Dante: dos canciones de camino a la Comedia

 

TRADUCCIÓN Y COMENTARIO DE FRANCISCO SEGOVIA*

 


 

1. La dulce lengua de Dante

 

Dice Dante que el primero en escribir poemas en lengua vulgar fue Guittone d’Arezzo, y que lo hizo por un motivo simple: la muchacha a quien dedicaba sus versos no entendía el latín, que era entonces la lengua en que escribían los poetas. La atribución no es del todo justa. Muchos otros habían escrito antes en lengua vulgar: San Francisco, en umbrio; los trovadores, en occitano (o lengua de oc, según la bautizó el propio Dante); Gonzalo de Berceo, en su “román paladino”, y los poetas de la corte de Federico II, en siciliano (entre ellos, “el Notario”, Giacomo da Lentini, a quien se atribuye la invención del soneto). Pero Dante tiene razón en cuanto se refiere a la lengua en que él mismo escribe, sobre la que se basaría el italiano tal como lo conocemos hoy. El dialecto toscano que hablaba Dante se convirtió, en efecto, en ese “vulgar ilustre” que él mismo había soñado en su Tratado de la lengua vulgar (un libro escrito en latín) y se extendió por toda la península itálica ya como lengua literaria y de cultura.

Puede decirse, pues, que el italiano nació cantando al amor, como habían hecho antes los dialectos occitanos, y aun el siciliano, pero dándoles a estas dos cosas (el amor y la lengua) un carácter único. En cuanto a la lengua, una potencia creadora que no sólo habría de imponerse sobre la de los otros dialectos italianos, sino que hundiría raíces hondas y firmes en el habla popular, cosa que no le fue dado hacer a la lengua literaria de los trovadores, esa especie de crema y nata del occitano que a veces se conoce con el nombre de uno de sus dialectos, el provenzal, pero que los mismos trovadores preferían llamar con el nombre de otro, el limosín. Y, en cuanto al tema, una idea del amor que ya no cuadraba bien con la que esparcían las leyendas del rey Arturo y los lais de María de Francia, ni con la de los viejos poetas provenzales, como Arnaut Daniel o Jaufré Rudel. El amor del que hablan los poetas toscanos de “el dulce estilo nuevo” (il dolce stil novo) a finales del duocento (el siglo xiii) ya no es el amor-pasión que siempre conduce a los amantes a la muerte —aunque no por eso deje de promover el adulterio, como decía Denis de Rougemont— y tampoco es ya el amor cortés de los trovadores, que idealizaban a las inalcanzables damas de la nobleza, casi siempre casadas, y veían en sus ojos una promesa aún mejor que la del cielo. La Iglesia católica argumentaba que estas dos tradiciones amorosas daban demasiado pábulo a la sensualidad, pues anteponían el eros (el amor carnal) al ágape (el amor al prójimo), y sospechaba que los trovadores alentaban esa especie de amor libre avant la lettre que profesaban los cátaros en casi todos los territorios donde se hablaba la lengua de oc. Contra los señores de esas regiones lanzó entonces el papa Inocencio III la Cruzada contra los albigenses (1209-1244), y ésta no sólo acabó con los señoríos occitanos, sino también con la poesía y la cultura de los trovadores. A partir de entonces, Francia —la Francia que no hablaba la lengua de oc, sino la lengua de oil, la Francia del rey San Luis— dominaría los territorios occitanos.

El tema central de los poetas toscanos de fines del siglo xiii y principios del xiv seguiría siendo ese mismo amor absoluto que habían cantado hasta hacía muy poco los trovadores, los paganos y los herejes del sur de Francia —ese amor que era fuente de conocimiento y sabiduría espiritual, de gai sçavoir, como decían ellos—, aunque con algunos cambios importantes. Para empezar, Dante y sus compañeros abandonaron tanto el aspecto cortesano del amor cortés como el aspecto pagano de las historias “de amor y muerte” que trasmitían las leyendas de Tristán e Isolda y Ginebra y Lanzarote. No es raro, por eso, que Dante colocara en el infierno a Paolo y a Francesca, ese famoso par de amantes que, azuzados por la lectura del famoso Lancelot del lago de Galeotto, cedieron al amor-pasión y violaron el voto de fidelidad matrimonial. Y, por lo mismo, tampoco es raro que encuentre en el purgatorio, juntos, a dos de sus maestros: Guido Guinizelli (un boloñés) y Arnaut Daniel (un provenzal), que expían ahí el pecado de lujuria (lujuria sin adulterio, se entiende, y por eso el purgatorio y no el infierno). No podrían acompañarlos allí los poetas del dolce stil novo, pues ellos —como dice Rougemont— “sabían y decían (y en ese decir está la novedad) que la Dama era puramente simbólica”, cosa que les permitió espiritualizar y sublimar el amor más allá del escándalo eclesiástico —por más que la curia jamás dejara de mirarlos con recelo; quizá por eso nunca ha cedido a los reclamos que piden para Dante el título de Doctor de la Iglesia—.

Pero estos poetas hicieron algo más: volvieron burgués y citadino el amor; lo aburguesaron, lo urbanizaron. Si al menos la mitad de los trovadores eran de sangre noble, los nuevos poetas eran, en su mayoría, simples burgueses o canónigos menores, como lo serían luego Guillaume de Machaut y Francesco Petrarca. Tal vez por eso los desdenes de la amada dejaron de ser un asunto de sangre, de linaje y superioridad jerárquica, para convertirse en una virtud del alma, en esa cualidad interior que sabe repudiar la vileza de espíritu, no la pobreza material. Así, si es verdad que la idealización de la mujer alcanzó en Dante y sus contemporáneos una altura teológica desconocida entre los provenzales, también lo es que la mujer que domina su poesía podía ser cualquier mujer, no sólo una nacida de alta cuna. Ni la Beatriz de Dante ni la Laura de Petrarca fueron princesas, como Isolda y Ginebra: su nobleza era espiritual y sus desdenes nada tenían que ver con los desprecios de la aristocracia.

A estos cambios contribuyó sin duda la predilección de los nuevos poetas por el recién inventado soneto, cuyos versos ya no se componían para el laúd o la viola, como los de las baladas trovadorescas, sino para la recitación en voz baja o la lectura en silencio. Eran versos para el alma personal y honraban a su dama como en un susurro, desde la intimidad del poeta. Tras leer los sonetos de Dante —decía Jacob Burckhardt—, uno se queda con la impresión de que “los poetas de la Edad Media habían estado huyendo adrede de sí mismos” y de que Dante fue “el primero en buscar su propia alma”. El soneto era, pues, una forma declaradamente literaria, separada del público que implican la música y el canto, ideal para la lectura y la meditación privadas. Tal vez por eso se convirtió de inmediato en el vehículo por excelencia del amor refinado (el fin amor) de los nuevos poetas italianos, que vieron en él una forma capaz de concentrar y decantar todo lo que desde entonces el Occidente considera lírica amorosa. Y tal parece que, nada más nacer, contagió de esa clase de lirismo interiorizado al resto de la poesía de su tiempo, incluidas las “canciones”, que entonces comenzaron a serlo sin necesidad de un acompañamiento musical.

De Giacomo da Lentini y Guittone d’Arezzo en adelante, la experimentación formal de los poetas toscanos no hizo sino agudizarse y perfeccionarse… De Guido Guinizelli en adelante, el amor se fue intelectualizando más y más, hasta despojarse casi por completo de la carne y así transformarse en potencia moral y virtud filosófica. Una canción de Dante lo dice así: “Amor […] alto señor, / expulsas tú lo vil de mi interior / y contra ti la ira siempre falla; / de ti viene que muchos bienes haya / por los cuales trabaja todo el mundo”. “El amor —dice Johan Huizinga— se convirtió en el campo en que había de florecer toda perfección estética y moral”. Así, Dante y sus compañeros vieron en su amada una mensajera del amor puro y del conocimiento que por él se obtiene (tema casi único entre ellos). La dama inalcanzable es el ángel que guía al poeta y le procura toda su virtud y todo su conocimiento, por más que para hacerlo lo obligue a atravesar los nueve círculos del infierno… Cielo e infierno se funden así en una misma sustancia: el amor, ese amor que “Es hielo abrasador, es fuego helado”, como dirá después Quevedo en un famoso soneto que termina diciendo: “Éste es el niño Amor, éste es su abismo. / ¡Mirad cuál amistad tendrá con nada / el que en todo es contrario de sí mismo!”.

Dante y sus contemporáneos (Guinizelli, Cavalcanti, da Pistoia…) recogieron y ampliaron los ensayos y tentativas de sus predecesores para dar a luz, de un solo golpe, una lengua, un lenguaje y una ideología. Y no deja de sorprender que todas estas cosas, apenas nacidas, produjeran una verdadera obra fundacional: la Divina comedia; y que casi inmediatamente después, al promediar el siglo xiv, dieran al mundo el Cancionero de Petrarca y el Decamerón de Boccaccio, dos libros que dejarían en la literatura europea de su época una huella aún más honda que la Divina comedia, que fue relegada durante un tiempo y sólo recuperaría su pleno valor tras la lectura que de ella hicieron los románticos.

 

2. La agria lengua de Dante

 

Pero Dante no sólo escribió en lengua vulgar La vida nueva y la Divina Comedia (que él llamaba simplemente Comedia porque, a diferencia de las tragedias, terminaba bien). Nos quedan de él muchos poemas sueltos, algunos de los cuales iban a formar parte del Convivio, una obra que quedó inconclusa. Reunidos en libro, estos poemas han recibido tradicionalmente el título de Rimas. Entre ellos se encuentran cuatro canciones, comenzadas probablemente en el invierno de 1299-1300, que los especialistas han apodado “las petrosas” por una buena razón: en ellas, la dama de quien el poeta se enamora (pues hubo otras, además de Beatriz, como Bianca Giovanna o “la pargoletta”) aparece como una mujer insensible, hecha de piedra. Es el caso de la siguiente canción, rara por una razón al menos: en ella Dante expresa, más que un amor sutil, un despecho tan grande que clama abiertamente por venganza. No parece un poema de fin amor, sino —como diríamos en México— una canción de ardido. Es ésta:

Quiero tan áspero en mi lengua ser
como en sus actos esta hermosa piedra
que a cada instante empiedra
mayor dureza y más natura cruda
y un vestido de jaspe se hace hacer
que ya por sí, ya porque ella se arredra,
no hay en la aljaba flecha
capaz de herirla hallándola desnuda.
Ella mata, no hay hombre que la eluda
ni que su golpe mortífero evada
pues, como un ave alada,
volando llega y rompe mi bastión:
no sé si de ella tengo salvación.

No encuentro escudo que ella no haga astillas
ni sitio alguno que de ella me esconda
pues cual flor en la fronda
así ocupa ella en mi mente la cima.
Tanto se cuida ella de mis cuitas
como un bajel de un mar calmo y sin ondas;
y el peso que me afonda
es tal que no hay para expresarlo rima.
Ay, angustiosa y despiadada lima
que desgastas mi vida a paso quedo,
¿por qué no te da miedo
carcomerme corteza tras corteza
como a mí revelar quién te da fuerza?

Más tiembla el corazón si pienso en ella
cuando su vista en mí los otros ponen
—pues temo que se asome
mi pensamiento y salga sin capota—
que ante la muerte; mis sentidos mella
con sus dientes Amor y los carcome;
el pensamiento come
de allí su fuerza, y nunca en esto afloja.
Me ha echado en tierra y sobre mí se arroja,
con la espada que usó matando a Dido,
Amor, a quien yo grito
“¡merced!”, y mi alma humildemente ruega,
mas todas las mercedes me las niega.

Alza y alza la mano este maldito
que amenaza la débil vida mía
teniéndome a porfía
tendido sobre el suelo y ya extenuado.
Entonces en mi mente surge un grito
y la sangre, que dentro en mí corría,
al corazón envía,
pues él la llama, y yo me pongo blanco.
Tan hondo hiere en el izquierdo flanco
que a medio corazón la pena salta:
digo entonces: “Si se alza
de nuevo, entonces estaré ya muerto
antes de que su golpe esté completo”.

Ah, si lo viese hendirle el corazón
a la crüel que el mío así tritura
sería menos oscura
la muerte para mí, que a ella corro
de noche y día por la gracia y don
de esta ladrona, asesina y perjura.
¿Por qué por mí no aúlla
como hago yo en el ardiente orco?
Yo acudiría de grado a su socorro
y con tanto placer como me diera
entre su cabellera
—que Amor por consumirme encrespa y dora—,
meter la mano, y agradarle ahora.

Si las hermosas trenzas yo agarrara,
hechas para mi mal y mi agonía,
tomándolas de día,
con ellas yo pasara tarde y noche
y ninguna piedad yo le mostrara
sino que igual que un oso atacaría;
si Amor lanzara su jauría
de mil venganzas haría yo derroche.
Y sus ojos, que brillan como soles
y el corazón que llevo muerto encienden,
vería fijamente
para vengar su desaire tenaz
y le traería, con amor, la paz.

Canción, vete derecho a esa mujer
que me mata y me roba cual ratero
aquello que más quiero
y por su corazón mete tu lanza,
que bello honor se obtiene de venganza.

La canción no sólo habla rudamente, sino que dice cosas rudas. Escuchemos el principio: “Quiero tan áspero en mi lengua ser”; y luego el remate: “y por su corazón mete tu lanza, / que bello honor se obtiene de venganza”). La rudeza del poeta se presenta como reacción a la dureza de su dama, la “hermosa piedra” que ama sin ser correspondido. Tan dura es ella —dice Dante— que no la hieren las flechas de Amor.

Es notable que a veces sea ella quien le causa el sufrimiento y a veces sea directamente Amor quien lo somete, como en los siguientes versos: “Me ha echado en tierra y sobre mí se arroja, / con la espada que usó matando a Dido, / Amor, a quien yo grito / ‘¡merced!’, y mi alma humildemente ruega, / mas todas las mercedes me las niega”. Aquí el amor no es un dulce tormento: es un maldito; y la dama no encanta: “ella mata”. Por eso el poeta le pide al amor, que lo subyuga y lo tortura, que haga lo mismo con ella, pues la venganza es dulce —o, como dice él mismo, de ella se obtiene “un bello honor”—. La suave queja del amor cortés se vuelve aquí ataque furioso (“igual que un oso atacaría”) y el dulce estilo nuevo se transforma en lenguaje áspero y grosero. Es Dante contra Dante. O quizá, tan sólo, Dante preparándose para dar el salto a la Comedia. Lo digo porque el Canto XXXII del Infierno comienza con unos versos que recuerdan los primeros de esta canción. En la traducción de Bartolomé Mitre dicen: “Si tuviese una rima áspera y bronca / como a este triste foso convendría”…

 

3. Una canción agridulce: “La montañesa”

 

Hay, con todo, una canción posterior a “las petrosas” en la que Dante parece volver al estilo dulce de su primera época. Los especialistas la conocen como “La montañesa”, porque el propio Dante así la llama en su estrofa final (el envío). Es la siguiente:

Amor, pues es preciso mi quejido
para que oiga la gente
y sepa cómo estoy ya sin aliento,
enséñame a llorar como es debido
y que mi pena ardiente
la digan mis palabras cual la siento.
Tú quieres que yo muera y yo consiento:
no habrá perdón si yo no sé decir
lo que me hace sentir.
¿Y quién creerá que ahoga mi resuello?
Si me dejas hablar de mi tormento,
haz, señor, que ella no me pueda oír
antes que llegue mi hora de morir;
pues si supiera lo que dentro llevo
haría piedad su rostro menos bello.

No tengo a dónde huir sin que ella venga
a mi imaginación,
donde los pensamientos me la muestran.
El alma loca, que a su mal se entrega,
bella y sin compasión,
figura y pinta así su propia pena;
luego la mira y cuando ya está llena
del gran deseo que sus ojos causan,
contra sí misma se alza
tras encender el fuego en el que arde.
Ni un argumento de razón refrena
la tempestad que dentro de mí gira.
La angustia aprisionada en mí suspira
y por la boca lo que se oye sale
y hacen los ojos lo que más les vale.

La enemiga figura que allí sigue,
victorïosa y fiera
y reina ya de toda voluntad,
deseándose a sí misma hace que mire
hacia la verdadera
como suele lo igual ir tras lo igual.
Bien conozco que al sol la nieve va;
mas yo no puedo; y hago como ese
que otro poder padece
y por su pie va al sitio de su muerte.
Cuando me acerco creo yo escuchar
que dicen: “Ven a ver cómo se muere”.
Me vuelvo entonces a mirar si hubiere
quien me ayudare, en tanto que me miran
los ojos que a capricho me asesinan.

Amor, sólo tú sabes, y no yo,
qué es de mí tan herido,
pues te quedas a verme ya sin vida;
y a ver si el alma vuelve al corazón,
si ignorancia y olvido
están con ella mientras ella es ida.
Al levantarme y contemplar la herida
que me deshizo al tiempo de golpearme
no puedo serenarme
tanto que ya no tiemble de pavura;
la cara muestro tan descolorida
—como el rayo que encima me cayó
y ella con dulce sonrisa lanzó—
que largo tiempo ha de quedar oscura
pues el espíritu no tiene cura.

Así me ha ajado, Amor, entre montañas,
en el valle del río
que sobre mí ha sido siempre fuerte
y vivo o muerto a su placer me palpa
con el fulgor bravío
cuya luz le abre paso a la muerte.
Ni mujeres ni gente de otra suerte
hallo que oigan las quejas de mi mal:
si a ella le da igual,
no espero de otros recibir ayuda.
Y aquella que expulsaste de tu sede
no se cuida, señor, de un dardo tuyo,
pues le defiende el pecho tal orgullo
que hace chata la flecha puntiaguda
y el corazón resguarda en armadura.

Ve ahora, montañesa, mi canción;
quizá verás Florencia, que es mi tierra,
y aquí fuera me encierra,
vacía de amor, desnuda de piedad.
Si a ella entras, ve diciendo: “No,
ya no puede mi autor hacerte guerra;
sobre él nueva cadena ya se cierra
y aunque no fuera tanta tu crueldad,
de volver ya no tiene libertad”.

Los editores de Dante suelen poner esta canción al lado de “las petrosas” porque comparte con ellas el tema de la dama insensible, hecha “de piedra”, como confirma su penúltima estrofa, donde el poeta le dice a Amor (el dios del amor) que su amada “no se cuida, señor, de un dardo tuyo, / pues le defiende el pecho tal orgullo / que hace chata la flecha puntiaguda / y el corazón resguarda en armadura”. Sin embargo, algunos críticos ven en “La montañesa” algo que la acerca al dolce stil novo, esa manera poética que Dante había ayudado a establecer con los poemas y comentarios de su Vita nuova, y de la que parecía haberse apartado aun antes de escribir “las petrosas”. Y es que es cierto, como hemos visto, que no hay un estilo menos dulce que el de “Quiero en mi lengua tan áspero ser”… Es, pues, como si en “La montañesa” el poeta volviera al tono suave de la primera época, aunque sin olvidar aquella áspera experiencia amorosa. Hay quien ve en esto el indicio de un nuevo amor y hay quien mira un cambio en las lealtades políticas del poeta. Los primeros alegan que, cruzada “la mitad del camino” de su vida (andaba ya rozando los cuarenta), Dante se enamoró de una joven distinta de Beatriz; los segundos, que el poeta declara alegóricamente que su exilio será permanente y no volverá ya nunca a la ciudad de Florencia, que en 1301 lo había condenado al exilio (y a la muerte, un año después, si volvía a pisar su suelo).

Los dos temas, el del amor y el del exilio, aparecen en una carta que Dante escribió a Moroello di Manfredi, marqués de Giovagallo, a la que adjuntaba el poema. En ella, el poeta le da al marqués los pormenores de su canción. Son éstos (en traducción de Rossend Arqués):

No había aún llegado a poner pie […] en la ribera del Arno, cuando ¡ay de mí!, inexplicablemente, como un rayo que cae, una mujer se me apareció […] ¡Cuál no fue entonces mi estupor! Pero el estupor cedió el puesto al temor por el trueno que siguió. Y así como al relámpago que aclara las tinieblas sigue inmediatamente el trueno, desde el momento mismo en que mis ojos vieron la llama de su belleza, un amor terrible e imperioso se adueñó de mí; y enfurecido como señor que, desterrado de su patria, vuelve tras largo exilio a sus tierras, todo aquello que en mi interior se le había resistido extinguió, echó y ató. Extinguió pues aquel elogioso propósito de abstenerme de sus canciones para las mujeres […] y, en suma […] ligó mi libre albedrío de manera que sólo pudiera ir adonde él, y no yo, quiera.

Poniendo esto en contexto, lo que Dante dice es que, antes de que pudiera siquiera instalarse en la residencia que le ofrecía el marqués —en la que vivió entre 1306 y 1307, y donde tenía planeado dedicarse a asuntos “celestes y terrenales”, pero abandonando por completo la poesía amorosa—, inesperadamente se le apareció una mujer que hizo resurgir el amor en él, un amor que ahora le arrasa el alma, somete su voluntad y lo domina. Dante no alcanza la calma que buscaba y, en cambio, se ve sometido a la voluntad del amor… Es de suponer que esos estudios sobre los asuntos “celestes y terrenales” eran los que quería tratar ahora, en prosa y en verso, en el Convivio, obra que dejó inconclusa. Con todo, es muy probable que Dante hubiera comenzado a escribir la Comedia durante esos días de exilio en tierras del marqués, como probarían unos versos del Paraíso, escritos años más tarde, pero que se refieren a esa época, repiten lo de las cosas “celestes y terrenales” y muestran las esperanzas que el poeta había puesto en su poema, al que califica de “santo” (en la traducción de Bartolomé Mitre). Dice Dante: “Si aconteciera que el poema santo, / en el que han puesto mano cielo y tierra / y ha largos años me enflaquece tanto, / venciese la crueldad que me destierra / del bello aprisco, en que dormí cordero / enemigo del lobo que hace guerra, / con otro pelo y canto más entero, / retornaré poeta, y en la fuente / de mi bautismo, mi laurel espero”. Si todo esto fuese cierto, entonces Dante habría interrumpido la redacción de la Comedia (un libro divino) para escribir las canciones y otras partes del Convivio (un libro terrenal), y sólo volvería al Infierno años después, para terminarlo, finalmente, en 1315.

No faltan los que alegan, desde luego, que Dante interrumpió el Infierno porque no hallaba la paz necesaria para escribirlo, pues estaba hundido hasta la coronilla en las interminables guerras entre el papa y el emperador del Sacro Imperio, entre las diferentes ciudades de la península itálica, entre gibelinos y güelfos, entre güelfos blancos y güelfos negros… Sin embargo, la razón política no excluye la amorosa, y bien podría ser que ambas fuesen, juntas, la causa de la interrupción. Con todo, el hecho es que la carta al marqués sólo refiere una de las dos razones: la aparición de la dama. Y, sobre ella, dice el poeta algo notable: no fue sólo deslumbrante sino también atronadora. En la lengua que hablaba Dante (el toscano; todavía no del todo el italiano), la palabra trono significaba tanto “trueno” como “rayo”, y es en esta segunda acepción como la han tomado tradicionalmente los traductores y comentaristas del poema, pues parece natural que el amor le caiga encima al poeta como un rayo, no como un trueno. Pero esta preferencia halla una mejor justificación en la carta misma, donde Dante distingue entre las dos acepciones al decir que al estupor provocado por el rayo siguió el miedo por el trueno subsecuente. A la sobrecogedora aparición de la dama sigue el amor atormentado, lo que es casi como decir que a la impresión visual (y celestial) sigue la impresión sonora (y terrenal). Pero hay algo más. Del poema se desprende que el trueno (el amor) que envuelve al poeta y lo inunda de espanto debe decirse; y no sólo decirse sino decirse bien —acaso porque es palabra él mismo—.

Hay aquí toda una poética, y su eco se escuchará más o menos en sordina a lo largo de los siguientes cinco siglos, hasta que el fervor romántico vuelva a prestarle una voz clara y potente. Porque en esta canción hay, por cierto, unas cuantas cosas hechas como a la medida de la sensibilidad romántica: la súbita revelación, la experiencia interior, la imposibilidad de callarla, la responsabilidad del poeta, la aceptación de la muerte… Dante le pide a Amor que le enseñe la mejor manera de expresarse. No le pide, según la costumbre antigua, que cante él mismo, y ni siquiera que le ayude a cantar; lo que le pide es que le enseñe a decir cumplidamente lo que siente, pues esto es lo que el propio Amor exige… Como la expresión del tormento amoroso es en este caso un llanto, Dante dice: “enséñame a llorar como es debido”. Da a entender, así, que hay buenas y malas maneras de llorar, y que éstas no se evalúan tanto en razón de las habilidades expresivas del poeta como en razón de su sinceridad. El poeta debe expresar lo que siente tal como lo siente, sin impostación ni fingimiento, pues el arte no valdría gran cosa si el sentimiento que expresara fuese falso.

Amor es quien obliga a hablar al poeta, pero es también el maestro que le enseña a hacerlo, para luego someterlo a examen y calificarlo. Es el juez que juzga la calidad de su expresión, aunque no sin atender a la opinión de los testigos. Si la sinceridad y la exactitud de las palabras hacen comprensible la pena del poeta a los ojos de la gente, entonces Amor lo juzgará con benevolencia. No cambiará su sentencia a muerte, es cierto, porque ésta está ya dictada, pero apreciará el arte que el poeta ponga en expresar sus sentimientos. Por eso, Dante no pide vivir más allá del día de su juicio; no pide para sí la vida, sino sólo el perdón —la reivindicación, digamos—, que es todo lo que puede granjearle la poesía. Sólo ella puede hacerlo digno de morir la muerte que el amor le impone.

Esta actitud está lejos de ser un burdo masoquismo. En todo caso, se acerca más a aquel amor al destino que Nietzsche nos acostumbró a llamar amor fati. Porque hay en ella, a más de aceptación de la condena amorosa, amor a la muerte. No resignación ni conformismo: amor a lo que no puede ser de otra manera. Solamente quien ama así su propia suerte —decía Nietzsche— puede cumplir cabalmente su destino y llegar a ser lo que es. No lo que cree o desea ser, sino lo que de veras es, hoy y siempre, “pues el espíritu no tiene cura”. Y así los ojos, por ejemplo, llegan a ser cumplidamente lo que son en el poema haciendo lo que les es de veras propio: no ver, ni soñar, sino llorar. Por eso mismo dice Dante que él no puede hacer lo que la nieve, que se evapora (y cambia) para ascender al sol (y trascender). No. Él está atado a la tierra que ama, al destino que ama, y cuando éste ordena su muerte, él sabe ir al cadalso por su propio pie. Ahí escucha decir: “Ven a ver cómo se muere”, y entiende esas palabras como quien oye una invitación a aprender a morir. Si se vuelve en busca de un último indicio de piedad, lo que halla es la mirada viva de su dama, que lo fulmina al instante. Sí, el amor es su verdugo, pero él no huye: “Tú quieres que yo muera y yo consiento”.

Podría parecer ésta una actitud meramente intelectual, sin verdaderos efectos prácticos, pero no olvidemos que es la misma que sirve de argumento a quienes leen el poema como una declaración política: si Florencia lo condena al exilio, que así sea; él no volverá a pisar jamás su suelo, ni siquiera si la pena le fuese levantada. Y no por venganza ni rencor, sino porque ya no es libre de hacerlo, pues ahora debe fidelidad a una nueva cadena, a la cadena actual. Dante subraya la fuerza del presente tanto en la carta como en la canción, pues a él el destino no puede presentársele sino en el presente, y es en el presente donde debe abrazarlo. Por eso no importa que la mujer que ama sea imaginaria, ni que sea una mera aparición; lo que importa es que sea una presencia, por más que lo sea a la manera de una estrella lejana, cuya luz se ve brillar aun cuando ella misma ya no exista. Ocurre con su dama lo que con el sentido: actúa siempre en el presente. Pues, si puede decirse que el pasado tuvo algún sentido, es porque lo tiene todavía hoy. Aunque el pasado esté ausente, está presente su sentido.

Dante reconocerá al final del Purgatorio que el presente, para de veras serlo, debe cobijar un siempre, y que la fidelidad que él debe defender no reside en el presente puntual del momento (hoy), sino en el siempre de ese presente (hoy y siempre). Así se lo harán ver los reproches que le hará Beatriz por su inconstancia, pues Dante, si no es cierto que de veras la olvidó, al menos se olvidó de ella apenas muerta. Dice Beatriz: “Al sentir la primera saeta dolosa, / debiste levantar la vista al cielo, / y a mí, que no era imagen engañosa; / y no arrastrar tus alas por el suelo / ni más golpes sufrir, ni a jovenzuela, / ni a vanidades consagrar tu anhelo”… Pero aún no hemos llegado a ese momento. Mientras escribía “La montañesa”, Dante estaba “dado a otra” y veneraba una “imagen engañosa”, aunque la propia canción muestra que tenía ya a la mano los medios para desengañarse de ello y volver a Beatriz y a la Comedia, como en efecto hizo un poco después, reconociendo que no era en la estrella muerta sino en su luz donde encontraría, al final, su suerte.

 

4. La lengua de Dante (y la de estas traducciones)

 

Las traducciones que he ofrecido aquí siguen muy de cerca a sus originales en cuanto a metro y rimas, aunque estas últimas no siempre son consonantes sino, muy a menudo, asonantes. Otra diferencia: la traducción echa mano de muchos endecasílabos provenzales o de gaita gallega, cosa que Dante no hacía tan abundantemente. Hay, además, una excepción métrica: para el verso 72 del primer poema, que en italiano dice “e s’Amor me ne sferza” (literalmente, “y si Amor me azota”), no pude hallar un quebrado de siete sílabas, así que usé nueve (“si amor lanzara su jauría”). Este verso me sirve para mostrar las dificultades de la traducción, pues, a más de cuadrar el verso a siete sílabas, tenía que rimarlo con “atacaría”, así que me animé a cambiar el azote por la jauría. No hay otro cambio o añadido de esta magnitud en mis traducciones, y al hacerlo traté de conservar el tono de Dante, como hice también al final del mismo poema, donde hay al menos una palabra que podría extrañar a los lectores: ratero. Los versos dicen: “que me mata y me roba cual ratero / aquello que más quiero”.

Si alguien se alarma por el uso de esta palabra, le pido que imagine cuántas de ellas sorprendieron a los lectores de Dante en su momento. Recordemos que, para construir su lengua, el poeta echaba mano no sólo de muchos coloquialismos del toscano, sino también de otros dialectos italianos, y aun occitanos y franceses, y que combinaba estas palabras “vulgares” con cultismos latinos. A sus contemporáneos debieron sorprenderles palabras como adequare, increspare o riverso, y quizá también el uso poético del verbo involare, que significaba “robar”, como nuestro coloquialismo volar (“Me volaron la cartera en el mercado”). Y quizá no sobre añadir que algunas de las palabras que usaba han perdido con el tiempo algo del poder con que sorprendieron a sus primeros lectores, e incluso algo del peso que las ligaba a la materialidad del mundo. Pongamos por caso la palabra vertú (o vertute), que puede traducirse como “virtud”, es cierto, pero no tanto en su acepción de cualidad moral como en la de fuerza o potencia, que es la que se oye aún hoy en español cuando decimos que los planetas giran alrededor del sol en virtud de la gravitación. Es la acepción que usaba Dante en otra canción: “Amor, que tomas tu virtud [tu fuerza] del cielo / como el sol su esplendor”. Otro tanto puede decirse de mente, que en la filosofía medieval aludía menos al pensamiento o a la conciencia que a la percepción de los sentidos —y Dante, hay que decirlo, estaba al día en la filosofía y la ciencia de su tiempo, cuyas ideas no vacilaba en usar al escribir sus poemas—.

Por todo esto, creo que las canciones de Dante debieron ser muchísimo más sorprendentes para los lectores de su tiempo que para nosotros hoy, y que aquella vanguardia del duocento debió epatar más a la naciente burguesía de sus días que todas las vanguardias del siglo xx a la suya, tan vieja ya y tan hecha a tales sobresaltos. La culpa de esta suavización la tiene, sin duda, el éxito mismo del dolce stil novo, que inventó una lengua inaudita en su época, pero corriente hoy en día. Además de esta lengua, Dante y sus compañeros inventaron un lenguaje: ése que hoy todos en Occidente reconocemos, llanamente, como el lenguaje del amor, el lenguaje primordial de la poesía.◊

 


 

* Es poeta, traductor y lexicógrafo. Forma parte del equipo que redacta el Diccionario del español de México en El Colegio de México. En esta institución ha publicado Detrás de las palabras: reflexiones en torno a la tramoya de la lengua (2017) y, como coeditor y coautor, De la lengua por sólo la extrañeza. Estudios de lexicología, norma lingüística, historia y literatura en homenaje a Luis Fernando Lara (2011).