De Trasplantes (del jardín de mi madre)

ADALBERTO MÜLLER* / TRADUCCIÓN DE JUAN CARLOS CALVILLO**

 


 

El mango

Mangifera indica

 

El mango tiene raíces profundas.

Es el cimiento de nuestra familia. Estaba ahí mucho antes de que construyeran la casa, un testimonio del paraíso. Recuerda una época en la que el viento corría libre por los campos donde han surgido ya muchas casas, a la sombra de su reino, como barrios en torno a un castillo.

Aunque ahora su imperio se limita a nuestra familia, no ha perdido ni su nobleza ni su antiguo esplendor. Y eso se debe a que su carácter no lo define la exclusión o la intolerancia —rasgos de la mente pequeña y mezquina—, sino la hospitalidad. Cuando rinde sus bombones amarillos, enormes, suculentos, el mango invita al banquete por igual a reyes y peones. También ofrece un asiento y reposo en sus brazos gigantes, además de una sombra generosa a todo aquel que cruce sus fronteras y aterrice en ese sitio los días más calurosos del verano.

Y cuando llega la primavera, la quintaesencia de su prodigalidad se publica en miles de folios que esparcen bálsamos de vainilla en narices de todas las creencias.

 

El framboyán

Delonix regia

 

Nunca entendí bien al framboyán que se elevaba frente a la ventana de mi infancia hasta que aprendí los rudimentos de la lengua francesa. Así que eso era: una cosa en llamas. Un árbol flameante, en verdad. El viejo Aurélio Buarque de Holanda me dice que su nombre viene de flambe, la palabra en francés antiguo para flama, y que se usó para describir un cierto estilo gótico del siglo trece. Estoy de acuerdo con Aurélio Buarque de Holanda. Después de todo, ¿no hay en Holanda un poco de Flandes? El león flamenco.

¡Pero claro! Hay algo de gótico en el framboyán que se eleva en la ventana de mi memoria. La manera salvaje en la que sale de la tierra y revienta el piso de ladrillo con sus raíces monstruosas. Nunca llegó a ser tan grande como el mango, sereno y donoso, aunque parece igual de viejo.

Si alguien se detuviera a mirar el tronco retuerto y las ramas corvas, seguramente pensaría en el Jorobado de Notre Dame. Un personaje gótico. Un monstruo: aquel que se revela en exceso. Pero, así como Cuasimodo se purifica al enamorarse de la bella Esmeralda, el framboyán se redime ante el cielo azul con sus gallardetes de flores. Y es mucho el tiempo que florece. Del Día de los Fieles Difuntos hasta el Miércoles de Ceniza. Es casi una llama perpetua que sólo se apaga una hora.

Justo entonces el árbol flameante presenta sus armas, esas vainas gigantescas, que niegan la delicadeza de la flor y reafirman la monstruosidad en nombre de la reproducción. Ningún ave ha logrado abrir esas vainas. Y, sin embargo, los niños encuentran la forma de jugar con ellas: las toman por espadas y luchan en no sé qué fantástica batalla medieval, y así, de algún modo, ayudan a que se abran y revelen la última palabra.

 

El pequeño duraznero

Prunus persica


Para Lívia Müller, in memoriam

El duraznero fue la última planta en crecer en el jardín de mi madre. Vino de muy lejos: hay quien dice que lo trajeron de Siria; otros, de China. Y otros más dicen que de Japón, porque parece bonsái: un árbol enano. Nos aseguraron que no todos los durazneros crecen de esa forma y que aquel árbol era el único de su especie en vivir bajo tales condiciones. Mi madre creía que podía haberse lastimado cuando era todavía un duraznero bebé y que por eso se había truncado su crecimiento. De tal modo que la pobre plantita nunca creció más de un metro. No obstante, florecía en blanco y rosa, como cualquier duraznero en primavera, y todo el año cubría el pasto con guirnaldas de flores brillantes. Hacia el final del verano producía una media docena de esferas rosáceas que terminaban en un pequeño pezón. Acostado a su sombra diminuta, siempre me sentí un poco como Gulliver. Y todo lo que tenía que hacer era estirar el brazo, tomar un fruto, cerrar los ojos con inocencia extática y entonces morder la carne tierna y saborear los aromas delicados que emanaban de la explosión del fruto, con comezón en los labios a causa del terciopelo de su piel, y con cuidado de no morder muy hondo, para evitar llegar al hueso pétreo y romperme un diente. Después de quedarme un buen rato con aquella piedra en la boca como un caramelo insípido, finalmente la escupía en la palma de la mano para leer los grabados en bajorrelieve que forman la escritura al centro de cualquier durazno: una inscripción hierática que dice que hay esperanza para todas las criaturas, porque la muerte no es un fin, sino un nuevo principio.◊

 


* ADALBERTO MÜLLER

Es poeta y traductor brasileño. Se desempeña como profesor en el Programa de Estudios Literarios en la Universidade Federal Fluminense. Ha publicado diversos libros de poesía, entre los cuales se encuentra Transplantações: do jardín da mina mãe, de donde se extraen estos fragmentos. Su libro más reciente es la traducción de la Poesia completa de Emily Dickinson.

** JUAN CARLOS CALVILLO

Es también poeta, traductor literario y profesor-investigador en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Sus líneas de investigación y su práctica docente giran en torno a la poesía de Emily Dickinson y la obra lírica y dramática de William Shakespeare. Actualmente se encuentra a su cargo la Secretaría de Redacción de Otros Diálogos.