referencia ha sido un factor de inclusión de segmentos sociales previamente excluidos de la comunidad política, como lo hemos visto muchas veces en América Latina. A la vez, esa definición de pueblo homogéneo suele ser objeto de disputas y tiende a borrar la diversidad de los intereses. El segundo elemento consiste en que la definición de ese pueblo uniforme tiende a operar de manera antagónica frente a un adversario doméstico o foráneo, ya sean élites nacionales (de poder, riqueza o ideas), otros grupos culturales o étnicos, o bien un enemigo externo. Finalmente, ese pueblo suele ser definido por un líder que interpreta sus deseos profundos y presenta sus proyectos como la expresión de esos anhelos. Aquí entra en juego también la pretensión de establecer una conexión inmediata entre el pueblo y el dirigente. Una vez más, todos esos elementos están, en distinta medida, presentes en los modelos de democracia representativa y son necesarios para su buen funcionamiento.

El problema se presenta cuando la acentuación de esas tendencias populistas empieza a minar los principios esenciales de la democracia representativa: la celebración de elecciones regulares equitativas y confiables, la independencia parcial de los representantes en la toma de decisiones, la libertad de opinión pública y la deliberación como procedimiento para la toma de decisiones. Con frecuencia, como se puede observar actualmente en el discurso de muchas agrupaciones populistas de derecha en Europa, la exaltación de un concepto de pueblo uniforme está acompañada de una fuerte carga crítica hacia las instituciones y procedimientos de la democracia representativa. Aun en el caso de los populismos incluyentes de izquierda que dan voz y reconocimiento a actores políticos previamente excluidos o marginados —algo que es encomiable en sí—, siempre existe el riesgo de que el otorgamiento de esos derechos choque con los derechos individuales del resto de la sociedad. Es más, la lógica antagónica del discurso populista tiende a limitar el carácter universal de los derechos otorgados y a crear nuevas minorías excluidas. Desde luego, aquí importa mucho la solidez de las instituciones que sustentan el Estado de derecho y su capacidad de servir como barrera de contención frente a las tendencias que minan los principios de convivencia asociados a la democracia representativa y, hay que decirlo, al orden político liberal.

Una exploración más profunda del malestar que rodea ahora al modelo de la democracia representativa amerita mencionar, en defecto de poder analizarlos a profundidad, dos fenómenos que no ayudan al fortalecimiento y expansión de esa forma de gobierno. Primero, el contexto global no es muy favorable al fortalecimiento de valores democráticos y de regímenes internacionales que los promueven. Estamos lejos del ambiente democratizador de la inmediata Posguerra Fría de finales del siglo pasado. Los líderes de las grandes potencias no son precisamente grandes heraldos de la democracia. Segundo, todavía tenemos que asimilar e incorporar mejor las nuevas tecnologías y formas de comunicación al funcionamiento de nuestras comunidades políticas. Las grandes promesas de democratización horizontal creadas por la ampliación de la producción y circulación de la información en redes sociales han dejado lugar a preocupaciones acerca del empobrecimiento, polarización y manipulación del debate público. Todavía nos queda por entender bien su impacto en la formación de la opinión pública y sus repercusiones en los tiempos de la política.

En suma, el gran desafío al que se enfrentan nuestras democracias de “gran audiencia” es responder a las demandas de los “ciudadanos críticos” por la vía de la inclusión y la innovación, sin poner en riesgo los principios esenciales que las sustentan.◊

 


 * JEAN-FRANÇOIS PRUD’HOMME

Es profesor-investigador y actual director del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.

 


1 Nadia Urbinati, Me the People. How Populism Tranforms Democracy, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 2019.

2 Bernard Manin, The Principles of Representative Government, Cambridge, Cambridge University Press, 1997.

3 Peter Mair, Ruling the Void. The Hollowing of Western Democracy, Londres, Verso, 2013.

4 Pippa Norris, Democratic Deficit, Cambridge, Cambridge University Press, 2011.