Bajo cubierta

 

MOHAMED MBOUGAR SARR* / TRADUCCIÓN DE MELINA BALCÁZAR, EMILIA KRAUSE, ANA LUCÍA DE LA MADRID Y SERGIO UGALDE**

 


 

Aunque la oscuridad ya hubiera caído, todavía lograba distinguir con claridad los rasgos del viejo Francis. La noche era clara, una de las tantas que abundan en verano; su suavidad no invitaba a permanecer en el interior de las casas que aún oprimía el calor de la tarde. Como si el calor hubiera esperado el anochecer para desprenderse de las paredes donde se había resguardado al caer el sol y parecía suspendido por encima de las habitaciones, borrasca inmóvil y tiránica.

El viejo Francis no soportaba quedarse dentro de la casa apenas caía la noche. Decía que la verdad, la belleza y el misterio del mundo sólo se revelaban al hombre en ese momento del día. Y, sin embargo, cada anochecer, en cuanto lo instalaba en su vetusto sillón donde pasaba largas horas, cerraba los ojos y, entonces, sentado a su lado, yo me preguntaba si la belleza, la verdad y el misterio le importaban en realidad, pues nunca miraba el mundo para buscarlos. Pasé muchas de esas horas viéndolo fijamente, al acecho del instante en el que abriría los ojos para contemplar la noche, interrogarla, celebrarla. Pero eso nunca sucedía; a lo mucho, salía de su sueño —¿en verdad dormía todo ese tiempo?—, se levantaba y, después de darme las buenas noches, entraba a la vieja casa que el pesado calor había comenzado a abandonar, dando paso a la frescura de la noche. Para entonces ya se había hecho tarde y no lo volvía a ver hasta la mañana siguiente, cuando preparaba la exigua sala donde recibía a sus pacientes.

Esas veladas transcurrían en un silencio profundo. Y justo por eso me gustaban. No era muy dado a la conversación y el viejo Francis tampoco. Después de un día de trabajo, en que recibía, consultaba y curaba a las personas, una tras otra, era comprensible que tuviera ganas de guardar silencio. No me lo tomaba a mal. Al contrario, me gustaba mirarlo, sentado así, silencioso, con los ojos cerrados. Profundas arrugas le surcaban la frente, que cubrían algunos mechones de su abundante cabellera blanca. Me agradaba su apariencia, mezcla de gravedad y serenidad. En lo profundo de las arrugas y las huellas que la vejez le había grabado, imaginaba aventuras, dolores, hazañas, heroísmos. Soñaba contemplándolo.

Esa noche, una vez más, lo miraba. No se movía, sólo su pecho subía y bajaba al ritmo de una respiración tranquila. En la semioscuridad y el silencio, parecía la escultura de un dios griego.

Estaba tan absorto en mi ensoñación que no me percaté de que había abierto los ojos y me observaba. Me hice hacia atrás con un movimiento que delató mi brusco regreso a la realidad y mi sorpresa de verlo despierto, escrutándome.

—¿Tanto miedo te doy?

—No, no— alcancé a farfullar—. Sólo me sorprendí de verlo…

—¿Con los ojos abiertos?

Avergonzado, no respondí. Dejó de mirarme —cosa que, curiosamente, me alivió, como si me hubieran quitado un peso de encima— y volteó a ver el bosque que se extendía del otro lado del camino que rodeaba la casa. El viento mecía la negra espesura de las copas. Me di cuenta con sorpresa de que nunca había puesto atención a ese espectáculo que por supuesto no carecía de belleza.

—Debo parecerte muy raro para que me mires así todas las noches. Y también creo que tienes demasiada paciencia para alguien de tu edad. A los veinte años, yo andaba tras las muchachas.

—Pero casi no hay por aquí.

—¿Y tú qué sabes? Ni las has buscado.

En los dos meses que pasamos nuestras veladas afuera, era la primera vez que manteníamos un diálogo tan prolongado. No había apartado su mirada del bosque. Su voz era grave, como si naciera de las profundidades de una caverna.

—Y esta noche, ¿también ha visto el misterio, la verdad y la belleza?

La pregunta había venido a mis labios sin querer, se me había escapado. Se volvió hacía mí, me miró intensamente un breve instante, luego soltó una carcajada que enseguida perturbó una tos y terminó por apagar. Le alcancé un vaso de agua que vació de un trago antes de reclinarse en su sillón. Cerró los ojos de nuevo y, como testimonio de una hilaridad recién desvanecida, una leve sonrisa surcó su rostro.

—El misterio, la verdad y la belleza… Sabes, los veo cada noche desde hace cuarenta años y hoy también.

—¿Los ve?

—Los veo.

—¿Y cómo son? —le dije en broma y me sorprendió la repentina familiaridad que mantenía con ese hombre impenetrable.

—¿Tendrás la fuerza para soportarlo si te lo digo?

La pregunta me pareció extraña: la entonación que había utilizado, la sonrisa en su rostro, la mirada que me lanzó en ese momento tenían algo inquietante.

—La fuerza, no sé, pero la paciencia, sí, como usted lo señaló.

—Muy bien.

La cara del viejo Francis Henry recobró de inmediato su majestuosa solemnidad. Se acomodó más holgadamente en su sillón y con voz profunda comenzó su relato.

*

Era ayudante de cirujano en el Commander, un famoso barco mercante de entonces. ¿Sabes lo que es un barco mercante? Sí, bueno. Tendría unos treinta años, acababa de terminar mis estudios de medicina. No había trabajo en la región y quien lo tenía recibía una miseria. Lo único que florecía en esos años era el comercio. Había rumores de que pronto lo reglamentarían, de que preparaban leyes, de que incluso se peleaban por prohibirlo, pero, paradójicamente, la industria nunca había sido tan próspera. Hay que reconocer que no se prestaba oídos a esos rumores; desde hace muchos años se propagaban sin concretarse. ¿Cómo habrían podido hacerlo? ¿Cómo habrían podido terminar con siglos y siglos de esa práctica? Eso decían. Pero nadie, escúchalo bien, nadie tomaba en serio un posible reglamento y menos aún su prohibición, nadie quería creerlo. El comercio había rebasado los límites de una simple práctica al margen de la sociedad o reservada a unos cuantos hombres; subrepticiamente se había incorporado a los hogares, las costumbres, las mentes sin que nadie lo notara. Era la esencia del lugar, su identidad profunda, si así lo prefieres. Pensábamos ―y sé que es difícil imaginarlo porque fue apenas hace cuatro décadas― que continuaría durante siglos, ya que, digámoslo así, ése era el orden de las cosas. Como un decreto divino. ¿Estás temblando? Puedo entenderlo. Parece imposible y lejano y, sin embargo, fue ayer y fue como te digo.

Uno de mis tíos era copropietario de una imponente flotilla. Cuando le llegó la noticia de mi situación gracias a su hermana, mi madre, me ofreció trabajo como ayudante en la enfermería de uno de sus barcos. Por supuesto, acepté. Recuerdo el orgullo de mi madre aquel día: iba a ser partícipe de la historia en curso, cumplir el designio divino y, sobre todo, ¡volverme rico! Era joven, pobre, sediento de aventuras y de horizontes. Quería ver el comercio con mis propios ojos. No tenía una opinión formada. Había nacido tierra adentro, nunca había salido del continente. Lo que sabía al respecto me lo habían dicho, con todo y sus exageraciones, fantasías, mentiras. Y nada más. Saber si estaba bien o mal, si era moral o abyecto, humano o inhumano, nadie se lo planteaba. O todavía no en esos términos. Desconocía su trasfondo. Me era ajeno —no indiferente, sino ajeno— y, sin embargo, tan cercano. Sólo me preguntaba qué era, por qué encendía tantas pasiones, por qué era tan conocido. Quiero que lo entiendas. Yo no era un monstruo, tenía corazón. Pero no sabía lo que pasaba y tampoco me hacía las preguntas que debía. La ignorancia es el único y verdadero pecado capital. Los otros siete se andan por las ramas.

Pero dejémoslo ahí. Te decía que trabajaba en el Commander. A bordo era una fiesta. Íbamos al azar, alegres y convencidos de la absoluta necesidad de nuestra aventura. Teníamos razón, toda la razón. También el derecho; mejor aún, el deber. Dios lo quería y por eso nos guiaba. El sol brilló durante nuestra travesía hacia las costas africanas, donde debíamos recoger la mercancía y traerla de vuelta. Era bastante inusual que un viaje transcurriera con buen tiempo de principio a fin. A bordo, los más supersticiosos —es decir, casi todos— lo tomaron como una señal. El cura que nos acompañaba no paró de decir, con ridículo énfasis, “In hoc signo vincemus”.

Atracamos en las costas africanas tres semanas después, embarcamos la mercancía y zarpamos luego de algunos días que aproveché para descubrir las maravillas de esa tierra. Estábamos seguros de que el regreso sería tan apacible y festivo como la ida.

No lo fue.

Una feroz tempestad estalló durante la noche posterior a nuestra partida. Hubo cuantiosos daños materiales y muchos hombres de la tripulación heridos: la tempestad había sido repentina y brutal, sorprendió a algunos imprudentes que, en la madrugada, seguían en el puente. Aquella noche tuve que auxiliar sin parar en muchas curaciones.

El capitán de nuestro barco era un hombre con aura de brutalidad y, al mismo tiempo, con un rostro sereno que siempre me pareció sospechoso. Se llamaba Mark. En cuanto la tormenta se detuvo, ordenó que fuéramos bajo cubierta a revisar “si la mercancía había sufrido averías mayores”. Fueron sus palabras exactas. Llevó cinco hombres consigo y, cuando bajaban, me mandó buscar.

—Siempre hay heridos después de su primer viaje en barco —me dijo—. Claro, no están acostumbrados a navegar. No entienden. Imagínese: viajar en altamar, ¡y para colmo en plena tempestad! No me sorprendería si encontramos algunos muertos. Ya me ha tocado. Prepárese para bajar, Mr. Henry —me advirtió antes de hacer señas a sus hombres que venían armados hasta los dientes sin que yo supiese la razón.

*

El viejo Francis se detuvo unos segundos, como si quisiera reunir sus recuerdos o como si lo que iba a contar exigiera una concentración particular. La noche estaba ya muy avanzada y ahora me costaba más distinguir sus rasgos. Sin embargo, más que oír, sentí que tomaba aire profundamente antes de continuar. Soplaba una agradable brisa. Percibí de reojo la danza del bosque, pero no quería apartar la vista del viejo. Y prosiguió.

*

Me bastó con bajar los primeros escalones que conducían bajo cubierta para saber, por fin, lo que en verdad hacíamos. Me ahogó un espantoso olor a moho, a carne humana en descomposición, a inmundicia, a llagas infectadas, a vómito, a sudor, que ocupaba y oprimía ese espacio exiguo y húmedo. De no haber sido por los restos de dignidad y valentía que la presencia de los otros hombres infundía en mi corazón, seguramente habría vuelto mis pasos y emprendido la huida. Aquel olor indescriptible, del cual difícilmente podría darte una ínfima idea, parecía desprenderse de cada centímetro cuadrado de tan oscuro lugar. Era un mundo aparte en el barco, una zona perdida, una tierra irreal, inimaginable, una región imposible, aunque real, en el centro mismo del navío. El calor, mezclado con ese tufo que, debido a un misterioso fenómeno físico y químico, lo atizaba, terminaba por hacerlo un infierno. Instintivamente, me llevé la mano a la boca para no vomitar. Los demás, como si no olieran nada, como si estuvieran acostumbrados, se adentraron en las profundidades de ese sitio sombrío. Después de vacilar brevemente, tuve que seguirlos.

Adentro, la mercancía se agitaba: resuellos por todos lados, jadeos, gemidos, suspiros, murmullos, gritos de cólera, de delirio, de miedo, patéticos gimoteos, palabras, ora lastimeras, ora vehementes, en una lengua bárbara ―¿acaso era una lengua?― fueron las primeras en recibirnos. Luego, poco a poco, todo se apagó y la mercancía enmudeció, regresó al silencio. Parecía el silencio primigenio del mundo, el del caos; todo me resultaba asombroso, amenazante, aterrador. Más de una vez creí desmayarme. La muerte había nacido ahí.

Alguien, tal vez Mark, encendió una lámpara, cuya débil luz dirigió de un lado a otro sobre la masa viva que se extendía ante nuestros pies. Entonces no vi más que carne, piel, negra, oscura, umbrosa: iluminados por esa linterna, vi miembros, manos, piernas, pechos, bocas; el huidizo rayo revelaba los destellos metálicos de miles de eslabones de cadenas que tintineaban gravemente con cada movimiento… Vi miles de ojos y, en esos ojos, un sentimiento horrendo, insostenible, que se debatía entre el miedo y la ira. Cada una de esas miradas estaba puesta en mí, la sentía hasta las entrañas, auscultándome, interrogándome: “¿Quién eres?, ¿por qué nos miras?”. La linterna se desplazó y mis ojos ya no pudieron ver los suyos. Pero la mercancía estaba ahí: vivía, respiraba, era humana… o casi. Me quedé paralizado por unos segundos que parecieron eternos; curiosamente —sólo me di cuenta más tarde― ya no percibía el olor. Como todos los que estaban ahí, me había vuelto uno de los elementos de ese sitio: le pertenecía; se encarnaba en mí. Desprendía el mismo tufo que los demás.

―¡Mr. Henry! Venga, aquí alguien no está bien.

Caminé hacia el fondo, de donde creía que provenía la voz y en donde vislumbraba lo que parecían siluetas de hombres de pie. Pudiera ser que la lámpara estuviera apagada. En ese momento, me pregunté incluso si alguna vez había estado encendida y si, ahí bajo cubierta, había existido. Tal vez la había soñado… Y ¿esa masa de hombres a mis pies? ¿También era una fantasía? Fui hacia Mark y sus hombres, incapaz de pensar con claridad. El silencio era total; sólo lo rompía ese inmenso murmullo, esa inmensa respiración exhalada por pechos que se apiñaban en las tinieblas bajo cubierta. Me acercaba con dificultad al capitán y a cada paso tropezaba con algo: una pierna, un brazo, una cabeza tal vez. Progresivamente, mis ojos se acostumbraban a la oscuridad y logré distinguir: músculos, senos, vientres, todo. Cuando llegué al fondo del lugar, Mark, escoltado por sus hombres, se inclinaba sobre una forma oscura.

―Es una mujer. Está embarazada. O lo estaba, usted me dirá.

En la penumbra, no pude discernir la mirada de Mark, aunque en sus palabras percibí su odio, su desprecio, su brutalidad; en fin, su completa estupidez.

Tenía razón, era una mujer embarazada. Me bastó un segundo para darme cuenta de que estaba muerta. Me levanté sin decir nada y los demás entendieron.

―Llévensela y tírenla al mar. Serán dos bocadillos en uno.

Los esbirros de Mark obedecieron entre carcajadas. Pero en cuanto un par de ellos tomó a la mujer por las muñecas y los tobillos algo verdaderamente excepcional, posible sólo bajo cubierta, se produjo entonces.

*

La emoción quebró su voz. Permaneció en silencio largo tiempo. Incluso temí que se hubiera quedado dormido, pero no me moví, embargado también por el sentimiento que parecía haber invadido su corazón. Así, el pudor me hubiera hecho esperar cuanto fuera necesario hasta que él retomara la palabra. El viejo Francis llevaba las riendas del relato y me había involucrado. Pero ahora solamente veía su silueta sumergida en la oscuridad.

*

Se pusieron de pie —retomó por fin su narración tras ese interminable silencio—. Se levantaron como si fueran un solo hombre y nos rodearon. No decían nada, no había en su actitud hostilidad alguna. Solamente se pusieron de pie al mismo tiempo, con un gran estrépito de cadenas que, sin embargo, se atenuó en cuanto se pararon. Sorprendidos, al inicio no supimos cómo reaccionar: éramos siete en medio de centenares de hombres, estábamos atrapados. Si hubieran querido, hubieran podido matarnos; habría bastado con arrojarse sobre nosotros para detenernos, golpearnos, estrangularnos. Pero simplemente permanecieron inmóviles. Después de los primeros segundos de estupor, Mark ordenó a sus hombres preparar las armas y apuntar contra esa masa. Acataron, pero sentí en sus gestos un nerviosismo que sólo el miedo puede provocar. A mi lado, Mark temblaba: no de miedo sino de ira, de rabia, de furia animal. Casi sentía el repugnante ruido del golpeteo de su garganta mientras tragaba saliva sin cesar. Volvió el silencio. Los cinco hombres, en círculo, apuntaban a la masa que nos rodeaba; y al centro de esa ridícula muralla de fusiles Mark y yo resistíamos.

Ese enfrentamiento silencioso y terrible duró algunos minutos; luego, desde algún punto entre la multitud de cuerpos que nos rodeaba, se alzó una voz.

Era una voz de mujer. Te aseguro que hasta hoy no he escuchado nada tan melodioso, tan dulce, tan bello. Cantaba algo que yo no entendía, pero no era aquella lengua bárbara que había escuchado al penetrar en ese lugar; era una lengua desconocida, pero resonaba en mí, pues se dirigía a mi alma. Era la lengua de la emoción y yo la comprendía. ¿Puedes concebirlo? Su voz parecía caer del cielo mismo, como si fuera de un ángel o incluso de Dios. Tenía tonos leves, que lindaban con una melodía onírica, de nitidez inhumana. Sí, esa es la palabra: la voz era inhumana, de subyugante belleza. La triste melodía me llegaba directo al corazón. Era un canto, verdadero, mágico, de ejecución perfecta y emoción infinita. Imagínate un canto y una voz así, resonando bajo cubierta, en la oscuridad de un barco donde un puñado de hombres vendía a otros; imagínate la fuerza de esa melodía en medio del océano: había algo dramático en todo eso, era un drama universal, un drama donde lo abyecto lindaba con lo sublime. Bueno, basta… Me rindo, no puedo describírtelo. Había perdido la noción del tiempo embelesado con la poesía del canto cuando oí a Mark gritar a mi lado:

―¡Silencio! ¡Silencio! ¡Cállenla! ¡Disparen!

Nadie se atrevió a obedecer.

―¡Imbéciles! ¡Disparen a donde sea! ¡Cállenla! ¡Se creen muy inteligentes! ¡Acaben con esos primates!

Sentí demencia en su voz. Sin ver claramente sus rasgos, podía imaginarlos, tensos, desfigurados por la bestialidad.

Nadie disparó. El canto continuaba, más etéreo y poético que nunca.

En un gesto brutal, Mark se apoderó del fusil de uno de sus hombres, eligió un lugar al azar entre la masa y disparó. Advertí que un cuerpo caía de espaldas. Un estruendo terrible colmó cada rincón bajo cubierta, pero cuando se desvaneció seguimos oyendo el canto, más vigoroso que antes. Parecía más fuerte, más bello, más indestructible. Mark cargó de nuevo, disparó, otro cuerpo cayó. El canto no se detenía. En un instante, ya no era sólo una voz, sino la de todos los hombres alrededor de nosotros que se unieron al himno; y la inmensa voz humana llenaba el foso y lo transformaba en cielo abierto. Mark disparó de nuevo, no le dio a nadie, su fusil se trabó; lo arrojó y, loco de ira, corrió de frente gruñendo, atravesó la masa de hombres que no intentó detenerlo ni esbozó gesto alguno de hostilidad hacia él, luego, salió de bajo cubierta lanzando alaridos semejantes a los de un enorme simio rabioso. Sus esbirros, incitados por el miedo, de inmediato tiraron sus armas y lo siguieron. Al verlas ahí en el suelo me parecieron tan ridículas, tan insignificantes en medio de todo lo que ocurría…

Pese a todo, el canto continuaba. Permanecí inmóvil en medio de aquellas personas que no conocía, pero cuya profunda humanidad sentía ahora.

La mercancía estaba viva; más viva que todos nosotros. Cerré los ojos y me dejé arrullar por las últimas notas del poema, cuyo fin sentí que se acercaba. No me equivoqué: unos segundos después, los hombres se callaron. La voz de la mujer que había iniciado el canto lo terminó salmodiando palabras misteriosas, como encantamientos. Y, mientras pronunciaba su letanía, los otros golpeaban el suelo con los talones y creaban un ritmo de extraña belleza… Así como se habían puesto de pie, se volvieron a sentar y de nuevo guardaron silencio. Todo había durado cuatro o cinco minutos. Su canto había resonado en la noche y se había extinguido, como una estrella fugaz habría atravesado el cielo. Durante ese canto, que ignoraba si había sido improvisado o no, literalmente me había sentido desposeído de mí mismo, o poseído, ya no sé. Algo había dado un vuelco, sí, un vuelco, como en una revolución.

Apenas se habían sentado cuando Mark, acompañado de unos quince hombres armados hasta los dientes y provistos de antorchas irrumpieron de nuevo bajo cubierta.

―¿Mr. Henry? ¿Está ahí?

―Sí, aquí estoy.

―¿No lo mataron?

No respondí y me volví hacia el cuerpo de la mujer muerta. ¿Era por ella que habían cantado esos hombres? ¿Y qué habían cantado? No podría decirlo. Nadie hubiera podido. Mark me alcanzó mientras que los demás hombres, con un aire amenazante, apuntaban a la muchedumbre que, de nuevo, estaba dócil ante sus pies.

―No sé qué pasó. Se volvieron locos, nunca antes había visto algo así. ¡Y vaya que he transportado salvajes!

Iba a responderle, pero era inútil. Lo dejé con sus hombres y volví a subir al puente. Ya afuera, aspiré plenamente el aire marino. La noche aún no había terminado, pero sentía próxima el alba. Algunos minutos después, Mark y sus hombres también subieron y cerraron la bajo cubierta.

Nunca más regresé ahí durante el resto del viaje. Tampoco supe si la escena se repitió. Pero estaba seguro de que el capitán y los cinco hombres que conmigo la habían presenciado aquella noche evitaron a toda costa hablar de ella a bordo. Yo también. Para ser sincero, eres la primera persona en cuarenta años a quien se lo cuento… El resto del viaje transcurrió sin novedades, pero en cuanto llegamos renuncié a mi trabajo de ayudante de cirujano, para gran disgusto de mi madre y mi tío, y busqué otra cosa.

*

Se detuvo, resopló como si acabara de hacer un gran esfuerzo, antes de retomar la palabra.

*

Ahora ya sabía lo que era la trata. Me quitó la alegría de vivir y no dejó de perseguirme. Pero sin esa singular experiencia que tuve, habría andado como tantos imbéciles que desconocen la belleza, el misterio o la verdad del mundo. Aquella noche, ahí, bajo cubierta, durante ese canto, supe lo que eran. Supe lo que significa ser humano: alguien que resiste como puede, intenta sobrevivir lo más dignamente posible. Esa gente resistía porque cantaba; sobrevivía en su canto y así negaba la fealdad del mundo. ¿Qué fue de ellos? Probablemente lo mismo que fue de sus antecesores: trabajar en los campos de algodón o café. Esclavos. Menos que hombres. Pero para mí serán siempre los gigantes de la bajo cubierta. Más grandes que todos nosotros.

Desde entonces, dedico mis noches a recordar ese canto, su melodía, su letra. Lo repito miles de veces, regreso a él, una y otra vez. Créeme. Lo hago todas y cada una de mis noches. Si me faltara una, no me lo perdonaría. Sería inhumano. Me atormenta, a tal punto que basta con cerrar los ojos, al anochecer, para volver al momento preciso cuando el canto resonó, dirigido por esa voz femenina. Era majestuoso, noble, magnífico y, sin embargo, muy humilde. No quiero olvidarlo, ¿entiendes? No quiero olvidarlo porque para mí eso es la vida.

*

El viejo Francis enmudeció y supe, por la dimensión de su silencio, que ya no hablaría más esa noche. Tosió un poco y pareció maldecir entre dientes. Luego, sin decir una palabra, se levantó y, ligeramente encorvado, caminó con paso sereno.

Ahora que la casa debía de estar fresca, cuando cruzaba el umbral, creí oírlo silbar una melodía de profunda tristeza.◊

 


 

* Mohamed Mbougar Sarr es escritor senegalés en lengua francesa. Ha publicado cuatro novelas y recibido numerosos premios por su narrativa breve. En 2021 le fue otorgado Premio Goncourt por su novela La plus secrète mémoire des hommes, publicada en Anagrama, en traducción de Rubén Martín Giráldez, bajo el título La más recóndita memoria de los hombres, lo que lo vuelve el primer escritor subsahariano en recibir el premio más prestigioso de la literatura francesa.

** Emilia Krause y Ana Lucía de la Madrid son estudiantes de la Maestría en Traducción de El Colegio de México. Melina Balcázar y Sergio Ugalde son profesores investigadores en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de la misma institución.