Antiguo camino a Acapulco

 

CARLOS ALEJANDRO*

 


 

Hacía rato que Paulino y Andrea estaban detrás de una palmera a varios metros de la playa, medio rodeados de maleza, de cochambre de las hojas de plátano caídas y los cocos arrastrados por el riachuelo. Yo estaba con los demás, en esa parte del mar que todavía no es el mar, donde descansan las olas revolcando caracoles. Cuando llegamos, a eso del mediodía, el entusiasmo por las vacaciones nos puso tan borrachos que casi todos tomamos una larga siesta, seguida de suficiente comida. Diego seguía durmiendo en el sillón de al lado cuando desperté. Saqué una caja de aspirinas de una de las bolsas de súper que trajeron las niñas y fui con Jenna, la gringa de intercambio, que ahora hacía figurillas en la arena.

La cabaña era mucho más de lo que necesitábamos: dos pisos, unas cinco recámaras, sofá-camas, cocina y una vista fenomenal del mar. El terreno ya era bastante grande como para que algún vecino escuchara el ruido y se quejara, pero afortunadamente no había vecinos. Estábamos más allá de Barra Vieja, un enclave en la selva, entre Punta Diamante y Puerto Escondido, al que sólo se llegaba tras pasar por muchos tramos de terracería; lo que mi abuelo llamaba el antiguo camino a Acapulco, que utilizaba para llevar a mi abuela a donde nadie los molestara.

Como rentar la cabaña fue una ganga, el resto del dinero se fue en alcohol, refrescos y carne. El plan era quedarnos toda la semana de vacaciones, antes de volver al infierno de los salones. Después la mayoría decidió que regresaría tras tres o cuatro días, pero Alexandre, Javier y yo nos quedaríamos hasta el final.

En el largo periodo que pasó para que todos se levantaran, caminé con Jenna por la arena. Practicaba mi inglés y disfrutaba su español. Ahí aprendí más de ella que en los ocho meses que llevábamos yendo a la misma clase de contabilidad. Su familia se dedicaba a criar ganado en Dakota del Sur y su religión le prohibía tomar. Mientras dormíamos, recorrió el terreno y ya tenía una colección de conchas lista para llevar a casa. Me las enseñó, pero captó al instante que no me sorprendían. Fingí una sonrisa para ocultar el recuerdo de las reprimendas familiares sobre lo poco que valoro las cosas. Pensé en la pérdida de la infancia, en todos los días que Acapulco guardaba de mi vida que no quería visitar. Sofía llegó cuando estábamos sentados en una pequeña barda de piedras a medio construir que serviría de base para una malla metálica. Con ella empezaron las bromas, los juegos, la comida, las cubas; despertaron los otros y ya no pudimos seguir platicando.

Andrés presumió en el camino su habilidad para asar carne y ahora estaba cantando mientras Roberto trataba de satisfacer las diez mil peticiones especiales de las niñas: Con poquita grasa; un taco de chorizo con nopales, pero casi nada de chorizo; una tortilla suavecita, ay no, ésa está muy quemada; ¿no compraron pollo? Angélica salía de la casa con una mano llena de crema al tiempo que gritaba: “¿Dónde está Vargas?”. Nadie respondió. Vargas es una persona difícil de clasificar. Lo había visto cientos de veces; casi siempre salía con nosotros, pero no era mi amigo. Una de esas personas con la que tienes una relación de tanto haberla visto, pero no sabes exactamente de qué tipo. Nuestra plática más profunda terminó con un ¿Y a ti cómo te va? También bien. En la secundaria le empezamos a decir Vergas y aún de vez en cuando alguien le gritaba así en las fiestas. La secundaria es una etapa terrible en la que nunca sabes qué día vas a ser el objeto de una conspiración mundial en la que el único desentendido de lo que está pasando eres tú. Cualquier mañana los pequeños diosecillos en la cima de la pirámide social pueden reunirse y decidir que tu vestimenta no es adecuada, que el último comentario que hiciste fue tonto, que tu propuesta es infantil, que la calificación que sacaste es excesiva, que lo que encontraron sobre tus papás en una página de internet es risible, y terminar con tu vida —la emocional y social, las únicas que importan— para siempre. Basta su decisión para que en minutos todos sepan del error del que se te culpa y te condenen: miradas burlonas, repentinas, fugaces, estallidos de risa, cuchicheos, aquí y allá pequeños grupos de dos o tres que comienzan a comportarse como parte de un cuerpo más grande, próximo a atacar. No importa que algún misericordioso lo prevenga unos minutos antes, el aislamiento y la incertidumbre han acabado con todas las defensas del pequeño.

Cuando yo los conocí, en primero de secundaria, ya molestaban un poco a Vargas, no recuerdo por qué. Luego vino lo de la basura y desde ahí todo empeoró para él. Un día, cuando regresamos del receso, otro niño nuevo, al que casi el primer día de clases apodaron Pinole, se quejó con sus amigos y luego con la maestra de una cantidad despreciable de basura en su silla. Ni la maestra, ni nadie, le estaba poniendo atención realmente, pero él siguió quejándose y pidiendo a gritos al culpable. Recuerdo haber estado a punto de pararme a remover la basura, pero pensé que me podrían acusar y no quería llegar a casa con un reporte luego de apenas un mes en la nueva escuela. La maestra tuvo que hacerle caso porque la lastimosa voz se seguía oyendo. Examinó la silla y calló a todos. Pidió que el responsable confesara y, luego de un minuto de silencio, dijo que hablaría con la tutora porque quería al culpable para el final del día. Quien hubiera sido debía saber que una broma minúscula, boba, se acababa de convertir en un grave error.

La cacería de brujas comenzó de inmediato: todos especulaban, señalaban, preparaban sus veredictos. Pinole sacudió la basura y se sentó, aliviado. Le habían puesto así porque dijo que le gustaba mucho el pinole que Vargas llevaba diario como postre de su desayuno, un polvo gris que nadie conocía. Aunque Vargas, tímido, taciturno, enclenque, y Pinole, grande, gordo, locuaz, se llevaron bien hasta que Pinole se dio cuenta de que convenía más hacerla de bufón de los jerarcas del salón que iniciar un club de rechazados con Vargas. Se burlaban de Pinole, pero ser bufón ya era un escalón arriba, así que Pinole eventualmente empezó a burlarse de Vargas. Probablemente las burlas de Pinole le molestaban más que las de cualquier otro: fue su amigo y lo dejó. Pobre Vargas, la única forma que encontró de arremeter contra la traición de Pinole fue poniendo basura en su silla mientras todos comíamos afuera. Su venganza fue mínima, sin importancia, pero Pinole se había asegurado de convertirla en un escándalo y ya no tenía salida: sólo Vargas se quedaba los recesos en el salón a hacer tarea. Quizá lo podría haber ayudado confesar antes de la salida, pero estaba demasiado asustado. Para el segundo receso, todos lo señalaban, y Vargas esperaba como esperando el patíbulo. La condena fue mucho peor de lo que esperaba. La directora de secundaria, la tutora del salón y la profesora de la clase se pararon como verdugos al frente para esperar al autor de lo que ahora parecía ser un delito imperdonable. No quise voltear, pero me di cuenta de que todos señalaban a una pequeña figura de una banca de en medio. No satisfechas con saber quién era, lo hicieron pasar al frente para preguntarle por qué lo había hecho y que pidiera perdón. Cuando las gotas empezaron a escurrir por los cachetes de Vargas, y el salón se tornó una burla incontrolable, la directora por fin lo sacó.

Vargas se convirtió entonces en el motivo de las burlas de compañeros más grandes, y hasta de otros más pequeños, hermanos de compañeros nuestros, que les habían informado apenas salieron de clases. Pensé que desaparecería al terminar el año y luego juré que se iría antes de terminar la secundaria. Se quedó, y jamás entendí por qué. Para los otros nuevos en la escuela, como yo, estaba la opción de hacerse amigos suyos y condenarse, o hacer burlas para agradar al grupo dominante. No me convencía ninguna opción y me quedé alejado, pero nunca lo defendí.

Ya en la prepa los ánimos se relajaron un poco y empezaron a invitarlo a las fiestas, a las que después de un tiempo terminó yendo. Pero nunca dejaron de molestarlo ni de recordar de vez en cuando sus desgracias. Y quizá no dejaron de hacerlo porque le seguían sucediendo. En una de sus primeras salidas con nosotros fuimos a un terreno en Cuernavaca de los tíos de Alexandre y Vargas acabó tan mal que vomitó y defecó en la casa de campaña. Por supuesto que todos los demás nos hacinamos en otra casa para no dormir con él, pero éramos puros hombres; el asunto no hubiera trascendido si Luis no hubiera creído chistoso tomarle fotos para enviarlas al resto de sus amigos.

Como atado al sufrimiento, Vargas buscó estudiar en alguna de las universidades en donde estudiarían quienes le habían hecho tanto daño, y lo logró. Afortunadamente, esa universidad estaba fuera de la ciudad donde siempre había vivido, con nuevas personas, nuevos amigos, aunque su lastre no se iba. Ahora Angélica, la más payasa y la que menos le había hecho caso desde que yo recuerdo, se quejaba amargamente porque Vargas había dejado sus cosas encima de la suyas y una crema muy líquida, maloliente, se había derramado encima de toda su ropa. Nos volteamos a ver. Nadie sabía.

Nos metimos al mar y Angélica desistió de buscar a Vargas. Con la complicidad del sol de las cinco de la tarde, las parejitas coqueteaban entre chapoteos y los que no teníamos pareja reposábamos: Braulio rompía las pequeñas olas con el torso, Jenna recogía más conchas. Yo hice lo que siempre en el mar, desde que era un mocosillo: me sumergí hasta los hombros y caminé como pato, de vez en cuando metiendo la cabeza hasta justo el labio superior para controlar mi respiración. Luego me puse a flotar de muertito, con mis dedos rompiendo la superficie como si fuera una tela delgada, y en un momento sentí que el cielo difuminaba la línea del horizonte, entraba por el océano y tocaba mis pies, ondeando, como un péndulo.

Así estuvimos un rato. Escuchaba un bullicio ocasional al que no le prestaba mucha atención. Vinieron los mosquitos, las nubes grises en el cielo, la lluvia, las niñas gritando al salir del agua por el frío, la tormenta, más bromas, más risas. Fui el último en salir. Creo que Diego puso la música adentro y empezó a repartir tequila servido en vasos de plástico. Después de un ratito, el diluvió cedió, a pesar de que las nubes seguían amenazando con regresar. A falta de recursos, las niñas pusieron velas en la mesa y en la arena. Para cuando salí con ropa seca, la fiesta ya estaba armada. Me tomé un tequila con Angélica y en otro vaso Rosas me dio una bebida muy cargada. Empezó a sonar Calle 13 y alguien hizo una broma sobre Vargas. Andrea no parecía estar preocupada genuinamente, pero al menos sí decidida cuando dijo que debíamos buscarlo.

La cosa no duró mucho. Lo encontramos sentado contra uno de los rines del coche de Luis, con una botella de tequila casi vacía. Entre Diego y yo lo llevábamos adentro, pero las niñas no querían que vomitara el baño, así que lo sentamos en la playa. El problema era que Vargas no movía las piernas, no vomitaba, no reaccionaba. Sabíamos que estaba vivo por una especie de ronquidos que emitía cada tanto. Las niñas trajeron sus remedios, pero sólo consiguieron que Vargas empezara a gritar que amaba a Andrea, que siempre había estado enamorado de ella. Tampoco dejaba que le dieran de comer. Rosas dijo que, ya que parecía muertito, lo enterráramos en la arena. Y le hicimos caso. Dejamos las cubas y lo enterramos todo, como un soldadito, con los brazos a los costados, arena alrededor de la cabeza e incluso un poco en los cachetes. Trajimos también las velas y lo encerramos en un círculo de pequeñas llamitas. Recuerdo a Jenna moviendo algo en el teléfono que controlaba las bocinas, luego todos brincando y gritando, medio en círculos también, medio sin orden. No estábamos tomados, por lo menos yo no lo estaba. Después de eso sólo tengo memoria de la noche y el mar, una boca del abismo que me tomaba con sus brazos llenos de aire.

Desperté porque tenía tapado el oído y más agua intentando entrar. Había caído una tormenta toda la noche. La madera de la terraza tenía charquitos alimentados por algunos agujeros en el techo de teja, y el cielo era de un blanco que quería atraparlo todo, que se me acercaba. Reconocí a Andrea por su enorme chongo, el mismo de ayer, la misma ropa; estaba caminando de espaldas, y casi se tropieza antes de voltear y verme. Dio unos tres pasos raudos para decirme, casi tocando mis labios, lívida: “¡Vámonos, vámonos ya!”. Me jaló del brazo y caminé hacia el lado opuesto bruscamente, hasta el borde de la pequeña barda de piedras desde donde se veía bien la ribera. Ahí estaba, apenas distinguible, una playera café con shorts pesqueros, oscilando entre las olas más pequeñas, a punto de encallar en la arena. Unos metros adentro, el mar estaba picado, con olas fuertes, como gritando, pero las que llegaban hasta la barda eran muy tranquilas, como los brazos que se extienden para mostrar algo.

Andrea volvió a jalarme muy fuerte del brazo derecho, corrimos al coche y me puso las llaves en la mano. Las puertas de la reja ya estaban abiertas. Lo prendí, quité el freno de mano, con la mirada un poco perdida vi que Andrea tomaba algo del suelo e iba hacia cada una de las llantas de los dos coches que estaban enfrente. Se metió al asiento del copiloto y me gritó que acelerara. Por un segundo puse primera, frené justo antes de chocar, luego en reversa. Puse nuevamente primera y aceleré cuanto pude en la dirección opuesta de aquella por donde habíamos llegado. Andrea me preguntó que si sabía a dónde iba, le dije que se callara. Manejaba con ambas manos en el volante, mientras en el parabrisas caían pequeñas gotitas que se resistían a disolverse con el viento.◊

 


* CARLOS ALEJANDRO

Es narrador, ensayista y poeta.