1968 Brevísima historia personal

En este ensayo, Ariel Rodríguez Kuri se ocupa de los dos hechos que marcaron el año de 1968 en México: el movimiento estudiantil y los Juegos Olímpicos. Para hacerlo recurre a dos formas de la memoria: la del hombre que recuerda algunos hechos de su infancia y la del historiador que “hace biblioteca” para documentar esos mismos hechos. Ambas cosas se anudan en el origen de un libro que pronto aparecerá publicado por El Colegio de México: Museo del universo. Los Juegos Olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968.

 

–ARIEL RODRÍGUEZ KURI*

 


 

Unas notas personales a propósito de un libro académico resultan un tanto abusivas, en especial cuando las humanidades y las ciencias sociales se han embarcado en una aburridísima deriva autorreferencial, que me incomoda sobremanera. No obstante, y como existimos para contradecirnos, encuentro una coartada de método, por llamarla así, para la peculiar superposición de recuerdos y vivencias propias, de un lado, y las exigencias de prudencia, distancia y objetividad, del otro, que en principio dominan los afanes de escribir un libro de historia sobre 1968. A 50 años, el pasado no acaba de ser pasado y en varios sentidos padecemos la ilusión de habitarlo.

En julio de1968, cuando inició la protesta estudiantil, tenía siete años y vivía en Guadalajara. Pero aquel verano, y no sé de las fechas exactas, mis padres me subieron a un avión, a mí solo, y me enviaron de vacaciones a la ciudad de México, a casa de mi abuelo paterno. Sólo en el curso de las pesquisas para el libro he logrado atar cabos de un aspecto importante para la historia de 1968: como niño de nivel de primaria en Guadalajara, mi escuela estaba regida por el calendario A de la Secretaría de Educación Pública, esto es, las vacaciones “largas” eran en verano; la ciudad de México, en cambio, se regía aún por el calendario B, lo que implicaba que los estudiantes de casi todos los niveles estuvieran en clases durante el verano y descansaran en diciembre y enero.

Como sabemos, las broncas entre estudiantes que llevaron a la intervención torpe y salvaje de la policía tuvieron lugar entre el 22 y el 24 de julio en la Ciudadela, y la huelga que paralizó la educación superior en la ciudad se extendió desde agosto hasta diciembre (al menos en los casos de la Universidad Nacional, el Instituto Politécnico y Chapingo). De hecho, uno de los problemas que enfrentó el Consejo Nacional de Huelga (cnh) al buscar solidaridad más allá de los confines de la capital era precisamente que en muchos estados las universidades y escuelas superiores estaban en receso. En las fuentes de la policía política (Dirección Federal de Seguridad y Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales), uno encuentra que la solidaridad con los estudiantes de la ciudad de México sólo comenzó hacia septiembre y octubre, cuando la represión gubernamental empezaba a golpear al cnh.

He aquí entonces que ese verano me encontré en la ciudad de México, pero sin tener de tiempo completo a mis primos, pues estaban en clases. Una escena seca y en blanco y negro: de noche, en un Valiant, con mis primos y mi tío al volante, vimos pasar un convoy militar por Reforma. Se hizo silencio espeso; por alguna razón creo recordar el profundo y amplio suspiro de mi tío. Nada pasaba afuera esa noche, salvo el lento transcurrir de los vehículos del ejército, que rodaban muy cerca de la banqueta. Sé, porque me interesa el tema, que eran vehículos ligeros de asalto, esos que a veces llaman tanques pero no lo son, porque tienen ruedas, no orugas, y ametralladoras, no cañones. Esos vehículos, que uno puede ver en los documentales del Canal 6 de Julio en el momento de desalojar el Zócalo el 28 de agosto, fueron utilizados en 1968 debido a que la policía de la ciudad no tenía ni los elementos materiales ni la capacitación técnica para operaciones antimotines. Un rasgo fundamental de 1968, que subrayo en mi libro: la policía fracasó estrepitosamente en el control de los estudiantes en los primeros días de las protestas; el 29 de julio el ejército fue llamado a enfrentar a los adolescentes de las vocacionales 5 y 7, y de las preparatorias 1, 3 y 7. Una desmesura.

Tengo para mí que los ejércitos (y las guerras) constituyen grandes temas historiográficos. La organización, financiamiento, reclutamiento, ideología, despliegue y funcionamiento de los ejércitos no son asuntos obvios, y su estudio (especialmente de sus operaciones sobre el terreno) es más complicado aún por la secrecía que caracteriza a la institución. No sería sino en 1999, con la publicación de los papeles del general Marcelino García Barragán, secretario de Defensa en 1968, cuando pudimos empezar a leer el movimiento estudiantil desde la óptica del jefe del ejército. Sabemos, por un ensayo de Julio Scherer, de la trayectoria de García Barragán: después de incorporarse muy joven a las fuerzas del villismo y luego al carrancismo, renuncia a su grado para iniciar de cero sus estudios en el Colegio Militar; recién egresado, es enviado a la lucha contra los cristeros, brutal y sangrienta como fue. Gobernador de Jalisco con el impulso del general Cárdenas, fue defenestrado (y humillado) en 1950 por el presidente Miguel Alemán, a escasos días de terminar su mandato constitucional. Luego de un largo ostracismo, regresó como secretario de Defensa (1964-1970), en lo que seguramente fue una concesión de Gustavo Díaz Ordaz al general Cárdenas.

¿Quién solicitó la presencia del ejército, avanzada la noche del 29 de julio de 1968? Todos los reflectores apuntan al secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez; éste argumentó que los estudiantes, amotinados durante tres días y dueños de varias calles en los alrededores del Zócalo y de la Ciudadela, amenazaban con saquear las armerías del primer cuadro. ¿Pudo girarse una orden de esa envergadura política sin la participación, el conocimiento y la anuencia del presidente de la República? Es altamente improbable. Díaz Ordaz, para aprobar ese despliegue en la capital nacional, debió contar con un mínimo de información confiable. ¿Se basó sólo en la que le trasmitió el propio Echeverría? ¿Pidió la opinión del propio García Barragán, para contrastar al menos los hechos y los peligros? Según algunas versiones, después del llamado al ejército, Echeverría habría reculado esa misma noche, pidiendo al secretario de Defensa que regresaran los soldados a los cuarteles. “Con el ejército no se juega, Luisito” (o algo así) fue la lacónica y biliosa respuesta del general.

Sabemos que el presidente estaba en Guadalajara la noche y madrugada entre el 29 y 30 de julio, aunque no ha quedado establecida la fecha de su partida de la ciudad de México. Esa ausencia ha introducido un buen número de dudas. El presidente no podía llamarse a engaño, menos aún después de los enfrentamientos del 26 de julio, jornada de paroxismo, en verdad épica en la historia contemporánea mexicana (con cientos de detenidos, decenas de heridos, y teniendo a la vista, además, el allanamiento de las oficinas del Partido Comunista). El viaje del presidente es difícil de explicar. ¿Fue a jugar golf en Ajijic, a orillas del lago de Chapala? ¿Huyó del conflicto para no mancharse en la represión que se vislumbraba? A unas diez semanas de la inauguración de los Juegos Olímpicos —el compromiso internacional más importante de la posrevolución—, ¿no calculó el presidente los costos de ocupar con el ejército planteles escolares de adolescentes?

Sostengo en mi investigación que el llamado al ejército modificó la naturaleza de la protesta estudiantil, cuando ésta nacía apenas. Hasta el 29 de julio era una protesta todavía invertebrada, desordenada, y dirigida sobre todo a las actuaciones deleznables de la policía de la ciudad. Con el ejército en la calle y ocupando escuelas vocacionales y preparatorias, la naturaleza del conflicto se modificó desde su raíz: ahora la responsabilidad recaía directamente en el presidente, jefe nato de las fuerzas armadas. Policías y autoridades locales pasaron a segundo plano. Una protesta de adolescentes de 15 a 18 años se desplazó al centro de todo el escenario nacional (e internacional, por los Juegos).

Recuerdo al abuelo Fortunato, en aquellas vacaciones, regresando presuroso a su casa, allá por La Villa, y extendiendo volantes y folletos en una cama. Habló, casi sofocándose, de cosas que no recuerdo pero que adivino: de los estudiantes. Debió ser a finales de agosto o principios de septiembre de 1968. Sólo décadas después pude colegir que el abuelo, médico y nahuatlato, era el testigo que yo no podía ser. Mi regreso a Guadalajara, poco después de la irrupción del abuelo, no me separó del todo de 1968: llegué a plantarme frente al televisor a mirar los Juegos Olímpicos, o eso pienso ahora.

Como sabemos, la memoria es acomodaticia, tramposa y poco confiable. Somos sus servidores, no sus amos. Olvidamos el olvido; es decir, que la memoria tiene sentido sólo porque olvidamos. De lo contrario reviviríamos la pesadilla de Funes, el memorioso de Borges, que necesitaba 24 horas para contar un día de su vida. Viviríamos sepultados en los instantes; ningún relato sería posible. Somos afortunados, somos hombres, porque olvidamos; y olvidamos por las veleidades de la memoria.  Cuando evoco al niño de ocho años frente al televisor, la imagen es una panorámica de un pasillo y un niño y un televisor. Es como si una cámara metafísica registrara la escena desde mis espaldas, a distancia, con el televisor como punto de fuga. Me desdoblo: una mirada emancipada, autónoma, que es mía no obstante, me captura en otra parte, en un sillón. Todo este lance sirva para evidenciar la enorme dificultad de imaginar una asimilación plena de historia y memoria. Como el “chillen putas” de Octavio Paz a las palabras, casi siempre debemos extenuar eso que llamamos memoria, a punta de dudas y preguntas y recelos.

Memorioso de cualquier forma, todo lo que representaron para mí los Juegos se condensaba en la imagen de Bob Beamon en la prueba final de salto largo en el Estadio Olímpico, el 18 de octubre de 1968: una marca descomunal de 8.90 metros que llevó a algunos periodistas e historiadores a considerarlo el mejor desempeño atlético en la historia del deporte. Beamon rompió el récord olímpico por 78 centímetros y el récord mundial por 55, cuando en promedio las marcas se superaban por sólo cinco centímetros cada vez desde 1901. He mirado muchas veces el segmento de Beamon en la película oficial de los Juegos (alrededor de 1:43:00 en la edición en español) para volver a lo básico: el entusiasmo salvaje, primigenio, de un ser humano en su triunfo.

En el libro me pregunto qué son los Juegos Olímpicos para nosotros, los modernos. La mirada puritana, que ocupa una parte de la literatura especializada, ha insistido en una interpretación de los Juegos como beneficiarios y miméticos del gran capitalismo global. Es verdad, pero es una verdad parcial. Desde su reinstauración en 1896, en los esplendores de la Bella Época y de un capitalismo que ya había mostrado sin género de dudas su vocación imperialista, los Juegos (y su ideología, el olimpismo) han acompañado las grandes evoluciones y mutaciones geopolíticas de los centros de poder europeos, estadounidense y asiáticos. Pero en un principio los Juegos cuadrienales que peregrinaban de ciudad en ciudad no fueron un proyecto empresarial sino una adenda un tanto vergonzante, incómoda y mínima en las expos y ferias de las ciudades; mejor sería decir que los Juegos fueron colonizados por las firmas y los grandes nombres del capitalismo una vez que demostraron su perseverancia y sus capacidades persuasivas en las sociedades de masas, ávidas de convertirse en públicos. Y esto sólo sucedió en la segunda posguerra mundial y, más claramente, de la década de 1960 en adelante.

La otra gran sospecha que pesa sobre los Juegos es su utilización por los grandes poderes para alimentar el apetito popular por el espectáculo de masas, siempre sospechoso de ser enajenante o baladí. El gran ejemplo del uso político de los Juegos sería Berlín 1936, los Juegos de los nazis. Así fue. En buena medida, la Alemania hitleriana intuyó las potencialidades de los Juegos adosados al Estado y desde ahí proyectados universalmente con mensajes políticos. Si ha habido un cine olímpico, ese género debe casi todo a Leni Riefenstahl y su Olimpia (película oficial de los Juegos, que trasmite menos un nazismo químicamente puro que una estética posible del totalitarismo moderno, en mi opinión). No es un dato menor en la saga olímpica que en un momento Hitler contemplara la idea de secuestrar los Juegos para depositarlos de manera permanente en Berlín, convertida a la fuerza en la sede permanente para todo el milenio. Olimpia y la capital del Reich serían una misma. Entre 1940 y 1941, una vez rendida Francia y ocupada casi toda Europa, era un sueño más que posible.

Algunos críticos de los Juegos Olímpicos, aquellos que los entienden sólo en términos económicos y de promoción política, suelen dejar de lado un aspecto esencial de nuestra experiencia moderna: nosotros, como cualquier otra sociedad y cultura, requerimos de una dimensión mítica para hacer habitable el mundo. Sugiero en mi libro que los Juegos son, entre otras muchas cosas, un encuentro del hombre y la mujer comunes con el héroe, esa figura del paganismo que los grandes monoteísmos no han podido destruir. El héroe, hombre o mujer único(a), ha recibido de los dioses un don, una potencia excepcional en lo mental, lo físico o lo estético. Puede más que los otros, vive más intensamente y su muerte, con frecuencia, es asimismo un acto radicalmente singular. Pero nada de lo anterior importaría si no fuera por otro atributo: el héroe queda en la memoria de los demás, de los comunes (como Beamon en mis recuerdos). Hijo de los dioses, el héroe es un hombre, sin embargo. Falla y peca como nosotros, lo que facilita la identificación y la comunión. Los Juegos modernos actualizan subrepticiamente la idea del héroe. Sostengo que los Juegos son un vínculo de los modernos con el paganismo, que es la única matriz imaginable del héroe. De ahí su permanencia y proyección universal.

Aprendí a nadar en la Alberca Olímpica, a principios de la década de 1970, cuando era ya una enorme escuela de natación a cargo del Departamento del Distrito Federal. Recuerdo aún mi emoción cuando, al acercarme a los vestidores, sentía el golpe cálido de la humedad intensamente clorada en la nariz. Recuerdo además los ejercicios de pataleo en la alberca de calentamiento (25 metros), agarrado a los cordones que marcaban los carriles, y luego la emoción de salir a la olímpica (50 metros) para repetir el pataleo, ahora con la ayuda de tablas de fibra de vidrio en las manos y con los brazos estirados. Ya en la adolescencia, en la otra parte del mismo complejo, el Gimnasio Olímpico, ingresé en la escuela de voleibol, también del gobierno de la ciudad. Los entrenamientos eran en un frontón anexo, techado y con duela, pero de vez en cuando jugábamos en el Gimnasio propiamente dicho, el mismo donde se escenificaron las competencias olímpicas, unos seis años antes.

Es un hecho comprobable que los Juegos de 1968 no dejaron elefantes blancos y que todas las instalaciones se han usado exhaustivamente en los últimos 50 años. El ogro filantrópico mexicano mostró en este plano una de sus mejores versiones, sobre todo en términos de planeación y previsión. Tal no es la tónica de las ciudades sedes, al menos no de todas. Se conocen los fracasos financieros y urbanísticos de ciudades olímpicas como Montreal (1976), Moscú (1980), Atenas (2004) y Río de Janeiro (2016), o las colosales inversiones, respaldadas por Estados autoritarios, al estilo de Tokio (1964), otra vez Moscú (1980) o Beijing (2008), que otros regímenes políticos, más abiertos y plurales, no habrían permitido en los mismos términos.

En 1968 fue clave la capacidad de los organizadores por adaptar los Juegos a la ciudad, y no lo contrario. De hecho, los Juegos mexicanos fueron de muy bajo costo (poco más de 500 millones de dólares de 1982), la cifra más baja entre 1964 (Tokio) y 1988 (Seúl). El procedimiento del comité organizador (que encabezó el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez) fue utilizar exhaustivamente la capacidad instalada de la ciudad y sólo construir aquellos equipamientos no disponibles. A grandes rasgos, podría decirse que una proporción cercana a la mitad de las instalaciones olímpicas se levantaron desde sus cimientos (como la Villa Olímpica, la Alberca y el Gimnasio, el Palacio de los Deportes o el Canal de Cuemanco) y la otra mitad se celebraron en instalaciones ya disponibles (el Estadio Olímpico, la Arena México, el Teatro de los Insurgentes, la Magdalena Mixhuca y demás).

En el noveno aniversario de Tlatelolco, en 1977, yo estudiaba el segundo año de bachillerato en la Preparatoria 6 de la Universidad Nacional. No recuerdo cómo sucedieron las cosas, pero con cuatro o cinco compañeros fuimos a la manifestación que honraba la fecha. Amén de algunas provisiones de seguridad (un compañero llevaba un paliacate impregnado de vinagre por si había gases lacrimógenos, nos dijo), lo que recuerdo era un ambiente, si se me permite, festivo. Como historiador profesional, uno de los elementos que más me han intrigado de la segunda mitad de la década de 1970 (en la presidencia de José López Portillo) era aquel optimismo generalizado sobre el futuro del país. Para el otoño de 1977, dos de las ideas fuerza más importantes del gobierno (la administración de la riqueza petrolera y la reforma política electoral, a la que acompañó una amnistía por cierto tipo de delitos considerados políticos) ya habían sido ampliamente publicitadas y ambas, sabemos hoy, habían tenido una recepción positiva. El país había entrado en una espiral de optimismo porque de un plumazo parecía resolver dos de sus problemas estructurales: el financiamiento del desarrollo y la normalización de la competencia política. Al menos en la perspectiva de un adolescente de 17 años, la conmemoración del 2 de octubre en 1977 fue un acto ligero y esperanzador.

Me habría sido imposible escribir sobre 1968 si no hubiese tenido a la mano algunos títulos clave. Un día, quizá alrededor de los catorce o quince años, leí Los días y los años, de Luis González de Alba. Confieso que un montaje literario de esa sofisticación me costó algún trabajo. Quedaron grabados a fuego algunos pasajes y situaciones narradas por González de Alba, como las charlas de los presos más conspicuos en las celdas de Lecumberri o las descripciones de la entrada de los manifestantes al Zócalo. Pero sobre todas las cosas recordé esa escena del 2 de octubre, cuando González de Alba, semidesnudo, es conducido a un camión del ejército para ser trasladado al Campo Militar número 1; al acercarse al vehículo, un soldado hace un movimiento de brazos y González de Alba teme un golpe más; el soldado, muy joven, introduce un pedazo de melón en la boca del prisionero. En ése y en otros relatos, González de Alba no dejará que los pequeños gestos de solidaridad, comprensión y simpatía (incluso, o sobre todo, de soldados) se diluyan en la noche.

Los días y los años es, a mi juicio, y de lejos, la mejor crónica de 1968. De hecho, ningún otro testimonio o análisis académico que yo conozca iguala esta obra, tanto por la elegante sobriedad de lenguaje como por la calidad y precisión de la narración, además de la información puntual que ofrece. Todos los temas de 1968 están ahí: los orígenes, el desarrollo y los límites de la protesta, el estado de ánimo, los desencuentros entre los muchachos, sus deseos. Hoy entiendo que es una virtud mayor del libro la lucha del autor contra la fragmentación de su memoria en aras de lo imposible, una historia coherente de acontecimientos recientísimos y dolorosos hasta el límite, de los cuales ha sido partícipe y testigo. A mi juicio, Los días y los años debe ocupar un lugar en la saga de las grandes crónicas de México en el siglo xx, al lado, por ejemplo, de las de Martín Luis Guzmán.

En la Facultad de Ciencias Políticas, donde estudié sociología, presenté un trabajo final al profesor Juan María Alponte (seudónimo de Enrique Ruiz García), una gloria de la cátedra universitaria. Debió ser una aproximación fallida si me atengo a la calificación que obtuve, pero ese esfuerzo me permitió por vez primera, hacia 1980, familiarizarme con la todavía escasa literatura sobre el 68 mexicano. Mi gran hallazgo fue el estudio de Sergio Zermeño, México: una democracia utópica (México, Siglo XXI, 1977). Zermeño elaboró las categorías de análisis más duraderas para el estudio del movimiento estudiantil. Hoy, unos 40 años después de la aparición del libro, la tipología de los actores de la protesta (la base radical joven, la izquierda universitaria, el sector profesionista) sigue siendo el mejor y más útil encuadramiento de los participantes. El estudio de Zermeño es realmente una sociología de los actores y una sociología del conflicto como tal.

Pero siempre es necesario rebasar los bordes. Tengo para mí que uno de los grandes placeres del historiador es “hacer biblioteca”, una expresión que busca trasmitir la emoción de recorrer reseñas, catálogos y estantes para dejarse atrapar por títulos y autores en principio no vislumbrados por el investigador. Fue así con Tony Judt y su Postguerra: una historia de Europa desde 1945 (México, Taurus, 2011), libro admirable y prueba palmaria de la importancia de la historia trasnacional. Judt proporciona un relato pormenorizado del estado de destrucción de Europa al finalizar la Segunda Guerra Mundial, y de los ensayos para su reconstrucción. Especialmente relevante es el meticuloso seguimiento de los nuevos pactos políticos en las democracias occidentales que consagraron la universalización de la salud, la educación y el retiro de los ciudadanos a partir de la obsesión —así habría que llamarla, y para bien— de que la década canalla de 1930 (la que llevó a la conflagración mundial) no se repitiera. Judt provee al lector con una narrativa del desempeño socioeconómico de Europa que está en la base del cambio cultural experimentado en los años 60, aunque no necesariamente otorga a esa década el peso específico de otros autores. Una gran paradoja asoma en Judt, y que es esencial en el estudio del México post 68: las prefiguraciones y fortalecimientos políticos y doctrinarios de la nueva derecha, en especial en Gran Bretaña, como un producto directo, aunque a veces soterrado, de las efervescencias de la década de 1960.

Una de las experiencias más emocionantes para el lector, al menos uno de mi edad, es la posibilidad de vincular hechos notables de la historia política con las propias reminiscencias como lector de prensa. Si algo recuerdo de la primera mitad de la década de 1970 es la sección internacional de Excélsior (primera plana y hojas 2 y 3 de la primera sección), con las notas, reportajes y entrevistas que hacían del mundo —es decir, aquello que no era México— un lugar fascinante y, eso creía yo, cognoscible para un adolescente (me temo que la prensa y en general los medios producidos en México han experimentado una involución aldeana que parece irreversible). Cuando Judt entra a desmenuzar las razones del desmantelamiento del Estado benefactor europeo, por ejemplo, cuya diana de arranque fue Margaret Thatcher y los nuevos torys en Gran Bretaña en 1979, estamos ante una historia ya vivida, aunque sea desde lejos. De una manera que aún merece reflexión, queda la certeza de que en este plano de proximidad temporal es incluso más importante el historiador y su narración, desde el momento en que coloca en blanco y negro hechos que él cree conocer sólo porque los recuerda, al estilo —en mi caso— del secuestro y asesinato de Aldo Moro en Italia, la primera elección de François Mitterrand, el atentado contra el almirante Luis Carrero Blanco y la muerte de Francisco Franco, o la Revolución de los Claveles en Portugal.

Un libro es un espejo de libros, y eso no tiene remedio. Como es obvio, un libro sobre el 68 mexicano coloca en el centro de la mesa el asunto de la ciudad. De una u otra forma, vivir en Guadalajara durante cuatro años me preparó para estar permanentemente en una actitud de regreso a la ciudad de México. En la niñez, se pierde y se gana una realidad mítica; la otra, si existe, no importa gran cosa. I Speak of the City: Mexico City at the Turn of the Twentieth Century (Chicago y Londres, University of Chicago Press, 2013), de Mauricio Tenorio, ha sido también un gran referente. Con esa peculiar metodología que Mauricio ha desarrollado, la ciudad de México se convierte en el centro del universo en virtud de una paradoja: la obsesión del propio Mauricio por una lectura desnacionalizada de las evidencias y los discursos históricos, de los intercambios e influencias intelectuales —en temas que atañen a una ciudad y a una nación—, redunda en un rescate espectacular, no hay otra palabra, de lo peculiar e intransferible del experimento que llamamos ciudad de México. Eso fascina de la obra de Tenorio: entre más insiste en ubicar la ciudad en el contexto de la ciudad/mundo, más ciudad de México nos regresa. Ejercicio notable, el cual suscribo, precisamente por lo incontrolable de sus imágenes y resultados.

Terror y utopía: Moscú en 1937 (Barcelona, Acantilado, 2014), de Karl Schlögel, ha resultado en un estremecimiento. La capacidad de Schlögel para identificar la fragmentación radical de una ciudad en un breve periodo tiene pocos precedentes en la historiografía, creo. Es la historia de un palimpsesto. Sus pequeños capítulos en un libro extenso, que transita de una obra literaria a una obra hidráulica delirante, de una tienda de departamentos a la construcción del metro, de los procesos de Moscú a los instintos básicos de los trabajadores migrantes (que eran el público en primera fila del terror estalinista), del cementerio a la memoria de las víctimas, envuelven al lector en el vértigo enloquecido de la vida, en esa barbarie que también es parte del experimento moderno, nos guste o no. Ni premonición ni sinécdoque de la historia soviética, Moscú en 1937 era un teatro absoluto, un laboratorio presidido por un científico demente y un coro cuyo verso más íntimo era quién construye las ciudades, quién el Fausto impávido que destruye lo viejo para construir lo nuevo, y se sale con la suya.

Tengo para mí que una aportación a la historiografía del siglo xx, y a la posibilidad misma de imaginarlo, es el libro de Roger Griffin Modernism and Fascism: The Sense of a Beginning under Mussolini and Hitler (Londres, Palgrave Macmillan, 2007). Griffin plantea la posibilidad de que el fascismo haya tratado de obturar el tiempo contemporáneo y haya tenido éxito en semejante experimento. En otras palabras, el fascismo fue lo que fue no sólo por plantear la llegada de un tiempo nuevo sino por su capacidad de depositar en la conciencia de millones de europeos que eso era posible e inminente. Lo que es distintivo del fascismo (agrego, en una interpretación muy libre de Griffin) fue la asunción popular de un proyecto no sólo político sino mítico-temporal. Tal desmesura ancló el fascismo en el inconsciente colectivo, para que se expresara como un hecho cultural. Por tanto, la densidad y profundidad del fascismo iría más allá de un modelo político bárbaro (en el cual prosperó y se afianzó la violencia como emisaria del fin del conflicto) para avanzar hacia la consagración de la idea de la muerte en un tiempo histórico. Esa idea de un tiempo roto y luego relanzado por la sola voluntad de los hombres dio otros significados a la cotidianidad de hombres y mujeres comunes, y la afianzó (a la cotidianeidad) como el basamento de la legitimidad política.

El estudio de Griffin conecta con las pulsiones presentes en los orígenes del discurso olímpico moderno. Ya dije que el nacionalsocialismo se mostró fascinado con las promesas de los Juegos, y ciertamente más allá de sus posibilidades propagandísticas. Regresa otra vez el asunto del tiempo, del siglo interrumpido por el mito. Toda la ideología del olimpismo y su propuesta hiperrígida sobre los calendarios, la parafernalia y el protocolo olímpicos, son la evidencia de su intervención del tiempo, y su formalización. El ciclo pagano rompe la identidad abrumadora del tiempo moderno. A la idea de progreso, que se expresa metafóricamente como una línea continua, o en todo caso como una espiral ascendente, se le impone un retorno, el de un tiempo nuevo asequible en la escala de la vida del hombre y la mujer comunes. Los dioses no esperarán el fin de los tiempos, ni la realización de toda finalidad humana; disciplinados y humildes, regresarán cada cuatro años para recordarnos que posponer es morir.

Una imagen poderosa, que podría resumir mucho de lo que significó 1968, la debemos a la pluma de un novelista inmenso, Juan García Ponce, en Crónica de la intervención (México, Conaculta, 1992, 2 vols.):

 

Así, al cabo de veinticinco siglos, en el nuestro, se había llegado al momento en que debía celebrarse un nuevo Festival Mundial de la Juventud y la nación elegida para tener el honor de escenificarla […] se preparaba para cumplir con su deber dentro del concierto de las naciones con la mayor efectividad posible. Pero era de esperarse que, de acuerdo con la singular voluntad que ya la había animado durante toda su corta historia como nación independiente, no se conformase con eso. Ella —la nación—conocía el pasado griego y aparte de contar con un pasado propio y particular igualmente desaparecido, estaba dispuesta a reproducir el modelo original con la mayor fidelidad posible. Es cierto que el Festival era un acontecimiento eminentemente deportivo; pero nadie podía dejar de reconocer que también representaba o tenía un significado cultural, ejemplificando en sus orígenes la indestructible unión entre el cuerpo y el espíritu o, en otras palabras, entre el deporte y la cultura.

Por ese motivo, en su firme propósito de cumplir con la mayor precisión y amplitud a su alcance con la tarea que le había sido encomendada, la nación estaba dispuesta a humillar a los escépticos, a demostrar que era digna de la alta misión que se le confiara e inclusive superar los ejemplos anteriores con nuevas aportaciones que aumentarían el brillo del Festival Mundial de la Juventud y durante unos días mantendrían los ojos del mundo fijos en su accidentado territorio. A partir de esta suma de reconocimientos, los organizadores nacionales del Festival, con un sagaz e inagotable espíritu de enriquecimiento, decidieron unir al presente otra característica del pasado en la que se inspiraba la celebración de las competencias; el deporte demostraría su indisoluble unión con la cultura y un número de eventos igual al de las competencias meramente corporales se realizarían para celebrar el espíritu (I, 436).

 

Novela erótica, como casi cualquier narración de García Ponce, ahí se recuperan unos ambientes y personajes cuya presencia y comportamiento era legítimo, más que nada, imaginar. Alimentado de las sensaciones y recuerdos de su paso por el Comité Organizador de los Juegos Olímpicos (donde fue editor de textos), García Ponce publicó esta novela extensa unos 30 años después. Su “Festival Mundial de la Juventud”, que es la encriptación literaria de los Juegos mexicanos y de sus hombres y mujeres, presenta por momentos un fragmento del México que pudo haber sido: ocioso, libre, hedonista, alegremente perverso con los cuerpos, sus deseos, y con todas las celebraciones estéticas e intelectuales de rigor. Crónica de la intervención es la novela de 1968, según yo, en cuanto es eco intenso y verosímil de las vivencias de una élite ilustrada y joven, a su manera libertaria, que se alimentó de los Juegos y su significación profunda para México. Con todas las mediaciones y distorsiones gozosas que están en los fundamentos de su literatura, García Ponce nos legó una parábola, al menos así lo interpreto, de los trabajos y los días de los Juegos, tal como cualquiera de nosotros hubiese querido vivirlos.

A Fernando del Paso y su Palinuro de México (1977) debo la imagen de unas “ágoras salvajes” y, más aún, la certeza de que el tiempo avanza más allá de 1968. Sospecho que, si bien la novela está ambientada en la antigua Facultad de Medicina de la Universidad Nacional, en la Plaza de Santo Domingo, se trata sólo de una licencia del novelista (pues ambientarla en Ciudad Universitaria habría sido una salida muy aburrida, la verdad). Lo fascinante de Palinuro —ese estudiante eterno que sabe de memoria los libros de anatomía (y sus ediciones), las enfermedades más improbables y los grandes nombres en la historia de la medicina— es que está siempre en otra parte, en el futuro de sí mismo. Sea porque como estudiante de medicina se horroriza de la sangre, no la soporta, o sea porque su verdadero hábitat es el lenguaje, en fin, Palinuro recorre las islas de la publicidad, de la propaganda, que es en esencia el verdadero, el real, México post 68.

No pienso que Palinuro sea una novela sobre 1968; seguro es una novela sobre lo que siguió. Si aceptamos que el movimiento estudiantil fue derrotado, de eso puede haber pocas dudas, y que los Juegos Olímpicos y la protesta estudiantil, ambos, constituyeron una revolución en la manera de comunicar, significar y decir en México, el universo que se expandió fue el de las palabras y las persuasiones, y mucho menos el de la política formal. Por eso algunas de las páginas memorables de Palinuro transcurren en los paraísos ficticios, es un decir, creados por una agencia de publicidad, en uno de los viajes más alucinantes y bellos de la novela. Y por eso el amor de Palinuro por su prima, novia y amante, Estefanía, empieza y acaba en duelos y retruécanos verbales entre ambos, tan alucinantes o ridículos o sublimes como los jingles de la agencia de publicidad. Concluyo que en Palinuro hay una sabiduría especial: la que reconoce nuestra metamorfosis mexicana post 68, ese gran recorrido desde el pueblo al actor y finalmente al público.◊

 


* EL DR. ARIEL RODRÍGUEZ KURI
Es profesor-investigador del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.