
01 Ene De lugares y topónimos: un recorrido por los “nombres” de la capital y la República mexicana
¿Cómo llego más rápido a Hoyacán: por el Pediférico o por el Miaducto? ¿En qué playas vacaciono este año: en las de Capo San Lucas o en las de Ak-pulco? Orienta tus pasos por la Ciudad de México y por el país entero a través de este viaje de nombres y apodos de lugares que nos ofrece Erik Franco.
ERIK DANIEL FRANCO TRUJILLO*
La toponimia constituye una dimensión de la lengua cuya impronta histórica, simbólica y cultural no puede pasarse por alto. Este conjunto de nombres propios de lugar conforma un sistema de referencias mediante el cual se le da sentido y coherencia a nuestro entorno, se le imponen ciertos límites a la continuidad del medio físico que nos rodea y se resaltan y particularizan aquellos elementos naturales, asentamientos o construcciones humanas que, a lo largo del tiempo, han adquirido relevancia en función de nuestras necesidades y costumbres.
Desde que nacemos hasta que morimos, los acontecimientos de nuestras vidas se encuentran inherentemente ligados a ciertos lugares, por lo que nos valemos de estos identificadores geográficos para situarnos en el espacio, conmemorar hechos e instantes significativos y establecer un sentido de pertenencia a un pueblo, un país, una ciudad, una colonia, una calle, etcétera.
Para muchos millones de mexicanos, la Ciudad de México es uno de esos sitios que representa un punto de encuentro sociohistórico que nos identifica como país, pues, como centro político, económico y cultural del territorio mexicano, se trata, en el fondo, de la piedra angular que nos ha construido como nación. De modo que, como parte de su rica historia, a lo largo y ancho de la superficie que abarca la Ciudad de México y la zona metropolitana del Valle de México existen múltiples espacios nombrados cuyo valor simbólico resuena en el pensamiento de sus habitantes.
Al recorrer las calles y avenidas de la capital es poco probable que lugares tan emblemáticos como el Palacio de Bellas Artes, el Templo Mayor, la Ciudad Universitaria, la Arena México, el Ángel de la Independencia, el Estadio Azteca, el Parque Ecológico de Xochimilco, la Insigne y Nacional Basílica de Santa María de Guadalupe, por mencionar solamente algunos, pasen desapercibidos o causen indiferencia entre los residentes o visitantes de la ciudad. Tal y como sucede en otros estados del país, la toponimia de la Ciudad de México se compone, sobre todo, de nombres de origen náhuatl o hispano, por lo que también da testimonio de los procesos históricos y de las transformaciones por los que ha pasado el suelo capitalino.
Para los más perspicaces, ciertamente son los topónimos de origen náhuatl, como Acoxpa, Azcapotzalco, Coapa, Churubusco, Huipulco, Iztacalco, Iztapalapa, Mixcoac, Pantitlán, Tacubaya, Tepito, Tlalpan, Tlateloco, Xoco, Xola, Xotepingo, Zacatenco, Zapotitlán, entre otros, los que despiertan una curiosidad particular, pues se suele intuir, y no sin razón, que muchos topónimos surgen a partir de las características físicas, materiales o funcionales de los espacios mencionados, nombres que hacen alusión a las impresiones y sentimientos que la gente ha experimentado en esos lares, que son una huella evocadora del paisaje y la historia de cada lugar. Después de todo, siempre ha existido una fascinación por entender por qué las cosas se llaman como se llaman, por lo que es probable que no haya mejor prueba en el imaginario social de que las palabras son la llave para acceder a la esencia de las cosas que cuando de nombres de lugar se trata.
De esta manera, no es raro que se sienta un cierto dejo de satisfacción al descubrir que, en náhuatl, Chapultepec quiere decir “Cerro del chapulín”, Tepeyac significa “Lugar donde se tuerce el río” o Cuicuilco, “Lugar de cantos o ruegos”. Y es que cuando se elige un nombre para identificar y reconocer un lugar, se suele partir de la idea que tenemos o nos hemos hecho del mismo, por lo que es habitual que su procedencia se derive de la geografía física o social de ciertos parajes o haga alusión a accidentes geográficos, personajes históricos, animales, edificaciones, yacimientos, minas, vías de comunicación, núcleos poblacionales, etcétera.
Naturalmente, ningún sitio o sociedad permanece ajeno al devenir de las cosas, de tal suerte que tanto los topónimos como los espacios que designan se transforman y se resignifican con el paso del tiempo, lo que desde luego provoca que muchas veces la motivación que los originó se olvide o se pierda de la memoria compartida.
Desde un punto de vista lingüístico, es común que los topónimos se acorten, se reemplacen o se cambien por completo, de ahí que ya no se hable más del Paseo de la Emperatriz, sino del Paseo de la Reforma; que al recorrer los más de 28 kilómetros de la avenida de los Insurgentes, se desconozca que se está atravesando por la otrora llamada Vía del Centenario; que en ocasiones no se estudia en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, sino en Filos, unam; que ya no se espera el transporte público en la avenida Niño Perdido o San Juan de Letrán, sino en el Eje Central Lázaro Cárdenas, o que uno no queda de verse con alguien para tomar un café en el centro histórico de Coyoacán, sino en Coyo.
De vez en cuando los nombres propios de lugar se modifican utilizando una especie de mote festivo que consiste en fusionar o traslapar un topónimo con algún otro vocablo común, mecanismo de formación de palabras conocido entre los lingüistas como cruce léxico. Y es así como nuestro Distrito Federal o D.F. de antaño, con sus múltiples contradicciones, mala planeación y crecimiento desproporcionado, se convierte en el Defectuoso, el Defecal, el Tristito Federal o, como decía Tomás Segovia, el Detritus Federal; el Centro Histórico de la Ciudad de México, con su interminable ajetreo, bullicio y trajín, se transforma en el Centro Histérico; la colonia Condesa, plagada de restaurantes, bares y cafeterías, se vuelve la Fondesa; y una alcaldía como la Benito Juárez, reconocida por la infraestructura y calidad de vida que ofrece a sus habitantes, pasa a ser la Bonito Juárez, o bien, la Perrhijo Juárez, como consecuencia de la cantidad de personas de cierto nivel socioeconómico que tienen uno o más perros como mascotas.
Al reunir un conjunto de esta clase de topónimos festivos, de inmediato salta a la vista que, en su mayoría, lo que se actualiza es una manera particular de percibir estos espacios, pues por medio de estas retoponimizaciones lúdicas, los hablantes hacen explícitas ciertas vivencias, actitudes y observaciones, cuyas incisivas agudeza y lucidez —no exentas muchas veces de prejuicios y sesgos clasistas y discriminatorios— nos exhortan a mirar estos lugares desde un punto de vista renovado. De tal forma que hay quien dice que no vive en Ecatepec, Nezahualcóyotl, Xochimilco, Villa Coapa, la colonia del Valle, Acoxpa, Ejército de Oriente, El Caminero, Patriotismo, Santa Fe, la colonia Obrera o la Agrícola Oriental, sino en Ecatepunk, Nezahualodo, Cochimilco, Villa Cloaca, la colonia del Vago, Nacoxpa, Ejército Corriente, El Camiñero, Padrotismo, Santa Fake, la Pobrera y la Cavernícola Oriental. De igual forma, para los que diariamente son presa del lamentable estado de las calles y avenidas de la ciudad, no es ninguna sorpresa que, de sopetón, el largo trayecto de la alcaldía Coyoacán a la colonia Valle de Aragón se convierta en la sinuosa travesía de la alcaldía Hoyoacán a la colonia Baches de Aragón; o que cuando se cae en las garras del tráfico y el caos vial del Anillo Periférico o el Viaducto, en hora pico, se piense en lo desesperante y problemático que puede ser la circulación en el Pediférico y en el infortunio del penetrante olor del nunca mejor llamado Miaducto.
En otros casos, lo que se refleja mediante estos apodos lúdicos es la situación de inseguridad de algunos puntos de la megalópolis, de manera que se advierte sobre el riesgo de ser asaltado en Iztapalacra, Ratelolco, Azcapoatraco, el barrio bravo de Tepico, Chakalco, Naucranpan, Asalto del Agua, Rata Úrsula, Atracomulco, la colonia Martín Ratera, la Asalta Mónica, la Peralpillo, la Ratero Rubio, la Mortales, la General Gandalla, la Santa María la Ratera, la Pillo Suárez, etcétera.
El nocivo centralismo perpetuado sexenio a sexenio en materia de inversión, desarrollo y crecimiento económico propicia la aparición de nombres como Ranchuca, Establo de México, Trashcala, Pueblétaro, Mugrelia, Rancho León, Pueblima, Chetubar o Cantina Rock; asimismo, la motivación de estos topónimos festivos no puede abstraerse de la situación de vulnerabilidad, violencia y narcotráfico que nos aqueja como país, de manera que la reorientación observable en nombres de lugar como Mataulipas, Muerterrey, Playa del Crimen, Mafiamoros, Hellmosillo, Narco León, Sirialoa, Capo San Lucas, Masacrán, Ak-pulco, Drogales, Ciudeath Juárez, Cuernabalas, Narcoahuila, Zacazetas, Matajuato, Afgatzingán, etcétera, se transforma en una crítica mordaz para una sociedad cuyo tejido social se encuentra completamente lacerado.
Valgan estos ejemplos para mostrar la fuerza de recurrir a la sorna como estrategia para reformular el paisaje toponímico de nuestro país, algo que, sin duda, no deja de ser preocupante y revelador, pues muestra el tipo de asociaciones, sentimientos e inferencias que se activan como consecuencia del momento histórico que nos ha tocado vivir. Ante un panorama tan desolador, no está de más valerse de la burla y la ironía como válvula de escape para enfrentar lo peor, pues, como bien reza esa canción del inconfundible rockero y cantautor mexicano Alex Lora, “somos los únicos capaces de reírnos de nuestra desgracia”.◊
* Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México, donde forma parte del equipo lexicográfico del proyecto del Diccionario del español de México (dem). Sus principales líneas de investigación son la lexicología, la lexicografía y la terminología. Su publicación más reciente es “Reflexiones en torno a la variación léxica en el ámbito hispánico y la traducción”, Estudios de Lingüística Aplicada, 17, pp. 145-176.