
01 Abr Consideraciones de una millennial sobre un nuevo problema en Alemania después de 30 años de paz
Después de un milenio de encontrarse dos veces, por demás catastróficas, del lado incorrecto de la historia, Alemania supo mantener una paz, una estabilidad y una continuidad que envidiaría cualquier otra nación centroeuropea. Y, sin embargo, haber nacido en tiempos de “el fin de la historia” es una desventaja para la generación millennial, como arguye Ulrike Franke en este artículo.
ULRIKE FRANKE / TRADUCCIÓN DE CAMILA ESTRADA*
En mi adolescencia me gustaba escuchar a Freundeskreis, una banda alemana de reggae y hip-hop. La letra de una de sus canciones aseveraba que “la historia es algo que ocurrió hace mucho o algo que ocurre siempre sin ti”. Eran finales de los años noventa; yo estaba sentada en mi habitación en un suburbio de Alemania Occidental y recuerdo haber pensado en lo precisa que se sentía la letra de esa canción. Allí estábamos: todas las batallas ideológicas se habían librado y no ocurría ya nada. Todo era tranquilo y cómodo. En realidad, hasta un poco aburrido.
Es fácil mirar atrás y reírme de la desubicada rabia que me producía la sensación de quedarme fuera, de perderme de algo. Por supuesto que la historia no terminó, y me gustaría decirle a mi ser del pasado que todo eso de “vivir en tiempos interesantes” no es lo que parece. Pero ahora que mi generación está empezando a ocupar posiciones de poder en la política exterior alemana, vale la pena reflexionar sobre la forma en la que la educación ha moldeado nuestro pensamiento.
Thomas Bagger, diplomático alemán y consejero del presidente federal, señaló una vez: “El fin de la historia fue una idea estadounidense, pero fue una realidad alemana” [N. B.: Bagger le atribuye esta frase al autor búlgaro Ivan Krastev, mientras que Krastev le da el crédito a Bagger.] A esta idea yo le añadiría: “y un problema para la generación millennial”. Y es que Bagger tiene razón: el “fin de la historia” fue, hasta hace poco tiempo, la realidad de Alemania, tanto en la lectura ideológica de acuerdo con la cual lo entendió el propio padre del concepto, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama, como en el sentido simplificado de que “no pasa casi nada”. Esta idea supone un desafío especial para los millennials alemanes, los que crecimos en ese momento de la historia. En concreto, creo que a nosotros se nos dificulta ajustarnos al mundo en el que vivimos. Nos cuesta trabajo pensar en términos de intereses, nos cuesta trabajo el concepto de poder geopolítico, y nos cuesta trabajo entender que el poder militar sea un elemento del poder geopolítico. Esto es preocupante en vista de que Alemania juega un papel muy importante en el sistema internacional.
Un desafío para Alemania
Estamos entrando a un periodo de competencia geopolítica e inestabilidad, y en este contexto muchos miran hacia Alemania. Se supone que Berlín debe defender el orden mundial liberal, debe mantener unida a la Unión Europea y ayudarla a navegar entre el ascenso de China y el declive de los Estados Unidos. El país europeo más grande y fuerte, cuyo bienestar económico y social depende del comercio internacional, tiene mucho trabajo por hacer.
Nos encontramos frente a tiempos desafiantes, pero no es la primera vez que un país ha tenido que dirigir el rumbo en un panorama de cambio internacional. De hecho, existe un método para aproximarse a tales retos: es necesario definir los intereses y priorizarlos, evaluar las habilidades y asegurar que los recursos sean suficientes para cumplir con las metas. Se debe encontrar la forma de mejorar las capacidades por medio de alianzas, de otros cambios en las prioridades de financiación. Se debe diseñar una estrategia para lograr los objetivos con esas capacidades. Y, al mismo tiempo, se debe adoptar el mismo proceso para evaluar a sus oponentes: ¿cuáles son sus intereses?, ¿qué quieren hacer?, ¿qué pueden hacer?, ¿qué podrían conseguir?
Esto no funciona como las matemáticas, pues hay incertidumbre, información deficiente, y además está el factor humano. Y, por supuesto, no todas las decisiones políticas desde el Westbindung (la autovinculación de Alemania con Occidente después de 1949) y hasta la “guerra contra el terrorismo” se han tomado únicamente con base en este método. Pero debería ser el punto de partida de cada decisión en materia de política exterior, ya que el pensamiento estratégico ayuda a guiar su proceso de reflexión.
Desafortunadamente, el pensamiento estratégico no es algo connatural a los jóvenes responsables de la política exterior alemana; de hecho, nos resulta completamente ajeno. Durante tres décadas vivimos encerrados en una burbuja, lejos de la dura realidad de la política del poder. El mundo excepcional en el que crecimos fue nuestra normalidad; las ideas que se desarrollaron después de 1989, nuestras convicciones. Ahora que ha vuelto la geopolítica y, de forma más específica, la política del poder nos sentimos perdidos.
Tuve esta sensación muchas veces, pero me tomó tiempo darme cuenta que los millennials de Alemania, los mayores de los cuales nacieron a principios de los años ochenta, tienen ideas peculiares sobre la política exterior. Entre más tiempo pasé fuera de Alemania, concretamente en países donde el pensamiento político y estratégico es más común, más desconcertada me sentí al escuchar algunas de las discusiones en las que se enfrascaban mis pares en Alemania. Esto lo resumió muy bien un compañero millennial alemán que dijo: “¡La geopolítica se siente muy parecida al movimiento de tropas!”. Esta declaración es el epítome de muchas creencias y convicciones que me he encontrado entre mis compatriotas: un escepticismo con respecto a la geopolítica, una incapacidad de pensar en términos de interés y poder, y un rechazo del ejército como instrumento de la política. Los millennials alemanes piensan la política internacional en términos de valores y emociones, no de intereses. Entiendo que los valores y los intereses no son mutuamente excluyentes, y por lo general se vinculan de formas que hacen que parezca imposible desenredarlos, pero, como alemanes, hemos aprendido a sacar de la ecuación por completo la parte de los intereses. Mi generación ha desarrollado una idea casi romántica de las relaciones internacionales: vemos las alianzas como amistades y los desacuerdos en términos de diferencias de valores. Los millennials alemanes luchan con la idea de lo militar, sobre todo con la idea de que el ejército es un elemento del poder geopolítico. Éste es un fenómeno que prevalece entre la población alemana (y que tiene particular fuerza en el partido de Los Verdes, que podría volver a gobernar Alemania con las elecciones de septiembre), pero es aún más pronunciado entre los millennials. Como indica una encuesta reciente: más que cualquier otro grupo etario, la mayoría de los millennials apoya la reducción del presupuesto de defensa en Alemania, mientras que el apoyo a un aumento presupuestario es menor entre los millennials que en cualquier otro grupo.
Nos hemos desarmado intelectual y prácticamente; dado que nunca tuvimos que entrenar nuestro músculo estratégico, se atrofió. La política del poder está en desacuerdo con nuestro entendimiento de la forma en la que funciona el mundo. No tenemos el cerebro cableado de esa manera; no hablamos la misma lengua, y por lo tanto estamos muy poco preparados para enfrentar oponentes con intereses distintos, adversarios que cuestionan cada vez más lo que nosotros creíamos, en última instancia, que era el único sistema. ¿Cómo pasó esto?
Date cuenta de tu historia
Todos somos resultado del mundo en el que crecimos. Sin embargo, aunque esto se entienda bien en el ámbito socioeconómico, pocos de nosotros hemos pensado en lo que significa en términos (geo)políticos. Nos enseñaron a darnos cuenta de nuestros privilegios, pero ¿cuánta gente se da cuenta su historia?
A las generaciones, por lo común, las define un acontecimiento importante: pasar por un mismo momento y sentir la misma agitación a una misma edad les da cohesión a las generaciones, les da un tema en común y crea puntos de referencia. Es claro que los sucesos importantes nunca los experimenta sólo una generación, ya que en un momento dado viven personas pertenecientes a entre tres y cinco generaciones diferentes. Pero los puntos de referencia para lo que se supone que es la normalidad se establecen en las primeras décadas de vida.
A la generación millennial pertenecen las personas que nacieron entre inicios y mediados de los años ochenta y los finales de los noventa. Le debemos nuestro nombre al cambio de milenio, que nos tocó cuando éramos jóvenes. Pero, aunque fue divertida la noche de Año Nuevo en que 1999 se convirtió en 2000, no fue fundacional. De hecho, yo argumentaría que, en Alemania, los millennials no experimentamos un suceso fundacional y unificador que nos conectara como generación.
En vez de esto, y de forma extraña, el momento más importante para mi generación, en términos de impacto, es un acontecimiento que pocos podemos recordar, ya sea porque no habíamos nacido o porque no estábamos lo suficientemente grandes para entender lo que estaba sucediendo: la caída del muro de Berlín en 1989, que inició el declive de la Unión Soviética y llevó al colapso de todo el escenario geopolítico, con lo que quedó allanado el camino hacia la unipolaridad global. Fue en 1989 la última vez que los alemanes quedaron expuestos directamente a la geopolítica. Ahora que mi cohorte de edad empieza a alcanzar posiciones de poder, es momento de revisar nuestra historia e identificar nuestros puntos ciegos.
Es más, yo debo reconocer mis propios puntos ciegos: hablo aquí de los millennials alemanes, pero sospecho que los millennials de Alemania Oriental ven las cosas desde otra perspectiva. Contrario a las experiencias de Alemania Occidental que describo a continuación —la estabilidad y la convicción profunda de que su sistema era la forma más consumada—, los alemanes orientales de mi generación nacieron en un mundo que estaba en proceso de desintegración. La República Democrática Alemana quedó disuelta en 1990, lo que llevó a una completa reestructuración de la economía y a la inserción de una nueva moneda. A Alemania Oriental la golpeó una crisis económica; quebraron muchas compañías y aumentó el desempleo. El partido político (e ideológico) que había dominado durante décadas desapareció. Pienso que crecer en medio de este proceso seguramente trajo consigo lecciones de las que yo no puedo dar fe. Por lo tanto, aunque creo que mis experiencias y las lecciones aprendidas de ellas se pueden establecer, hasta cierto punto, como una generalización para el mundo occidental y otros países europeos, más bien describen la demografía de Alemania Occidental de clase media, educada, eurófila. Sin embargo, y aunque esto pueda no ser representativo de la totalidad de mi generación, para bien o para mal, sí describe a muchos millennials que en este momento ascienden en las filas de liderazgo político.
Existen dos razones por las cuales los millennials alemanes están poco preparados para un mundo en el que prima el pensamiento estratégico. En primer lugar, crecimos en un periodo de estabilidad geopolítica excepcional. Esto es lo que expresa la canción de Freundeskreis: nunca llegamos a sentirnos parte de la historia, siempre agitada; en lugar de esto, tuvimos la impresión de estar fuera, de haber nacido después del hecho. Intentar entender la política parecía tan importante como aprender sobre geografía, geometría o geología: campos interesantes, sin duda, pero sin un impacto inmediato en nuestra vida cotidiana.
En segundo lugar, en ninguna parte del mundo la idea del “fin de la historia” estuvo tan internalizada como en Alemania. Los alemanes que vivieron con entusiasmo los acontecimientos de 1989 se entregaron a la idea de que la competencia ideológica era cosa del pasado, y los millennials alemanes simplemente asumieron que el mundo funcionaba de esa manera. La solución a la discusión política la habían encontrado los que vinieron antes de nosotros, y el mejor sistema se encontraba ya establecido (a nosotros nos tocaba refinar algunos asuntos en el frente social, pero, por lo demás, podíamos pasar a otras cosas.)
Una normalidad tranquila
Cualquier alemán lo demasiado joven como para no recordar el fin de la Unión Soviética ni la reunificación alemana ha crecido en un mundo de estabilidad y paz excepcionales. En términos militares, nos protegieron Estados Unidos y la otan, por lo que nunca tuvimos que pensar en el ejército. Por supuesto que esto fue muy bueno para mi generación, pero tuvo un impacto importante en la forma en la que vemos el mundo y en lo que consideramos normal.
Alemania ha estado a menudo en el centro de la política europea y mundial. La historia alemana ha sido una montaña rusa de fronteras cambiantes y de diversas formas políticas de organización, peleas ideológicas, guerras y conflicto. Pero después de 1989 y de la reunificación alemana en 1990, las cosas se calmaron de forma considerable. Para Alemania, hasta la comprensión más simplificada del famoso concepto del “fin de la historia”, de Francis Fukuyama, era aplicable: desde 1989, muy poco había sucedido en nuestro país.
Por supuesto, el mundo no se ha quedado estático a lo largo de los últimos treinta años, pero ni el 9/11 ni la “guerra contra el terrorismo” ni la crisis financiera fueron sucesos que nos tocaran a nosotros. La Bundeswehr fue a la guerra con Afganistán, pero esto no tuvo un impacto en la sociedad alemana; la invasión de Irak en 2003 hizo que algunos millennials se manifestaran contra el imperialismo estadounidense, pero, por lo demás, todas estas situaciones estaban muy alejadas de nuestra realidad. Los conflictos del mundo parecían ser testimonio de que “los otros” no habían entendido que las guerras ideológicas eran inútiles. La crisis financiera fue tal vez la que estuvo más cerca de ser un acontecimiento definitorio para los millennials alemanes, pero dado que Alemania se las arregló para sortearla tan bien, lo único que hizo fue reforzar la sensación de que tenía un mejor sistema que el resto.
Además, durante 30 años, Alemania ha tenido una extraordinaria continuidad en el ámbito nacional. Yo tengo 34 años, y en el transcurso de mi vida ha habido sólo tres cancilleres alemanes. Hasta recuerdo que me sentí desconcertada cuando supe que iba a terminar la cancillería de Helmut Kohl: él había subido al poder cinco años antes de que yo naciera y fue sucedido por Gerhard Schröeder cuando yo tenía once años. Schröeder estuvo al mando durante siete años, y durante los últimos dieciséis este puesto lo ha ocupado Angela Merkel. Con fines comparativos: un estadounidense de la misma edad ha vivido siete periodos presidenciales; un británico de mi edad ha pasado por siete primeros ministros y uno italiano, por cerca de veinte. Algo aún más asombroso: a excepción de siete años de mi vida, Alemania tuvo un gobierno liderado por el mismo partido, la alianza de la Unión Demócrata Cristiana de Alemania y la Unión Social Cristiana de Baviera.
Esta continuidad en los ámbitos nacional e internacional significaba que la política no nos había dado la oportunidad de tener un momento definitorio. No hubo protestas de un 1968 a las cuales sumarnos, no hubo celebración de un 1989 por la caída de un muro, no hubo guerra que nos dejara traumatizados (¡gracias a Dios!); no hubo revoluciones, revueltas ni cambios geopolíticos. Lo mejor que se le ocurrió a mi generación como momento definitorio es la Copa Mundial de 2006, de la que Alemania fue sede. La primera vez que la geopolítica apareció en nuestro horizonte fue en 2015, a manera de la crisis de refugiados. Pero en 2015, el más joven de los millennials tenía veinte años ya, y la mayoría tenía 25 años o más. Era ya muy tarde (y no lo suficientemente impactante) como para cambiar de forma radical nuestra visión del mundo. Lo mismo ocurre con la pandemia actual.
Pero, de manera todavía más importante, nosotros internalizamos la continuidad como si hubiera sido la norma. En un nivel emocional, nunca entendimos de veras que las cosas pueden cambiar, ni que lo hacen de forma veloz. En 1989, de repente, el muro había caído y todo un régimen, una forma de vida, desaparecieron. El terreno geopolítico se estremeció. Esto debió haber sido emocionante y desorientador; quienquiera que lo haya vivido aprendió que no hay garantía de estabilidad. Mi generación no vivió tal terremoto político. Si el terreno se encuentra estable, seguro que se mantiene estable para siempre… ¿o no? Y aunque estemos conscientes de que la estabilidad no está garantizada, no es lo mismo: una cosa es que nos enseñen que existen los terremotos y otra muy distinta es sentir uno en carne propia. Me preocupa que no tengamos la capacidad de imaginar un terremoto, mucho menos de estar preparadas para sobrevivirlo.
Por supuesto, se sabe que desearle a alguien “que viva en tiempos interesantes” es una maldición, no una bendición. Los tiempos de turbulencia son interesantes sólo en retrospectiva, ya que vivirlos es inquietante, desalentador y, a menudo, peligroso. Por lo tanto, no me quejo… pero vivir en tiempos de tranquilidad conlleva sus propios desafíos, sobre todo cuando cambian las circunstancias.
Tú sólo adoptaste “el fin de la historia”; a nosotros nos formó
El postulado de “el fin de la historia” de Francis Fukuyama suele entenderse en un sentido que lo reduce a la idea de que “ya no habrá acontecimientos importantes”. Sin embargo, aunque esa interpretación simplista se volvió realidad en Alemania, Fukuyama hablaba de ideas, no de sucesos. Esto fue lo que escribió: “Por lo que podríamos estar pasando no es sólo el final de la Guerra Fría, ni el término de un periodo particular de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto culminante de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma última de los gobiernos humanos”. Fukuyama sostuvo que la democracia liberal occidental se había convertido en la única alternativa, y los alemanes, por supuesto, estaban más que dispuestos a creerle.
Hace tres años, Thomas Bagger escribió un excelente ensayo sobre el impacto que tuvo el año de 1989 en la mentalidad alemana. Demostró que los alemanes aceptaron la idea del fin de la historia con más fervor que otros, puesto que “a fines de un milenio marcado por el error de haberse visto dos veces del lado incorrecto de la historia, Alemania finalmente se encontró del lado correcto”.
De acuerdo con los intelectuales que defendieron el fin de la historia, el mundo acabaría por tender hacia un sistema que descartara el poder (militar) y favoreciera los procedimientos legales. Los países tendrían que lidiar con desafíos transnacionales en el marco de organizaciones internacionales. El nacionalismo y las ideologías perderían todo su atractivo. Con el desbordamiento de la presa que significó el año de 1989, estos desarrollos parecieron ineludibles. Todo esto les resultó muy atractivo a los alemanes. La primacía de la ley sobre el poder era una idea estupenda para un país cuyo temor es que no se le pudiera confiar el poder. La idea liberal le calzó perfecto a Alemania, incluida la pérdida de importancia o de personalidad en la política. El arco de la historia se inclinaba hacia la democracia liberal, por lo que los individuos resultaban mucho menos importantes. Dejó de necesitarse un “Führer” (un término que con toda razón perdió toda legitimidad en Alemania), sino un administrador a cargo de un desarrollo inevitable. Esto explica por qué los políticos alemanes tienden a ser —por qué no decirlo— aburridos. La noticia más fascinante que protagoniza Angela Merkel está dedicada a la manera en que prepara una sopa de papa. Ser una figura política aburrida en Alemania no es un defecto: es una característica.
Bagger concluye que esta experiencia ha hecho que les resulte difícil a los alemanes de su generación, los que adoptaron el fin de la historia con entusiasmo, adaptarse a los cambios de la situación geopolítica actual. Está en lo cierto, pero se olvida de que existe una generación sobre la que tuvo un impacto más fuerte que aquella que lo vivió: la generación que no vivió ese momento, sino aquella para la que sus convicciones se volvieron lo normal. Puede que la gente de hoy se burle de la ingenuidad del optimismo que sucedió a 1989, pero ¿cómo podemos abandonarlo si nunca conocimos algo distinto? Tú sólo adoptaste el espíritu de 1989; a nosotros nos formó.
Durante mucho tiempo pareció que la realidad confirmaba nuestras convicciones: nos iba bien y cada vez había más personas que querían imitarnos. A todo lo largo de la década de 1990, lo que fue nuestra infancia, hubo una sensación de progreso en Europa occidental. La Unión Europea creció a un ritmo acelerado y cada vez más países quisieron unirse. La expectativa de que hubiera un gran punto de convergencia, la esperanza de que todo el mundo se inclinara hacia la democracia y la economía de mercado y de que terminara por parecerse a nosotros, todas eran ideas que formaron parte de nuestro adn. Pensamos que todos, en algún momento, seguirían el ejemplo de Alemania. Lo más importante para nosotros es que esto no era una ideología: nos habíamos alejado ya de las ideologías y los -ismos; habíamos llegado al estado de las cosas como debían ser. Las luchas ideológicas eran cosa de los libros de historia, y mirábamos apenas con lástima a los incautos enfrascados en las luchas del pasado. Habíamos llegado a un plano más elevado de la existencia.
Si resultas ser griego o polaco y por casualidad lees esto, lo más probable es que mi descripción del pensamiento alemán te parezca no sólo arrogante, sino también incorrecta. ¿No es cierto acaso que Alemania buscó, en los últimos años, políticas que la beneficiaran, lejos de ser tan brillantes como pretende mi descripción? ¿Qué decir del Nord Stream II, el gasoducto ruso-alemán? ¿Y qué decir de la política de austeridad? ¿A poco no es cierto que Alemania se benefició más que cualquier otro país de la integración europea y del euro? ¿No es toda esta arenga sobre los valores y la amistad una cortina de humo para la rancia política de intereses?
En lo personal, no creo que sea así. La Unión Europea es buena para Alemania, ni quién lo dude, pero también es cierto que no habría llegado al lugar en el que está si Alemania no hubiera estado dispuesta a hacer sacrificios que otros países más egoístas no hubieran hecho. Me refiero, en particular, a la renuncia del marco alemán en favor del euro. A mi ver, el Nord Stream II, el gasoducto ruso-alemán, es un ejemplo de la falta de pensamiento estratégico de los alemanes que creen que ya superamos el poder político y habitamos un mundo en el que la economía es lo más importante, que el comercio nos une a todos. E incluso si estás en desacuerdo, para los millennials alemanes lo que importa es la manera en que se cuentan las cosas. Los millennials empezamos a llegar al poder y crecimos con la convicción de que el poder político es malo. Y es con base en la narrativa que los alemanes hemos entendido mejor que cualquiera lo que está pasando.
Una peligrosa superioridad moral
Si esto te suena arrogante, he de decirte que no estás solo. Hay un sentimiento de superioridad moral que viene con el rechazo del poder político, de la realpolitik, y de los intereses nacionales. Somos muy buenos para establecer pactos con la historia y demasiado maduros como para no ser nacionalistas, para que no nos seduzcan los demagogos. Es verdad que en el pasado nos equivocamos de manera brutal, pero nadie ha aprendido la lección de la verdad universal mejor que nosotros. La geopolítica, los intereses políticos y la realpolitik son, por lo tanto, cosas de las que se pueden ocupar otros menos ilustrados.
La percepción de una superioridad moral no es sólo poco atractiva, sino que puede distanciar a los aliados a los que no les gusta que los traten como a un primo tonto; por lo demás, resulta peligrosa, dado que no es crítica. Creímos los adagios de 1989 sin darnos cuenta de que eran sólo una lectura, una interpretación del futuro. Para nosotros, la convergencia era inevitable: creímos que, ya que hubiera logrado hacerse de poder, la clase media china exigiría elecciones democráticas y el nacionalismo ruso remitiría. Esto se debe, en parte, a las creencias que aseguraban que estábamos muy poco preparados para el mundo actual. No sólo no podíamos entender lo que estaba pasando, sino que también nos costó trabajo defender nuestro sistema frente a los ataques internos y externos. Si uno está convencido de que una Europa unida es la respuesta, de que la cooperación internacional es necesaria, de que el Estado de derecho es mejor que la política de poder, y además está seguro de que todo eso es lo correcto, puede resultar muy difícil explicárselo a alguien que cuestione esta premisa.
La superioridad moral también nos hizo pasar por alto que, aunque creímos haber trascendido ideas obsoletas como el poder militar, hubo otras entidades (la otan y Estados Unidos) que nos protegieron del ejército, una protección que nos dio el lujo de subestimar el poderío militar.
Y el fin de la historia se apropió de nuestro futuro. Después de todo, sabíamos dónde iba a acabar todo este proceso. La política se volvió aburrida, un asunto administrativo en vez de una competencia ideológica. Esto también explica por qué los partidos alemanes invariablemente reclaman el “centro” político. Parece no haber necesidad de pensar en el futuro de forma estratégica.
Conclusión
No me quejo de que mi generación haya tenido una gran infancia: una infancia estable, segura y plena de convicciones de que el futuro sería mejor. Pero crecimos en un mundo excepcional que creímos que era la norma, y a medida que cambia la política internacional, nos sentimos cada vez más perdidos.
Por supuesto, podría estar equivocada. Una vez alguien me llamó “la joven más vieja” que conocía, lo que tomé como un cumplido, aunque quizá no tenía la intención de serlo. De modo que, a lo mejor, soy yo la que no ve la luz y, por lo tanto, no entiende que el mundo ha cambiado. Pero me preocupa que, cuando juegan juegos de guerra (que en Alemania se llaman simulaciones) con otros millennials, no hay alemán que tenga un entendimiento intuitivo que lo lleve a evaluar una situación de acuerdo con una valoración de los intereses y capacidades propios y ajenos, a partir de lo cual formule una estrategia que los haga coincidir. Me preocupa que resultemos tan ineptos para el pensamiento estratégico en una coyuntura en la que el sistema internacional es frágil y las alternativas las plantean actores que no velan por nuestros intereses. Dudo que podamos contar con la siguiente generación de pensadores y hacedores de la política exterior alemana. Tenemos una generación de alemanes que dan las cosas por sentado y a la que le cuesta trabajo responder a los desafíos. La verdad es que mi generación alberga la esperanza de que todo volverá pronto a la normalidad y de que podremos dejar este lugar de oscurantismo y dirigir nuestra mirada hacía desafíos reales, como el cambio climático. Pero es poco probable que el mundo nos haga ese favor. Para estar a la altura de este reto, mi generación tendrá que entrenar su músculo estratégico… sin perder el tiempo.1◊
1 Este artículo se publicó originalmente, en inglés, en el sitio web de War on the Rocks. Otros Diálogos agradece su anuencia, al igual que la de la autora, para su publicación en la revista.
* Ulrike Franke, millennial alemana, es experta en política e investigadora en el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores. Sus áreas de interés incluyen la seguridad y las defensas alemana y europea, el futuro de la guerra y el impacto de las nuevas tecnologías.
Camila Estrada es historiadora por la Universidad Autónoma de Colombia. Actualmente estudia la Maestría en Traducción en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.