
01 Oct Antonio Alatorre y sus 1001 años de la lengua española
A un siglo del natalicio de su autor y casi medio de su primera edición, Luis Fernando Lara ofrece una revaluación de Los 1001 años de la lengua española de Antonio Alatorre. El libro es hoy un clásico: no es sólo la primera historia del español que nos llega desde América, sino también el primer llamado a asumir la historia de una lengua que también es nuestra.
LUIS FERNANDO LARA*
A finales de 1979 el Banco de Comercio (Bancomer), hoy convertido en parte del enorme complejo del Banco Bilbao Vizcaya Argentaria (bbva), publicó Los 1001 años de la lengua española de Antonio Alatorre. Una edición de lujo, dirigida a los clientes selectos del Banco, ideada y conducida por Beatrice Trueblood, diseñadora y publicista destacada, sobre todo, por su participación en los carteles, logotipo y símbolos de los Juegos Olímpicos de 1968. Los editores del libro escriben en su prefacio que “el texto refleja las minucias del idioma y el cuidado especial que el filólogo puso al escribirlo” y continúan: “Las ilustraciones han sido seleccionadas y diseñadas para explicar un concepto, complementar una idea, reforzar un texto, señalar nuevos rumbos de interés, anotar un detalle y deleitar la vista”. A Jorge Guillén, el gran poeta de Cántico, le pidieron los editores un prólogo que, para vergüenza de Guillén, resultó cursi y vacuo; Alatorre debe haberse enfurecido. El libro, un tomo pesado y difícil de manejar de 376 páginas de 30 x 30 cm. en el lustroso papel Vintage velvet mereció una reseña devastadora de Gabriel Zaid en la revista Vuelta (núm. 46, 1980, pp. 38-39) no dirigida contra el autor, sino contra el libro.
Alatorre cuenta en la tercera edición, publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1989 sin lujos y apenas unos cuantos diagramas y mapas necesarios, que el plazo que le dieron para escribirlo fue muy breve —de abril a noviembre—, pero lo aceptó “porque me sentí capaz de contar de corrido, a mi manera, la historia de mi lengua (y muy alegre por la oportunidad que se me brindaba), y segundo, porque andaba necesitado de dinero”. Juzga posteriormente su edición de lujo como la de un “libro-bibelot” que, como tal, habrá tenido pocos lectores y sólo “hojeadores” (¡se publicaron 20 mil ejemplares, pese a ello!); varias veces se siguió quejando de esa edición. En efecto, fue un libro concebido bajo la idea de un libro de arte. Los libros de arte tienen amplios formatos: son realmente para admirarse, más que para leerse y analizarse; en ellos las ilustraciones predominan sobre el texto y el texto consiste generalmente en ensayos breves; de gran calidad muchas veces, pero sometidos a las imágenes que el libro plasma. En aquella primera edición de Los 1001 años hay un sinfín de ilustraciones: fotografías de lápidas romanas, de antiguos manuscritos miniados, de portadas de incunables, y también fotografías actuales de restos de la civilización romana en Mérida (Emerita Augusta), de un bello atardecer en el foro romano, de la puerta de Burgos, de un bellísimo arco decorado con mocárabes en la Alhambra, etc., y retratos de los muchos escritores que han dado lustre a la lengua española. Las tablas comparativas que ofrece, como la de la numeración en indoeuropeo y varios de sus descendientes —entre los que incluye, a manera de contraste, lenguas de otros troncos lingüísticos: húngaro, turco, náhuatl, vasco y japonés— están bellamente enmarcadas con motivos medievales, o ampliamente mostradas con letra grande y en recuadros bien destacados, como la que compara vocablos del latín clásico con los del latín vulgar y su evolución al español. Lo mismo sucede con diagramas como el de las lenguas descendientes del indoeuropeo, ilustrado mediante un árbol genealógico, que en la tercera edición del “libro-libro” —como lo llama Alatorre, frente al “libro-bibelot” de lujo— se convierte en un diagrama esquemático. En vez de poner al final, como se acostumbra, un índice de palabras citadas, éstas aparecen en dos páginas inmediatas al índice general, al principio; raro, pero útil y atractivo. Al final del volumen aparecen los índices de fotografías, de nombres y de los fenómenos lingüísticos que explica esta historia. Si lo que buscaba Beatrice Trueblood era mostrar la riqueza de imágenes que conviene ofrecer al lector de un libro de arte, para que se deleite con ellas, para que lleve a cabo viajes imaginarios, para que se sienta atraído por aquellos manuscritos miniados, por fotografías como la de una página del manuscrito del Poema del Cid, por fragmentos de obras literarias tanto pertinentes a los temas como de gran calidad, lo logró con creces. Las ediciones posteriores no se pueden dar esos lujos; desaparecieron las imágenes y nos quedó el texto, con todo y sus tablas, diagramas y fragmentos de las obras que cita.
Lo que no consideró Trueblood fue que Alatorre no iba a ofrecer “minucias del idioma” —como dice el prefacio—, sino una verdadera, erudita, sabrosa, inteligente historia del español, que necesitaba leerse sin más interrupciones que las que haría cada persona para reflexionar sobre lo que estaba leyendo. La historia de Alatorre es un completo, integral tratado sobre la evolución del español hasta finales del siglo xx. Lo que hoy podemos decir es que el libro de lujo resultó desmesurado, en el significado literal de la palabra: para comentar los cientos de fotografías e ilustraciones que lo integran, Antonio Alatorre les quedó demasiado grande; lo que escribió no son “minucias”; y para dejar que la lectura de la obra fuera tan fluida como lo es en la edición del fce, el tamaño del libro, su peso y su organización estorban.
La edición del “libro-libro” por el fce es lo que Alatorre buscaba: una historia de la lengua relatada desde su conocimiento, su experiencia y su erudición; una historia personal, pero no subjetiva; una historia entusiasta del español, muy diferente de las historias de la lengua con que se enseñaba en las universidades (para los estudiantes de Letras españolas, el libro debe ser de lectura obligatoria). Aunque Alatorre afirma en su prólogo a la edición de lujo —que se conserva en las dos subsecuentes— que “esta historia es, en más de un sentido, la menos académica que se ha escrito”, hay que precisar en qué sentido lo es: porque no tiene el aparato de referencias que encontramos, por ejemplo, en la Historia de la lengua española de Rafael Lapesa, que sigue siendo una obra central para los que estudiamos la lengua española; porque no se orienta a la contribución científica y al diálogo entre especialistas; pero Los 1001 años no deja de ser una historia escrita por un profesor universitario, por un académico, un filólogo por antonomasia, que tiene en su haber multitud de lecturas y una comprensión profunda y completa de la historia del español. Es, diría yo, más un libro de estudio que un libro de divulgación, aunque su lectura no sea pesada; mucho menos, aburrida, que es lo que buscamos cuando solamente suponemos de nuestros lectores una curiosidad y un interés genuinos; no una lectura de pasatiempo; no una trivialización de la historia. Antonio no rebaja a priori el nivel de sus lectores —como suelen hacer muchos divulgadores—, sino que lo eleva.
La edición de lujo tiene varios pasajes y fragmentos que se perdieron en el “libro-libro”. Tomemos un solo caso como ejemplo: su tratamiento de “La España árabe” en el “libro-bibelot”, en comparación con el que le dio en la tercera edición del “libro-libro”. En el primero, el texto ocupa cinco páginas, mientras que dedica 19 páginas a las ilustraciones, que van acompañadas por una exquisita selección de romances castellanos de la época y explicaciones de la arquitectura árabe, junto con sus términos arquitectónicos, que sin duda no fueron obra solamente de los editores, sino de Alatorre mismo. Es decir, esas 19 páginas son típicas del libro de arte, pero junto con las cinco del texto histórico, completan una comprensión rica y entusiasmante de la herencia musulmana en España y para la cultura hispánica. En cambio, en el “libro-libro”, Antonio dedica 22 páginas a la misma historia, ampliada con una gran cantidad de arabismos léxicos y sus explicaciones, pero se perdieron los textos literarios que formaban parte de la edición de lujo. El entusiasmo es el mismo y la historia lingüística es precisa y perfectamente documentada. Al “libro-libro” le añadió Alatorre muchas páginas, que amplían los datos y muestran su minuciosidad y su erudición, una erudición que no sólo se refleja en la selección de muchos fragmentos literarios, desde el siglo xiii en adelante, sino en las notas de pie de página que, además de ayudar a situar un período cultural, o agregar información pormenorizada, son muy entretenidas, como, por ejemplo, cuando compara el inventario de la ropa de una mexicana de esta época con el de una señora medieval española.
Toda lengua con escritura deja huella y esa huella ha dependido, durante milenios si se trata del español, del francés, del italiano, del inglés, etc., de la cultura escrita, de la letra, de las litterae. Como durante siglos el analfabetismo era lo común y solamente ciertos grupos sociales escribían y leían, desconocemos las hablas populares latinas que dieron lugar a la lenta formación del castellano. Heredadas de Roma, hay inscripciones en lápidas mortuorias, graffiti en algunos restos de edificios; hay leyendas en los pedestales de las estatuas que han podido conservarse, que revelan algo acerca de las maneras de hablar del pueblo llano; hay citas o caricaturizaciones de sus maneras de hablar en algunas obras literarias, como en Petronio, pero lo que se hablaba en la Hispania romana, el territorio de cultura latina más antiguo después de Italia, en donde las poblaciones aborígenes se mezclaron con individuos procedentes de todas las regiones del imperio, es muy difícil no se diga conocer, sino al menos reconstruir con algunos visos de verosimilitud. El capítulo dedicado a “La lengua de los romanos” es una insuperable exposición lingüística y cultural de la evolución del latín a los dialectos románicos de la península ibérica, y del castellano en especial, por parte de quien, como Alatorre, dominaba el latín clásico y era capaz de situar el discurso latino entre los siglos iv y x.
Desde entonces es la lengua escrita, la “lengua literaria”, la que define la historia del español; bajo ese nombre hay que englobar la jurisprudencia y la historia (el papel del Fuero Juzgo y la acción innovadora de Alfonso el Sabio), y la literatura, sobre todo; no hay que dejar fuera, de ninguna manera, la ciencia y el periodismo, aunque este interés es posterior a la escritura del libro. La “historia canónica” de la lengua española es, por eso, una historia escrita por filólogos, a diferencia de obras más modernas, como la coordinada por Rafael Cano, la Gramática histórica del español, de Ralph Penny, o Latín tardío y romance temprano, de Roger Wright (o también de mi Historia mínima), obras en las que predomina la mirada lingüística. Los 1001 años no se separa de esa historia canónica; sigue siendo una historia filológica, cuyo núcleo es la literatura, pero los datos y las explicaciones lingüísticas son precisos y muy informativos. La historia de Alatorre es realmente una obra de autor: es Alatorre mismo, con la erudición que acumuló durante la mayor parte de su vida, con su gusto literario, con su curiosidad y con su estilo, un estilo nada populachero, sino cuidado, elegantemente llano, que no hace guiños a su lector buscando una aprobación barata.
Fue en estos Los 1001 años de la lengua española en donde, por primera vez, la voz de la historia llega desde América; una voz para la que la lengua española es, por completo y sin complejos, su propia lengua. En el endocentrismo característico de una España que todavía no acaba de encontrar cómo relacionarse con América sin pretender seguir siendo la metrópoli, el mal llamado “español de América” suele ocupar un lugar secundario en las historias de la lengua, dedicado, sobre todo, al aporte léxico de las lenguas amerindias, sin ningún interés por la complejísima implantación del español en las Antillas y el continente desde finales del siglo xv. Incluso ahora, en obras como la Historia de la lengua española en América de Juan Sánchez Méndez, no deja de predominar la visión extranjera sobre las variedades hispánicas del continente. Los hispanoamericanos necesitamos asumir la historia de la lengua como una historia que también es nuestra, sin enajenarnos de ella. Es en Los 1001 años en donde el “Nuevo mundo”, en su capítulo IX, dedicado al “apogeo del castellano”, se integra a la historia de la lengua española. A partir de ese capítulo, la literatura nacida en América forma parte lógica y natural de la historia del español.
Los 1001 años de la lengua española no prescribirá; podremos ir añadiendo datos y puntos de vista que la investigación filológica y lingüística sigue elaborando; pero quien quiera, de veras, conocer la historia del español en sus elementos más importantes, puede estar seguro de que el libro sigue siendo vigente.◊
* Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México, donde dirige el proyecto del Diccionario del español de México (dem). Es, además, miembro de El Colegio Nacional desde 2007, Premio Nacional de Lingüística 2013 y Premio Nacional de Ciencias y Artes 2013. Su libro más reciente es Una exploración de la facultad del lenguaje, publicado en 2021 por El Colegio de México.