01 Oct Cincuenta años del Metro
El Sistema de Transporte Colectivo (Metro) cumple 50 años. La manera en que ha influido en la ciudad es cosa de expertos, pero la experiencia que ofrece a los habitantes de la ciudad es un bien intangible diferente para cada usuario, aunque se parezca y se comparta. Es un medio que transporta en más de un sentido.
VICENTE UGALDE*
Para los especialistas en temas urbanos, las decisiones relacionadas con el transporte están entre las más importantes para las ciudades; ellos no tienen dudas sobre la interdependencia entre urbes y transporte; saben que los patrones de uso del suelo influyen en los flujos de transporte y que la disposición de las redes de éste afecta el desempeño de la economía urbana. Los ciudadanos ordinarios no siempre entendemos esas explicaciones, pero nuestra experiencia como habitantes de una metrópoli como la Ciudad de México nos da una idea de esas relaciones y de otras por las que el transporte afecta la historia de la ciudad y la de sus habitantes. Aunque breve, la presencia del Metro en esta ciudad no ha sido irrelevante en ese sentido.
El Metro de la Ciudad de México fue inaugurado el 4 de septiembre de 1969. La ceremonia se realizó en la estación de la Glorieta Insurgentes. Era jueves. En la inauguración hubo presídium, discursos, aplausos, se reveló una placa y, desde luego, se hizo un recorrido en el denominado “tren presidencial” que, para la ocasión, estaba marcado con un vistoso escudo nacional. En la ceremonia participó Gustavo Díaz Ordaz, presidente de la República y, entre muchas otras personalidades de la clase política de la época, estuvieron Alfonso Corona del Rosal, regente del Departamento del Distrito Federal (ddf), y Leopoldo González Sáenz, director del Sistema de Transporte Colectivo. En el presídium no había mujeres, como era usual y aceptable en la época. Después de los discursos, un sonriente presidente de la República introdujo un boleto para ingresar a los andenes y abordar el vagón en el que lo acompañó una numerosa comitiva. Un informe gubernamental de la época se refirió a ese día como uno de “fiesta popular” y consigna que encabezados de revistas y diarios extranjeros mencionaron la obra de manera elogiosa.
Para entonces, 38 ciudades en el mundo contaban con este sistema de transporte. En la capital mexicana, su construcción había iniciado dos años antes, en junio de 1967. Al inicio, sus planificadores previeron tres líneas que sumarían 42.2 kilómetros. Un comité consultivo, conformado para el caso un año antes, coordinó estudios en materia de transportación masiva, de opciones de transporte y de disponibilidad de vías. Las conclusiones confirmaban lo que la intuición anticipaba: la fluidez, vista desde la periferia, resultaba un espejismo cuando los vehículos se acercaban al centro de la ciudad, en donde los embotellamientos desquiciaban a conductores y habitantes. El amontonamiento de autobuses de pasajeros en las estrechas calles del centro era excesivo. Se estimaba que de 5 600 unidades que circulaban en la metrópoli, 3 000 ingresaban a la zona central; y que tan sólo sobre la avenida Rivera de San Cosme pasaban 14 rutas.
Si la urgencia era innegable, el desafío técnico de mecánica de suelos era mayor. El Metro obligaba a considerar tramos elevados, en superficie y subterráneos, a baja y alta profundidad; para esto, se combinaron el método de escudo y el de excavación directa. A pesar de ello, los estudios también aseguraron que la construcción del tren subterráneo era técnicamente viable. El reto también era económico, especialmente luego de que se decidió que el ddf financiaría el costo de la obra civil. Sólo un préstamo proveniente de Francia (1 630 millones de pesos) permitió enfrentar una parte de ese desafío.
El proyecto se echó a andar y para finales de 1969 operaba la línea 1, mientras que las líneas 2 y 3 estaban ya en construcción. En aquel año se contaba con 186 carros y sus trenes estaban conformados por seis de ellos, aptos para transportar a mil pasajeros. En esa primera línea 1, siete estaciones cubrían un recorrido de 13.7 kilómetros, entre las estaciones Zaragoza y Juanacatlán, pues la extensión a Tacubaya y Observatorio se daría más adelante, y a Pantitlán, por el otro extremo, mucho después. Como todavía se aprecia, las estaciones fueron construidas con andenes en mármol, escaleras eléctricas y, en algunos casos, con detalles que aludían a la cultura mexicana. Los trenes aparecían en los andenes en lapsos regulares de tiempo, tres minutos, y recibían a los pasajeros con puertas automáticas que los transportaban no sólo en el sentido literal de la expresión, sino también hacia eso que para muchos representaba la modernidad. Para toda la línea se habían construido, además, 10 edificios sobre los accesos a las estaciones y 10 estaciones rectificadoras de corriente eléctrica.
Los especialistas saben explicarnos la manera en que 50 años de Metro han afectado las dinámicas urbanas: un desarrollo inmobiliario diferenciado, cambios en los patrones de uso de suelo y, desde luego, en su precio. Esas explicaciones son a veces fáciles, pero siempre hay enigmas sobre el impacto de la red en la distribución territorial de poblaciones, sobre la degradación diferenciada de las estaciones y, en fin, sobre el descuido de algo tan esencial para la ciudad. Hay también preguntas sobre lo que significó para los ciudadanos comunes de entonces y a lo largo de estos años. Es difícil pensar que el Metro haya modificado la percepción de la ciudadanía sobre el que también era el gobierno en 1968. De cualquier forma, 50 años no pueden haber significado únicamente cosas buenas. El accidente en la estación Viaducto en octubre de 1975 enfrentó al usuario del Metro con la muerte y el terror: 27 decesos y centenas de heridos marcaron sin duda la historia de la línea 2.
En estos años, las estaciones del Metro han sido también lugar en el que numerosos ciudadanos, cuatro por mes en promedio, se han quitado la vida arrojándose a las vías. Las estaciones, así como sus pasillos y andenes, no sólo han sido lugar de paso; son también espacio para la exhibición de arte, venta de libros y divulgación de la ciencia. Es el lugar de trabajo no sólo de miles de empleados del propio Metro, sino de quienes en vagones y pasillos se dedican al comercio y al robo: vagoneros, toreros, carteristas y tolerados ofrecen productos y experiencias tan útiles como inesperadas. El Metro y sus estaciones son espacio de encuentro de miles de personas que no se conocen, pero también lugar de encuentro planificado.
Suena muy razonable cuando los especialistas dicen que las redes de un sistema de transporte como éste organizan las redes de flujo y determinan la localización de la vivienda y de muchos otros satisfactores. Se entiende, en efecto, que su presencia incide en la estructura de las ciudades, pero, al cambiar la duración y el confort de los traslados en la ciudad, el Metro también afecta la vida cotidiana de la gente común y, desde luego, su manera de ver la ciudad. Al modificar las rutinas de sus traslados, el Metro influye en la geografía personal de sus usuarios, da sentido o al menos orientación a la imagen que cada uno tiene de los barrios y del conjunto de la ciudad. Las subjetividades espaciales son afectadas sustantivamente, pues, al menos en tiempo, el Metro acerca a sitios antes inaccesibles. La ciudad se hace pequeña con el Metro, pero, cuando su extensión no crece a la velocidad de la expansión urbana, entonces se escapan los márgenes de la ciudad, se generaliza el extravío y toda posibilidad de convertirla en un lugar inteligible y habitable. ¡Larga vida al Metro!
* VICENTE UGALDE
Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Demográficos y Ambientales de El Colegio de México. Es, además, Secretario Académico de este último y subdirector de Otros Diálogos.