
01 Ene Contar lenguas
Como sucede siempre con las buenas preguntas, mucho más significativo que un dato duro, simple y llano es que la búsqueda de una respuesta nos conduzca a la vez a nuevas preguntas, a cuestionar las explicaciones con las que intentamos contestarlas, a investigar la naturaleza misma del razonamiento que parece ofrecer una solución. En este texto, Violeta Vázquez Rojas nos brinda siete maneras de responder —o, mejor dicho, de no responder— una pregunta aparentemente simple: ¿cuántas lenguas se hablan en nuestro país? No es una casualidad que termine con la mirada dirigida al cielo.
VIOLETA VÁZQUEZ ROJAS MALDONADO*
México es uno de los diez países lingüísticamente más diversos del mundo. De acuerdo con Ethnologue.com, en México se habla la misma cantidad de lenguas que en toda Europa, aunque la extensión de su territorio es apenas la quinta parte de la de ese continente. Las lenguas habladas en México, además, pertenecen al menos a 11 familias lingüísticas diferentes, mientras que las lenguas vivas de Europa se agrupan apenas en unas tres o cuatro familias distintas. Eso sí: tanto Europa como México palidecen ante Papúa Nueva Guinea, donde se hablan más de 800 lenguas pertenecientes a unas 50 familias distintas en apenas medio millón de kilómetros cuadrados.
Al hablar de diversidad lingüística calculamos una proporción entre el número de lenguas, la extensión territorial, el número de hablantes y el de familias lingüísticas. Parece inevitable que para dimensionar la diversidad debemos asumir que las lenguas son entidades que se pueden contar.
¿Cuántas son exactamente las que se hablan en el territorio nacional?
En este texto no me propongo responder esa pregunta, sino explicar las razones por las que no es fácil de contestar. Las cifras oficiales discrepan entre ellas (la misma fuente, el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas [inali], consigna tanto 68 como 364) y también con otros censos considerados confiables (Ethnologue estima 291). Al contar lenguas tenemos que saber lo mismo que sabemos cuando contamos cualquier tipo de objeto: qué son y cómo sabemos cuando hay dos de ellas o sólo una. En el caso de las lenguas, esas dos preguntas tienen más de una respuesta, y de ahí que los censos no coincidan. A continuación presento brevemente siete maneras de concebir las lenguas, que redundan en siete maneras de contarlas.
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Contar lenguas por su nombre propio
Supongamos que se aventura usted a una isla del Pacífico con la misión de averiguar cuántas lenguas se hablan ahí. ¿Cómo puede saberlo? Quizá comenzaría preguntándole a cada persona “¿Qué lengua habla usted?”, anotando los nombres que le den y haciendo al final un cálculo de cuántos nombres logró reunir. Lo que usted recogió fue el número de autodenominaciones de lo que pueden ser, bajo otros criterios, una o varias lenguas diferentes. En México, lo que los hispanohablantes llamamos otomí tiene 21 autodenominaciones, dependiendo de la comunidad donde se pregunte: ñuju, yühu, ñanhmu, ñöhñö, hñähñu y ñöthó son algunas de ellas. No hay nada malo en considerar que cada una de estas denominaciones designa una lengua, pero hay que tener en mente que, de acuerdo con otros criterios, lo que se considera una sola variante del otomí —la del Valle del Mezquital— se autodenomina de cinco maneras distintas, por lo que correspondería, bajo este punto de vista, a cinco lenguas.
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Contar lenguas por su nombre ajeno
Contar lenguas por sus autodenominaciones acarrea el problema de que algunas veces los hablantes le dan nombres distintos a lo que —según otros criterios— se considera la misma lengua. Para evitarlo, podríamos iniciar de nuevo nuestro censo imaginario y, en lugar de preguntarle a cada persona cómo se llama la lengua que habla, le preguntamos a un tercero cómo se llama la lengua de su vecino. Podemos, pues, contar lenguas por el nombre que se les da desde fuera. En México hay dos lenguas que se llaman “chontal”. No tienen nada que ver una con la otra: una es una lengua maya hablada en Tabasco y la otra es una lengua aislada —es decir, sin lenguas genéticamente relacionadas con ella— que se habla en la costa sur de Oaxaca. Si no fuera por sus apellidos (con justa razón en español se llaman “chontal de Tabasco” y “chontal de Oaxaca”, respectivamente), podríamos pensar que se trata de la misma lengua, si acaso con dos variantes. Esto pasa porque el nombre chontal le vino de fuera. Según el Gran Diccionario Náhuatl, su nombre no es más que la palabra para “extranjero”: chontalli. La moraleja que nos dejan el chontal y el ñuju / hñähñu / ñöthó es que a las lenguas no necesariamente las identifica su nombre, sea el propio o sea el ajeno.
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Contar como una la lengua de dos personas que se entienden
La inteligibilidad mutua es el criterio más socorrido para determinar si dos personas hablan la misma lengua o lenguas diferentes. Puede ser que una persona de Michoacán y un regiomontano hablen diferente, e incluso que uno desconozca el significado de algunas palabras que sí conoce el otro, pero en lo general deben entenderse y por eso decimos que el español de Monterrey y el de Michoacán son una misma lengua, aunque probablemente pertenezcan a distintos dialectos. La inteligibilidad mutua es un criterio sensato para contar lenguas, pero tiene un par de problemas. El primero de ellos es que asume implícitamente que las lenguas son instrumentos de comunicación, de modo que si dos personas están logrando comunicarse deberá ser porque están usando el mismo instrumento —o sea, la misma lengua—. Y, en efecto, las lenguas se usan como instrumentos de comunicación, pero no son sólo eso, como veremos más adelante. El segundo problema es que la inteligibilidad depende de muchos factores, que van desde la experiencia individual (una persona acostumbrada a viajar y a escuchar varias formas de habla más probablemente entenderá a más interlocutores), la disposición y el interés por entender lo que el otro dice, hasta las posturas ideológicas. Stephen Anderson cuenta el caso de cuando en 1995 el presidente de Macedonia, Kiro Gligorov, visitó al presidente de Bulgaria, Zheliu Zhelev, y para poder conversar con él se hizo acompañar por un intérprete. Zhelev, en cambio, afirmaba entender perfectamente todo lo que Gligorov decía. Por razones políticas, los búlgaros consideran al macedonio un dialecto de su lengua, mientras que los macedonios la consideran una lengua aparte.
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Contar lenguas como banderas
Algunos Estados nacionales se integran con lenguas únicas. El alemán es la lengua de Alemania, el francés la de Francia y el sueco la de Suecia (a pesar de que en esos países se hablen otras lenguas minoritarias). Las lenguas de Estado no se restringen a sus países de origen, desde luego: donde estos países han establecido colonias, también han dejado sus lenguas como improntas, en algunos casos de manera más avasalladora que en otros. Podemos decir sin dudar que en Alemania y en España se hablan dos lenguas distintas. En estos casos, los lindes geopolíticos nos permiten identificar unidades lingüísticas, con un criterio claro como una aduana. Contar lenguas desde este punto de vista podría ser tan fácil como contar banderas, excepto que también tiene problemas. Por un lado, hay Estados nacionales que reconocen oficialmente varias zonas lingüísticas (el caso de Suiza). Por otro, hay lenguas que se hablan en diferentes Estados. Y, por si faltara algo más, bajo este criterio, a medida que cambian las fronteras geopolíticas, cambian las lenguas de manera arbitraria. Asya Pereltsvaig, en su libro Languages of the World, cita el caso proverbial del serbocroata, que antes de 1990 era una lengua y actualmente se considera cuatro: serbio, croata, bosnio y montenegrino. Es sabido que la relación entre Estados y lenguas no es una relación uno-a-uno. El problema grave es que este criterio, incluso si sirviera para identificar lenguas, sólo daría cuenta de unas pocas, pues la inmensa mayoría de lenguas del mundo no se corresponden con Estados nacionales.
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Contar lenguas como historias
Al español le dicen eufemísticamente “la lengua de Cervantes”, pero la verdad es que, si Cervantes reviviera unas horas para visitar la Ciudad de México, seguramente se volvería a morir por no entender nada de lo que escuchara aquí. Es curioso que la lengua de una persona que vivió y habló en otro país hace tanto tiempo tenga el mismo nombre que la lengua en la que usted y yo nos estamos comunicando en estas líneas. La razón es que, como decía unos párrafos arriba, las lenguas no son meros instrumentos de comunicación, sino que son además repositorios de identidad cultural y unidades de continuidad histórica. Le llamamos “español” al idioma de las Glosas Emilianenses del siglo xi (aunque estrictamente sería “castellano”), y le llamamos “español” a la jerga infantil de nuestros hijos, que ni nosotros entendemos. De acuerdo con otros criterios, estas dos entidades no contarían como la misma lengua, pero, bajo el criterio de una entidad histórica, sí lo son. Desde luego, el criterio histórico no puede ser el que usemos para censar las lenguas del mundo. Decidir que el español es la misma lengua que su antepasado de hace mil años y que, en cambio, el montenegrino no es la misma lengua que el serbocroata que se hablaba hace treinta revela que la continuidad histórica de las lenguas y los límites que la marcan son sobradamente arbitrarios.
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Contar lenguas como gramáticas
Los lingüistas diseccionan el habla para encontrar las reglas que determinan su estructura. A este sistema de reglas lo conocemos como gramática. Desde este punto de vista, y de manera independiente a cómo se les nombre o con qué entidades históricas, culturales o geopolíticas se identifiquen, dos lenguas serán la misma si y sólo si comparten la misma gramática, es decir, si se conforman por las mismas reglas. ¿Cuántas reglas tienen que cambiar para decir que dos gramáticas no son la misma? Estrictamente, una. Imaginemos a dos personas que viven juntas, que se comunican cotidianamente y que crecieron en la misma cultura. Supongamos que una de ellas permite la concordancia plural en el existencial (hubieron problemas), mientras que la otra conjuga ese verbo exclusivamente en singular (hubo problemas). Dado que sus gramáticas contienen reglas distintas, estas dos personas hablarían lenguas distintas, pero tampoco queremos trivializar el término “lengua” hasta el grado de permitir que cada hablante tenga la suya. Por otro lado, siendo menos puntillosos, podemos aceptar un cierto rango de variabilidad, de modo que dos sistemas de reglas ligeramente distintos se puedan seguir considerando la misma lengua. En una situación así, podríamos estimar, por ejemplo, que el yaqui y el mayo son la misma lengua, aunque como entidades culturales sus hablantes no reconozcan esa equivalencia. Aunque identificar lenguas con gramáticas suene a un criterio más técnico que los que hemos discutido hasta ahora, es muy probable que los lindes entre lenguas así determinados no coincidan con lo que el sentido de identidad de los hablantes llama “lengua”.
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Conclusión: contar lenguas como nubes
Contar lenguas es más parecido a contar nubes. Si están suficientemente separadas, podemos reconocer sus lindes y determinar dónde hay dos, tres, o cien. Pero mientras más cerca están entre ellas, menos claro es dónde termina una y empieza la otra, o si podemos siquiera comenzar a enumerarlas. Las lenguas, como las nubes, tienen lindes borrosos y permanentemente cambiantes. Por si fuera poco, para contar lenguas hay muchos criterios que no se excluyen, sino que se empalman, se agregan, se confunden y se engarzan. Podemos escoger cualquier criterio para delimitar, siempre y cuando estemos conscientes de eso: es un criterio entre varios, y se debe distinguir claramente de los otros. La única certeza que tenemos es que nadie puede dar al respecto del número de lenguas de un lugar una única cifra definitiva. Y, mientras más de cerca las vemos, mientras más nos envuelven y nos contienen, más nos sobrecoge su complejidad y vastedad. Entonces tenemos que admitir, como quien vive en lo alto de la montaña, que podremos ingeniárnoslas para contar las nubes, pero nunca podremos contar la niebla.◊
* VIOLETA VÁZQUEZ ROJAS MALDONADO
Es profesora-investigadora del Doctorado en Lingüística en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.