América Latina en la encrucijada del siglo xxi*

En noviembre de 2019 Rebeca Grynspan visitó El Colegio de México para ofrecer una charla. Con presciencia, conocimiento y agudeza, la Secretaria General Iberoamericana situó a América Latina en los contextos económico, geopolítico, institucional, laboral y medioambiental de cara a la nueva década. Otros Diálogos publica una versión de su conferencia en el afán de investigar dónde nos encontramos, como latinoamericanos, y hacia dónde nos dirigimos.

 

REBECA GRYNSPAN**

 


 

No es fácil darse a la tarea de desenredar el porvenir de América Latina en la próxima década. Este siglo xxi se le figura a la región como una gran encrucijada, como el encuentro de varios caminos que tienen el poder tanto de confundirnos como de darnos la opción de tomar, una vez más, el sendero correcto. La encrucijada, como visión, como imagen, puede representar un laberinto, pero también una pausa que enfatiza la necesidad de fijar posición en ciertos temas. La inercia del camino que venimos andando no será suficiente.

La encrucijada en la que se encuentra América Latina es la encrucijada de las que, en mi opinión, son las cinco grandes tendencias que marcarán esta década en el mundo. Y digo en el mundo porque si algo nos ha enseñado la globalización es que cada vez es más necesario estudiar los países y las regiones dentro del contexto planetario, pues nuestros destinos están ahora más entrelazados que nunca.

Estas tendencias son, primero, la económica; segundo, la geopolítica en un contexto de auges proteccionistas; tercero, la crisis institucional producto de la creciente desconfianza ciudadana; cuarto, la Cuarta Revolución Industrial y su efecto en el futuro del trabajo; y, quinto, por último, el riesgo medioambiental y el reto de la transición ecológica.

 

La situación económica

 

Hace apenas un año, 75% de las economías del mundo estaba en proceso de aceleración; hoy se estima que más de 90% entre en proceso de desaceleración. Esta ralentización sincronizada de la economía mundial responde, sobre todo, a dos causas. Primero, a la creciente impotencia de las políticas monetarias de los países desarrollados en un contexto de aversión al gasto fiscal, algo que se ve reflejado en los ya 15 billones (trillions, en inglés) de deuda mundial que redundan en tasas de interés negativas. La segunda causa es la creciente incertidumbre económica que ocasiona la guerra comercial entre China y Estados Unidos. Según el fmi, la guerra comercial ha reducido en 0.8 puntos porcentuales de pib el crecimiento esperado para 2020.

Es por eso que el mercado empieza a arrojar indicadores inquietantes. Alemania, por ejemplo, ya está al borde de una recesión, y muchos temen que otras economías la acompañen prontamente en esto. Es decir, estamos ante el riesgo de que diez años de crecimiento global continuo, aunque insuficiente, tras la Gran Recesión Financiera de 2009, hayan llegado a su fin y de que terminen en un contexto donde tenemos el agravante de haber agotado nuestras herramientas macroeconómicas para hacer frente a un cambio de ciclo. En 2008, los bancos centrales redujeron las tasas de interés en un promedio de tres puntos porcentuales al estallar la crisis; pero hoy día, con las tasas ya en negativo, no hay más que hacer.

Desde 2014, las tasas de crecimiento de América Latina se han reducido y en algunos países ya son negativas. No tenemos mucho espacio fiscal: el precio de las materias primas sigue muy por debajo del techo que tenía en los años que más crecíamos y nuestras tasas de productividad siguen estancadas. En consecuencia, algunos de nuestros logros en materia de reducción de la pobreza y de la informalidad han empezado a retroceder, aunque no en tasas demasiado alarmantes todavía, a la vez que la generación mejor educada de nuestra historia enfrenta el verdadero riesgo de no conseguir los trabajos que se merece.

Por último, la causa principal de nuestro crecimiento durante los años del boom —la inclusión laboral de millones y millones de trabajadores y trabajadoras latinoamericanas, la mayoría proveniente de los estratos más bajos de la sociedad— está frenada. A partir de 2020, la pirámide poblacional latinoamericana empezará a invertirse; por lo tanto, la oportunidad de lograr un crecimiento inclusivo en la región se centra, por un lado, en la posibilidad de lograr la igualdad de las mujeres (el empoderamiento económico igualitario implicaría, según McKinsey, un aumento del pib de la región de 14% en 10 años) y, por otro, en la posibilidad de acompañar el crecimiento con mayores productividades.

 

La tendencia geopolítica

 

Como decíamos, la situación económica global se ha visto resentida por tensiones geopolíticas que no veíamos desde la Guerra Fría; en particular, por la guerra comercial entre China y Estados Unidos que está en ascenso, como lo prueban los aranceles promedio estadounidenses sobre las exportaciones chinas, que han aumentado a más de 25%, desde 3.1% en el que se situaban en enero de 2018. En estas circunstancias, el comercio global se ha contraído en los primeros siete meses de 2019.

El cambio en el ambiente internacional ha sido brusco. Así como 2015 cerró con dos grandes hitos multilaterales —la adopción de la Agenda 2030 y del Acuerdo de París por prácticamente todos los países que integran el sistema de Naciones Unidas—, 2016, en cambio, trajo dos importantes retrocesos, provenientes de los pioneros del multilateralismo de posguerra: Reino Unido decidió salirse de la Unión Europea y Estados Unidos optó por restarse del Acuerdo de París, del Pacto sobre Migración de Naciones Unidas (UN Migration Compact), de la Alianza Trans-Pacífico, del Acuerdo de Irán (formalmente “Plan de Acción Conjunto y Completo”) y de la Asociación Trasatlántica para el Comercio y la Inversión con la Unión Europea.

Pero en estas tensiones recientes la economía es sólo una de las esferas de competencia. A diferencia de la Guerra Fría original, estas nuevas tensiones internacionales tienen un carácter marcadamente tecnológico y comercial. Además, vivimos en el mundo de la multiconceptualidad y la multipolaridad, en el que, al mismo tiempo, los países involucrados dependen ahora mucho más entre ellos. A modo de referencia, en el mediodía de la Guerra Fría, Estados Unidos comerciaba en un año con la Unión Soviética lo que en la actualidad comercia con China en tan sólo un día.

Estas tensiones, a su vez, influyen en las regiones emergentes de manera no sólo económica. Cada vez hay más proyectos de desarrollo y de inversión internacional que funcionan como vehículos de influencia geopolítica: áreas como el desarrollo tecnológico de nuestros países se han ido trastocando en una disputa entre las grandes potencias (el caso de la tecnología 5G es paradigmático en este sentido).

En América Latina, esta situación nos pone en aprietos por dos razones. Primero, porque arriesga nuestra vía al desarrollo a través del comercio debido a las guerras proteccionistas; y, segundo, porque nuestros primeros dos socios comerciales son precisamente China y Estados Unidos. Aunque en México la presencia china es menor, el país asiático ya es el socio principal de casi todas las economías del Cono Sur.

Esto nos lleva a avanzar en nuestra lucha por una mayor integración intrarregional, la cual sigue representando menos de una quinta parte del comercio total de la región: el hecho de que los proyectos de Mercosur y la Alianza del Pacífico estén hablando de convergencia va justamente en esta dirección. Lo mismo sucede con el acercamiento de América Latina a Europa, la cual, tras el pacto con Mercosur, ya tiene acuerdos comerciales con casi todos nuestros países, y está incluso actualizando algunos antiguos, como el acuerdo entre la Unión Europea y México y Chile, por ejemplo. En mi opinión, nuestras regiones se han acercado porque enfrentan retos similares y encaran los mismos valores globales, como la Agenda 2030 o el Acuerdo de París. Por eso, crecientemente nuestras regiones encuentran en la otra una aliada para doblar el músculo con el que se negocia y para conseguir masas críticas en favor del multilateralismo en las distintas instituciones internacionales. En este sentido, esta tendencia nos brinda la oportunidad de elevar nuestra posición en el escenario global con una postura firme y comprometida con las grandes agendas mundiales.

 

La tendencia de la desconfianza ciudadana

 

Mucho más preocupante todavía es la desconfianza ciudadana, un fenómeno que muchos pensamos particularmente inherente a América Latina, pero que en realidad está bastante globalizado. Por ejemplo, en la Encuesta Mundial de Valores (World Values Survey) del año pasado, realizada a más de 30,000 personas en 27 países, más de la mitad de los encuestados decía estar disconforme con la democracia, especialmente por la corrupción y el convencimiento de que el sistema de justicia no trata a todos por igual. Por otro lado, no hace falta sino abrir un periódico para ver que América Latina no tiene el monopolio de las recientes protestas ciudadanas.

No obstante, la situación en la región, sin duda, debe hacernos reflexionar. Por un lado, fruto de los años del boom, ahora tenemos una estructura poblacional nueva, distinta, mucho más educada y que pertenece a una clase media más amplia: una población, a la vez, mucho más exigente. Hemos duplicado la matrícula universitaria y 70% de los estudiantes de nuestras universidades son los primeros en la historia de su familia en ir a ellas; sin embargo, al salir se enfrentan al grave problema del subempleo y a la dificultad de encontrar una inserción laboral de calidad y menos precaria que la de sus padres.

Por eso, según el último Latinobarómetro, menos de un tercio de los latinoamericanos confía en las instituciones democráticas del Estado. Apenas 22% tiene confianza en los congresos nacionales; 25%, en el Poder Judicial y 29%, en las autoridades electorales. Como agravante, esta crisis de representación es también de confianza interpersonal. Sólo 14 de cada 100 ciudadanos latinoamericanos cree que se puede confiar en la mayoría de las personas, algo que representa el promedio regional más bajo del mundo.

Las causas de lo que está pasando son, sin duda, complejas. Con todo, creo que hay una de la que se habla poco, aunque sea parte de un fenómeno humano universal. Me refiero al hecho, bien documentado en la literatura del desarrollo, de que en momentos de cambios acelerados no todo cambia a la misma velocidad. En mi opinión, gran parte de lo que estamos viviendo es causa de que la ciudadanía haya cambiado más rápido que sus instituciones, tanto políticas como económicas. Dos datos son indicativos: el primero es que, a pesar de que casi cuatro de cada cinco latinoamericanos tienen una red social, la inmensa mayoría de los servicios del Estado no están todavía digitalizados. El segundo: sólo 6% de nuestras industrias principales aprovecha su potencial digital.

La tecnología, en este sentido, está abriendo surcos entre nosotros y las instituciones, y me atrevo a decir que entre nosotros mismos también. En Twitter proliferan las caricaturas del “otro”, enfatizando sus defectos; y en Instagram hacemos lo mismo, pero al revés: exageramos sus bondades. En Facebook circulan noticias falsas, las cuales, según el Latin American Communication Monitor, han afectado a 61% de la población más de una vez tan sólo este año. En este sentido, en la medida en que nuestra población habita cada vez más un mundo digital, más se acentúa nuestra divergencia con la realidad y más insatisfechos nos encontramos con ella. Sin embargo, creo que existe la posibilidad de sacar fruto de esta coyuntura si dicho descontento ciudadano nos conduce a fortalecer nuestras instituciones y nuestros derechos.

Por último, no todos los resultados de la Encuesta Mundial de Valores que citaba al comienzo son malos. En el mundo son más los que ven a los inmigrantes como una fortaleza que como una carga, los que perciben que su país se ha vuelto más diverso y que ha aumentado la igualdad de género. Asimismo, las nuevas generaciones son más propicias a tener identidades inclusivas, que se construyen desde la aceptación del otro y no desde su negación. Pero para lograr que la visión de los jóvenes sea la que impere en el futuro, es necesario que no se sientan defraudados. En particular, no podemos dejarles un mercado laboral que no funcione para ellos.

 

El futuro del trabajo

 

Sobre la naturaleza apocalíptica del futuro del trabajo no hay nada escrito en piedra. Esos pronósticos de que desaparecerá la mitad de los empleos del mundo son, lo más probable, alarmistas. Es verdad que hay cierto consenso en torno a que las nuevas tecnologías nos llevarán a una transformación universal de las habilidades que necesitan nuestros trabajadores: desaparecerán las rutinarias no cognitivas y aparecerán habilidades nuevas, la mayoría en la economía digital y en la de los cuidados. También aumentará la movilidad laboral: los jóvenes no sólo no conocerán los trabajos de por vida, sino que tampoco sabrán lo que son las profesiones de por vida. También es cierto que aumentarán las nuevas modalidades de empleo, como, por ejemplo, la llamada Gig Economy o falsa autonomía: tal es el caso de los conductores de Uber, que son y no son sus propios jefes.

Por último, es evidente que hará falta enfrentar estas transformaciones con la actualización de nuestras instituciones laborales, educativas y empresariales; con la ampliación de derechos y la reducción de asimetrías entre trabajadores formales e informales, a cuenta propia y a cuenta ajena, que han trabajado siempre en un mismo sitio o que han cambiado varias veces de empresa; con el aumento de la representación de los sindicatos, a fin de que intercedan por más trabajadores bajo más modalidades; y, desde luego, con una confianza plena en la formación continua a lo largo de la vida, dentro y fuera del puesto de trabajo, de modo que sea posible invertir en nuevos mercados, nuevas ideas y nuevas personas.

La gran pregunta no deja de ser cuáles serán los efectos de esta transformación en América Latina. La realidad es que, si bien la región no está robotizando a la misma velocidad sus sectores manufactureros, en la economía digital, cuyos empleos suelen estar fundamentalmente en el sector servicios, las nuevas tecnologías han entrado a paso firme. Algunos datos son relevantes: América Latina pasó de tener en 2005 menos de 17% de su población conectada al internet a más de 70% en 2018; las tecnologías y los servicios móviles ya generan 5% del pib; se cuenta con casi 350 millones de usuarios de internet móvil (más que Estados Unidos) y se estima que para 2020 serán 420 millones (el equivalente a la Unión Europea). Por otro lado, ya tenemos nueve empresas unicornio y en un país como México ya se emiten 35 millones de facturas electrónicas todos los días.

En este sentido, la Cuarta Revolución Industrial ya llegó a nuestra región, pero solamente a algunos sectores, no a todos. Como dice un comediante estadounidense: “El futuro ya está aquí, sólo que está mal distribuido”. Con todo, debo confesar que al respecto de esta tendencia me siento particularmente optimista. Estoy convencida de que, por la estructura productiva de nuestros países, el gran apetito de contenidos digitales de nuestra ciudadanía y los índices elevados de penetración celular en nuestro territorio, el futuro del trabajo se nos figura también como una oportunidad. Si logramos enseñar, aprender y emprender lo digital, encontraremos una manera de elevar nuestra productividad, de crear empleo digno y de reducir la informalidad y el subempleo juvenil.

 

El cambio climático, sus retos y efectos

 

Para empezar con esta última tendencia, creo que ha llegado el momento de dejar de decir “cambio climático” y de comenzar a decir “crisis climática”, dado que este fenómeno ya se conjuga en tiempo presente. Los últimos cinco años han sido los más calurosos que se hayan registrado en siglo y medio de registro meteorológico. Ya millones de personas, muchas de ellas precisamente en México y Centroamérica, se han visto forzadas a migrar a causa de la desertificación de su campo, su sustento de vida. La crisis climática está generando tensiones geopolíticas y ya cuatro islas del Pacífico han desaparecido de la faz de la Tierra.

No obstante, si el panorama es preocupante en la actualidad, las consecuencias pueden ser aún peores en el futuro. Según un estudio de la Bill & Melinda Gates Foundation, el aumento del nivel del mar podría obligar para el año 2050 a cientos de millones de personas a abandonar sus hogares en las ciudades costeras. ¿Qué pasaría con México, por ejemplo, que es el país con más costa de la región, con casi 11,000 kilómetros? Además, para la misma fecha podrían reducirse los rendimientos agrícolas mundiales hasta en 30%, lo cual impactaría fundamentalmente a 500 millones de pequeños agricultores. Por poner otro caso, el número de personas que carecen de acceso a agua potable podría pasar de los 3,600 millones actuales a más de 5,000 millones en 2050.

Lamentablemente, las proyecciones para nuestra región no son mejores debido al aumento poblacional contemplado en América Latina en las próximas décadas. Se espera que la región sea la más afectada por los efectos de sequía y desertificación: entre 80 y 180 millones de personas (25% de nuestra población) están en riesgo de verse damnificadas. Además, mientras que Europa espera un cambio de temperatura de uno a dos grados centígrados si no logra la transición, en nuestra región este cambio podría ser de casi el triple, de cuatro a seis grados Celsius.

Por otro lado, según el Banco Interamericano de Desarrollo, se calcula que las pérdidas económicas acumuladas por los efectos del cambio climático en América Latina entre 1970 y 2008 ascendieron a 81.5 mil millones de dólares. Más de la mitad son pérdidas debidas a los daños causados por tormentas extremas. Quizá motivada por estas señales, la población latinoamericana es muy consciente de los riesgos climáticos. Otro estudio recoge que 71% de la gente en nuestra región da prioridad a la lucha contra el cambio climático sin importar el costo económico.

Esto último es la primera pincelada de un cuadro más esperanzador. En buena medida, la vulnerabilidad climática de América Latina es la contrapartida de sus riquezas naturales. La nuestra es la región más biodiversa: concentra 50% del área forestal del planeta, los sumideros de carbono más grandes del mundo y 12% de la tierra arable. Además, contamos con casi cuatro veces más recursos hídricos renovables per cápita que el resto del mundo, algo que, por cierto, es sumamente importante en el tema de la transición energética.

Uno de los obstáculos principales de las energías renovables es que son intermitentes y, por lo tanto, tienen problemas de almacenamiento. Sin embargo, la energía hidroeléctrica es la excepción a la regla, gracias a un mecanismo de almacenamiento llamado “represa”. Es por ello que mi país, Costa Rica, es el líder mundial de la transición energética, por lo que ganamos el premio de Campeones de la Tierra este año: 80% de nuestra energía es hidroeléctrica. Con todo, aun en el tema de almacenamiento tenemos ventajas. El premio Nobel de química este año fue otorgado a los investigadores principales de las baterías de iodo de litio, que ya utilizan los carros eléctricos y que se espera que utilicen las plantas solares y eólicas del futuro. Resulta que también somos la región que tiene las mayores reservas de litio del planeta.

De manera que no se pierde la esperanza si los países del mundo terminan de apostar decididamente por las energías renovables, y mi sospecha es que Europa prontamente aumentará sus inversiones en esta área en gran escala, como promete la nueva Comisión de Ursula von der Leyen. Sin embargo, lo importante es aplicar las lecciones correctas e insertarnos en las cadenas de valor para diversificar nuestras exportaciones y agregar valor e innovación a nuestra matriz productiva.

Por último, Latinoamérica es actualmente el escenario del surgimiento de una nueva generación de empresas cuyo propósito trasciende el mero beneficio económico; compañías que buscan, valiéndose de la fuerza del mercado, dar solución a los principales problemas medioambientales y sociales de nuestro tiempo. Según un estudio desarrollado por la segib, en la región existen ya 170,000 empresas con propósito (o triple impacto, o de beneficio de interés colectivo) que emplean a más de 10 millones de personas y que aportan alrededor de 6% del pib de la región.

En definitiva, queda claro que, en el tema medioambiental, a pesar de que el panorama es gris, al fondo se divisan algunos rayos de sol. Las energías renovables son, sin duda, un aspecto clave de la transición socioecológica que debe contar con una ciudadanía activa, un sector público decidido y un sector privado renovado. La buena noticia es que vemos avances en cada una de estas áreas, aunque aún quede mucho por hacer.

 

América Latina en la encrucijada

 

Mi intención con este recuento no ha sido, por supuesto, predecir el futuro, ni mucho menos dictarlo o decretarlo. Me he dado solamente a la tarea, en la medida de lo posible, de delinear los límites de los caminos en los que nos encontramos. La lista, queda claro, es larga y compleja, y requiere apuestas valientes. Pero la solución es compleja porque el camino es largo y es difícil. Si pensáramos que fuera fácil, estaríamos cogiendo el sendero incorrecto.◊

 


* La presente colaboración se ha redactado con base en una charla de Rebeca Grynspan dada en El Colegio de México en noviembre de 2019, misma que a su vez se basó en un texto académico para la Cátedra José Bonifácio del Centro Ibero-Americano de la Universidade de São Paulo, que será publicado en el año 2020.

 


** REBECA GRYNSPAN

Es política y economista. Desde 2014 se desempeña como Secretaria General Iberoamericana de la segib.