01 Ene A la caza de perlas de poesía en los mares de Japón
ALEJANDRO CHIRINO*
Shiranami. Olas blancas. Cien poemas japoneses del mar.
Teresa Herrero.
Hiperión, Madrid, 2020.
Una antología sobre el mar en la poesía japonesa parecería inevitable. No sorprende que una nación isleña, constituida por más de 3 mil islas de distinto tamaño, cuya historia y cultura están ligadas a las bendiciones y sufrimientos que otorga el mar, produjera, desde la Antigüedad hasta la época actual, obras literarias y artísticas que plasmasen el mar como símbolo, como metáfora, como melodía, como destino. Lo que resulta sorprendente es que tal antología no se hubiese publicado en español hasta que Teresa Herrero antologara Shiranami. Olas blancas. Cien poemas japoneses del mar. En los cien poemas excelentemente traducidos que se recogen aquí, se encuentra más que el mar como cuerpo de agua; el tema del mar se desborda hacia todas sus implicaciones: el océano y el vaivén de la marea, las barcas y los archipiélagos, la vida marina que se manifiesta en fauna y flora, la abundancia provechosa de sus frutos, las tormentas homicidas y los naufragios, los días apacibles y los trabajos audaces del hombre en el mar, el océano como origen y fin de la vida; y a nuestros pies, la frontera de la playa, que abarca una mirada entristecida, y la del horizonte, infinita, que separa y une el mar con el cielo.
La historia de Japón está cruzada por el mar: hace 15 mil años arribaron por rutas terrestres y marítimas los pobladores del continente, dando inicio a la época Jōmon; en la segunda mitad del siglo xiii, la tempestad salvó varias veces al pueblo japonés de la invasión mongola desde China; en el xvi, a través de las embarcaciones de misionarios jesuitas y del comercio marítimo con Portugal, Japón tuvo contacto por primera vez con Europa; después, el mar le permitió aislarse de casi todo contacto con el extranjero, hasta que en 1854 se le obligó a abrir sus puertos al comercio occidental mediante el poder de los barcos de guerra; y en 1945, barcos distintos de una guerra distinta llegarían a ocuparlo por fin, después de que Japón se hubiese aislado del resto de Asia por los afanes imperialistas de su Estado. Estas someras viñetas históricas sólo pretenden ilustrar ese destino marítimo que atraviesa y de algún modo dicta la historia de Japón. El mar también ha otorgado la cornucopia oceánica, en especial en las islas Ryūkyū al extremo sur, aunque ese don se ha obtenido a base de músculo y destreza, y en varios poemas se canta a quienes viven de esos trabajos del mar, como en éste de la gran haijin Uda Kiyoko (1935), el número 96 de la antología, el cual expresa la vida anfibia, llena de rigores, del marinero:
Un marinero
sacudido por el viento de mar
y el viento de tierra.
Uda es una poeta contemporánea, pero la antología abre con un ejemplo antiguo de la literatura japonesa, un poema del siglo vii tomado del Manyōshū (万葉集, lit. Colección de las diez mil hojas), escrito por la consorte principal del emperador Tenji tras la muerte de éste en el año 672. Es un poema lleno de duelo por el amado que ya no está, en el que la consorte ruega a los barcos que bogan en mar abierto y en la ribera: “¡no golpeéis la orilla con los remos!”, pues no quiere que espanten a las aves marinas que su señor amaba. Llama la atención el uso de una makurakotoba (枕詞, lit. palabra almohada), un epíteto tradicional utilizado en el Manyōshū, para referirse al mar: isanatori (鯨魚取り), “donde se capturan las ballenas” (de nuevo, los trabajos del mar…). La poeta utiliza esta makurakotoba para el mar Ōmi, el actual lago Biwa, célebre por ser un paisaje constante de la poesía japonesa clásica y por su relación con los poetas.
Por supuesto, no sólo es en la poesía donde se han tratado de plasmar el mar y sus avatares. En la introducción, Herrero cita algunos nombres importantes de la tradición en prosa que ha abordado el mar: el Genji Monogatari, los Cantares de Ise y los Cantares de Heike, el Libro de la almohada de Sei Shōnagon, la novela El marino que perdió la gracia del mar de Mishima Yukio. Uno de los límites de este tipo de antologías temáticas de poesía es, evidentemente, la cuestión del género y del espacio editorial; es decir, sólo se admiten ejemplos poéticos y no de prosa, y el número de poemas que pueden incluirse inevitablemente dejará a muchos poetas fuera. Herrero explica que algunos autores, como Tanikawa Shuntarō, no pudieron incluirse por cuestiones de derechos de autor, mientras que otros, como Mori Ōgai y Endō Shūsaku, quedaron fuera por razones de espacio. A pesar de esto, es grato encontrar que el trabajo de selección de la antologadora logra, con cien poemas, mostrar la permanente presencia del mar y la riqueza que otorga a la historia poética japonesa.
El número cien remite a otra antología fundamental de la tradición literaria japonesa: el Hyakunin Isshu (百人一首) o Cien poetas, un poema cada uno, antologada por Fujiwara no Teika en el siglo xiii. No obstante, Shiranami se diferencia del Hyakunin Isshu en varios aspectos, entre ellos, que en la antología de Herrero hay poetas con más de un poema a su nombre y que tiene una mayor diversidad de géneros y formas poéticas. Esto muestra la diversidad formal de la poesía japonesa, rompiendo los estereotipos que la relacionan únicamente con el haiku. Sí, hay muchos haiku aquí, pero también hay tanka, waka, chōka y poemas en verso libre. Apenas en años recientes se ha comenzado a subsanar la falta de traducciones de formas poéticas japonesas distintas al haiku en español, y Herrero apunta a la dirección correcta con este libro.
Shiranami me recuerda otra antología reciente de poemas del mar, aunque de otra tradición. Me refiero a Aquel vivir del mar. El mar en la poesía griega de Aurora Luque, publicada por Acantilado en 2015. Al leer ambas, una al lado de la otra, se hacen patentes las similitudes y divergencias entre la poesía japonesa y la poesía griega antigua, pero a ambas las recorren e insuflan las mismas ansiedades y las mismas esperanzas frente al mar: la inmensidad, la infinitud del mar, sus peligros y favores; el recuerdo de quienes las olas no devolvieron y la espera de quienes al mar han de volver; el miedo a morir en alta mar y, al mismo tiempo, el deseo invencible de zarpar hacia las aguas indomables.
Esta hermandad marítima seguramente se debe a la geografía de ambas naciones, lo cual lleva a preguntarse si una antología temática similar podría editarse con la tradición poética de otras latitudes. ¿Existe ya una antología del mar en la poesía mexicana, en la italiana, en la inglesa? Sin duda hay poesías nacionales que están más penetradas por el mar y la navegación que otras (la poesía portuguesa, por ejemplo; ¿no están en Os Lusíadas de Camões ya transcritos todos los sonidos y formas del océano?). Me gustaría pensar que la publicación de Shiranami y de Aquel vivir del mar puede servir de convocatoria a otras editoriales, antologadores y poetas a realizar empeños similares.
Finalmente, no sólo es el mar, sino también el elemento humano, los que unen estas distintas corrientes poéticas y a los poetas dentro de cada una de ellas. En el epílogo, Herrero dedica su libro a “esas buceadoras japonesas que se jugaron y siguen [jugándose la vida] como cazadoras de perlas… Y también a los navegantes de esos llamados barcos fantasmas que en la actualidad naufragan con frecuencia en la Isla Sado huyendo o habiendo sido castigados por el régimen de Kim Jong-un” (pp. 130-131). En la búsqueda y la huida se arriesga la propia vida, pero el mar nunca traiciona: no nos debe lealtad. Y sin embargo, el mar es generoso. Son personas reales quienes se enfrentan al mar en esa búsqueda y en esa huida; la poesía nos recuerda esa generosidad del mar que no siempre se recibe y esas vidas humanas que, aun conscientes de ello, con valor navegan hacia él.◊
* Es poeta y ensayista. Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Modernas (Letras Inglesas) en la unam. Fue becario de investigación en El Colegio de México y trabajó en la Redacción de la revista Otros Diálogos. Actualmente estudia la Maestría en Estudios de Asia y África en la misma institución.