Antonio Alatorre. Oficio, editor

De los varios oficios que ejerció Antonio Alatorre, Alejandro Rivas se centra en este ensayo en el de editor, al cumplirse 75 años de la Nueva Revista de Filología Hispánica, sin duda uno de los proyectos editoriales en los que Alatorre invirtió más dedicación durante su productiva vida.

 

ALEJANDRO RIVAS VELÁZQUEZ*

 


 

El profesor Antonio Alatorre llegó a El Colegio de México cuando el primer número de la Nueva Revista de Filología Hispánica (nrfh), de la que siempre diría que fue la niña de sus ojos,1 estaba en la imprenta, y solía contar con orgullo que colaboró corrigiendo las galeras de aquel número. Unos años más tarde, como sabemos, la revista quedó en sus manos y de él dependería, en buena medida, que el proyecto continuara, porque la situación económica en la que estaba la institución hacía que el futuro fuera incierto. Alatorre no sólo consiguió que siguiera publicándose, sino que la hizo alcanzar niveles muy altos de calidad y se ganó el reconocimiento de los lectores. Además, en aquellos tiempos fundacionales de El Colegio, don Daniel Cosío Villegas le pidió hacerse cargo también de la edición de la revista Historia Mexicana que el Centro de Estudios Históricos (ceh) había empezado a publicar. Alatorre recordó: “Yo me encargué de la edición de Historia Mexicana desde oct.-dic. de 1952 hasta oct.-dic. de 1959”.2 Sorprende ver que con su trabajo contribuyó a sentar las bases de dos de las revistas más importantes de El Colegio, que hoy que cuentan con versiones digitales están más vigentes que nunca. Es indudable que, para poder hacerse cargo de estas revistas, que por cierto son de gran complejidad técnica, Alatorre se valió de sus cualidades personales y profesionales, como su inteligencia, que realmente era sorprendente, su amplia erudición, su capacidad de trabajo, su conocimiento de las lenguas antiguas y modernas, pero también de una enorme experiencia como editor y de un profundo conocimiento de la tipografía y del trabajo editorial. Hoy me interesa hacer una somera revisión de la relación que el profesor Alatorre tuvo con el trabajo de edición y publicación de textos, porque creo que esa experiencia fue decisiva en su formación como filólogo y como profesional de la letra impresa.

Como sabemos, cuando Antonio Alatorre abandonó el seminario, buscó dedicarse a una actividad en la que pudiera estar en contacto con los libros, así que ingresó a la carrera de leyes en la Universidad de Guadalajara. Esto fue en 1944. Y precisamente entonces, cuando apenas cursaba el primer año de la carrera, junto con dos amigos, participó en lo que seguramente fue su primera actividad editorial: la publicación de un pequeño periódico estudiantil llamado La Tribuna. Es una publicación de la que poco sabemos, pero que es importante para nuestra historia porque ahí Alatorre colaboró con Alfonso de Alba, quien, durante las vacaciones de ese primer año escolar, lo llevó a conocer a Juan José Arreola.3

Y el primer encuentro entre Alatorre y Arreola se dio, curiosamente, en el ámbito editorial. El Occidental era un modesto periódico de Guadalajara en el que Arreola, además de ser el encargado de circulación, era responsable de la sección literaria que se publicaba los domingos. Gracias a la recomendación de De Alba, quien también trabajaba en el periódico, Alatorre consiguió que se le asignara una sección dedicada nada menos que a los agricultores. Al presentarlo, De Alba dejó entrever que Alatorre tenía ya alguna experiencia en labores editoriales. Arreola recuerda que le dijo: “Mire usted, maestro, yo le quiero presentar a Antonio Alatorre, quien por sus méritos y capacidades también se puede hacer cargo de una de las secciones del periódico” (Arreola, 1998: 198). Y para hacer aquella “Página del agricultor”, Alatorre aprendió de Arreola, quien cuenta que armaba su página cortando trozos de una publicación vieja. Alatorre, por su parte, dice que él también hacía su página con “tijeras y engrudo”, tomando información de una revista de agricultura que cree recordar que se llamaba La Granja. Pero Alatorre no se conformaba con esa actividad y años después recordó: “Como estaba muy entusiasmado, me lancé incluso a escribir comentarios sobre la situación de la agricultura” (García Bonilla, 2014). Era un trabajo modesto para obtener un pequeño sueldo4 que les permitía a Arreola y a Alatorre dedicarse a otras actividades de mayor interés.

Y muy pronto, en 1945, gracias a las posibilidades que les ofrecía trabajar en El Occidental, Arreola y Alatorre se lanzaron a un proyecto editorial más ambicioso y que tenía que ver, ahora sí, con sus intereses: la revista Pan, cuya importancia para la literatura mexicana es indiscutible. El cuidado editorial estaba a cargo de ambos, y sobre esta empresa sí tenemos más noticias. Alatorre cuenta que ahí conoció más a fondo el trabajo editorial, pues participaba directamente en su elaboración. Relata que Arreola consiguió que uno de los linotipistas del diario, en los ratos que tenía libres, parara el texto sin cobrarles, y luego, cuando había tiempo, él mismo hacía las correcciones (Revistas Mexicanas…, 1985: 219-238). Esto tenía una desventaja, porque, cuenta Alatorre, “El Occidental era tan pobre, que el invertir unos pocos kilos de plomo en la composición de nuestra revista lo dejaba temblando, pues era metal paralizado durante varios días (los que tardábamos en corregir e imprimir Pan)” (Revistas Mexicanas…, 1985: 231). Así que debían corregir las galeras muy rápido para que, una vez impresa la página, volvieran a fundir los tipos para usar ese plomo para imprimir El Occidental. Con respecto a la tipografía, también se tenían que ajustar a lo que existía en aquel modesto diario. Alatorre justifica el tipo usado en Pan diciendo que “a un taller de periódico no cabe pedirle exquisiteces”, así que de los tipos con que contaba el diario escogieron los mejores para los números 1 y 2, pero como tenía las matrices ya muy gastadas, para los números 3 al 6 eligieron la familia Kairo, una familia tipográfica tradicional de la que dice Alatorre: “nos pareció siempre la negación del buen gusto, pero tenía la ventaja de la legibilidad” (Revistas Mexicanas…, 1985: 232). Este último detalle es interesante, pues aquí, en uno de sus primeros contactos con el mundo editorial, Alatorre habla de que tomaron una decisión técnica importante: sacrificar la estética en aras de la legibilidad, algo fundamental para una revista literaria. El paso final del proceso, la impresión de Pan, también era casi gratis. Dice Alatorre que en el taller del periódico había una prensa de mano “que ni mandada a hacer”, manejada por un amigo de ellos, llamado Ramón, que, por una modesta propina, imprimía la revista, mientras ellos lo acompañaban, escuchaban sus cuitas amorosas y seguramente recogían las hojas impresas.

Años después, en una entrevista en la que recordó aquella época, Alatorre dijo: “Este amor por el trabajo editorial ya lo traía desde que Juan José Arreola y yo hacíamos casi de contrabando la revista Pan en una imprenta de mano que estaba en los talleres del periódico El Occidental, en Guadalajara” (Aguilar, 2013: sp). Este amor por el trabajo editorial se entiende mejor si consideramos que ahí pudo trabajar, durante poco más de seis meses, con tipos de metal y con el olor al papel y a la tinta de la imprenta manual, olor que, se dice, nunca se olvida. Pero este amor del que habla Alatorre, como todos los amores, o al menos los más grandes, no estuvo exento de contradicciones. Y es que, en la presentación a la edición facsimilar de la revista Pan, en 1985, es decir, casi cuarenta años después de acabada la publicación, Alatorre cuenta que ahí, en esas páginas, hay un error al que llama “vergüenza patente”, y dice: “me refiero a la palabra deshaucio en el título del cuento de Rivas Sáinz. Cuando nos dimos cuenta, ya estaba la plana impresa con su errata espantosa”. Y es que, en ese título impreso en letra grande, enorme, la h apareció después de la s… Todavía relata Alatorre el desagradable momento que vivieron cuando le entregaron el ejemplar al autor del cuento. Pero, lo que me parece interesante de esta anécdota es que como colofón reconoce Alatorre: “Las vergüenzas que uno ha tenido son tan imborrables como los júbilos” (Revistas Mexicanas…, 1985: 227). Y ésa, creo yo, es una muy acertada forma de caracterizar lo que se vive en el trabajo editorial. Y también acierta Alatorre, porque el sentimiento por el “deshaucio” contrasta en esa misma publicación, por ejemplo, con el sentimiento que tuvieron al publicar en el número 2 el poema “El adiós” de López Velarde que creían inédito; Alatorre dice que fue publicado “jubilosamente”, y aunque luego se supo que no era inédito: “ese júbilo sucedió: y no se nos puede quitar”.5 O imaginen lo que debió de ser para Alatorre y Arreola en esa época publicar ahí en Pan por primera vez “Macario” y “Nos han dado la tierra” de Juan Rulfo. Sin duda, fueron mucho más los júbilos que las vergüenzas.

Luego de esa experiencia con la revista Pan, Alatorre colaboró en la mayor empresa editorial del país. Dice, recordando Pan: “Un año después, en junio de 1946, Arreola y yo estábamos haciéndonos verdaderos expertos en materia de tipografía: trabajábamos de planta en el Fondo de Cultura Económica, y nuestro maestro era Joaquín Díez-Canedo” (Revistas Mexicanas…, 1985: 232). La anécdota de su llegada al Fondo es bien conocida: cuando Arreola se fue a París, Alatorre tomó la decisión de dejar Guadalajara y venir a la Ciudad de México. Llegó, dice, sin dinero, a vivir con su hermano y con la única idea de dedicarse a la literatura. Por las mañanas asistía a la Facultad de Derecho y por las tardes a Filosofía y Letras, donde tomaba cursos que no le entusiasmaban demasiado (Meyer, 1993: 40). Un día fue a hablar con Alfonso Reyes con la intención de entrar a El Colegio de México, pero en ese año de 1946 aún no había un Centro de Estudios Literarios. Sin embargo, durante ese encuentro con don Alfonso, conoció a Daniel Cosío Villegas (Alatorre, 1988: 24), quien le ofreció el trabajo en el Fondo. Yo creo que, durante la plática, Alatorre mencionó su experiencia en el trabajo editorial o incluso es posible que lo hiciera Reyes, pues él recibía la revista Pan, y esto lo creo porque, en realidad, no fue un trabajo cualquiera el que le ofreció Cosío. Se trataba de trabajar en una editorial que ya era muy prestigiosa e integrarse a un grupo de editores españoles, algunos con mucha experiencia editorial, que estaban modernizando la manera de hacer libros en el país. Alatorre fue, y lo presumía, el primer mexicano de aquel mítico departamento técnico que era, como él dice: “incomparablemente superior al que pudiera tener cualquier otra editorial de México o de la América de habla española” (Alatorre, 2010: 28). Ahí convivió con personajes como Eugenio Ímaz, José Medina Echavarría y Joaquín Díez-Canedo, entre otros. Alatorre cuenta que trabajaban de 10 de la mañana a 6 de la tarde en un ambiente de cordialidad, y en donde todos los días, después de comer en las instalaciones del Fondo, organizaban partidas de dominó y hablaban de literatura.6 En cuanto al trabajo, dice Alatorre: “Mi labor en el Fondo era trabajar con originales. A veces tomaba pluma y armaba frases, o sea que hacía corrección de estilo para que el libro apareciera decentemente, y también corregía pruebas” (Aguilar, 2013). Alatorre tomaba muy en serio esta actividad. Él era el único mexicano y el más joven del grupo; sin embargo, desde muy pronto se destacó por su trabajo.

Así que cuando Arreola regresó a México unos meses después y fue a buscarlo para que lo ayudara a conseguir empleo, Alatorre ya estaba en condiciones de ayudarlo. Dice: “A mediados de 1946, yo ya tenía cierta posición en el Fondo. Entonces volvió Arreola de París. Inmediatamente, le hablé a don Daniel Cosío Villegas de él. Don Daniel, sin conocerlo, aceptó que trabajara en la editorial” (Pacheco, 1984: 75). No obstante, Arreola cuenta esa anécdota con un matiz diferente: dice que regresó de Francia, “y me encontré con Antonio Alatorre no sólo instalado, sino convertido ya en celebridad en Pánuco 63. Don Daniel Cosío Villegas estaba de cabeza con Antonio Alatorre: les había caído ahí el niño prodigio auténtico” (Arreola, 2002: 300). En realidad, Cosío le había dicho a Arreola que no había lugar para él, pero como Alatorre insistió, el presidente del Fondo tuvo que aceptarlo. Alatorre era reconocido en el Fondo de Cultura por su dedicación y por lo acertado de sus intervenciones en los libros que le encargaban. Esa dedicación, los textos que trabajaba y los compañeros con quienes convivía hicieron ese trabajo importante para su formación. Dice: “En el Fondo aprendí todos los procesos de la producción de un libro: desde preparar un original, comprobar los datos de un texto, enriquecerlo, cazar erratas, hasta corregir las pruebas de mis propias traducciones”. Pero a eso había que agregarle otro ingrediente, pues agrega: “Quienes trabajábamos ahí sabíamos hacer de todo y dentro de una disciplina rigurosa” (Pacheco, 1984: 75). Es algo que hay que destacar de su aprendizaje en el Fondo: ahí el trabajo editorial era mucho mayor que el que había tenido en sus experiencias anteriores y debía hacerse con el mayor rigor y el cuidado que requerían los importantes libros que le tocó editar. Al hacer la revista Pan, Alatorre adquirió el amor por el trabajo editorial. Ahora, en el Fondo, ese amor del que habló ha cambiado. Se ha profesionalizado, pues reconoció: “del departamento técnico, puedo decir con toda objetividad que yo, gracias a los casi dos años que trabajé en el Fondo, soy un buen experto en cuestiones editoriales, en lo relativo a la hechura de un libro, un buen soldado en la lucha por los libros bien hechos, limpios de erratas, agradables de leer” (Meyer, 1993: 41).

Víctor Díaz Arciniega, en su historia del Fondo de Cultura Económica, dice que editar y traducir, debido a las condiciones en que suelen darse estas actividades, “ha sido y sigue siendo un oficio que encierra necesariamente una pasión humana: el amor por el conocimiento”. Y pone como ejemplo de ese amor, precisamente, al Antonio Alatorre que trabajó en el Fondo. Hablando de su cuidado de la traducción del Aristóteles, Díaz Arciniega dice: “En él se cifran las más altas cualidades: es el editor por antonomasia, tanto que al cuidar el Aristóteles de Jaeger traducido por José Gaos fue el primero que ganó para los miembros del Departamento Técnico —por justo reconocimiento de Joaquín Díez-Canedo [el gerente de producción] ante Daniel Cosío Villegas [director del Fondo]— el crédito en el colofón para los responsables de la edición; antes de él el ‘cuidado de la edición’ por oficio recaía en el director” (Díaz Arciniega, 1996: 323). Pero el reconocimiento por su trabajo en el Fondo lo tuvo Alatorre, además de por éste, por muchos trabajos, como el ya conocido de Marcel Bataillon, o el de Williams (autor de La reforma radical), quien llegó a escribir en el prólogo que Alatorre mejoró el texto y lo puso al día, al grado de reconocer que la traducción que él hizo era la “edición definitiva y autorizada” (Díaz Arciniega, 1996: 325). Podríamos seguir con más ejemplos. La razón de estos resultados seguramente tiene que ver con lo que dice el propio Alatorre: “aprendí muchísimo en el Fondo de Cultura, me entró una pasión que no se me ha quitado, y espero que nunca se me quite, por el libro bien hecho, por la página bien impresa, por el odio a las erratas, el odio a todo lo que sea un libro improvisado o mal hecho, el gusto por la buena impresión” (Alatorre, 1988: 24). Al salir del Fondo, Alatorre era ya un profesional de la edición y había incrementado su conocimiento de las humanidades. Pero su paso por el Fondo fue importante para él porque, reconoció, “El Fondo fue mi verdadera preparación para lo que vino después, incluyendo la experiencia editorial y tipográfica” (Alatorre, 2012a: 47, n. 1). Y lo que vino después, lo sabemos, fue la posibilidad de cumplir el deseo que lo hizo venir a la Ciudad de México, es decir, entrar a El Colegio de México para estudiar literatura.

Su llegada a El Colegio no coincidió con la de Raimundo Lida a mediados de 1947, porque no quiso dejar sin terminar la edición de un importante libro en el Fondo, aunque, durante esos meses, la actividad principal de Lida en El Colegio fue continuar la publicación de la rfh ahora como nrfh, con unos originales que traía bajo el brazo desde la Argentina. Y es que, como Alatorre dice, la primera tarea de Lida como “eslabón” no fue la pedagógica, sino la editorial (Alatorre, 2012a: 48). Así que las clases que tomaría aquella primera generación, a la que pertenecía Alatorre, empezaron a inicios de 1948, cuando la revista ya estaba en prensa. De hecho, la labor pedagógica de Raimundo Lida, que tenía como objetivo formar filólogos, la hizo valiéndose de las actividades que se daban en torno a la Nueva Revista (nr). Por ejemplo, Alatorre cuenta que la primera tarea que como alumno le asignó fue traducir del italiano un artículo para la nr. Cuando le entregó la traducción, Lida la corrigió frente a él: “Me decía: esto no se dice así; me enseñaba el vocabulario, cómo se marca, a subrayar dos veces; el nombre del autor va subrayado de esta manera; se distingue cuando es libro, cuando es artículo”. Y es que el texto que presentó Alatorre se ajustaba a las normas que se usaban en el Fondo, las cuales eran distintas a las de la nr. Recuerda: “Yo traía ya mis costumbres tipográficas del Fondo de Cultura; Raimundo Lida me dice: sí, esta revista trae otras tradiciones tipográficas, como enseñándome, familiarizándome con la revista desde el primer momento” (Alatorre, 1988: 25). Ahora debía aprender la ortotipografía que sigue la filología. Como consuelo, todavía dijo el profe: “También, claro, aporté mis habilidades de corrector de pruebas”.

Pero la nr sería la base del aprendizaje de esos primeros alumnos, y eso, en realidad, para Alatorre, era una forma de trabajo editorial como el que había conocido, pues dijo: “A sus primeros discípulos, en esos primeros meses, nos enseñó a hacer esa revista” (Alatorre, 2012a: 48). La enseñanza incluía terminología, el significado de las comillas simples, abreviaturas, etc., porque, agrega Alatorre: “En una forma o en otra, todos teníamos que ver con la nrfh” (Alatorre, 2012a: 58). Y dice algo muy interesante: “Durante 1948, 1949 y 1950, los estudiantes tomamos parte en las labores de la revista, comenzando por esas humildes como corregir pruebas o empaquetar, hasta lo más alto; en esos años hay ya artículos de algunos de nosotros” (Alatorre, 1988: 25). Para los alumnos, todas las labores de la revista eran importantes, y debían participar en ellas. Hay que decir que, en la historia de aquella primera generación contada por el profesor Alatorre, la nr y la figura de Lida lo llenan todo. Pero, en realidad, Lida organizó un plan de estudios para la formación de filólogos muy completo en el que los alumnos tomaban clases tanto en la Facultad de Filosofía y Letras como en El Colegio. Y cuando en aquella promoción del Centro de Estudios Filológicos (cef) tuvieron que modificar el plan de estudios por falta de presupuesto, se estableció un modelo que se parecía mucho al que se seguía en el Centro de Estudios Históricos de Madrid, que consistía en que los becarios trabajaban con la tutoría personal del director, en este caso, el propio Lida, de manera permanente; las obligaciones y las actividades de los becarios estaban claramente establecidas. El trabajo lo dividieron en dos: los “trabajos obligatorios” y los “trabajos optativos”. Los obligatorios consistían en tomar cursos específicos, en preparar “tesis, ensayos, artículos y reseñas” y en colaborar en la preparación de la nrfh, corrigiendo galeras, revisando estilo, fichando bibliografía y demás labores de la revista, porque éstas eran consideradas “parte integrante de la educación y enseñanza” (Lida y Matesanz, 1993: 241). Aunque la falta de recursos hizo que las clases impartidas por especialistas externos fueran pocas, por el testimonio de Alatorre, pareciera que esa primera generación no recibió sino un solo curso, que se impartió a lo largo de tres años: “Y el catedrático único de ese curso —dice— fue Raimundo Lida” (Alatorre, 2012a: 55). Alatorre siempre consideró un privilegio esta cercanía con Lida y la aprovechó al máximo. Pero Lida también reconoció las cualidades de su discípulo. Arreola nos dejó este testimonio: “‘El drama’ —decía Raimundo Lida— ‘es que este colegio es de peripatéticos’. Y de pronto decía: ‘Aquí hay un hombre que no es mexicano, que no es latinoamericano, que no es español; lo tengo que mencionar como un ente de otro mundo; y se llama Antonio Alatorre’” (Alatorre y Arreola, 1990: 18). Era el mismo Alatorre comprometido con el trabajo de siempre, pero ahora esa entrega al trabajo era el medio para aprender filología. Alatorre, al entrar a El Colegio de México, cambió el magisterio de Arreola por el de Raimundo Lida. De ambos aprendió literatura, pero señala una diferencia: “El amor de Lida al lenguaje y a la literatura era igual que el de Arreola. Lo nuevo, la contribución, digamos, específica de Lida, fue el método, la técnica, la […] consciencia de que el estudio del lenguaje y de la literatura es cosa grata, cosa placentera, pero al mismo tiempo cosa seria, muy seria” (Meyer, 1993: 41). Siete años duró su aprendizaje al lado de Lida. Entonces, su relación con la literatura se volvió profesional: la clave fue el método y la técnica de la filología.

Al terminar las clases de aquella primera generación del cef, a finales de 1950 (Meyer, 1993: 46), Alatorre fue a Europa con una beca de investigador que debía durar dos años, pero antes de que concluyera, en mayo de 1952, Raimundo Lida le pidió que regresara. La situación en el Centro estaba mal, pues el subsidio con el que contaba la institución se había terminado. Además, Raimundo Lida tomó la decisión de irse a trabajar a la Universidad de Harvard, en el lugar que dejó Amado Alonso, quien había muerto ese año. A mediados de 1953, Lida se fue de El Colegio y dejó a Alatorre, con el consentimiento de Alfonso Reyes, a cargo de la nrfh y de la dirección del cef. El futuro parecía difícil. Incluso, Alatorre reconoce que “Lida se fue de México con la idea de que en cualquier momento podrían desaparecer, por falta de dinero, el Centro y la nrfh” (Alatorre, 2012a: 62-63). Peor aún, dice que Lida, quien se preocupaba mucho por el futuro que le esperaba aquí a su discípulo predilecto, le insistía en que buscara la forma de ir también a trabajar a alguna universidad de Estados Unidos. Y es que, en efecto, en el Centro que recibió Alatorre, la actividad era muy distinta incluso a la del Centro que dirigió Lida. Alatorre describe esa situación de una manera simple: “Había un centro de Filología que publicaba una revista de filología” (Alatorre, 2012a: 63); aparte, algunos investigadores y unos cuantos becarios. Así será, más o menos, de 1953 hasta 1962.[7] A partir de este complicado escenario, el profesor Alatorre dirigió la nrfh hasta 1972. Fueron casi 20 años en los que, dice, él: “preparaba los originales para la imprenta según normas muy precisas, traducía las colaboraciones que no venían en español, mantenía correspondencia con los autores —por cierto, que nunca tuve secretaria—, leía dos o tres veces las pruebas y dedicaba larguísimas horas al acopio de datos para la bibliografía” (Alatorre, 1997: 1-3). Pero estos años de mucho trabajo no los recuerda Alatorre con pesar, sino que hablará después del “placer que significó para mí la labor de factótum” (Alatorre, 2003: t. 1, p. x). Y es que, con Lida, el trabajo editorial adquirió otro signo. Dijo Alatorre: “mi gusto por ese género literario que es el artículo filológico databa de cinco años atrás, cuando Lida me hizo ver de qué se trataba, pues yo, que nunca había tenido en las manos una revista de filología, ayudé a corregir las pruebas del primer número de la nrfh” (Alatorre, 2003: t. 1, p. x).

Visto así, desde el primer número de 1947, había empezado su preparación en el campo de la filología. Y ya en 1987 pudo escribir: “Mis credenciales son las del filólogo. Soy, muy conscientemente, discípulo de Raimundo Lida, que lo fue de Amado Alonso, que lo fue de Ramón Menéndez Pidal” (Alatorre, 2012b: 100). Y estas palabras pueden representarse no en personas, sino en revistas: la Revista de Filología Española, la Revista de Filología Hispánica y la Nueva Revista de Filología Hispánica. Hay que decir que estas tres revistas representan hoy más de cien años de labor editorial en español, tradición en la que Alatorre contribuyó de manera notable durante más de seis décadas.

Alatorre siempre se supo parte de la escuela de filología hispánica más importante del siglo xx y siempre trató de que sus escritos y su labor editorial correspondieran con esa tradición. Él decía que el texto que se publica tiene que ser fiable; sólo de esa manera será útil para transmitir el conocimiento a los lectores y para servir de base a otras investigaciones. Por eso era tan importante el cuidado de la edición de los materiales que se publicarían en la nrfh. Sobre la importancia de la edición en el trabajo filológico tenemos unas palabras de Américo Castro, el pionero de la escuela de Menéndez Pidal, quien nos dejó un texto titulado “La crítica filológica de los textos” de 1917 (Boletín…, 1917). Ahí, por principio de cuentas, dice que “generalmente se mira la edición de un texto literario como una labor de mera paciencia. Copiar fielmente, corregir con esmero las pruebas, parece que es ya bastante señal de competencia. La parte más selecta del público habla a menudo de depurar los textos; imagínase que la lengua del libro o manuscrito se encuentra mezclada con impertinente broza y que a la pluma del editor toca ir separando esas impurezas. Sin embargo, aunque esa fórmula vulgar contenga parte de verdad, la cuestión, mirada atentamente, ofrece un carácter algo distinto y, en todo caso, mucho más complejo” (Boletín…, 1917: 26). Más adelante aclara que “editar un texto significa comprenderlo e interpretarlo; por eso no basta saber paleografía ni copiar atentamente, sino que hay que ir viendo a cada paso, si es posible, la lección del manuscrito […] Concebida así, la tarea de editor científico es resultado de una larga elaboración técnica, y la publicación de un texto viene a ser el coronamiento de la labor filológica” (Boletín…, 1917: 27).

Estas palabras de Américo Castro parece que describen sólo la labor de la edición que un filólogo hace de un texto literario, por lo general manuscrito, pero la verdad es que Alatorre utilizó el método filológico para el manejo de varios tipos de textos. Tal vez por eso le gustaba tanto editar para la nr. Él, por ejemplo, editó textos antiguos, como “La fábula burlesca de Cristo y la Magdalena, de Miguel de Barrios” (1993), el maravilloso trabajo de la edición definitiva de “La Carta de sor Juana al P. Núñez (1682)” (1987), que fue, en su momento, todo un suceso editorial. Pero, además, cuidó la edición de artículos eruditos y escritos por él, como “Contra los denigradores de Lázaro de Tormes” (2002), el fascinante “Quevedo: labios en vez de párpados” (1999) o los de “Hacia una edición crítica de sor Juana”. Además, claro, de la edición de todos los textos enviados por los colaboradores durante los años en que hizo la revista.

A mediados de 1972, Alatorre dejó la nr en manos de Martha Elena Venier y se fue a trabajar a su casa en su obra personal. Entonces, pudo dedicarse a escribir libros como Los 1001 años de la lenga española, Sor Juana a través de los siglos, El brujo de Autlán y muchos otros, pero, la verdad, a pesar de su intención de alejarse de la edición, siempre tuvo como prioridad la nrfh. Reconoció que a partir de ese año se convirtió en “colaborador asiduo”, porque, efectivamente, fueron muchos los textos que nos envió, pero nunca dejó de colaborar en la edición de la revista. A él, quienes trabajamos en la Redacción, le consultábamos las dudas técnicas o de contenido que surgían en el trabajo diario. Y claro que él se encargaba de revisar las citas en latín y en griego de los artículos para que se imprimieran sin errores. A veces venía a vernos, pero, por lo general, le preguntábamos todo por teléfono. Y en más de veinte años no recuerdo haberlo llamado para una consulta y que no atendiera de inmediato. Nunca dejó un asunto de la revista para después. A veces, cuando uno de los textos que escribía se publicaría fuera de El Colegio, por lo general le pedían entregarlo en Word, y, como el profe escribía todo en su vieja máquina Olivetti, tenía que venir a la Redacción de la revista para que la secretaria capturara el texto. Ahí, en lo que daba indicaciones para la captura, y en lo que platicábamos de literatura, él se enteraba de cómo andaba la revista, siempre como parte de los que la editábamos, hasta el último día. Y, así, como parte del equipo, por ejemplo, escribió la Presentación a los Índices que publicamos en 1997, a los 50 años de la revista, y la Presentación al volumen conmemorativo de los Cincuenta tomos de la nrfh de 2003. En ambos casos, nos ayudó a lo largo de todo el proceso. Por cierto, en ese volumen de los 50 tomos, habló de la alegría que le daba ver que después de tantos números publicados, la nr “gozaba de buena salud”. No sólo eso. Un día, yo creo que debió ser a mediados de 2007, cuando El Colegio ya había empezado el proceso de digitalización de las revistas, el profesor Alatorre entró muy sonriente a la Redacción y me dijo que el presidente de El Colegio, Javier Garciadiego, lo había citado para hablar de la revista y felicitarlo por la excelente publicación que dirigía, y me dijo que le habló de lo bien que estaba en cuanto a ventas e intercambios, que marchaba bien, incluso, en lo económico, el punto más débil de las publicaciones académicas. Y es que Conacyt había empezado a pedir a las instituciones que iniciaran ese proceso, y al revisar los números de cada una, el presidente, seguramente, se llevó una sorpresa al ver el estado de la Nueva Revista. El profesor Alatorre fue a verme como para confirmar lo que le había dicho el presidente. Sí, le dije, más o menos se ha mantenido el nivel en cuanto a suscriptores y la difusión a lo largo de los años. Y es que desde que trabajaba en su casa no se ocupó más de cuestiones administrativas, sólo de la hechura. Ese día le conté que estábamos trabajando para que la nrfh estuviera en versión digital en acceso libre y lo que yo pensaba que significaba eso. Y se fue. Nunca lo había visto tan contento. Se enteró entonces de que la nrfh, luego de más de 50 tomos, había iniciado el proceso para publicarse en línea, y el futuro se veía muy distinto de como se veía cuando él la recibió de manos de Lida.

En 2007, Alatorre publicó uno de sus últimos libros, Cuatro ensayos sobre arte poética. Entonces, el profe ya estaba mal de salud, y seguía trabajando con mucho entusiasmo. En el “A quien leyere”, dice agradecer a Antonio Carreira por haberlo ayudado a leer las pruebas de imprenta, porque gracias a eso, dice “es bien posible que se haya realizado aquí el muy elusivo ideal del libro sin erratas” (Alatorre, 2007: 9). Como se ve, muy cerca del final, mantenía aquella idea que recordó de su trabajó en el Fondo, de que le había nacido una pasión por la página bien impresa y un odio por las erratas. Esta casi obsesión por la perfección en lo hecho, y su capacidad de trabajo, le permitieron dejarnos un número impresionante de textos fundamentales para entender y disfrutar la literatura, entre los suyos y los que mejoró con su trabajo de edición. Y este año, en el que la nrfh, la niña de sus ojos, cumple 75 años, sin duda es un buen momento para recordar al profesor Antonio Alatorre y agradecerle porque su dedicación sigue dando buenos frutos.◊

 

Referencias

 

Aguilar, Julio (2013), “Memorias de un filólogo sin corbata”, Confabulario, 26 de octubre.

Alatorre, Antonio (1988), “Palabras de Antonio Alatorre en la conmemoración de los 40 años del cell”, Boletín Editorial de El Colegio de México, mayo-junio, núm. 19.

——— (1997), “Presentación”, en Alejandro Rivas e Yliana Rodríguez (eds.), Nueva Revista de Filología Hispánica. Índice. Tomos I-XLIV, México, El Colegio de México.

——— (2003), “Presentación”, en Antología conmemorativa. Nueva Revista de Filología Hispánica. Cincuenta tomos, en Alejandro Rivas e Yliana Rodríguez (eds.), México, El Colegio de México.

——— (2007), Cuatro ensayos sobre arte poética, México, El Colegio de México.

——— (2010), “La Casa de España en México, mi casa”, en Los refugiados españoles y la cultura mexicana, James Valender y Gabriel Rojo (eds.), México, Residencia de Estudiantes/El Colegio de México, pp. 27-36.

——— (2012a), “Mis ‘fortunas y adversidades’ en El Colegio de México, de 1947 a 1962”, en Estampas, México, El Colegio de México.

——— (2012b), “Lingüística y literatura”, en Ensayos sobre crítica literaria (ed. corr. y aum.), México, El Colegio de México.

——— y Juan José Arreola (1990), “Un diálogo”, Boletín Editorial de El Colegio de México, julio-agosto, núm. 32.

Arreola, Juan José (2002), “Antonio Alatorre y Juan José Arreola: Un diálogo”, en Arreola en voz alta, Efrén Rodríguez (comp.), México, Conaculta.

Arreola, Orso (1998), El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, México, Diana.

Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, Madrid, 1917, t. 41, pp. 26-31.

Díaz Arciniega, Víctor (1996), Historia de la Casa. Fondo de Cultura Económica (1934-1996), 2ª ed., México, Fondo de Cultura Económica.

García Bonilla, Roberto (2014), “Dos encuentros con Antonio Alatorre”, Nocturnario. Revista de Creación Literaria, 23 de febrero.

Lida, Clara E., y A. Matesanz (1993), El Colegio de México: una hazaña cultural. 1940-1962, México, El Colegio de México.

Meyer, Jean (coord.) (1993), Egohistorias. El amor a Clío, México, Centre d’Études Mexicaines et Centraméricaines.

Pacheco, Cristina (1984), Testimonios y conversaciones, México, Fondo de Cultura Económica.

Revistas Mexicanas Modernas. Eos 1943. Pan 1945-1946 (1985), ed. facsimilar, José Luis Martínez (ed.), México, Fondo de Cultura Económica.

 


 

1 Dice Alatorre: “En verdad, durante esos años, la niña de mis ojos fue la nrfh. Puedo asegurar que le dediqué más atención que el propio Lida” (Alatorre, 2012a: 65).

2 Dice Alatorre: “Cosío […] acababa de iniciar la publicación de Historia Mexicana y quería ponerla en manos de alguien con buena experiencia editorial (como yo)” (Alatorre, 2012a: 62, n. 15).

3 “Lo conocí durante las vacaciones entre el primero y el segundo año de Derecho”. Cf. Meyer, 1993: 37.

4 Dice Alatorre que les pagaban 15 pesos por colaboración (idem).

5 Tanto “El desahucio” como “El adiós” aparecieron en el núm. 4 de Pan, 1 de septiembre de 1945, pp. 270 y 265, respectivamente, de la edición facsimilar.

6 Joaquín Díez-Canedo recuerda aquella época: “En 1946 me nombraron jefe de Producción en el Fondo. Me tocó trabajar en la época de oro del Departamento Técnico, que entonces estaba integrado por José Alaminos, Antonio Alatorre, Juan José Arreola, Julián Calvo, Alí Chumacero, Sindulfo de la Fuente y Cristóbal Lara” (Pacheco, 1984: 57).

7 Dice Alatorre: “La generación que siguió a la de 1948-1950 fue la de 1963-1966. Alguna actividad hubo entre tanto […] pero muy exigua” (Alatorre: 2012a: 60, n.).

 


 

* Estudió la licenciatura en Letras Hispánicas y la maestría en Letras en la unam. Además tiene el título de maestro en Diseño y Producción Editorial por la uam-Xochimilco. Su actividad profesional se ha enfocado sobre todo en la edición, en especial en la Nueva Revista de Filología Hispánica, que publica El Colegio de México y en la cual colabora desde hace más de 20 años, ahora con el nombramiento de editor. También se ha dedicado a los estudios de literatura mexicana: entre sus publicaciones más recientes se encuentra “La ciudad en Revista Moderna, Revista Moderna en la ciudad. El Falstaff de Ruelas” en La casa de los siete trovadores: releyendo “Revista Moderna” (1898-1903), editado por Yliana Rodríguez González y Ana Laura Zavala Díaz (unam, 2022).