David Huerta Meza: Pitaya

 

FRANCISCO SEGOVIA*

 


 

 

Pitaya
David Huerta Meza
Fondo editorial de la revista Opción (itam)
y La máquina roja ediciones,
México, 2018, 70 pp.

 

Hay escritores de muchos tipos. Los hay, por ejemplo, que ponen más atención a la manera en que dicen las cosas que a las cosas que dicen, y los hay que prefieren, en cambio, un lenguaje directo, acaso porque piensan que cuidar demasiado las palabras sirve para presumir un estilo y hasta crear un ambiente, pero nubla la trama, que es lo que a ellos más les importa; unos se hunden en los misterios psicológicos y otros desenredan una compleja maraña de aventuras; unos, en fin, hurgan en sí mismos mientras que otros se olvidan de sí para mirar afuera… Pero la verdad es que esta tipología es más teórica que real, parte de una clasificación esquemática y, en ese sentido, ideal. Los buenos escritores tienen siempre siquiera un poco de todos los tipos, y es el balance en que los combinan lo que los hace únicos. Les pongo por caso Pitaya, el primer libro de David Huerta Meza, que —como quien no quiere la cosa— comienza por sentar sus reales ya desde el título: Pitaya. Sí, pitaya; no pitahaya, como mandaría la Real Academia Española de la Lengua, con lo que el libro anuncia que en sus páginas no leeremos una prosa que se acomode del todo a los criterios de corrección que norman la lengua culta de España (ni, para el caso, la del centro de México). Huerta no va a hablar como se ha de hablar allí sino como se habla donde él aprendió a hablar; o sea, como hablan en su pueblo, en ese rincón del estado de Puebla que hace esquina con Guerrero y con Oaxaca y que se llama Tulcingo del Valle, un pueblo que él ve —o, más bien, que oye— como algo único en el mundo.

Y es justo aquí donde empieza a notarse esa mezcla de cosas que digo que se da en los buenos escritores. Porque está claro que la singularidad del español que se habla en Tulcingo forma parte central de los intereses de Huerta, y que este interés no sólo se expresa literariamente sino que además lo ha empujado a estudiar lingüística y a ocuparse de describir formalmente algunas de las palabras que se usan en su tierra, en una tesis donde nos da, por así decirlo, la versión “fría” de lo que en este libro es un acto pasional. Lo digo porque Pitaya nos deja ver cómo el habla de Tulcingo es motivo de orgullo para nuestro autor, que se da gusto usándola, pero también nos muestra que Huerta no lo hace jamás en privado y para darse gusto sólo a sí mismo —ningún verdadero escritor se reserva este placer— sino que extiende el gozo a los demás, a todos los que tengan oídos y quieran escuchar este puñado de cuentos que no sólo muestran el habla de Tulcingo sino que son, además, por así decirlo, un ejemplo de su máxima expresividad. Esto es lo que logra la literatura, la buena literatura, y los primeros en reconocerlo serán, sin duda, los propios tulcinguenses. Porque, aunque las historias extraordinarias que cuenta el libro serán muy de la invención de Huerta, la lengua en que las cuenta no lo es. Con esto quiero decir que Huerta echa mano de “las palabras de la tribu” —como las llamaba Mallarmé— para devolvérselas luego a esa misma tribu, más limpias de polvo y paja, si se quiere, pero siempre devolvérselas. En esta misión, un escritor no es alguien que da salida a lo que lleva guardado en su ronco pecho sino alguien que para la oreja y escucha. Esta actitud permea todo el libro de Huerta, pero se muestra plenamente desde las primeras líneas del primer relato, el que presta su nombre al libro entero. Dicen así:

Lo ando buscando desde nantes. Quiero contarle las razones por las que me jalló tirado y ahogado en punchi junto al cazahuate ese, aquel que está por la barranca del Tecomate, ¿se acuerda? Bueno, pues ahi le va la historia […]

Es curioso —y más: es del todo inusitado— lo que ocurre en estas líneas: un hombre va en busca de otro para ofrecerle una justificación que éste no ha pedido, a propósito de lo cual le cuenta una historia trágica, que es la de su vida. No diré más, para no echarles a perder el cuento contándoles su final, pues sólo ahí se aclaran las circunstancias de esta extraña justificación. Lo que quiero es, simplemente, subrayar la transcripción de las palabras coloquiales (nantes, jalló, punchi), que están ahí haciéndose notar ante los fuereños, pero sin impedirles advertir la extrañeza de lo que ocurre en el relato. Es difícil lograr este equilibrio entre lo que se dice y la forma de decirlo. Uno de los grandes maestros en todo esto —en escuchar el habla de su pueblo y balancear con precisión la forma y el fondo— es Juan Rulfo, y no por nada uno de nuestros poetas más conocidos, José Emilio Pacheco, se animó a entresacar algunos fragmentos de sus libros para formar con ellos un largo poema. Esto no es una traición a Rulfo; al contrario, pone su obra bajo una luz que todos sospechamos es la suya verdadera: la de la poesía. ¿O no es eso lo que consideramos típico de la poesía: el equilibrio más justo entre lo dicho y la forma de decirlo? Ahora escuchen este párrafo de Huerta:

El aire que el sol calentaba allá en los cerros llegaba y se metía entre las hojas del cazahuate y el guamúchil, se refrescaba en las sombras para volver a las ramas con regocijo y, entonces, suave y ligero, bajaba a soplar el rostro de Águeda.

Águeda Martínez acaba de ver una escena que cambiará su destino y siente —como suele decirse— que el alma se le va del cuerpo. Sólo que Huerta, para decir esto mismo, aprovecha esta descripción del aire que baja de los cerros y la entreteje con la del alma que abandona el cuerpo, y así dice:

Se podía creer que, más que rumor entre las hojas, aquello era el alma que se le escapaba. Si alguien más hubiera estado bajo ese sol radiante y ese azul de cielo abierto, se entristecería al ver la sombra en que se había convertido esta mujer.

Hay varias correspondencias notables aquí: quien se entristece —se dice— se pone sombrío; el aire que baja de los cerros se refresca en la sombra de las frondas y eso parece conferirle, en principio, un carácter jovial y juguetón, pero a la luz del ánimo de Águeda se pone de pronto sombrío, y su rumor, antes alegre, ahora recuerda el de un alma cuando abandona su cuerpo. La sombra contagia lo sombrío, de manera que cualquiera que hubiera visto a Águeda perder el alma y convertirse en sombra también se habría vuelto sombra. Uno podría decir que el escritor —que atestigua y narra la escena— es de algún modo esa sombra, pero Huerta se cuida mucho de decir esto —y, en general, de decir cosas como ésta—, quizá porque no quiere teorizar en sus cuentos sobre el papel que en ellos juega el escritor, como harían sin duda narradores más intelectuales. Eso no quita que vea el problema con toda claridad; simplemente, no se distrae tratando de resolverlo en unos cuentos donde hacerlo sería una digresión impertinente. Huerta, pues, se contiene. Y es justo esta contención lo que le permite una de las hazañas más difíciles en literatura: asomarse al abismo del sentimentalismo sin ceder jamás al vértigo y dejarse caer francamente a él, como se ve en el siguiente párrafo del cuento titulado “Gregorio Espósito”:

Luego, en casa del patrón, me dan de comer puros chipilis, pero a mí ni me gustan; y pus tanto y tanto lloro y dejo de tomarme el caldo cuando me doy cuenta de que me estoy bebiendo mis lágrimas.

Las pocas citas que he hecho hasta aquí sirven para mostrar el tono general del libro, que hubiera podido titularse con un nombre que comparten dos libros de dos grandes narradores, Villiers de L’Isle-Adam y Junichiro Tanizaki: Cuentos crueles. Porque no hay nada en Pitaya que no sea trágico o dramático. Pero, si bien es cierto que la muerte signa los cuatro relatos del libro, también lo es que en cada uno de ellos lo que más resalta es el tacto, la sensibilidad con que el autor presenta el modo en que sus personajes la enfrentan. Aun a riesgo de “vender la historia”, no quisiera privarme de citar aquí el párrafo inicial de “Águeda Martínez”. Dice así:

A Trinidad Acubal lo asesinó Águeda Martínez por asuntos de amor. “Hay que tener cuidado si esa hembra se siente herida”, se le vino a la mente a Trinidad cuando vio que Águeda atravesaba el patio de su casa, caminando con esa manera tan de ella, la cabeza gacha y los pasitos minúsculos y rápidos. Llevaba las manos metidas en el mandil. Trinidad empuñó el machete que tenía sobre la mesa, pero abandonó la idea de hacerle frente cuando notó la sangre en un brazo y en el mandil. Trinidad comprendió que no era el primer objetivo de una venganza, sino la culminación. En ese instante, su vida perdió sentido y la puso a merced de Águeda.

Otro gran comienzo para un cuento, como el de “Pitaya”, que cité antes. También en este caso empieza por sembrar en nosotros una pregunta: ¿Por qué Trinidad Acubal se dejó matar por Águeda Martínez? Porque, viéndola venir, se dio cuenta de que llegaba manchada de sangre, de que venía a culminar un acto de violencia que había empezado antes y que Trinidad adivinó con dolorosa certeza. Si lo que imagina Trinidad es cierto —y lo es—, entonces a él no le quedan ya ganas de vivir. Pero ¿de cometer qué crimen viene Águeda, y por qué comienza allá lo que aquí concluye? De eso se trata el cuento, desde luego, de despejarnos pacientemente la duda que él mismo nos ha provocado. Con todo, hay que decir que los otros dos cuentos del libro (“Gregorio Espósito” y “Gildardo Sámano”) no recurren a esta especie de ardid inicial y son, narrativamente, si no mejores, cuando menos más complejos y ambiciosos. En ellos no hay un narrador omnisciente (una asombrada y sombría sombra) sino un conjunto de voces que narran en primera persona la parte de la historia que les ha tocado atestiguar. Así, sólo el autor del cuento tiene en la mano todos los hilos de la historia (y en un caso hasta se permite el lujo de mechar el relato con versos entresacados de varios corridos), pero, una vez más, Huerta evita entretenerse comentando sus procedimientos. Si en “Águeda Martínez” el autor era la sombra que vio ensombrecerse a Águeda, aunque esa sombra no aparecía en el cuento, en estos otros dos relatos es la voz que escucha a las demás voces sin aparecer ella misma en el relato. Huerta no se pone nunca por delante en sus relatos, pero qué duda cabe de que éstos lo delatan, como el viento que zumba entre las hojas delata la presencia de algo que no acaba de cuajar en una verdadera presencia. Escuchen, para el caso, las siguientes líneas de “Gildardo Sámano”:

[…] el sol se había metido y dejado la calor en cada piedra palpitante y dentro de la brisa, como el aliento de tierra que es. Pero se me afiguraba que un viento delgado y frío me perseguía, un rumor que los árboles delataban.

Las piedras guardan el calor del sol, como lo guardan también la tierra y el viento, que es el aliento de la tierra. Pero también aquí hay algo que le cambia el signo a la escena. Así como el viento juguetón se ensombrecía en “Águeda Martínez”, así mismo, en este caso, el viento que el sol ha calentado se vuelve frío, señal de que tal vez andan por ahí, por el rumbo de Amolac, la Andalona (variante de la Llorona), los espíritus de los muertos y quizás el Diablo mismo. En cualquier caso, andan sin duda por ahí el miedo y la superstición, secreto motor de la tragedia de este cuento.

Si no fuera por las reticencias de Huerta ante las teorizaciones, diría que, para él, el autor de estos cuentos no pasa de ser una superstición de sus propios personajes. Pero no sobrará haberlo dicho, pues poniéndolo de este modo puede acaso aclararse un poco lo que el autor ha decidido callarse; a saber, que él lleva a sus personajes dentro de sí tanto como ellos lo llevan dentro a él. Con esto quiero decir que forma parte del destino de estos personajes el quedar en manos de justo este narrador. No sé si me explico, pero, para aclarar la idea, diré algo acaso escandaloso: que Artemio Cruz forma sin duda parte del destino de Carlos Fuentes, pero que Carlos Fuentes, en cambio, no forma parte del destino de Artemio Cruz. Esta falta de reciprocidad podría ayudar a explicar, quizá, la extraordinaria productividad de Fuentes; y lo contrario podría ayudarnos a entender la parquedad de Rulfo. Ser parte del destino de sus personajes volvió a Rulfo incapaz de soltarlos a vivir sin él; o incluso lo contrario: Rulfo tuvo que vivir encadenado a sus personajes. Es éste, sin duda, uno de los peligros que corre David Huerta Meza; otro es el que le presenta su carrera académica, que puede monopolizar sus intereses y su tiempo hasta el punto de malograr su enorme talento literario. Ojalá no sea el caso, pues, como le dice un monje al personaje principal de Andrei Rublev, la película de Andrei Tarkovski, “Es pecado desperdiciar el talento”.◊

 


 * FRANCISCO SEGOVIA

Es poeta, traductor y lexicógrafo. Forma parte del equipo que redacta el Diccionario del Español de México (DEM), en El Colegio de México.