Cuando llegaron las cubanas

 

SOLEDAD LOAEZA*

 


 

En febrero de 1962, en el colegio particular que dirigían las monjas de la Orden del Verbo Encarnado en la Ciudad de México, el año escolar se inició con la presentación en el patio general de seis niñas cubanas cuyas familias habían abandonado su hogar, a sus amigos y al resto de sus parientes para refugiarse en esta ciudad porque los comunistas se habían apoderado de su país. Las niñas, de entre 10 y 14 años, relataban llorando, y casi a gritos, cómo los milicianos habían entrado con violencia a la capilla de su escuela en La Habana y habían destruido a culatazos las santas figuras de la Virgen y el Niño y de Santa Bárbara Bendita.

Inconscientemente, las pequeñas refugiadas, pastoreadas por monjas devotas de Pío XII y desconfiadas de su sucesor, el buenazo de Juan XXIII, produjeron un estado de histeria entre las niñas mexicanas que escuchaban horrorizadas sus historias, verdaderas o no. Se tomaban de la mano unas a otras en busca de protección, trataban de controlar las lágrimas al mismo tiempo que rezaban, ofrecían comulgar todos los días y le pedían al cielo que los comunistas no llegaran nunca a México. Lo único que sabían de ellos era que odiaban a Dios, que separaban a los niños de sus papás para llevarlos a internados públicos, que le quitaban a la gente sus casas y sus coches, porque en los países comunistas nadie era dueño de nada y todo pertenecía a todos. Las esposas también.

Es probable que escenas similares se hayan presentado en muchos otros colegios católicos de la época, cuando eran excepcionales las familias de clase media que enviaban a sus hijos a escuelas laicas y mixtas. La Revolución cubana desató en toda América Latina un gran miedo al comunismo. En México lo azuzaba una Iglesia católica que no había superado el trauma del conflicto de 1926-1929. Para ella, la coyuntura era la oportunidad de sumarse a la política solapadamente anticomunista del gobierno y de recuperar espacios perdidos; sobre todo, se trataba de mostrar al gobierno la sinceridad de su compromiso con la defensa del statu quo, al mismo tiempo que afianzaba su control sobre las actitudes y los comportamientos de los católicos mexicanos.

La movilización contra la Revolución cubana dirigida por la Iglesia fue amplia y efectiva, y contó con muchos recursos. Derivó de ella beneficios que iban mucho más allá de su misión pastoral, porque el renacimiento religioso que inspiró le devolvió buena parte de la influencia social que la modernización del país amenazaba con arrebatarle. La captura de los jóvenes y los niños era uno de sus principales objetivos. De ahí la proliferación de actividades sociales que organizaban las parroquias y el auge de organizaciones laicales dependientes de la Iglesia, como el Movimiento Familiar Cristiano, los Cursillos de Cristiandad y el Movimiento de Colores, que alternaban retiros espirituales y jornadas de oración con kermeses, días de campo y bailes de gala. Estos eventos sociales también eran oportunidad para pactar matrimonios, aunque no pocos de ellos se vinieron abajo cuando la fiebre anticomunista y el fervor mariano cedieron el paso al liberacionismo femenino post 1968.

Tanto hemos hablado del heroísmo de la política exterior mexicana hacia la Revolución cubana ante el acoso de Washington, de la hidalguía del presidente López Mateos, que resistió las presiones de los americanos para que rompiera relaciones con el gobierno de los barbudos, que hemos suprimido de esa historia los capítulos del desacuerdo, la resistencia y la movilización opositora que esa política provocó en la opinión pública mexicana. Recordamos ese episodio como si hubiera sido un momento de reconciliación nacional. Nada más lejano de lo que en realidad ocurrió, y que finalmente obligó a López Mateos a minimizar su compromiso con la Cuba revolucionaria.

Hubo un flujo importante de refugiados cubanos que le dio la espalda a una revolución que se radicalizaba y que llegaron a México en esos años, aunque la mayoría no tenía la intención de permanecer aquí. Para ellos, su presencia en este país era temporal; estaban de paso, en espera de la visa estadounidense. En las semanas o los meses de espera, reprodujeron puntualmente su vida en La Habana. Los defeños miraban sorprendidos cómo al atardecer los exiliados cubanos sacaban a la calle sus sillas para conversar plácidamente, fumarse un cigarrito, reír a carcajadas con la última ocurrencia de Tres Patines en La tremenda corte, el programa radiofónico cubano que transmitía en México “La W”, o discutir en volumen quadraphonic el futuro de su isla.

Yo veía con especial curiosidad a la prima cubana de Cristina Luna, una de mis compañeras de clase. Se llamaba Mercedes y había sido admitida en la escuela de inmediato, en vista de las razones que la habían traído a México, y que eran exageradas hasta convertirlas en un supuesto martirologio. Al igual que las otras niñas cubanas, recibía un tratamiento preferencial al que pronto todas ellas se acostumbraron, y que provocó la sorda hostilidad de las mexicanas que tanto habían rezado por su bienestar. Los papás de Cristina albergaban a su parentela cubana, seis personas, entre padres e hijos, que había aterrizado en México con una mano adelante y otra atrás. Los habían acomodado con calzador en el pequeño departamento de la avenida Melchor Ocampo, donde vivían.

Mercedes era muy pálida, casi transparente, y tenía grandes ojeras. Yo lo atribuía a la revolución y a que toda su familia dormía amontonada en la sala-comedor de su familia mexicana. También creía que era alguien, así como Juana de Arco, y la imaginaba defendiendo la fe en Dios de los malvados ataques del Satanás comunista. La verdad es que me causaba una mezcla de lástima y admiración. A mis diez años, yo no entendía la palabra revolución más que como una guerra en la que muchos se morían.

Mercedes hablaba poco y, cuando lo hacía, no siempre le entendíamos porque la musicalidad de su conversación nos era ajena; además, utilizaba expresiones que quién sabe qué querían decir, como maní, ají o subirse a la guagua. Cuando terminamos la primaria, Mercedes y sus hermanos se fueron con su papá a Miami. Nos extrañó que la mamá se quedara en México, para más señas, en Melchor Ocampo, pero empezamos a entender lo que había ocurrido cuando descubrimos que Cristina, sus hermanos y su mamá se habían mudado de casa: que su papá se había quedado en el departamento, y que había recuperado su sala-comedor y la amable compañía de su prima cubana.◊

 


* SOLEDAD LOAEZA

Es profesora-investigadora en el Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.