Ciudad de México: reflexiones a cinco años del 19S

Y después de sufrir un desastre como el que representó el sismo del 19 de septiembre de 2017, ¿qué viene para aquellos que perdieron su vivienda? Viene un segundo desastre: las consecuencias negativas que han sufrido estas personas en los planos sociales, económicos y de salud, aspectos sobre los que reflexiona Naxhelli Ruiz en este artículo.

 

NAXHELLI RUIZ RIVERA*

 


 

Scott G. Knowles, un renombrado historiador de desastres, señala en la introducción de su libro The Disaster Experts: Mastering Risk in Modern America: “Después de cada desastre en Norteamérica, hay un lamento reiterado: ‘Tenemos que aprender de esta tragedia para que no vuelva a suceder’. El hecho es que el récord histórico está lleno y disponible, y los desastres no suceden reiteradamente por pobreza de conocimiento. El olvido sobre los riesgos y los desastres no es un accidente” (Knowles, 2011, traducción mía).

La memoria y el registro histórico de un desastre son polémicos para las sociedades que los viven. El proceso político que define qué visiones del desastre permanecen y cuáles voces se ignoran o invisibilizan refleja la pugna por definir las causas, las responsabilidades y las lecciones por aprender. Las diferentes voces de los actores involucrados representan sus distintos intereses; las personas damnificadas expresan sus duelos, disputan legitimidades y cuestionan proyectos políticos.

En el caso de México, los desastres son una realidad con la que hemos lidiado de manera muy frecuente en la historia. Los que perduran en el recuerdo, como el sismo de 1985, tuvieron una relevancia política para la sociedad y se utilizaron para definir ciertas formas institucionalizadas de memoria, por ejemplo, la definición del 19 de septiembre como Día Nacional de la Protección Civil. Sin embargo, las vulnerabilidades de nuestra sociedad y la continua exposición a amenazas en el territorio han configurado un escenario de desastres que se presentan constante y dolorosamente, y que, sin embargo, no necesariamente se recuerdan en la misma medida en que lo son sus consecuencias en la vida de las personas.

Cuando se producen desastres en espacios altamente politizados y visibles, como la Ciudad de México, se abre una ventana para ver las entrañas de la urbe de una forma en que no se mira en tiempos de normalidad. Por eso, a cinco años de distancia del sismo del 19 de septiembre de 2017, no solamente es relevante hablar de las lecciones aprendidas, sino también de cuál ha sido el proceso de lucha para que estas lecciones puedan ser conocidas, sistematizadas y discutidas públicamente.

El tema de la información disponible a partir de la cual pueden evaluarse el avance y la recuperación ante el desastre ha sido, en sí mismo, controversial. Aunque en la Ciudad de México actualmente está definido ya un número oficial de viviendas dentro del padrón de reconstrucción (22 210, según la última consulta del portal oficial),1 la falta de una línea base confiable de personas afectadas (no de viviendas dañadas) —a partir de la cual se define el universo de atención, las prioridades de inversión y los alcances de la intervención pública— ha limitado la capacidad de evaluar la atención integral dada a los efectos del desastre. Por este motivo, consideramos que en la Ciudad de México lo que se ha dado es un retorno a la normalidad, pero no una recuperación.

Por supuesto, la dimensión de la reconstrucción de vivienda, infraestructura y patrimonio es importante y prioritaria. Sin embargo, reducir la atención del desastre a la reconstrucción y olvidar sus impactos sociales, económicos y en la salud genera otro conjunto de problemas tanto o más serios que el impacto inicial asociado a la amenaza. Las limitaciones que se dan para atender las consecuencias de los desastres a mediano y largo plazos son algo bien conocido por los especialistas, muchos de los cuales lo denominan el segundo desastre, es decir, formas reiteradas de victimización y de agravamiento de la pérdida sobre personas que, tras el primer impacto, sufren violaciones a sus derechos humanos, se ven inmersas en contextos sociales conflictivos o viven procesos como el empobrecimiento, el desplazamiento o la pérdida de la salud, que ahondan aún más su trauma individual y colectivo.

El segundo desastre tiene muchas facetas. Para el caso del sismo de 2017 en la Ciudad de México, una de ellas —quizá la más conocida— ha sido la lenta definición y el difícil seguimiento, caso por caso, del proceso administrativo de la reconstrucción, que se tradujo en una relación tensa y, en momentos, conflictiva, entre personas damnificadas —organizadas o no en torno a movimientos sociales— y las diversas instancias del gobierno de la Ciudad de México, especialmente la Comisión de Reconstrucción. Las dificultades comunicativas y organizacionales del proceso incidieron significativamente en la relación horas-persona que se necesitaron para entender (es decir, hacer legible) lo que se necesitaba a fin de obtener ayuda y “producir” las condiciones y los requisitos administrativos para ser reconocidos y entrar en estos procesos: certificaciones de estatus jurídico de propiedad, dictámenes de seguridad estructural y proyectos ejecutivos de construcción o contratos, entre otros. La gran inversión de tiempo y la notoria dificultad del modelo de reconstrucción, de una complejidad técnica y jurídica notoria, no sólo tuvieron impacto en las rutinas y los recursos cotidianos disponibles ante las personas afectadas para atender su recuperación a lo largo de estos años; también desgastó a los servidores públicos y generó procesos largos, ineficientes, discrecionales y llenos de faltas a los procedimientos administrativos establecidos. Éste es, quizá, el tema más recurrente en los testimonios de los damnificados de casi todos los perfiles sociales.

Sin embargo, hay otras caras del segundo desastre que son aún más acuciantes, por el desconocimiento y la carencia de información en torno a ellas. Una de estas facetas está en las consecuencias de la falta de atención psicológica y de salud a las personas damnificadas. La narración de las experiencias de muchas de ellas hace referencia a impactos en su salud física y mental, de los cuales no hay registro ni investigación alguna. Las historias de las personas damnificadas sobre su trayectoria en los años posteriores al sismo mencionan de manera frecuente la ocurrencia de infartos y otros padecimientos cardiovasculares, cánceres y depresión, así como síntomas asociados al estrés, como insomnio y dolores frecuentes de cabeza. Esto es especialmente marcado en las historias de los adultos mayores, algunos de los cuales fallecieron en este contexto de pérdida y falta de recuperación.

A cinco años de distancia del evento sísmico, sin haber tenido nunca ningún instrumento fiable de identificación y seguimiento de las condiciones de las personas afectadas, con una pandemia de por medio y sin posibilidad alguna de comparar sus características y trayectorias con un grupo de control, es prácticamente imposible cuantificar hasta qué punto estos impactos a la salud y a la mortalidad se asocian objetivamente al evento traumático del desastre sísmico. Conocemos estos aspectos testimonialmente sólo a través de instrumentos de investigación cualitativos. Sin embargo, coinciden con las hipótesis y los resultados de estudios médicos rigurosos aplicados en otros países, muchos de los cuales encuentran mayor prevalencia de ciertos síntomas y del desarrollo de enfermedades crónicas en contextos de desastre y posteriores a ellos, especialmente en personas con vulnerabilidades preexistentes.

Otra cara del segundo desastre es el desplazamiento forzado. En el caso del sismo del 2017, la falta de una estrategia de albergues y de vivienda temporal, agravada —nuevamente— por las carencias de información y de un diagnóstico adecuado de las condiciones y necesidades de las personas afectadas, se tradujo en movimientos forzados de residencia que sólo podemos conocer de forma aproximada. De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda 2020, la población que en 2015 vivía en la Ciudad de México y que en 2020 declaró haber migrado (cambiado de municipio, entidad o país) por una causa relacionada con desastres fue de 15 382 personas. De esta cifra, 55% fueron mujeres, y alrededor de la mitad del total de personas desplazadas no sólo cambió de alcaldía, sino que tuvo que salir de la Ciudad de México e irse a vivir a otra entidad federativa. Este desplazamiento constituyó cerca de 64% de todos los movimientos migratorios asociados a desastres registrados censalmente en el país. Cabe señalar que el único desastre del periodo registrado en el ámbito territorial de la Ciudad de México al que pueda atribuírsele este movimiento de población en el quinquenio 2015-2020 fue el sismo de 2017, razón por la cual es posible inferir esta cifra.

¿Dónde están estas personas? ¿Cuál fue su trayectoria desde el día en el que perdieron sus hogares hasta llegar al lugar en el que residen actualmente? ¿Cuántas de ellas no fueron consideradas siquiera como personas afectadas por no ser propietarias o por no poder comprobarlo? ¿Cuántas tuvieron que emigrar a otros estados, aunque hubieran recibido un apoyo de renta, debido a los altos costos de vida de la Ciudad de México o por no contar con redes de apoyo locales? Muy probablemente no tendremos nunca una visión general de estos impactos por la carencia de un instrumento de diagnóstico que nos permita identificar a estas personas, darles seguimiento, entender sus necesidades y procurar un modelo de recuperación que considere sus derechos humanos.

Los dos aspectos antes abordados ejemplifican el fenómeno del segundo desastre. Ambos responden a visiones limitadas sobre cómo enfrentar la recuperación, algo que se explica por diferentes razones. Una de ellas es la historia reciente de las políticas públicas de atención a desastres de México, la cual, en lugar de desarrollarse en torno a las personas, conceptualiza la intervención pública como un proceso de reconstrucción de infraestructura y vivienda a través de instrumentos financieros diseñados para atender exclusivamente la dimensión material de la pérdida. En su momento, estos instrumentos fueron diseñados desde la administración pública para reducir los costos políticos de los desastres, así como para evitar el rebase financiero del Estado y la captura clientelar de los procesos de reconstrucción. Las intervenciones de las últimas dos décadas responden a este enfoque y permean aún en nuestro marco legal y en las reglas de operación, incluso las reformadas a raíz de la desaparición del Fideicomiso de Desastres Naturales (Fonden), previas a la aprobación en México del Marco de Acción de Sendai. Y aunque en algunos casos se ha hecho uso de herramientas estadísticas para el diagnóstico de las poblaciones afectadas (por ejemplo, el cuestionario “Diagnóstico Socioeconómico” que aplicó la Secretaría de Desarrollo Social de la Ciudad de México durante 2018), sus objetivos han sido, ante todo, delimitar el universo de intervención y calcular costos, no el seguimiento de la recuperación; todas las intervenciones giran en torno a la vivienda como unidad de análisis, no a las personas o a los hogares.

Finalmente, otra de las razones importantes para entender por qué se da un segundo desastre tras el sismo de 2017 en la Ciudad de México es la dinámica del mercado inmobiliario y de suelo urbano prevalente en el periodo del desastre y sus secuelas. Aunque los daños se distribuyeron a lo largo y ancho de la ciudad, fue notorio que en la primera etapa de intervención para la reconstrucción hubo un enfoque centrado en atender las viviendas de las zonas mejor valoradas, a través de instrumentos urbanísticos como los derechos adicionales de edificabilidad, a los que se les denominó popularmente “redensificación”. Si bien se justificó el uso de estos instrumentos como necesarios para financiar la reconstrucción de vivienda en zonas menos favorecidas por la falta de recursos públicos para enfrentar los altos costos del proceso, la lectura de muchos especialistas y de la propia ciudadanía, incluidas las personas damnificadas, fue la de que el abusivo y poderoso mercado inmobiliario estaba aprovechando el contexto de desastre para generar ganancias inmorales, agravadas por el desvío de los recursos obtenidos vía donaciones. Esto fue especialmente sensible porque algunos de los inversores propuestos para los trabajos de ingeniería y las obras de reconstrucción estuvieron involucrados en casos notorios de construcciones nuevas colapsadas o dañadas al punto de ser inhabitables; algunas de ellas, cinco años después, aún no han sido completadas en su reparación y siguen con procesos judiciales abiertos.

Estos aspectos nos llevan a una reflexión final relacionada con la dinámica inmobiliaria de la Ciudad de México y el segundo desastre. Aunque ha habido algunos avances en transparentar información de la reconstrucción a partir de continuas denuncias ciudadanas, la opacidad relacionada con los daños ya registrados y con respecto a los escenarios sísmicos de la ciudad es todavía un frente abierto. Fue hasta inicios de 2022 cuando se integró la función de consulta de dictámenes estructurales en el portal de reconstrucción. El acceso a las actas de admisión, revisión y sanción de auxiliares de la administración pública por parte de la Comisión de Admisión de Directores Responsables de Obra y Corresponsables (cadroc) ha sido restringido por el Instituto para la Seguridad de las Construcciones. La cartografía sobre grietas actualizada generada por el Comité de Grietas de la Comisión de Reconstrucción y pagada con recursos públicos no ha sido entregada para su integración al Atlas de riesgos de la ciudad; los estudios académicos que existen y que evalúan escenarios de riesgo sísmico tampoco forman parte aún del acervo de capas de este sistema. La información sobre los niveles piezométricos del agua en los pozos del sur y del oriente de la ciudad, misma que permitiría dar seguimiento a la dinámica de extracción de agua y a la subsidencia y fracturamiento del suelo, ha sido reservada por el Sistema de Aguas de la Ciudad de México. Toda esta dinámica de opacidad tiene algo en común: evitar que información técnica e indicadores relacionados con el riesgo limiten o afecten la dinámica especulativa sobre el suelo de la ciudad, un fenómeno que conlleva dinámicas de captura del Estado, orientadas a neutralizar las restricciones jurídicas y administrativas que el reconocimiento del riesgo puede imponer sobre este mercado.

A este factor se suman las resistencias previas en materia de transparencia en el sector público. Los archivos y los estados financieros del Fideicomiso para la Reconstrucción que están publicados en el portal de transparencia del gobierno de la Ciudad de México están incompletos y no contienen desgloses del uso o de las inversiones por edificación o cuadrante. Los datos disponibles son que el gasto global ejercido es poco mayor a 6 700 millones de pesos, además de algunas otras cifras de gasto por rubro cuya suma no coincide con el monto global de gasto ya señalado. Tampoco existe información desglosada sobre la población beneficiaria.

Al inicio de esta pieza, citamos al historiador Scott G. Knowles. “El olvido sobre los riesgos y los desastres no es un accidente”, menciona. Y, sin embargo, vemos cómo el olvido selectivo que se genera en los años posteriores al desastre sobre sus causas y consecuencias existe e invisibiliza las pérdidas de algunas de las personas más vulnerables en su momento de mayor fragilidad. Si no enfrentamos la opacidad, las dinámicas de corrupción y de capitalismo de desastres, los cambios legislativos y en materia de política pública que deberían haberse desprendido del desastre sísmico nunca llegarán. Ésa será nuestra mayor lección en el mediano y largo plazos.◊

 


 

1 De acuerdo con datos oficiales de la Comisión de Reconstrucción a mayo de 2022, estas 22 210 viviendas equivalen a 11 505 edificaciones: 321 multifamiliares, 467 unidades habitacionales y 10 717 casas unifamiliares. Si consideramos el promedio de ocupantes por vivienda en la Ciudad de México (3.32), el número de personas potencialmente afectadas asciende a casi 74 mil. Esta cifra no contempla la población afectada que no era propietaria o que no pudo acreditar la propiedad o la causahabiencia, por lo cual queda excluida de este universo.

 


 

Referencia bibliográfica

 

Knowles, Scott Gabriel, The Disaster Experts: Mastering Risk in Modern America, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 2011, 350 pp.

 


 

* Es investigadora en el Instituto de Geografía de la Universidad Nacional Autónoma de México. Es maestra en Estudios Regionales por el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora y doctora en Estudios de Desarrollo por la Escuela de Desarrollo Internacional de la Universidad de East Anglia, Norwich, Inglaterra. Sus líneas de investigación son los métodos cualitativos aplicados a la Geografía, la gestión ambiental y de riesgos, y la vulnerabilidad social y adaptación. En 2019 se le otorgó la Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos.