
01 Jul Del “quédate en casa” al no hago caso
Frente a la pandemia por el COVID-19, una de las medidas más utilizadas alrededor del mundo para evitar la propagación del virus ha sido la del aislamiento voluntario, la cuarentena. Lidia González Malagón examina la manera en que algunos sectores de la población mexicana han tomado esta medida, no siempre siguiendo las recomendaciones de la autoridad sanitaria.
LIDIA GONZÁLEZ MALAGÓN*
“¡Quédate en casa!” es el eslogan que el gobierno federal ha venido repitiendo en todos los espacios de comunicación posibles como parte de la estrategia de distanciamiento social implementada tras el brote de COVID-19 en México. Sabemos que muchos no han atendido el mensaje, pero ¿por qué?
Lejos de la superioridad moral con la que algunos abordan el tema, considero que la falta de educación o la ignorancia serían respuestas simplistas desde donde se pierde la oportunidad de pensar relaciones, que hoy conviene problematizar, por su relevancia para promover estrategias más efectivas de comunicación social en torno a la epidemia que enfrentamos. La primera relación por explorar es aquella entre el riesgo y la acción social; la segunda es entre el riesgo y la ciencia.
¿En qué creen los que no creen?
Desde una estricta mirada sociológica, si alguien actúa (o deja de actuar) de una manera es porque ha evaluado racionalmente los efectos de tomar una u otra decisión. En el escenario en el que estamos viviendo, para muchos, no parece racional desatender las medidas de prevención al contagio que el gobierno se esfuerza en promover. Ésta es una invitación a identificar “lo racional” que pudiera haber en lo que llamaré “la decisión del desacato”, misma que siguen quienes no creen en la conveniencia de practicar las medidas de prevención, una convicción que no debe confundirse con la imposibilidad material de seguir las medidas por parte de quienes viven al día.
Para ello, presento una propuesta —inspirada en la tipología clásica de Max Weber sobre la acción racional con arreglo a fines / a valores— de cinco posibles actitudes que bien podemos asociar tanto a figuras públicas como a personas de nuestros círculos cercanos.
1. La negacionista: se niega que la pandemia exista siquiera, sin motivos resueltos, o bien se llega a desacreditar desde un posicionamiento pseudocientificista.
2. La conspiracionista: la decisión de desacato se fundamenta en la idea de que la crisis es un mecanismo de control premeditado, con fines específicos según la fuente a la que se atribuya la orquestación del evento detonante: el brote del virus (las farmacéuticas, un gobierno supranacional, un partido político, etc.).
3. La suspicaz: la desconfianza en las autoridades (tanto políticas como científicas) guía la decisión; esta actitud combina narrativas —fundamentadas en valores previos al episodio— sobre el proceder de las autoridades que ocultan información, comunican datos falsos o los minimizan, actúan de modo errante o insuficiente.
4. La inmune: el pensamiento que domina se identifica en la convicción: “A mí no me va a pasar”. Se percibe que una suerte de inmunidad ontológica garantiza la protección del cuerpo, sin someterlo a medidas preventivas. Se llega incluso a relacionar la identidad nacional con la resistencia o la inmunidad ante la enfermedad.
5. La fatalista: se considera que ninguna acción deliberada podría cambiar el curso de los hechos predestinados; se asocia a valores religiosos o ideas como “No hay nada que hacer”, “De algo me he de morir” o “Que sea lo que Dios quiera”.
Desde el enfoque de la antropología cultural en relación con los riesgos, la tipología de actitudes aquí presentadas son muestra de la diversidad de marcos culturales de referencia (valores y creencias), a partir de los cuales se reconocen (o no) y priorizan los riesgos, y se actúa para reducir su potencial de afectación.
“Lo que no se ve, no existe”: error metodológico
Cuando, en la década de los sesenta, se advirtió sobre los efectos nocivos de los pesticidas, en uno de los primeros libros de divulgación de la conciencia ecológica, Silent Spring de Rachel Carson (1962), los efectos denunciados eran dramáticamente visibles: las aves se veían caer muertas como moscas. Hoy en día, la denuncia sobre el cambio climático se acompaña de imágenes en las que se observa que se derriten los polos y sufren los osos polares. Pero, a pesar de la vasta evidencia científica y las poderosas narrativas visuales, hay quienes no creen que el cambio climático ocurra, tal como hay quienes no creen que la enfermedad COVID-19 sea un riesgo porque “no la vemos”. Y es que el virus —esa forma esférica verde con protuberencias— es, en todo caso, una representación de lo que se observa en un laboratorio, retomada por diseñadores gráficos. Abona a este argumento de invisibilidad —que se extiende en otros sentidos— el hecho de que muchas personas contagiadas puedan no presentar síntomas. Cabe entonces preguntar de qué forma sí vemos el virus. Pues bien, un riesgo es evidente sólo en sus consecuencias, que, en este caso, son contagios y defunciones; de ahí que la manera más común de visualizarlo sea en los formatos de gráficas y mapas que representan cómo se expande el contagio sobre el territorio (se agradece el componente geográfico presente en las conferencias informativas diarias).
Ahora bien, además de la invisibilidad, otras características de los riesgos contemporáneos —siguiendo la literatura de la sociología del riesgo— son reconocibles en esta epidemia, que, a su vez, detonan reacciones diversas que vale la pena observar.
1. Los riesgos no pueden limitarse ni temporal ni localmente. Los flujos globales de personas y bienes dificultan la contención espacio-temporal del virus. No obstante, el cierre de fronteras ha sido implementado en varios países, a diversas escalas territoriales, y en algunos balances se han atribuido efectos positivos a esta medida. Si bien el gobierno federal mexicano ha negado en todo momento la intención de proceder de esa manera, se han registrado, de manera local, restricciones al acceso o cruce por ciertos territorios, principalmente a destinos turísticos (en los estados de Yucatán, Chiapas, Oaxaca, Morelos), medida impulsada, en su mayoría, por asambleas comunitarias.
2. La globalidad de las amenazas impide ligarlas a su lugar exacto de surgimiento. Las diferentes narrativas del origen del virus evidencian la dificultad para asociar culpables directos de la situación; muchas veces, esta deslocalización del origen da lugar al señalamiento de “chivos expiatorios” que reactivan actitudes de discriminación; pensemos no sólo en el caso del paciente “cero” —y la supuesta persona que comió murciélago en Wuhan, China—, sino en quienes son señalados como potenciales agentes de contagio en espacios inmediatos. Por otro lado, pudiera ser que la inmaterialidad de la culpa, imposible de rastrear (y, por lo tanto, de castigar), sea un argumento para no responsabilizarse de conductas riesgosas (como no acatar el distanciamiento social).
3. Las afectaciones no distinguen clases sociales. El argumento es discutible, en tanto, claramente, el privilegio de clase diferencia la forma como se enfrenta el riesgo; sin embargo, puede convenirse en que el virus no distingue condiciones socio-económicas en el momento de propagarse.
4. Los riesgos son difícilmente cuantificables. Dimensionar con certeza los efectos de los riesgos no es posible. Incluso los métodos técnico-científicos más agudos son insuficientes para abarcar y proyectar todas las afectaciones. La paradoja aquí es que, si la ciencia no identifica los efectos de los riesgos, no habría manera de saber su presencia (ni siquiera padeciéndolos de primera mano).
Como dice el reconocido sociólogo alemán Ulrich Beck: “A menudo, lo que perjudica la salud y destruye la naturaleza no lo puede conocer la propia sensación, los propios ojos” (Beck, 1998: 33). Esta condición hace que, para reconocer las afectaciones de un riesgo, dependamos de una interpretación experta, lo que nos priva de una supuesta soberanía cognitiva. Para reconocer los riesgos como tales, y referirlos como centro de nuestra acción, es necesario creer en las relaciones invisibles de causalidad y en las proyecciones especulativas que nos ofrece la ciencia. Queda para los representantes de “la Ciencia” la heroica tarea de producir verdades irrefutables y convencer de tales verdades a no expertos desde un lenguaje sencillo. La tragedia contemporánea es que no hay producción científica que ejecute tal ficción.
El dilema del cubrebocas es un claro ejemplo de una crisis de las autoridades científicas: hasta el momento no se logra convenir sobre la pertinencia y la eficacia de su uso generalizado como medida de prevención ante el contagio. Al respecto, vemos cómo los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (cdc, por sus siglas en inglés) han transitado de una recomendación laxa a una más enérgica en torno al uso de cubrebocas en Estados Unidos. Por otro lado, la Organización Mundial de la Salud eludía pronunciarse abiertamente a favor, lo mismo que el gobierno federal mexicano, representado en la figura de Hugo López-Gatell, subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud. Fue más de dos meses después de iniciada la Jornada Nacional de Sana Distancia que el subsecretario recomendó el cubrebocas como medida auxiliar para evitar la propagación del virus. Llama la atención el posicionamiento más temprano de gobiernos locales (León, Monterrey, Ciudad de México, Estado de México y Mérida, por mencionar algunos) que ordenaron el uso de cubrebocas en espacios públicos, particularmente en el transporte público. Al parecer, el principio precautorio ha dominado en contextos locales y, ante la duda, se promueve su uso, aunque no haya resultados científicos concluyentes que fundamenten la iniciativa. O quizá sea la lógica de mercado y el principio de escasez los que orienten a las autoridades a ser cautas respecto a la recomendación del uso del cubrebocas; lo cierto es que el ciudadano queda expuesto, confundido y vulnerable en medio de la disputa.
Lo aquí vertido debe leerse como una reflexión a partir de argumentos teóricos —desde la sociología del riesgo y la antropología cultural— que carece de la evidencia empírica para explorar más de cerca los tipos de comportamiento frente al riesgo. Un corpus de las representaciones sobre la enfermedad y las reacciones frente a ella nos permitiría comprender, en contextos determinados, las actitudes y disposiciones en torno al episodio, a modo de resolver por qué algunos actúan como actúan y no de otra manera.
En la multiplicidad de narrativas sobre el riesgo aquí revisadas, no debe dejar de mencionarse que aquel discurso que no reconozca como un riesgo la pandemia incrementa la vulnerabilidad de los demás, toda vez que la decisión individual que se tome sobre el cuerpo propio (lavar manos, usar sanitizante, distanciarlo de otros) tiene consecuencias significativas para otros cuerpos. Esto es pilar de cualquier estrategia de salud pública. Mientas tanto, justamente el cubrebocas —de uso sugerido, obligado o minimizado— será, por tiempo indefinido, un recordatorio visible de que un riesgo recorre el mundo: el riesgo del COVID-19.◊
Referencia
Beck, Ulrich (1998), La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Barcelona, Paidós.
* LIDIA GONZÁLEZ MALAGÓN
Es socióloga y estudiante del Doctorado en Urbanismo en la Universidad Nacional Autónoma de México.