
01 Oct De indiferencia y oídos sordos. Una lectura histórica sobre la propuesta de ley de variedades vegetales
Netzahualcóyotl Luis Gutiérrez Núñez hace un recuento histórico de los mecanismos jurídicos y de los organismos estatales que se han encargado de legislar y proteger el cultivo de semillas nacionales, nativas o genéticamente modificadas, frente a los intereses de compañías extranjeras, sopesando las carencias que han tenido, las voces que no se han atendido y las mejoras que deben aplicarse para cuidar un grano cuya salvaguardia es de interés nacional.
NETZAHUALCÓYOTL LUIS GUTIÉRREZ NÚÑEZ*
Desde hace algunos meses, la iniciativa de reforma a la ley de variedades vegetales presentada por Eraclio Rodríguez, diputado del distrito VII de Cuauhtémoc, Chihuahua, ha desatado gran polémica. Por un lado, para algunos académicos y organizaciones no gubernamentales —como Greenpeace o Sin Maíz no hay País—, la iniciativa de Rodríguez deja abierta la puerta para que las empresas semilleras trasnacionales puedan patentar la diversidad genética de diversos cultivos originarios de México, en particular del maíz, así como para la difusión y el cultivo de organismos genéticamente modificados (ogm). Por otro lado, Rodríguez considera que es necesaria una reforma de ley que delimite de mejor manera los derechos de propiedad de particulares y empresas dedicados a la innovación biotecnológica (jurídicamente denominados obtentores), lo que constituiría un estímulo para incrementar la inversión en investigaciones que, a la larga, pondrían a disposición de los agricultores mexicanos simiente de mejor calidad, lo que aumentaría la productividad y acercaría al gobierno actual a su objetivo de alcanzar la autosuficiencia alimentaria.
Lo que se pretende aquí es aportar un breve análisis histórico que ayude a comprender mejor las posturas que se debaten en torno a la iniciativa de ley. En principio, considero necesario reconocer que la circulación de simiente a escala global ha tenido una gran importancia en el desarrollo de la agricultura de nuestro país. Ejemplo de ello es que, en la primera mitad del siglo pasado, agricultores del Bajío adaptaron variedades de papa, ajo o fresa que provenían de Dinamarca, Chile o Estados Unidos. En cada caso, las semillas importadas representaron soluciones a problemas fitosanitarios, técnicos o de calidad, para su inserción en mercados de exportación. Asimismo, los agricultores de la época enfrentaron problemas por la carencia de una regulación sobre los incipientes mercados de semillas, lo que repercutía en casos de falsificación o de mala calidad de la simiente. Así, los problemas que advierte el legislador chihuahuanse —y que son su principal defensa de la ley— existen desde hace décadas y resulta claro que es necesario tomar medidas al respecto.
Sin embargo, desde otra perspectiva, debe considerarse que los problemas de esa agricultura que depende de semillas importadas no los comparte aquella otra de cultivos originarios, entre ellos el del maíz. En el caso de la gramínea, la innovación ha existido a lo largo de milenios, como parte de un proceso de domesticación que le proporcionó sus características actuales, así como una gran diversidad genética que le ha permitido adaptarse a diferentes altitudes, latitudes, climas, suelos y sistemas de cultivo. Por lo tanto, las semillas de maíz, producto de una selección cuidadosa y continua, son ya de por sí biotecnológicas. Sin embargo, se ha valorado poco esa labor de innovación frente a la realizada por los métodos modernos de mejoramiento, vinculados con la emergencia de los sistemas agroindustriales.
Esta minusvaloración que se advierte en la propuesta de ley de Rodríguez no es algo nuevo; sus huellas pueden rastrearse desde los años cuarenta del siglo pasado. A principios de esa década, se establecieron los programas de mejoramiento maicero de la Oficina de Campos Experimentales y de la Oficina de Estudios Especiales (oee), ambas dependientes de la Secretaría de Agricultura y Ganadería (sag) —aunque la última cofinanciada por la Fundación Rockefeller (fr) — con la intención de crear semillas híbridas para aumentar la productividad y contribuir a la autosuficiencia alimentaria. No obstante, hubo voces que señalaron los riesgos de los programas maiceros: según el geógrafo cultural Carl Sauer, el cultivo de semillas mejoradas traería consigo la disminución no sólo de la diversidad genética del maíz, sino también de la cultural, opinión que compartió el connotado genetista Edgar Anderson.
De manera paralela a esas advertencias, en 1947 se suscitó una discusión en el interior de la fr, relativa a los derechos de propiedad de las semillas creadas por la oee. En la opinión del genetista Paul Mangelsdorf, la fr debía patentar las semillas y obtener algún beneficio por su labor de innovación, pues, de lo contrario, sólo el gobierno mexicano obtendría beneficios económicos y políticos. Esto ocurría en un contexto en el que la oee ampliaba su agenda de investigación de cultivos alimentarios a los de exportación, como hortalizas y leguminosas, con la idea de realizar una sustitución de importaciones en el tema semillero. La respuesta de la fr, sin embargo, fue contundente: el mercado semillero era aún limitado y obtener las patentes enviaría una señal negativa al gobierno mexicano sobre su labor agronómica. Otro argumento que se consideró fue que la difusión de semillas mejoradas de maíz —el principal cultivo de México— no había sido un éxito en los años cincuenta: para 1960, menos de 10% de la superficie cultivada se había sembrado con ellas.
Así, para finales de la década de 1950 coexistían dos escenarios: una agricultura comercial que utilizaba semillas importadas —y algunas ya creadas por la oee— y otra de subsistencia del maíz que empleaba, casi en su totalidad, simiente nativa. Sin embargo, en el ámbito global se experimentaba un rápido crecimiento de la agricultura y de la ganadería intensivas, así como de la agroindustria y de las empresas de agroinsumos. En ese contexto, la preocupación por los derechos de propiedad crecía y seguramente influyó en el establecimiento de la primera regulación internacional sobre innovación biológica, en 1961: la Convención Internacional para la Protección de Obtentores Vegetales. Esta legislación, de alcance extraterritorial entre los países miembros de la Convención, tenía como objetivos proteger los derechos de propiedad de organismos privados y empresas dedicados al mejoramiento vegetal, así como asegurar penalizaciones contra sus infractores. Esta regulación, sin duda, fue decisiva para que México estableciera su primera ley de semillas en ese mismo año, que, además de seguir los objetivos de la Convención, establecía instituciones para calificar, dictaminar y otorgar patentes a los obtentores de semillas. De igual forma, la ley hacía recaer en el Estado la principal responsabilidad de crear semillas de alto rendimiento, vía el Instituto Nacional de Investigaciones Agrícolas (inia), y de difundirlas a través de la Productora Nacional de Semillas (pronase), ambos, dependencias de la sag.
Una característica que resalta tanto en la primera ley de semillas de México como en la Convención de 1961 es que las dos reconocían la preminencia estatal en los procesos de investigación e innovación. También, ambas admitían dos regímenes de innovación. Por un lado, en la agricultura comercial existía una división del trabajo, ya que la creación de semillas de alto rendimiento ocurría en laboratorios y campos de experimentación públicos y privados, lo que hacía necesario que la simiente fuera, además de un objeto epistémico, una mercancía. Por otro lado, en la agricultura de subsistencia era la circulación de mano en mano la que garantizaba que las semillas iniciaran nuevos procesos de adaptación a nichos ecológicos distintos: calidad de suelo, disponibilidad de agua y clima, entre otros; es decir, la innovación ocurría en la práctica agrícola. De igual forma, en ambas regulaciones el derecho del obtentor terminaba en la semilla como producto final del proceso de innovación, lo que favorecía la circulación sin costo del germoplasma para la investigación fitogenética.
Los mecanismos descritos continuaron en la Convención Internacional de 1978, pero en la de 1991 cambiaron las cosas. Bajo el modelo neoliberal imperante, la desregulación era ya el patrón dominante, por lo que la norma de ese último año desplazó al Estado de su función como principal obtentor y la colocó en los organismos privados. De igual manera, hasta la Convención de 1978 la regulación resguardó el derecho del agricultor de usar su semilla, y el del fitomejorador para que no requiriera “la autorización del obtentor para emplear las variedades en la creación de otras”. En cambio, la regulación de 1991 amplió los derechos de propiedad a la multiplicación de la variedad protegida y a su uso en el fitomejoramiento: si las semillas creadas no mostraban una modificación suficiente —a partir de un arbitraje realizado por un comité evaluador para demostrar que no era “una variedad esencialmente derivada”—, serían consideradas copias ilegales.
En el caso de México, la ley sobre producción, certificación y comercio de semillas de 1991 —y su reforma de 1996— se adhirió a la Convención de 1978 y no a su actualización, permitiendo la existencia de los dos regímenes de innovación descritos, así como el uso libre de la simiente para labores de fitomejoramiento. Sin embargo, desde ese momento la tensión fue incrementando debido a tres factores. Primero, el interés de las empresas trasnacionales de agroinsumos por controlar los reservorios genéticos de los principales cultivos alimentarios situados en el hemisferio sur; segundo, la ampliación de los consumidores de sus semillas al desplazar las variedades nativas por las creadas en laboratorios y estaciones experimentales; tercero, la aparición de los ogm, cuyo polen, igual que el de los híbridos, podía fecundar a las variedades nativas y generar derechos de propiedad jurídicamente reconocidos.
En este contexto de presión internacional por desregular los mercados de semillas, en la reforma de ley de 2007 la paraestatal pronase desapareció, lo que significó dejar la labor de innovación y difusión en manos, sobre todo, de las empresas trasnacionales. Lo anterior es significativo si se considera que la producción de la agricultura de subsistencia satisfacía 60% del consumo. La intención de las empresas era clara: convertir a esos productores en consumidores de insumos de las empresas de agroservicios significaba un gran negocio. Otro elemento evidente es que se reforzó la narrativa que planteaba la necesidad de ampliar los derechos de propiedad, para incentivar a las compañías semilleras trasnacionales a incrementar sus inversiones en el ramo, debido a que el Estado no cumplía con esa tarea. Esta narrativa persiste en los debates en torno a la propuesta de ley, en los que Rodríguez insiste en minimizar el trabajo de innovación biológica que realizan diversas instituciones estatales y de educación superior, que, sin gran presupuesto, continúan creando y liberando variedades mejoradas de maíz, frijol, arroz y otros cultivos. De igual forma, la iniciativa de ley otorga poca importancia a la labor de innovación de la agricultura de subsistencia, pues sólo se refiere a ella en su primer artículo, en el cual la excluye —sin excluirla en el fondo— de un mercado de semillas que se expandiría sobremanera en caso de ser aprobada y decretada.
Hay otro tema de relevancia que el proyecto debería tomar en cuenta. La circulación del maíz de mano en mano, que ocurre en la agricultura de subsistencia, ha hecho posible su adaptación a entornos que sufren estrés hídrico, algo que puede ser de suma utilidad en nuestro contexto de calentamiento global. Hace seis décadas, ante las peores sequías del siglo xx, los fitomejoradores recurrieron a variedades cultivadas en Michoacán y Jalisco, que tenían la capacidad de suspender su desarrollo en situación de estrés hídrico. Los mejoradores no desarrollaron estas variedades, pero sí las aprovecharon. Sin embargo, si nuestro país se adhiere a la Convención de 1991, la circulación entre los dos regímenes de innovación biológica se suspendería, pues los obtentores podrían adquirir los derechos de propiedad sobre las semillas nativas. Esto supondría un enorme riesgo, ya que en la agricultura de subsistencia podrían generarse soluciones para los dilemas de la agricultura contemporánea y futura: cambio climático, aguas escasas y contaminadas, suelos con baja o nula actividad orgánica.
En suma, adherirse a la Convención de 1991 significaría no reconocer las aportaciones de la agricultura tradicional a la innovación biológica. El riesgo está muy presente si observamos que el tmec, en su articulado sobre los derechos de propiedad, establece un período de cuatro años para adherirnos a la Convención de 1991. En este sentido, el proyecto de ley del legislador chihuahuense debe entenderse como un intento por adelantar el calendario, sin convocar para su debate a los posibles afectados: miles de agricultores que utilizan e intercambian material genético para su cultivo, y millones de consumidores de decenas de alimentos preparados con el maíz nativo. Lo anterior no niega que los derechos de propiedad sean un elemento clave para alentar la innovación, pero no reconocer que ésta también tiene lugar en economías no mercantilizadas es desconocer a la propia mazorca de maíz, fruto de un proceso milenario de intercambios de valores de uso que han dado origen a nuestra riqueza agrícola, cultural y gastronómica. La propuesta de ley de Eraclio Rodríguez, en efecto, da voz a la agricultura comercial que requiere mejores semillas, menos incertidumbre y mayor productividad. No obstante, el legislador no debe refugiarse en su propuesta de ley ni hacer oídos sordos a los argumentos que dan cuenta de la importancia de proteger el maíz nativo y los procesos de innovación que ocurren en la agricultura maicera de subsistencia. La historia nos ofrece lecturas y lecciones que merecen escucharse.◊
* NETZAHUALCÓYOTL LUIS GUTIÉRREZ NÚÑEZ
Es doctor en Historia por el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.