
09 Jul Arreola en Zacatecas
Desde Mester, Los Presentes o los Cuadernos del unicornio, desde La Casa del Lago, las duelas de Poesía en voz alta o los foros de televisión, la generosidad de Juan José Arreola alcanzó tanto a su propia generación como —en especial— a las siguientes. Fue el maestro esencial en sus dos vertientes: la del que conoce su oficio mejor que nadie y la del que enseña lo que sabe a los demás. En estas dos facetas lo describe aquí Felipe Garrido, buen amigo y buen aprendiz de Arreola, maestro de las letras hispánicas.
–FELIPE GARRIDO*–
El arte de escribir consiste en violentar las palabras, ponerlas en predicamento para que expresen más de lo que expresan. El arte literario se reduce a la ordenación de las palabras. Las palabras bien acomodadas producen una significación mayor de la que tienen aisladamente. De allí que palabras vulgares, desgastadas por el uso, vuelvan a relucir como nuevas. Las palabras son inertes de por sí, y de pronto la pasión las anima, las levanta, las incluye en el arrebato del espíritu. El problema del arte consiste en untar el espíritu en la materia; en tratar de detener el espíritu en cualquier forma material.
“El arte de escribir”, Juan José Arreola
Proemio
Arreola llamó “varia invención” al híbrido de poema en prosa, cuento, biografía, epístola, periodismo, publicidad y ensayo en que escribió. En sus discursos y textos hay siempre huellas de sus lecturas. Y mezclados con la experiencia de esas lecturas, aparecen los trazos que dejan en la carne y el espíritu los trances de estar vivo.
Un epígrafe de Pellicer no deja dudas sobre la procedencia de “El prodigioso miligramo”, pero es evidente que el escritor está en el hormiguero. La dedicatoria del “Monólogo del insumiso” nos lleva a Manuel Acuña, pero ¿cómo distinguir al poeta coahuilense del narrador de Jalisco que aprovecha la anécdota del otro para desnudarse? Las Vidas imaginarias de Marcel Schwob son la segura raíz de “Nabónides”, “Baltasar Gérard”, “Sinesio de Rodas” y “El condenado”, pero sería miope creer que la deuda es sólo con el cuentista belga. En cada una de estas biografías hay carne y sangre de Arreola, maestro del lenguaje —en cualquiera de sus registros— y maestro para administrar la sorpresa, el misterio, el sentido del humor, los silencios. Sus personajes van de ida y vuelta entre la realidad positiva y lo fantástico sin pasar aduanas. Lo más importante: toda su pirotecnia verbal, su nutrida teoría de personajes y situaciones, constituyen un intento repetido y feliz de profundizar en su propio drama.
Arreola hablaba como escribía y escribía como hablaba; las nimiedades de la rutina doméstica lo agobiaban tanto como los laberintos metafísicos. Le gustaban el ciclismo, el ajedrez y el ping-pong tanto como la actuación, la lectura y las mujeres. En su discurso triunfan la malicia y la erudición, lo preciso sobre lo confuso, el espíritu sobre la materia. Autodidacta de memoria prodigiosa e imaginación galopante, sufría derrames cotidianos en los que derrochaba su talento y que fueron haciendo cada vez más amplia, más profunda, más rica la creación.
Primer acto. La escritura y la voz
En los detalles no voy a tropezar, porque sería cuestión de no acabar nunca, pero recuerdo cómo, cuando el telón se dividió en dos para abrirse, en el centro del escenario, de perfil, con una pierna en alto, doblada por la rodilla en un ángulo de 90 grados, al igual que los codos y las muñecas —un brazo hacia arriba, el otro hacia abajo—, el rostro vuelto para mirarnos de frente, congelado en actitud de bailarina tailandesa o de karateka en posición de grulla, envuelto en la luz de un seguidor, era lo único visible en el teatro. Juan José Arreola fue abriendo cada vez más los ojos y la sala abarrotada se fue aquietando. Parálisis y silencio. Luego irrumpió su voz. Durante la hora y media siguiente, Arreola habló sin vacilar ni detenerse. Levantó ante nosotros un riguroso edificio verbal donde no había, como en sus textos, nada de menos, nada de más.
Habló de la obra, la vida, los lugares, las relaciones, los ecos de otros escritores y los que en otros escritores despertó él, Ramón López Velarde, uno de los poetas que más profundamente veneró. Y lo hizo, como acostumbraba, salpicando su discurso con citas. Las hacía de memoria y no era raro que al usarlas suprimiera algún verso o cambiara palabras, pero no rompía nunca la medida y mejoraba siempre el texto.
En “Tres días y un cenicero”, que forma parte de Palindroma y quizás es el último texto que Arreola escribió —luego se dedicó a decirlos—, el padre del narrador
después de repasar con ojos y manos el gran pedrusco de mármol verdinoso y ennegrecido, rayado de vetas blancas y doradas [la Venus encontrada en la laguna], lo coge por la cintura y lo levanta una cuarta del suelo mientras declama jadeante como un sátiro jovial: “Idolatría del peso femenino/ cesta ufana / que levantamos por encima de la primera cana / en la columna de nuestros felices brazos sacramentales…
Versos de su idolatrado López Velarde en los que Arreola suprime tres palabras. El texto original dice: “Idolatría/ del peso femenino, cesta ufana/ que levantamos entre los rosales/ por encima de la primera cana […]”. Dejar fuera entre los rosales me parece un acierto, aunque sacramentales se quede sin rima.
Estábamos en el Fernando Calderón, el 15 o 19, no estoy seguro, de junio de 1988, en el acto culminante de los festejos con los que se celebró en su tierra el primer centenario del nacimiento —el 15— y de la muerte —el 19— del enorme poeta jerezano.
No sé si sus palabras fueron recogidas entonces. Observo que ese día, como cada vez que habló en público, Arreola lo hizo sin necesidad de escribir lo que quería decir.
Arreola escribió y publicó cinco libros: Gunter Stapenhorst (1946), Varia invención (1949), Confabulario (1952), La feria (1963) y Palindroma (1971). Antes había publicado cuentos y poemas en revistas como Eos (1943) y Pan (1945). Después dejó la escritura, no la palabra. Su presencia en numerosos foros y en la televisión —nada mejor que sus diálogos con Antonio Alatorre, en Canal 11— fue una expresión peculiar de la cultura mexicana en los años finales del siglo xx.
Arreola no escribió Bestiario (1972), se lo dictó a José Emilio Pacheco. Después, Jorge Arturo Ojeda, a partir de apuntes tomados en clases y en conferencias, armó junto con Arreola La palabra educación (1973) e Y ahora la mujer (1975), que aparecieron en SepSetentas. De las muchas entrevistas que le hicieron, menciono dos. Fernando del Paso dedicó meses a grabar una serie de charlas que magistralmente convirtió en un monólogo: Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola, 1920-1947, contada a Fernando del Paso (1994). Después, Orso Arreola, hijo de Juan José, hizo un trabajo semejante e igualmente meritorio, y publicó El último juglar. Memorias de Juan José Arreola (1998). Las dos entrevistas son en realidad tres, pues no puedo dejar fuera la que le hizo Emmanuel Carballo para Protagonistas de la literatura mexicana (1965).
En la televisión, en las entrevistas, en sus numerosas apariciones en público, Arreola le devolvió a la palabra su antigua libertad, su antigua independencia del texto.
Intermedio. Encuentro en el foyer
Algún otro día Juan José llegó retrasado —no era el actor principal, pero debía estar— y yo lo acompañaba. Envueltos por un enjambre de solicitantes de firmas y fotos, llegamos al foyer del segundo piso… y nos topamos con una tropa semejante que iba de salida. De nuestro lado venía Arreola. Los de enfrente traían a Genaro Borrego, gobernador del estado.
Me adelanté a saludarlo. En los meses anteriores lo había frecuentado. Desde la Dirección de Literatura del inba, había estado organizando las fiestas. El gober lo había hecho desde el gobierno del estado, impresionantemente bien: inteligente, generoso, entusiasta. Apoyó todas las alianzas con instituciones universitarias, radiodifusoras, televisoras, suplementos y revistas culturales para armar ciclos de lecturas y conferencias, mesas redondas, coloquios, exposiciones… en Jerez, Zacatecas, México, Guadalajara, San Luis Potosí. Acuñó una medalla e imprimió una estampilla conmemorativa, patrocinó la edición de todo lo que encontramos o que se escribió sobre o de López Velarde.
Arreola llegaba tarde. El gobernador se retiraba antes de tiempo. Los dos estaban en falta. Nadie iba a reprocharles nada, pero los dos sabían que no estaban bien. Habrían preferido no encontrarse. Hubo un instante tenso y callado, pero Arreola dio un paso y comenzó a declamar: “A la cálida vida que transcurre canora, / con garbo de mujer sin letras ni antifaces” —como si estuviera en el escenario— “a la invicta belleza que salva y que enamora, / responde, en la embriaguez de la encantada hora, / un encono de hormigas en mis venas voraces…”. Hubo un suspiro de alivio. Juan José siguió, hasta terminar: “Antes de que tus labios mueran, para mi luto, / dámelos en el crítico umbral del cementerio / como perfume y pan y tósigo y cauterio”.
Aplauso y abrazo. Luego cada quien siguió adelante, perseguido por aquel beso moribundo. López Velarde y Arreola son cantores del íntimo decoro, de las emociones y los sentimientos propios. Pero hay excepciones, como, en el caso de López Velarde, los escritos periodísticos y políticos; en el de Arreola, La feria (1963), su única novela.
La feria cuenta la historia de Zapotlán el Grande, desde que el capitán Alonso de Ávalos y fray Juan de Padilla lo fundaron en tiempos de la Nueva Galicia. El relato está armado por una sucesión de fragmentos en boca de diversos narradores que van tomando la palabra en un orden aparentemente aleatorio. Dos temas le dan unidad: la organización de la feria anual en honor de San José, el santo patrono, y el litigio por sus tierras que sostienen, desde el siglo xvi, los indios tlayacanques.
Los fragmentos se ocupan de unos cuantos de los treinta mil habitantes del pueblo: Concha Fierro y su himen infranqueable; el aprendiz de impresor, atormentado por el despertar del sexo —en quien no hay más remedio que ver al propio Arreola cuando adolescente—; don Salva, el solterón dueño de la tienda de ropa, tímido enamorado de Chayo, una de sus dependientes; el presidente del Ateneo pueblerino, don Alfonso —Reyes, quiere uno ponerle—; el zapatero metido a agricultor, trasunto del padre de Juan José… Otros son personajes colectivos, como los indios tlayacanques, o voces anónimas. Juntos arman la historia del pueblo donde nació Arreola, hace cien años.
Por sus temas, sus hablas, su estilo, La feria resume la obra de Arreola. Personajes y obsesiones de sus cuentos reaparecen en la novela. El buen oído, la gracia, la ternura, la elegancia, la inteligencia, la malicia resplandecen, teñidas por el amor al terruño. La feria devela el gusto de Arreola por la lengua local.
Segundo acto. Un regalo
En uno de los últimos días, cuando ya comenzábamos a sentirnos nostálgicos, nos reunimos —seis o siete amigos— a desayunar. No recuerdo dónde, pero sí que por los ventanales entraban un cielo azul y una tierra colorada. Y también que el lugar de honor lo ocupaba siempre, no importa dónde se sentara, Juan José Arreola.
De vez en cuando, alguien lo reconocía y se acercaba. Alguien llegó, grabadora en mano:
—Señor Arreola, por favor, ¿qué se siente estar en Zacatecas?
Silencio y sonrisas. No de Juan José, que miró de frente al reportero. El muchacho insistió:
—Señor Arreola, ¿podría decirnos qué se siente estar en Zacatecas?
Arreola dio un bote al borde de la silla. Se llevó el dorso de una mano a la frente, miró hacia arriba, entrecerró los ojos y dijo, lastimosamente:
—Perdóname, pero no puedo contestarte. Estoy obnubilado.
Arreola continuó:
—Acabo de enterarme de que aquí, a espaldas del hotel, vive Inesita Díaz. Tú no sabes quién es. Te lo voy a decir… Inesita y yo fuimos novios. Hace mucho tiempo. Ella estudiaba danza y estaba en secundaria. Yo era casi tan niño como ella; trabajaba en una tienda. Vendíamos granos y en el papel que usábamos para los cucuruchos yo escribía cosas: tus ojos de miel silvestre, tu boca perfumada por la brisa, quiero que te pierdas y que yo te encuentre… Cosas. Pero un día le dieron una beca para estudiar danza, no sé dónde, y nos separamos. Volvimos a encontrarnos diez años después, en México. Toda la tarde paseábamos por Chapultepec. O nos encerrábamos por ahí dos o tres días. Fue uno de esos lapsos en mi vida en los que se me ha concedido el privilegio de ser absoluta y totalmente feliz. Hasta que un día, vuelta lágrimas, en la Calzada de los Poetas, mientras me abrazaba y me besaba, Inesita me contó que había llegado otra beca. La invitaban a Cuba, a estudiar con Alicia Alonso. Yo le di una de las mayores pruebas de amor que le he dado a nadie en toda mi vida. “Tienes que irte”, le dije, y nos separamos estremecidos por los sollozos. Y hasta hace un rato, cuando vinieron a contarme que vive aquí a la vuelta. Así que, dispénsame, no puedo contarte nada. Tengo que decidir si debo ir a verla y mostrarle la piltrafa en que el tiempo me ha convertido, o si debo dejar que me recuerde en mi plenitud… Así que, perdona…
—Comprendo —dijo el reportero, mientras revisaba algo en su máquina, que había permanecido apagada—. Pero, si usted me lo permite, ¿puedo volver mañana para preguntarle qué se siente estar en Zacatecas?