Con pandemia o sin ella, los niveles de violencia siguen en aumento

Sin una articulación de acciones de la sociedad que presionen hacia una solución de fondo, durante la crisis sanitaria global se incrementaron y diversificaron los tipos de violencias, y la militarización de la política de seguridad siguió siendo la única respuesta gubernamental, como lo analiza Jacobo Dayán, estudioso de los fenómenos de macrocriminalidad en México.

 

JACOBO DAYÁN*

 


 

En los últimos tres lustros, México ha experimentado altos niveles de violencia que sólo pueden compararse con los de países en guerra. A pesar de ello, no se ha dado una articulación social potente y sostenida que exija a las autoridades una solución.

Seguimos inmersos en explicaciones simplistas de las violencias, que sólo abonan a profundizar soluciones de mano dura que, en el caso mexicano, se han centrado en la utilización de militares en funciones de seguridad y en el incremento de la prisión preventiva como sustituto de la justicia.

El discurso oficial se ha centrado, desde hace tres sexenios, en narrativas sobre la realidad con visiones cortas o sesgadas. La explicación que suele darse a la violencia armada, en singular, es el enfrentamiento entre grupos criminales para controlar territorios para el trasiego de droga, principalmente entre grandes organizaciones del narcotráfico. Se sigue afirmando que el narco es un enemigo aislado del poder político, salvo algunas “manzanas podridas”. La narrativa oficial ha logrado mantener al margen de la violencia a las fuerzas armadas y a la clase política. Por su parte, la mayoría de medios se ha ocupado del reportaje de nota roja, del caso a caso. Esto ha generado desgaste y miedo en la sociedad, que prefiere ya no escuchar más.

Sólo en contadas ocasiones, en todos estos años, se han gestado movimientos sociales que articulan por un tiempo a distintos sectores. Es el caso del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, las movilizaciones por el caso Ayotzinapa y el movimiento feminista.

Poco antes de que la pandemia de covid atrajera la total atención política, mediática y social, comenzaron a articularse varias voces que exigían el fin de la violencia. En enero de 2020, Javier Sicilia convocó a una Caminata por la Paz de Cuernavaca a la Ciudad de México. El presidente decidió desestimar la exigencia al acusar a las víctimas que participaban en la caminata de querer “manchar la investidura presidencial” y de hacer “un show”. Días después, a finales de febrero, el Congreso Nacional Indígena y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional convocaron a las Jornadas en Defensa del Territorio y la Madre Tierra ante el continuo despojo de tierra y territorio. La respuesta del presidente fue etiquetar de “ultraconservadores de izquierda” a quienes, desde el movimiento indígena, criticaban al gobierno. A inicios de marzo se realizó una de las grandes manifestaciones del 8M ante las que la presidencia decidió atrincherarse detrás de vallas, a las que llamó “muro de paz”, que fueron intervenidas por feministas que exigían justicia y seguridad.

A poco más de un año de haber iniciado su gobierno, López Obrador comenzaba a recibir en las calles las exigencias y críticas que recibieron por igual sus antecesores. Sin embargo, la presidencia decidió ignorar todas estas demandas y continuar con su proyecto de militarizar la seguridad, mantener el control político de la justicia y pretender cambiar la realidad sólo con su discurso de “no hay masacres”, “no hay violación a derechos humanos” o “no hay impunidad”.

La pandemia hizo que la violencia volviera a ser ignorada. Se dejó de hablar de asesinatos, masacres, fosas, personas desaparecidas, desplazamiento forzado. La crisis sanitaria global atrajo la atención. A pesar de ello, las violencias continuaron.

Las cifras de estos tres sexenios son alarmantes. Más de 30 mil casos de tortura, más de 100 mil personas permanecen desaparecidas y más de 350 mil asesinatos, de los que se desconoce en cuántos estuvieron involucrados agentes del Estado. La impunidad es la constante. Sólo se cuenta con alrededor de 43 sentencias condenatorias por tortura, 50 por desaparición y 40 por homicidio cometido por algún servidor público en ejercicio de sus funciones. Las pocas sentencias se centran en autores materiales y dejan impunes a los altos mandos políticos y criminales. En los casos de juicios a altos mandos, funcionarios o criminales, la violencia nunca se investiga.

Dos años después, las restricciones por la pandemia comenzaron a aligerarse y la vida en el espacio público comenzó a tener un cierto grado de normalidad. De inmediato, las demandas contra la inseguridad volvieron a irrumpir.

El 2022 inició con varios asesinatos de periodistas y defensores de tierra y territorio que generaron discusión pública y algunas pequeñas movilizaciones. Una de las primeras manifestaciones masivas fue la marcha del 8M de 2022. De nuevo, los feminicidios indignaron a la sociedad. En abril, el Comité de la onu contra las Desapariciones Forzadas emitió su informe sobre México. Familiares de personas desaparecidas salieron a las calles al superarse el umbral de las 100 mil desapariciones, a las que habría que sumar una cifra negra que podría duplicar la cantidad.

Otro fenómeno, ya conocido, pero que había sido poco mediático, salió a la superficie. El cobro de piso se convirtió en discusión nacional ante las escenas violentas en Chilpancingo y San Cristóbal por el control de la venta de productos en mercados. A esto se sumaron asesinatos que conmocionaron, como el de los dos sacerdotes jesuitas en Chihuahua. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas se manifestaron preocupados por el incremento de la militarización de la seguridad, mientras el gobierno continúa haciendo de ésta su única propuesta.

Las violencias actuales en México son muy complejas. Participa una pluralidad de actores no estatales o que pareciera que no tienen vínculos con funcionarios públicos de los tres niveles, desde grandes cárteles de droga hasta grupos paramilitares, pasando por grupos criminales regionales y pequeñas bandas locales. Las fuerzas del Estado también son generadoras de violencia: tanto el ejército como la marina, la extinta Policía Federal y la Guardia Nacional, así como las policías estatales y municipales. A esto se suma la violencia generada por las fiscalías estatales y por la federal.

No hay una sola y monolítica explicación de las violencias. Buena parte de ellas se gestionan desde lo local entre actores estatales y no estatales, actores económicos y políticos, por el control de territorios, recursos y mercados lícitos e ilícitos. Las violencias se utilizan para gestionar estos mercados y la extracción de recursos públicos, así como la expoliación de la sociedad.

No se trata de actores aislados, sino de redes de macrocriminalidad interconectadas, que cuentan con estructuras criminales no estatales, empresariales y políticas. Para lograr sus fines, estas redes demandan impunidad y opacidad, así como la utilización de fuerzas del Estado para garantizar el control territorial y de mercados. Esta gobernanza criminal pone en riesgo la viabilidad democrática. El Estado y sus instituciones se encuentran capturadas por estos intereses.

Los mercados que se pretende controlar son muy variados. Evidentemente, se encuentra el tráfico de drogas y el narcomenudeo, pero a éste se suman venta de alcohol, robo de autos y autopartes, venta y robo de gasolina y gas, producción agrícola, control del agua, tala de bosques y minería, así como otros mercados extractivistas y megaproyectos de infraestructura, además de tráfico de migrantes, trata de personas con fines de explotación sexual y de esclavitud, extorsión, secuestro, cobro de piso, lavado de dinero y tráfico de órganos y armas, entre muchos otros.

Los fenómenos violentos son muy diversos: asesinatos, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas (en el entorno mexicano podemos considerar todas las desapariciones como forzadas, por la imbricada relación de grupos criminales con agentes del Estado), trata con fines de explotación sexual, trata con fines de esclavitud, reclutamiento forzado de menores de edad, tráfico de personas o de migrantes, desplazamiento forzado, apropiación de tierra y territorio, extorsión, cobro de piso y secuestro.

Dos años después del inicio de la pandemia, las violencias siguen allí y se profundizan, al igual que la negación oficial y la impunidad, al tiempo que la militarización avanza. Ninguna fuerza política ha puesto sobre la mesa propuestas distintas. La discusión se ha centrado en cuánta fuerza se requiere para acabar con la violencia y no en cuánto Estado y cuánta justicia. Sin una articulación social amplia que genere presión, no habrá cambios.◊

 


 

* Es director general del Centro Cultural Universitario Tlatelolco de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Especialista en derecho penal internacional, justicia transicional y derechos humanos, fue investigador de eventos de macrocriminalidad en México en el Seminario sobre Violencia y Paz de El Colegio de México, de 2016 a 2020. Es coordinador y/o coautor de las publicaciones de El Colegio de México: En el desamparo. Los Zetas, el Estado, la sociedad y las víctimas de San Fernando, Tamaulipas (2010), y Allende, Coahuila (2011); Reconquistando La Laguna. Los Zetas, el Estado y la sociedad organizada, 2007-2014; y El yugo Zeta. Norte de Coahuila, 2010-2011.