Annus mirabilis: “La fiesta en el jardín”

La tradición de la literatura en lengua inglesa guarda ciertas fechas como si fueran tesoros: 1600, el año de la composición y primera representación de Hamlet; 1819, el año en que John Keats escribió cinco de sus seis grandes odas en una carrera contra la muerte; 1855, el año de la primera edición de Hojas de hierba, de Walt Whitman, entre algunas otras efemérides igualmente significativas. Pero quizá ninguna se merece tanto como 1922 el honor de llamarse annus mirabilis, “el año de las maravillas”. Debido quizá al espíritu de los tiempos, quizá a la exigencia de una renovación formal como resultado de la Gran Guerra, el año de 1922 vio surgir, de modo prácticamente simultáneo, las obras cumbre de la vanguardia angloamericana, en particular “El yermo” de T. S. Eliot, el Ulises de James Joyce y La habitación de Jacob de Virginia Woolf. Todos ellos son trabajos de extraordinaria ambición, de experimentalismo radical en términos estéticos y, sobre todo, de una influencia incalculable en el devenir de la literatura de occidente. Este año en que se celebra el centenario de su publicación, y a lo largo de cuatro entregas, Otros Diálogos conmemora el mérito artístico y la trascendencia cultural de estas magna opera con expertas traducciones realizadas justamente para ser leídas a la luz de nuestros tiempos.

 

KATHERINE MANSFIELD / TRADUCCIÓN DE MÓNICA MANSOUR*

 


 

La fiesta en el jardín

 

Y al fin de cuentas el clima era ideal. No podrían haber tenido un día más perfecto para una fiesta en el jardín si lo hubiesen mandado a hacer. Sin viento, cálido, el cielo sin una sola nube. Sólo el azul tenía un velo dorado claro de neblina, como sucede a veces a principios del verano. El jardinero había estado allí desde el alba, podando el césped y barriéndolo, hasta que el prado y los oscuros arriates planos donde habían estado las margaritas parecían brillar. En cuanto a las rosas, no se podía dejar de sentir que entendían que las rosas son las únicas flores que impresionan a la gente en las fiestas en el jardín; las únicas flores que todos están seguros de conocer. Cientos, sí, literalmente cientos de ellas habían florecido en una sola noche; los verdes arbustos se inclinaban como si los hubiesen visitado los arcángeles.

No habían terminado de desayunar cuando los hombres llegaron para levantar la carpa.

—¿Dónde quieres que pongan la carpa, mamá?

—Hijita querida, no tiene caso que me preguntes. Estoy decidida a dejar todo en manos de ustedes este año. Olviden que soy su madre. Trátenme como a una invitada de honor.

Pero Meg de ninguna manera podía ir a supervisar a los hombres. Se había lavado el cabello antes del desayuno, y estaba sentada tomándose el café con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado pegado en cada mejilla. Josi, la mariposa, siempre bajaba con una enagua de seda y una camisola de kimono.

—Tendrás que ir tú, Laura; tú eres la artística.

Para allá se fue Laura volando, todavía con su pan con mantequilla en la mano. Es tan delicioso tener un pretexto para comer al aire libre, y además le encantaba tener que ordenar las cosas; siempre sentía que lo podía hacer mucho mejor que cualquier otra persona.

Cuatro hombres en mangas de camisa estaban parados juntos en el sendero del jardín. Cargaban maderos con rollos de lona, y tenían grandes bolsas de herramientas colgadas al hombro. Se veían impresionantes. Laura deseaba no haber traído el pan con mantequilla, pero no había dónde dejarlo, y de ninguna manera podía desecharlo. Se sonrojó y trató de verse severa e incluso un poco miope mientras se acercaba a ellos.

—Buenos días —dijo, imitando la voz de su madre. Pero eso sonó tan terriblemente afectado que se avergonzó, y tartamudeó como niña chiquita:

—Ah… este… han llegado, ¿es sobre la carpa?

—Así es, señorita —dijo el más alto, un tipo desgarbado y pecoso, y cambió de lado su bolsa de herramientas, empujó hacia atrás su sombrero y le sonrió:

—De eso se trata.

Su sonrisa era tan tranquila, tan amistosa, que Laura se recuperó. Qué bonitos ojos tenía, pequeños, pero ¡de un azul tan oscuro! Y ahora miró a los otros: también sonreían.

—¡Ánimo!, no mordemos —parecía decir su sonrisa. ¡Qué amables eran los trabajadores! ¡Y qué mañana tan hermosa! No debía mencionar la mañana; debía ser más formal. La carpa.

—¿Qué tal el jardincillo de lirios? ¿Estaría bien ahí?

Y señaló el jardincillo de lirios con la mano que no tenía el pan con mantequilla. Los hombres voltearon y miraron hacia allá. Un gordito sacó el labio inferior, y el alto frunció el ceño.

—No me gusta —dijo—. No resalta lo suficiente. Mire, con algo como una carpa —y volteó hacia Laura con su modo afable— hay que ponerla en algún lugar donde dé un golpazo en el centro del ojo, si me entiende.

La educación de Laura le hizo preguntarse por un momento si era suficientemente respetuoso que un trabajador le hablara de golpazos en el centro del ojo. Pero sí le entendió.

—Una esquina de la cancha de tenis —sugirió—. Pero la orquesta estará en una esquina.

—Ah, con que van a tener una orquesta, ¿eh? —dijo otro de los trabajadores. Era pálido. Se veía demacrado mientras sus ojos oscuros examinaban la cancha de tenis. ¿En qué estaría pensando?

—Sólo una orquesta pequeña —dijo Laura suavemente. Tal vez no le importaría tanto si la orquesta era bastante chica. Pero el alto interrumpió:

—Mire, señorita, ése es el lugar. Frente a esos árboles. Allá. Ahí quedará muy bien.

Frente a los karakas. Entonces los árboles de karakas quedarían escondidos. Y estaban tan hermosos, con sus hojas anchas, relucientes, y sus racimos de frutos amarillos. Eran como los árboles que uno imagina crecen en una isla desierta, orgullosos, solitarios, alzando sus hojas y frutos al sol en una especie de esplendor silencioso. ¿Deberán quedar escondidos tras una carpa?

Deberán, sí. Los hombres ya se habían echado al hombro los rollos y se dirigían al lugar. Sólo quedaba el alto. Se agachó, pellizcó un vástago de lavanda, se llevó el pulgar y el índice a la nariz y olisqueó el aroma. Cuando Laura vio ese gesto, olvidó los karakas en su admiración de que a él le importaran cosas como esa: que le importara el aroma de la lavanda. ¿Cuántos hombres de los que conocía habrían hecho algo así? Ay, qué extraordinariamente agradables eran los trabajadores, pensó. ¿Por qué no podían ser sus amigos los trabajadores en lugar de los muchachos tontitos con quienes bailaba y que venían a cenar los domingos? Se llevaría mucho mejor con hombres como éstos.

Todo era culpa, decidió —mientras el alto dibujaba algo en el reverso de un sobre, algo que debía ser amarrado o colgado— de estas absurdas distinciones de clase. Bueno, por su parte, ella no las sentía. Ni un poquito, ni un átomo… Y ahora llegaba el tac-tac de los martillos para madera. Alguien chiflaba, alguien vociferaba: “¿Estás ahí, compa?” “¡Compa!” Lo amistoso que era todo esto, lo… lo… Sólo para mostrar lo feliz que estaba, sólo para mostrarle al alto qué tan a gusto se sentía y cuánto despreciaba las convenciones estúpidas, Laura dio un gran mordisco a su pan con mantequilla mientras observaba el dibujito. Se sentía como una muchacha trabajadora.

—Laura, Laura, ¿dónde estás? ¡Laura, teléfono! —gritó una voz desde la casa.

—¡Ya voy!

Para allá se fue de prisa, sobre el césped, por el sendero, por los escalones, cruzando la terraza y hasta el portal. En el vestíbulo su padre y Laurie estaban cepillando sus sombreros para irse a la oficina.

—Oye, Laura —dijo Laurie muy rápidamente—, tal vez puedas echar un vistazo a mi saco antes de esta tarde. Fíjate si necesita plancharse.

—Lo haré —dijo ella.

De pronto no pudo detenerse. Corrió hasta Laurie y le dio un pequeño y breve apretón.

—Ay, me encantan las fiestas, ¿a ti no? —jadeó Laura.

—Bas-tan-te —dijo la voz cálida y juvenil de Laurie, y también le dio un apretón y la empujó suavemente:

—Corre al teléfono, jovenzuela.

El teléfono.

—Sí, sí; ay, sí. ¿Kitty? Hola, buenos días, querida. ¿Vienes a comer? Sí, ven. Encantada, claro. Será una comida medio improvisada, sólo las cortezas de sándwich y los merengues rotos y las sobras. Sí, ¿no es una mañana perfecta? ¿El blanco? Claro, yo me lo pondría. Un momentito, no cuelgues. Me habla mamá —y Laura se hizo para atrás—: ¿Qué dices, mamá? No te oigo.

La voz de la señora Sheridan flotó bajando la escalera:

—Dile que se ponga ese sombrero adorable que usó el domingo pasado.

—Mamá dice que te pongas el sombrero adorable que usaste el domingo pasado. Muy bien. A la una. Hasta luego.

Laura colgó el auricular del teléfono, levantó los brazos sobre la cabeza, respiró profundamente, los estiró y los dejó caer.

—Ah —suspiró, y en el instante después del suspiro se enderezó rápidamente en la silla. Estaba quieta, escuchando. Todas las puertas de la casa parecían estar abiertas. La casa estaba animada con pasitos rápidos y suaves y voces que fluían. La puerta batiente de paño verde que llevaba a las áreas de cocina se abrió y cerró con un ruido sordo. Y luego llegó un largo sonido absurdo y cloqueante. Era el piano pesado que estaban moviendo sobre sus rígidas rueditas. ¡Pero el aire! Si uno se detenía a prestar atención, ¿estaría siempre así el aire? Tenues vientecitos jugaban a perseguirse, entrando por arriba de las ventanas, saliendo por las puertas. Y había dos pequeños puntitos de sol, uno en el tintero, otro en un marco de plata para foto, que también jugaban. Tiernos puntitos. Especialmente el de la tapa del tintero. Estaba bastante tibio. Una tibia estrellita de plata. La podría haber besado.

Repicó el timbre de la puerta principal, y se oyó el crujir de la falda estampada de Sadie en las escaleras. Murmuró una voz de hombre; Sadie contestó, despreocupada:

—No tengo idea. Espere. Le voy a preguntar a la señora Sheridan.

—¿Qué pasa, Sadie? —dijo Laura entrando al vestíbulo.

—Es el florista, señorita Laura.

De hecho, sí era él. Allí, justo adentro de la puerta, estaba una bandeja ancha y poco profunda llena de macetas de lirios rosas. Sólo eso. Sólo lirios: azucenas, grandes flores rosas, bien abiertas, radiantes, casi impresionantemente vivas sobre brillantes tallos escarlata.

—¡Aaay, Sadie! —dijo Laura, y el sonido era como un pequeño gemido. Se agachó como para calentarse con esa llamarada de azucenas, sentía que estaban en sus dedos, sobre sus labios, brotándole en el pecho.

—Es un error —murmuró—. Nadie ordenó tantas. Sadie, ve por mamá.

Pero en ese momento se reunió con ellos la señora Sheridan.

—Todo está bien —dijo con calma—. Sí, yo las ordené. ¿No están preciosas? —apretó el brazo de Laura—. Ayer pasé frente a la tienda y las vi en la vitrina. Y de pronto pensé: por una vez en mi vida tendré suficientes azucenas. La fiesta en el jardín será un buen pretexto.

—Pero pensé que dijiste que no querías interferir —dijo Laura.

Sadie se había ido. El empleado del florista todavía estaba afuera junto a su camioneta. Laura puso su brazo alrededor del cuello de su madre y suave, muy suavemente, le mordió la oreja.

—Mi querida niña, no te gustaría tener una mamá sensata, ¿verdad? No hagas eso. Aquí está el empleado.

Él traía aún más azucenas, otra bandeja llena.

—Amontónelas, justo adentro de la puerta, a los dos lados del portal, por favor —dijo la señora Sheridan—. ¿No te parece, Laura?

—Ay sí, mamá.

En la sala, Meg, Josi y el buen Hans por fin habían logrado mover el piano.

—Ahora, si ponemos este sofá contra la pared y sacamos todo de la habitación salvo las sillas, ¿qué les parece?

—Sí, muy bien.

—Hans, lleva estas mesas al salón de fumadores y trae la barredora para quitar las marcas de la alfombra y… un momento, Hans.

A Josi le encantaba dar órdenes a los sirvientes y a ellos les encantaba obedecerla. Siempre les hacía sentir que estaban participando en una obra de teatro.

—Digan a mi mamá y a Laura que vengan acá enseguida.

—Muy bien, señorita Josi.

Volteó hacia Meg:

—Quiero oír cómo suena el piano, por si acaso me piden que cante esta tarde. Repasemos “Esta vida es cansada”.

¡Pum! ¡Ta-ta-tá Ti-tá! El piano estalló tan apasionadamente que el rostro de Josi cambió. Entrelazó los dedos. Miró afligida y enigmáticamente a su madre y a Laura cuando entraron.

Esta Vida es Caan-sada,
una Lágrima – un Suspiro.
Un Amor que Caam-bia,
esta Vida es Caan-sada,
una Lágrima – un Suspiro.
Un Amor que Caam-bia,
y luego… ¡Adiós!

Pero con la palabra “Adiós”, y aunque el piano sonaba más desesperado que nunca, su rostro se transformó con una sonrisa brillante y terriblemente odiosa.

—¿No estoy con buena voz, mami? —preguntó radiante.

Esta Vida es Caan-sada,
la Esperanza llega para Morir.
Un Sueño – un Dees-pertar.

Pero ahora las interrumpió Sadie.

—¿Qué pasa, Sadie?

—Disculpe, señora, la cocinera pregunta si tiene los banderines para los bocadillos.

—¿Los banderines para los bocadillos, Sadie? —le hizo eco la señora Sheridan distraídamente.

Al verle la cara las hijas se dieron cuenta de que no los tenía.

—Déjame ver —y le dijo a Sadie con entereza—: dile a la cocinera que se los daré en diez minutos.

Sadie se fue.

—Ahora, Laura —dijo su madre rápidamente—, ven conmigo al salón de fumadores. Tengo los nombres en algún lugar en el reverso de un sobre. Tendrás que escribirlos bien para mí. Meg, sube en este momento y quítate esa cosa mojada de la cabeza. Josi, corre a terminar de vestirte en este instante. ¿Me oyen, hijas, o tendré que contarle a su padre cuando regrese a casa hoy por la noche? Y… y Josi, apacigua a la cocinera si vas a la cocina, por favor. Me tiene aterrada esta mañana.

Encontraron el sobre por fin detrás del reloj del comedor, aunque la señora Sheridan no podía imaginar cómo llegó allá.

—Una de ustedes ha de haberlo robado de mi bolsa, porque recuerdo perfectamente… queso crema y natilla de limón. ¿Ya los hicieron?

—Sí.

—Huevo y… —la señora Sheridan alejó el sobre—. Parece que dice ratonas. No puede ser ratonas, ¿verdad?

—Aceitunas, mamita querida —dijo Laura, mirando por encima del hombro.

—Sí, claro, aceitunas. Suena horrible la combinación. Huevo y aceitunas.

Por fin terminaron, y Laura los llevó a la cocina. Encontró allí a Josi apaciguando a la cocinera, que para nada se veía aterradora.

—Nunca he visto bocadillos tan exquisitos —dijo la voz eufórica de Josi—. ¿De cuántos tipos dijiste que había, cocinera? ¿Quince?

—Quince, señorita Josi.

—Bueno, cocinera, te felicito.

La cocinera recogió las cortezas con el largo cuchillo para bocadillos, y sonrió ampliamente.

—Godber ha llegado —anunció Sadie, saliendo de la despensa. Había visto al hombre pasar detrás de la ventana.

Eso significaba que habían llegado los profiteroles. Los Godber eran famosos por sus profiteroles. Nadie ni siquiera pensaba en hacerlos en su casa.

—Tráelos y ponlos sobre la mesa, muchachita —ordenó la cocinera.

Sadie los llevó y regresó a la puerta. Desde luego, Laura y Josi ya eran demasiado mayorcitas para que les importara ese tipo de cosas. De todas maneras, no podían dejar de estar de acuerdo en que los profiteroles se veían muy atractivos. Muy. La cocinera empezó a acomodarlos, sacudiendo un poco el exceso de azúcar glass.

—¿No nos hace rememorar todas las fiestas? —dijo Laura.

—Supongo que sí —dijo Josi, la práctica, a quien nunca le gustaba rememorar—. Se ven maravillosamente ligeros y esponjados, debo decir.

—Tomen uno cada una, queridas —dijo la cocinera con su voz mesurada—. Su mamá no se va a enterar.

Ay, imposible. Lujosos profiteroles tan pronto después del desayuno. La sola idea daba escalofríos. De todos modos, dos minutos después Josi y Laura se estaban chupando los dedos con esa absorta mirada hacia el interior que viene sólo de la crema batida.

—Vayamos al jardín por la puerta de atrás —sugirió Laura—. Quiero ver cómo van los hombres con la carpa. Son tan tremendamente agradables.

Pero la puerta de atrás estaba bloqueada por la cocinera, Sadie, el empleado de Godber y Hans.

Algo había sucedido.

—Tuk-tuk-tuk —cacareaba la cocinera como una gallina clueca. Sadie tenía la mano apretada en la mejilla como si tuviera dolor de muelas. La cara de Hans estaba toda fruncida por el esfuerzo para entender. Sólo el empleado de Godber parecía divertirse; era su historia.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?

—Ha habido un accidente horroroso —dijo la cocinera—. Un hombre murió.

—¡Un hombre murió! ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo?

Pero el empleado de Godber no iba a permitir que le arrebataran su historia delante de sus propias narices.

—¿Sabe esas cabañitas justo aquí abajo, señorita?

¿Conocerlas? Claro que las conocía.

—Bueno, pues hay un muchacho que vive ahí, de nombre Scott, un carretero. Su caballo se asustó de un tractor, en la esquina de la calle Hawke esta mañana, y fue despedido y se pegó en la parte de atrás de la cabeza. Se mató.

—¡Muerto!

—Muerto cuando lo recogieron —dijo el empleado de Godber con fruición—. Estaban llevando el cuerpo a su casa cuando yo venía para acá.

Y le dijo a la cocinera:

—Dejó una esposa y cinco chiquillos.

—Josi, ven.

Laura tomó la manga de su hermana y la arrastró a través de la cocina hasta el otro lado de la puerta verde de servicio. Allí hizo una pausa y se apoyó en ella.

—¡Josi! —dijo aterrada—, ¿cómo vamos a suspender todo?

—¡Suspender todo, Laura! —gritó Josi atónita—. ¿Qué quieres decir?

—Suspender la fiesta en el jardín, claro.

¿Por qué fingía Josi que no entendía? Pero Josi estaba aún más asombrada:

—¿Suspender la fiesta en el jardín? Mi querida Laura, no seas tan absurda. Claro que no podemos hacer nada así. Nadie espera que lo hagamos. No seas tan extravagante.

—Pero de ninguna manera podemos tener una fiesta en el jardín con un hombre muerto justo afuera de la reja de entrada.

Eso de veras era extravagante, porque las cabañitas estaban todas en un callejón al fondo de una subida empinada que llevaba a la casa. Una calle ancha corría por en medio. Eran la mayor aberración posible, y no tenían ningún derecho de estar en ese barrio. Eran pequeñas viviendas mezquinas pintadas de color chocolate. En los jardincitos no había más que tronchos de coles, gallinas enfermas y latas de jitomate. Hasta el mismo humo que salía de sus chimeneas estaba golpeado por la pobreza. Pequeños andrajos y jirones de humo, tan distintos de las grandes plumas plateadas que se desenroscaban de las chimeneas de los Sheridan. En el callejón vivían lavanderas y barrenderos y un zapatero, y un hombre cuya fachada estaba toda claveteada con minúsculas jaulitas de pájaros. Los niños pululaban. Cuando los Sheridan eran niños tenían prohibido poner los pies allá debido al lenguaje ofensivo y a que se podrían contagiar de algo. Pero desde que crecieron, Laura y Laurie en sus merodeos a veces pasaban por ahí. Era repulsivo y sórdido. Salían estremecidos. Pero de todos modos hay que ir a todas partes; hay que ver todo. Así que iban.

—Imagínate lo que sería la música de la orquesta para esa pobre mujer —dijo Laura.

—Ay, Laura —Josi se estaba enojando cada vez más—. Si vas a detener la música de una orquesta cada vez que alguien tiene un accidente, tendrás una vida muy difícil. Yo lo lamento tanto como tú. También siento compasión por ellos.

Su mirada se endureció. Miró a su hermana de la misma manera en que lo hacía cuando eran chicas y se peleaban:

—No podrás resucitar a un trabajador borracho siendo sentimental —dijo en voz baja.

—¡Borracho! ¿Quién dijo que estaba borracho? —Laura volteó furiosa hacia Josi. Dijo, tal como solían decir en aquellas ocasiones—: Iré directamente a contarle a mamá.

—Hazlo, querida —ronroneó Josi.

—Mamá, ¿puedo entrar a tu habitación? —dijo Laura mientras giraba la gruesa manija de vidrio de la puerta.

—Claro, hija. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Por qué tienes ese color?

La señora Sheridan giró en la banca de su tocador. Se estaba probando un sombrero nuevo.

—Mamá, un hombre se mató —empezó Laura.

—¿En nuestro jardín? —interrumpió la madre.

—¡No, no!

—¡Ay, qué susto me diste!

La señora Sheridan suspiró de alivio, se quitó el sombrero y lo puso sobre sus rodillas.

—Pero escúchame, mamá —dijo Laura. Sin aliento, medio ahogándose, contó la terrible historia.

—Desde luego, no podemos tener la fiesta, ¿verdad? —imploró—. La orquesta y todos los invitados que llegan. Nos oirían, mamá. ¡Son casi nuestros vecinos!

Para el asombro de Laura, su madre se comportó exactamente igual que Josi; era más difícil de tolerar porque se veía divertida. Se negó a tomar en serio a Laura.

—Pero, querida mía, usa tu sentido común. Sólo por accidente nos enteramos de esto. Si alguien hubiese muerto allí de muerte natural —y no entiendo cómo se mantienen vivos en esos miserables agujeritos diminutos— de todas maneras tendríamos nuestra fiesta, ¿no es así?

Laura tuvo que decir que sí a eso, pero sentía que todo estaba mal. Se sentó en el diván de la madre y pellizcó el olán del cojín.

—Mamá, ¿no es tremendamente despiadado de nuestra parte?

—¡Querida mía!

La señora Sheridan se levantó y caminó hacia ella, llevando el sombrero. Antes de que Laura pudiera detenerla, se lo había puesto.

—¡Hijita! —dijo la madre—. El sombrero es tuyo. Está que ni hecho para ti. Es demasiado juvenil para mí. Nunca te he visto así: pareces un cuadro. ¡Mírate! —y le acercó su espejo de mano.

—Pero mamá —empezó Laura otra vez. No podía mirarse; volteó la cabeza.

Esta vez la señora Sheridan perdió la paciencia, como lo había hecho Josi.

—Estás siendo muy absurda, Laura —dijo fríamente—. Esa gente no espera sacrificios de nuestra parte. Y no es muy compasivo arruinar el deleite de todos como lo estás haciendo ahora.

—No entiendo —dijo Laura, y salió rápidamente de la habitación hasta su recámara. Allí, por casualidad, lo primero que vio fue a una chica encantadora en el espejo, con su sombrero negro adornado con margaritas doradas y un largo listón de terciopelo negro. Nunca había imaginado que podría verse así. ¿Tendrá razón mamá?, pensó. Y ahora tenía la esperanza de que su mamá tuviera razón. ¿Estoy siendo extravagante? Tal vez esto sí era extravagante. Sólo por un instante volvió a vislumbrar a esa pobre mujer y a esos niños, y el cuerpo que metían a la casa. Pero todo parecía borroso, irreal, como una foto en el periódico. Lo recordaré otra vez cuando haya terminado la fiesta, decidió. Y de alguna manera eso le pareció el mejor plan…

El almuerzo terminó a la 1:30. A las 2:30 todos estaban listos para el gran festejo. Habían llegado los músicos con sus casacas verdes y se habían instalado en una esquina de la cancha de tenis.

—¡Ay, mi querida! —trinó Kitty Maitland—, ¿no parecen ranas más de lo que se puede decir? Deberías haberlos acomodado alrededor del estanque con el conductor al centro sobre una hoja.

Laurie llegó y las saludó de camino a cambiarse de ropa. Al verlo, Laura volvió a recordar el accidente. Quería contárselo. Si Laurie estaba de acuerdo con los demás, entonces de seguro estaría bien. Y lo siguió hasta el vestíbulo.

—¡Laurie!

—¡Hola!

Estaba a media escalera, pero cuando volteó y vio a Laura de pronto infló los cachetes y abrió grandes los ojos:

—¡Qué barbaridad, Laura! ¡Te ves deslumbrante! —dijo Laurie—. ¡Qué sombrero tan genial!

Laura murmuró tenuemente:

—¿Te parece? —y le sonrió a Laurie, y no le dijo nada de lo demás.

Poco después de eso, la gente empezó a llegar a raudales. La orquesta empezó a tocar, los meseros contratados corrían de la casa a la carpa. Adonde se mirara había parejas deambulando, inclinándose hacia las flores, saludando, paseando sobre el césped. Eran como pájaros brillantes que se habían posado en el jardín de los Sheridan durante esta tarde, en camino a… ¿dónde? Ay, qué felicidad es estar con gente que está feliz, juntar las manos, juntar las mejillas, sonreír frente a otros ojos.

—Mi querida Laura, ¡qué bien te ves!

—¡Niña, qué sombrero tan favorecedor!

—Laura, te ves muy española. Nunca te he visto tan despampanante.

Y Laura, resplandeciente, contestaba delicadamente:

—¿Han tomado té? ¿Les gustaría un helado? Los helados de maracuyá de veras están muy especiales.

Corrió hacia su padre y le rogó:

—Papá querido, ¿no podemos ofrecer algo de beber a los músicos?

Y la tarde perfecta fue madurando lentamente, se desvaneció lentamente, lentamente se cerraron sus pétalos.

—Nunca una fiesta de jardín más deliciosa…

—El mayor éxito…

—En realidad, la más…

Laura ayudó a su madre con las despedidas. Estaban paradas una junto a la otra en el portal hasta que todo acabó.

—Todo acabó, todo acabó, gracias al cielo —dijo la señora Sheridan—. Reúne a los demás, Laura. Vayamos a tomarnos un cafecito recién hecho. Estoy exhausta. Sí, fue un gran éxito. Pero ay, estas fiestas, ¡estas fiestas! Niños, ¿por qué insisten en hacer fiestas?

Y todos se sentaron en la carpa desierta.

—Toma un bocadillo, papito. Yo escribí el banderín.

—Gracias.

El señor Sheridan dio un mordisco y el bocadillo desapareció. Tomó otro:

—Supongo que no se enteraron de un atroz accidente que sucedió hoy —dijo.

—Querido —dijo la señora Sheridan, poniendo la mano en alto—, sí nos enteramos. Casi nos arruinó la fiesta. Laura insistió en que la pospusiéramos.

—¡Ay, mamá!

Laura no quería que la molestaran con eso.

—Fue un asunto horrible, de cualquier modo —dijo el señor Sheridan—. El muchacho estaba casado. Vivía aquí abajo en el callejón, y deja a una esposa y media docena de niños, según dicen.

Se hizo un silencio bastante incómodo. La señora Sheridan movía nerviosamente la taza. En realidad, era bastante desconsiderado de papá…

De pronto, miró a su alrededor. Ahí en la mesa estaban todos esos bocadillos, pastelitos, profiteroles, todos sin que nadie se los hubiera comido, todos desperdiciados. Tuvo una de sus ideas brillantes.

—Ya sé —dijo—. Preparemos una canasta. Mandemos a esa pobre criatura algo de esta comida tan buena. Sea como fuere, será un gran agasajo para los niños. ¿No creen? Y de seguro habrá vecinos que pasen a saludar. Qué suerte que ya tenemos todo preparado. ¡Laura! —se puso de pie de un salto—, tráeme la canasta grande que está en la alacena de la escalera.

—Pero, mamá, ¿de veras crees que es una buena idea? —dijo Laura.

Una vez más, qué curioso, se sentía diferente de todos ellos. Llevar sobras de su fiesta. ¿De veras le gustaría eso a la pobre mujer?

—¡Claro! ¿Qué te pasa el día de hoy? Hace una o dos horas estabas insistiendo en que fuésemos compasivos, y ahora…

¡Ay, bueno! Laura corrió a traer la canasta. Su madre la llenó, la atiborró.

—Tú llévala, querida —dijo la madre—. Corre así como estás. No, espera, lleva también los alcatraces. A la gente de esa clase le impresionan mucho los alcatraces.

—Los tallos le van a arruinar su vestido de encaje —dijo Josi, la práctica.

Muy cierto. Justo a tiempo.

—Entonces sólo la canasta. Y, Laura —la madre la siguió mientras salía de la carpa—, por ningún motivo…

—¿Qué, mamá?

¡No, mejor no meterle esas ideas en la cabeza a la niña!

—¡Nada! Ve de una vez.

Estaba empezando a atardecer cuando Laura cerró las rejas del jardín. Un perro grande pasó corriendo como un fantasma. El camino refulgía blanco, y abajo en el hueco las cabañitas estaban bajo una profunda sombra. Qué silencioso parecía después de la tarde. Aquí estaba ella bajando la colina a algún lugar donde un hombre yacía muerto, y no podía tomar conciencia de ello. ¿Por qué no podía? Se detuvo un momento. Y le pareció que los besos, las voces, el tintineo de las cucharas, la risa, el olor a pasto pisado de alguna manera estaban dentro de ella. No había lugar para nada más. ¡Qué extraño! Miró hacia el cielo pálido, y lo único que pudo pensar fue: “Sí, la fiesta fue todo un éxito”.

Ahora ya había cruzado la calle ancha. Empezaba el callejón, humeante y oscuro. Mujeres con chales y gorras de hombre de lana gruesa pasaban apresuradas. Los hombres estaban inclinados sobre las cercas de madera; los niños jugaban frente a las entradas. Llegaba un leve murmullo de las cabañitas miserables. En algunas había un pequeño fulgor de luz, y una sombra, como cangrejo, atravesaba por detrás de la ventana. Laura agachó la cabeza y siguió su camino de prisa. Ahora deseaba haberse puesto el abrigo. ¡Cómo brillaba su vestido! Y el gran sombrero con el listón de terciopelo… ¡si sólo hubiese sido otro sombrero! ¿La estaría mirando la gente? Seguramente. Fue un error haber venido; todo el tiempo supo que era un error. ¿Debería regresarse?

No, demasiado tarde. Ésta era la casa. Tenía que ser. Había un oscuro nudo de personas paradas afuera. Junto a la reja una mujer vieja, vieja con una muleta estaba sentada en una silla, observando. Tenía los pies sobre un periódico. Las voces se acallaron cuando Laura se acercó. El grupo se dividió. Era como si la hubiesen estado esperando, como si hubieran sabido que iba a ir.

Laura estaba terriblemente nerviosa. Echando sobre el hombro el listón de terciopelo, le preguntó a una mujer que estaba por ahí:

—¿Es ésta la casa de la señora Scott? —y la mujer, con una sonrisa extraña, contestó:

—Lo es, mi niña.

¡Ay, estar lejos de todo esto! En realidad, dijo “Ayúdame, Dios mío” mientras caminaba por la pequeña vereda y tocó a la puerta. Estar lejos de esos ojos que la miraban, o estar tapada con cualquier cosa, hasta uno de los chales de esas mujeres. Sólo dejaré la canasta y me iré, decidió. Ni siquiera esperaré a que la vacíen.

Entonces se abrió la puerta. Una pequeña mujer vestida de negro apareció en la penumbra.

Laura dijo:

—¿Es usted la señora Scott?

Pero para su horror, la mujer contestó:

—Pase po favó, seño —y quedó encerrada en el pasillo.

—No —dijo Laura—. No quiero entrar. Sólo quiero dejar esta canasta. Mi mamá la mandó…

La pequeña mujer en el pasillo oscuro pareció no haberla oído.

—Pase por aquí, seño, po favó —dijo con voz untuosa, y Laura la siguió.

Se encontró en una lastimosa cocinita de techo bajo, alumbrada por una lámpara humeante. Había una mujer sentada frente al fuego.

—Em —dijo el pequeño ser que le había abierto la puerta—. ¡Em! Aquí stá una damita.

Volteó hacia Laura. Dijo significativamente:

—Soy su hermana. Descúlpela asté po favó.

—Ay, ¡claro! —dijo Laura—. Por favor, le ruego que no la moleste. Yo… yo sólo quiero dejar…

Pero en ese momento la mujer frente al fuego volteó. Su cara, inflamada, roja, con los ojos hinchados y los labios hinchados, se veía horrible. Parecía como si no entendiera por qué estaba ahí Laura. ¿Qué significaba? ¿Por qué estaba esta extraña parada en la cocina con una canasta? ¿De qué se trataba? Y la pobre cara se volvió a fruncir.

—Está bien, querida mía —dijo la otra—. Yo le vo agradecer a la damita.

Y otra vez empezó:

—Asté la va a desculpá, seño, de seguro —y su cara, también hinchada, intentó una sonrisa untuosa.

Laura sólo quería salir, alejarse. Estaba otra vez en el pasillo. Se abrió la puerta. Caminó directamente a la recámara, donde yacía el hombre muerto.

—Quiere verlo, ¿verdá? —dijo la hermana de Em, y pasó junto a Laura hasta la cama—. No tenga miedo, mi niña —y ahora su voz sonaba afectuosa y afectada, y cariñosamente apartó la sábana—: Parece un retrato. No hay nada que mostrá. Venga, querida.

Laura vino.

Allí estaba un hombre joven, bien dormido: dormía tan intensamente, tan profundamente, que estaba lejos, muy lejos de ellas dos. Ay, tan remoto, tan apacible. Estaba soñando. No hay que volver a despertarlo nunca. Su cabeza estaba hundida en la almohada, sus ojos estaban cerrados; estaban ciegos bajo los párpados cerrados. Estaba entregado a su sueño. ¿Qué le podían importar las fiestas en el jardín y las canastas y los vestidos de encaje? Estaba muy lejos de todas esas cosas. El hombre era magnífico, hermoso. Mientras ellos se reían y los músicos tocaban, esta maravilla había llegado al callejón. Feliz… feliz… Todo está bien, decía ese rostro dormido. Esto es exactamente como debía ser. Estoy contento.

Pero de todos modos había que llorar, y no podía salir del cuarto sin decirle algo. Laura soltó un fuerte sollozo infantil.

—Perdona mi sombrero —dijo.

Y esta vez no esperó a la hermana de Em. Encontró el camino hasta la puerta, salió, se fue por la vereda, y pasó a toda esa gente oscura. En la esquina del callejón se encontró con Laurie.

Él emergió de la sombra.

—¿Eres tú, Laura?

—Sí.

—Mamá se estaba empezando a preocupar. ¿Estuvo bien?

—Sí, bastante. ¡Ay, Laurie!

Tomó su brazo, se apretó contra él.

—Óyeme, no estás llorando, ¿verdad? —preguntó su hermano.

Laura negó con la cabeza. Sí lo estaba.

Laurie le puso el brazo alrededor de los hombros.

—No llores —dijo con su voz cálida y cariñosa—. ¿Fue horrible?

—No —sollozó Laura—. Fue simplemente maravilloso. Pero Laurie…

Se detuvo. Miró a su hermano:

—Pero ¿no es la vida…? —tartamudeó—, ¿no es la vida…?

Pero no pudo explicar lo que era la vida. Qué importa. Él entendió muy bien.

—¿Verdad que , cariño? —dijo Laurie.◊

 


 

* Katherine Mansfield, cuentista, poeta, ensayista y periodista neozelandesa, fue una de las voces más distintivas e influyentes de la vanguardia angloamericana. Su obra se caracteriza por su apertura en el tratamiento de temas como la ansiedad y la sexualidad. Antes de su prematura muerte a la edad de 34 años, Mansfield publicó, entre otros, los volúmenes Felicidad y otros cuentos y Fiesta en el jardín y otros cuentos.

Mónica Mansour es escritora, investigadora y traductora. Estudió Letras Hispánicas y la maestría en Letras Iberoamericanas en la unam. Ha publicado más de quince títulos, entre los que se cuentan Mala memoria (Oasis, 1984), La frágil cordura (unam, 1996), Ensayos sobre poesía (unam, 1993) y José Gorostiza: la creación sin fin (unam, 2015). Su traducción más reciente es Una habitación propia de Virginia Woolf (Porrúa, 2021).