Traverso o la nueva anatomía de la melancolía (2/2)

Publicamos aquí la segunda parte del ensayo de Christopher Domínguez sobre la obra del historiador italiano Enzo Traverso, cuya primera parte apareció en el número 4 de Otros Diálogos. Domínguez Michel ahonda en esta segunda entrega sus reflexiones sobre el concepto de “melancolía”, en particular aquella nostalgia por el pasado que, como lo concibe Traverso, es reivindicada como una rebeldía.

 

–CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL–

 


 

Problemas de método   

 

En La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo xx, Traverso abandona la cronología intelectual en favor del estudio de problemas ya anunciados en A ferro e fouco, como el del siglo corto, la comparación entre 1789 y 1917, el asunto de los fascismos y el nazismo o la Shoah, junto a otros nuevos conceptos como el biopoder de Foucault y Agamben, el exilio como observatorio del historiador y el problema de historizar la memoria. Mi reseña será breve en cuanto a los asuntos ya tratados: Traverso asienta, con Hobsbawn, que “el socialismo soviético fue horrible”, pero que “no había otra alternativa”, y cree, con Trotski, que el estalinismo fue un repliegue de la fatal Revolución rusa sobre sí misma. El Terror, llamémoslo patriótico, de Stalin, salvó paradójicamente a su peor enemigo en 1945 y le permitió reformarse y sobrevivir hasta la fecha.

Hobsbawn, asume Traverso, rechaza el concepto de totalitarismo. Aunque innegables, las semejanzas entre los regímenes de Hitler y Stalin fueron fenoménicas, epocales. Por un lado —lo hace notar el historiador italiano—, el británico fue un hegeliano no dispuesto, contra la Escuela de Fráncfort, a cargar el nazismo a cuenta de la razón ilustrada. El comunismo de Hobsbawn, nacido de la guerra civil europea, siempre es conservador, no libertario (como acaso lo sea el de Traverso), y su maestro inglés tal vez sea “un comunista tory”,1 cuya interpretación, por ejemplo, del 68 francés se parece más a la de un liberal como Raymond Aron, quien consideró mayo como un “psicodrama” y no un acontecimiento, como lo conciben Traverso y otros neocomunistas.

La crítica más penetrante de Traverso al acta de defunción de ambas revoluciones, la francesa y la rusa, por Furet, apoyado en Tocqueville, justo en 1989, año de la caída del Muro de Berlín y del bicentenario de la reunión de los Estados generales, es que los liberales también asumen una visión teleológica de la historia. Si para la historiografía soviética había una línea de continuidad entre Robespierre y Lenin, Furet suprime “cualquier causalidad determinista en la secuencia catastrófica de 1789-1793 sólo para afirmar otra narración providencial: la del mercado y la democracia occidental”.

Al rechazar a la ideología como aquello que determina a la historia, como un plan previo providencial, Traverso desecha también a quienes han visto en el Edmund Burke de 1790 a un crítico del totalitarismo, en las antípodas de Hannah Arendt, quien lo sitúa como uno de sus precursores al combatir a la Revolución francesa. Todo catecismo anticomunista, dice en La historia como campo de batalla, sólo invierte, en los mismos términos, al catecismo comunista. Rechaza así “la versión antibolchevique de una historia bolchevizada”. Una y otra, dice, son cruzadas religiosas.

Traverso es más afín a la idea de las revoluciones (que incluyen a las contrarrevoluciones) de Arno J. Mayer, en The Furies (2002), entendidas precisamente como furias en las cuales el terror no depende de la ideología. Nace de los hechos por una suerte de generación espontánea y los bolcheviques son devorados por una tormenta suscitada por la Gran Guerra. No podemos, dice Mayer, con el aparente respaldo de Traverso, seguir pensando en “revoluciones buenas” (como la estadounidense, que deslumbró a Arendt) y “revoluciones malas”, ni mantenernos en una dicotomía dieciochesca: Kant y Hegel justificando el Terror jacobino versus el progreso del Mal, contra Goethe y Schiller, que encontraban en 1793 un retorno a la barbarie. A las revoluciones, concluye Traverso, hay que “historizarlas” mediante la “desmitologización”.

No es que los mitos sean ajenos al estudio de las revoluciones, pero hay que aislarlos, como si fueran material radiactivo, de una historia cuyos hechos, si se sabe tratarlos, son a su manera puros, según lo interpreto yo. La toma del poder por los bolcheviques, dice Traverso, no es el “putsch de una minoría sanguinaria”, sino la consecuencia de las “mayorías fluctuantes” (el hecho puro, subrayo yo) que cruzaban esa Asamblea Constituyente de 1917-1918 que Trotski arrojó al basurero de la historia.

Al seguir en paralelo a los intelectuales comunistas y fascistas, Traverso regresa al caso Dreyfus y al nacimiento de la noción de intelectual, tratando de sentar las diferencias entre güelfos y gibelinos. El antifascismo, contra François Furet, no fue sólo propaganda estalinista y tiene desde luego un origen italiano dada la prelatura histórica de Mussolini, que el francés ignora —insiste Traverso— en El porvenir de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo xx (1995). De la misma manera, pone en duda los esfuerzos de Sternhell por hacer del fascismo una cosa francesa. Habiendo tenido apenas un “fascismo de ocupación” (Robert O. Paxton) y un engendro entre la vieja derecha de la Acción Francesa y el hitlerismo, el lamentable régimen de Vichy es poca cosa para sustentar semejante “galocentrismo” en el desenlace del fascismo, por más que el antisemitismo goce de linajudos antecedentes franceses, como los del conde de Gobineau y Éduard Drumont.

El fascismo, qué duda cabe, ilustró una de las características de la modernidad —dice Traverso—: la transformación del nacionalismo en religión civil, una vez que “estetizó la política”, como dijo famosamente Benjamin. Pero la principal preocupación de Traverso es separar metodológicamente el fascismo del comunismo. Sólo los une —según George L. Mosse— el antiliberalismo, mientras que otra de sus fuentes, Emilio Gentile, dice que la diferencia entre el nacionalismo de uno y el internacionalismo del otro es sustancial. Esto último es difícil de sostener partiendo del fracaso de la Revolución alemana, que convirtió a la Internacional Comunista —como lo denunció Trotski sin desmayo— en un instrumento de la política nacionalista de Stalin, provocando el fracaso revolucionario lo mismo en China que en España. Más sentido tiene la diferencia radical sostenida por Zeev Sternhell —y por no pocos comunistas, es verdad— de que el comunismo se presenta como el heredero de la Ilustración y el fascismo como su sepulturero.

Quizá Traverso aceptaría que los movimientos totalitarios del siglo xx, en sus simpatías y diferencias, son herederos ambos de la Ilustración y de la Contrailustración, de la misma manera en que los historiadores literarios hemos acabado por admitir que no hay una cesura radical entre las Luces y el romanticismo. Que el fascismo, aunque no se reduzca a eso, no existiría sin el anticomunismo no es una respuesta muy apta, y regresa el asunto al corral del huevo y la gallina. Viendo otra vez la cuestión desde la crítica literaria, tanto el fascismo italiano como el comunismo previo al desmembramiento de la Oposición de Izquierda (hacia 1930) fueron a la vez modernistas y conservadores. En Moscú cabían Mayakovski y Tatlin —acompañados de los conocidos gustos artísticos “pequeñoburgueses” de Lenin y Trotski (siempre más sensible a la vanguardia)— junto al patriotismo cultural de Stalin; en Roma, Gabrielle d’Annunzio y su estética decadentista sobrevivieron entre la raíz, también futurista, del fascismo. Las diferencias, finalmente, entre el fascismo italiano y el nazismo alemán son abundantes, sobre todo en la negativa del primero a adoptar la naturaleza biológica del racismo antisemita, aunque no puede dudarse que Mussolini inspiró lo mismo a Lenin que a Hitler.

La discusión académica presentada por Traverso entre Martin Broszat y Saul Friedländer, sobre qué fue en realidad el nazismo, pierde de vista el bosque totalitario para examinar con celo botánico su floresta. Historizar el nazismo, como bien lo entiende Traverso, es correr el riesgo de normalizarlo, como él mismo hace con el bolchevismo, sin mayores escrúpulos. Interviniendo en la discusión entre Broszat y Friedländer, Traverso rechaza con razón los intentos de aislar 1933-1945 de la historia alemana, lo cual lleva a la cuestión más espinosa del siglo xx (y de algunos otros por venir, quizá): la excepcionalidad del Holocausto, en la cual no entraré. Traverso acaba por conceder que tan escalofriante como el genocidio nazi es que la mayoría de los alemanes —hoy los testimonios son abrumadores— estaban en términos generales al tanto del exterminio de los judíos europeos, y que fue escaso, y por ello tan notable, el número de hombres justos alemanes que los defendieron. La cuestión del antisemitismo como núcleo del nazismo puede resolverse, con muchos de los interesantes problemas de método planteados por Traverso para ilustración de sus lectores, moralmente. La malignidad intolerable de la empresa de Hitler fue el antisemitismo recargado de todas las sinergias a las que podía recurrir. “La racionalidad moderna, administrativa e industrial, no explica el crimen”, concluye Traverso; “ésta fue la manera de ponerlo en práctica”.

En un extremo están quienes ven en el Holocausto una aberración; en el otro, quienes lo consideran como un modelo al cual la sociedad postindustrial ha recurrido sin necesidad de cámaras de gas ni alambres de púas. Este último exceso retórico —frecuente en la Escuela de Fráncfort y en personajes tan célebres actualmente como Giorgio Agamben (cuyo biopoder, nacido con Michel Foucault, discute Traverso en La historia como campo de batalla)— es en realidad bolchevismo puro: el fascismo no puede sino ser la etapa final en el desarrollo del capitalismo. Este método, lo ilustra Traverso, tuvo seguidores resueltos en el anticolonialismo, como Aimé Césaire, para quien el Holocausto no fue sino la reproducción europea y, en pequeña escala, de la habitual violencia colonialista. Dicho que nos lleva a Fanon, a Sartre y a los defensores de las subsecuentes formas de totalitarismo, todas ellas menores en comparación a Hitler y Stalin, hasta que aparecieron —aplaudidos por los anticolonialistas— discípulos acaso más diestros que sus maestros, como Mao y Pol Pot.

Los italianos, por la importancia de su cuestión meridional, suelen opinar con ligereza sobre América Latina, y en ello Traverso no es la excepción. Sin duda es cierta la tesis de Benzion Netanyahu de que la —por cierto, herética— “limpieza de sangre” exigida a los españoles por el Santo Oficio de la Inquisición es un antecedente irrefutable del antisemitismo nazi, pero de ahí a considerar que “el concepto de genocidio es válido para el Nuevo Mundo” hay un mar de fondo. El genocidio es volitivo, si no, no lo es, como el propio Traverso lo explica con claridad. Sin intención de exterminio deliberada y después planificada no hay genocidio. Tras Bartolomé de las Casas, no lo hubo en la América catolizada. Se trató de una violenta conversión religiosa masiva, al grado que durante los virreinatos se crearon nuevas sociedades, distintas del dominante mundo iberoamericano, pero también de las civilizaciones mesoamericanas.

Nunca me han resultado convincentes las explicaciones económicas del totalitarismo: así como la Solución Final desperdició recursos que hubiesen retardado la derrota alemana, el Gulag fue un castigo ideológico colectivo que, al recolocar la esclavitud en el corazón del siglo xx, en poco ayudó a la modernización brutal emprendida por la urss. Quizá Traverso concuerde conmigo.

Terminaría yo este apartado dedicado a los problemas de método refiriéndome al séptimo capítulo de La historia como campo de batalla, dedicado a “Europa y sus memorias”, donde, como liberal, concuerdo con Traverso, quien, primero que nada, distingue (algo inconcebible en la prensa y en las redes sociales) la memoria, “como conjunto de recuerdos individuales y de representaciones colectivas del pasado”, de la historia, “un discurso crítico sobre el pasado” y “una reconstrucción de los hechos y de los acontecimientos pasados tendientes a su examen contextual y a su interpretación”. Partiendo de ello, las leyes de memoria histórica confunden, mezclan y desordenan —a veces con las mejores intenciones de reparar daños en realidad irreparables— una y otra cosa. Llevan al derecho, asegura el historiador italiano, a pretender decidir sobre el pasado, fijando las normas con las que la sociedad pretende discutir su historia.

Ese “pasado clausurado” (Traverso), en mi opinión, provoca, en las sociedades democráticas, conductas antiliberales recurrentes y perniciosas. En el contexto de 1945, la desnazificación exigía prohibir toda la simbología nazi. Mantener esas prohibiciones, ochenta años después, las obliga a desplazarse, con gran impunidad, a los antros y basureros de internet, convirtiendo aquello que debería combatirse frente a frente en el campo de las ideas y de los documentos, como ha ocurrido contra los negacionistas del Holocausto, en un boxeo de sombras con el eufemismo. Se prefiere, como ocurrió recientemente en Francia, que se lean las ediciones inmundas de Bagatelas para una masacre, de Louis-Ferdinand Céline, a que Gallimard imprima una versión científica, filológicamente impecable. El manoseo del callejero español, donde los nuevos alcaldes izquierdistas cambian a placer nombres de calles según baremos ideológicos de actualidad, y muy suyos, es notoriamente estalinista, pues en ciertos casos historiza el delito de opinión. La víctima tiene derecho a la reparación jurídica, no al consuelo de una interpretación ideológica única suministrada por el Estado.2

 

Unas líneas sobre la cuestión judía

 

Europa y Estados Unidos han renovado en los inmigrantes, particularmente en los de origen musulmán, los caracteres heredados de la judeofobia, como lo explica Traverso en El fin de la modernidad judía (2013), libro hasta cierto punto impecable sobre la paradoja sionista y las intrincadas relaciones entre el Holocausto, una verdadera religión cívica del siglo xxi, basada en la filosofía moral y el Estado de Israel, una extravagante democracia teocrática acusada de manera recurrente de ser el gran resabio postmoderno del colonialismo en contra de los palestinos, a quienes Arendt profetizó como los nuevos parias que generaría el sionismo. Lo que es increíble es la ausencia, en Traverso, de los verdaderos orígenes de la llamada islamofobia, ese terrorismo islamista del cual no se ocupa en El fin de la modernidad judía.

Los judíos europeos y sus comunidades en Europa, antes de la Segunda Guerra Mundial, jamás atentaron contra sus vecinos cristianos, a diferencia de los fanáticos islamistas desde antes de los atentados a las Torres Gemelas, a los cuales han seguido matanzas sin fin, cuyas víctimas mayoritarias han sido musulmanes de otras obediencias, cuyo trágico final le importa poco al melancólico Traverso. Tan dado a desechar a la ideología cultural como explicación de la historia, en este caso, y sin ningún escrúpulo, Traverso omite que, para desgracia de todos, la islamofobia, en buena medida, se debe no sólo al terrorismo infiltrado con facilidad en las sociedades abiertas, sino a prácticas musulmanas, sobre todo contra las niñas y mujeres, inaceptables en todo el mundo y más aún en países regidos por nacidas de la Ilustración.

 

Conclusión: la izquierda melancólica

 

Traverso es uno de los grandes historiadores de nuestro tiempo. Comparado con sus contemporáneos anglosajones —de otras generaciones, algunos vivos, otros no—, como Anthony Beevor, Timoty Synder o Tony Judt, el políglota Traverso destaca por su formación en el marxismo heterodoxo francés, posterior ya no a 1968 sino a 1989, y por la buena escuela del historicismo italiano, con el cual sostiene, desde luego, profundas querellas familiares. Es un historiador-ideólogo que, sin desdeñar los hechos, de los cuales tiene información precisa, a veces los oculta en provecho de su principal cometido: salvar a la izquierda marxista del mundo incomprensible que la rodea cuando nos acercamos a cumplir los primeros veinte años del siglo xxi. En 1991 teníamos una visión beatífica, tan fantástica y tan errática como la soñada por Victor Hugo poco antes de morir, en 1885, caído el Segundo Imperio y restaurada la República francesa, la tercera, en la cual se fraguó en buena medida ese siglo xx, cuya lectura es la obsesión que comparto con Traverso (y conmigo, desde luego, miles de sus lectores). Su libro central —o acaso el más comercial— es Left-Wing Melancholia (escrito originalmente en inglés, como resultado de un seminario de Traverso en Cornell, en 2014) y en curso de traducción a varias lenguas.

Malinconia di sinistra. Una tradizione nascolta (uso la versión italiana de Carlo Salzini, revisada por el autor) no puede tener un principio más desconsolador para quienes pensamos en 1989-1991 como uno de los momentos más emocionantes para la historia, como hazaña de la libertad (sí, Benedetto Croce), con una cita de Daniel Bensaïd, el fallecido maestro trotskista de Traverso, para quien, nada menos que en 1991, quedaba claro, tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la urss, que la batalla entre el socialismo y la barbarie la iba ganando, de calle, la barbarie. El universo del “socialismo burocrático” denunciado por Trotski, al menos en el fragmento escogido por Traverso, no es ningún motivo de alegría para Bensaïd. Será porque las revoluciones antiburocráticas soñadas por los trotskistas, en algunos sitios, sí las encabezó la clase obrera, pero para restaurar el capitalismo. Acto seguido, en homenaje a Bensaïd, quien murió contagiado de vih, Traverso usa una comparación de dudoso gusto entre una pandemia contemporánea al fin del comunismo, la del propio sida, como un ejemplo de resistencia —la de los militantes gays—, y una derrota que parecía entonces devastadora y catastrófica, como lo fue el fin del comunismo aun para los trotskistas, despojados de la malignidad que los tornaba benévolos.

No es lo mismo una pandemia, en efecto, de origen biológico aún no del todo esclarecido, que se cebó en una minoría secularmente calumniada y perseguida —los homosexuales— que las consecuencias políticas prácticas de una teoría política —se localice, da igual, el inicio de la patología en Marx, Lenin o Stalin— puesta en práctica por ideólogos que se propusieron, a menudo sin el menor atisbo de remordimiento, el asesinato de millones de personas con el fin de rehacer a la humanidad entera en nombre de la felicidad. Comparar la melancolía de estos derrotados, muchos de ellos hombres sin mácula o almas bellas, sin duda, con la entereza de tantos homosexuales ante una desgracia natural que no fue inventada en ningún laboratorio, es un tanto majadero.

Pero, tras este mal sabor de boca, entremos a Malinconia de sinistra, interesantísimo libro, como lo son todos los de Traverso, quien entiende la melancolía, remitiéndola a sus orígenes judeo-portugueses, como “la tristeza o el miedo por la amargura o la opresión del exilio”.3 El comunista —utilizo el término en su acepción más amplia— es para Traverso, más que un derrotado, un exiliado de esa historia que encarnó, la cual está siendo escrita —apoyándose el italiano en Reinhart Koselleck— por los vencedores de 1989. Ese concepto de melancolía, proveniente de Benjamin (pasando por Bensaïd), no es privativo de quienes creyeron en la Revolución, ni de quienes, cercanos al liberalismo o al marxismo (se nos ofrecen los ejemplos de Alexis de Tocqueville o Adorno), se dejaron ganar por el pesimismo, en vez de ser unos derrotados que aceptaron su propia derrota. Tras repasar la polémica Hobsbawn/Furet, Traverso se refugia en que la historia del socialismo, como la del propio capitalismo, no podía sino estar orlada de tragedias, la mayor de ellas, el fracaso de la Revolución de Octubre. Aquí Traverso incurre en una falsificación frecuente entre los defensores de los bolchevismos, que es atribuir a Octubre y sus sóviets la paternidad sobre una justicia social que ya había sido diseñada casi en su totalidad por la socialdemocracia europea (y su versión rusa, el menchevismo) y hasta por los socialistas-revolucionarios: unos y otros no sólo víctimas directas de Lenin y Trotski, sino a quienes su programa les fue plagiado. Toda la política agraria bolchevique fue expropiada de mala fe (como lo demostró la catastrófica deskulakización de los años treinta) del Partido Socialista Revolucionario, dada la proverbial antipatía del leninismo por los campesinos.

En fin, el melancólico de izquierda de Traverso no está de luto sino que permanece “narcisistamente” unido al objeto amado y perdido, lo cual es una oportuna autocrítica, visible en la notable iconografía del libro. Ese narcisismo parece provenir de Benjamin, del cual cabe decir algunas cosas antes de hablar de la forma en que Traverso se sirve de él. Fue uno de los espíritus más sofisticados y refinados del siglo xx, y el colosal influjo de su obra fragmentaria no creo que haya sido sobrevalorado. Benjamin vale lo que cuesta. Pero de ello a convertirlo en un santo, o en el mismísimo “ángel de la historia”, cuya melancolía lo salva todo, hay un trecho. Su vida política e intelectual, cruelmente interrumpida, como la de millones de judíos europeos, dista de ser ejemplar, como no lo es la de nadie que haya pactado con el weberiano demonio de la política, como el propio Benjamin lo sabía con honradez.

Si Rimbaud, como dijo Paul Claudel, fue un místico en estado salvaje, Benjamin se acerca más al místico en estado de perfección, más interesado en la angelología de la historia que en la historia misma. Se lee mucho a Benjamin y se sabe poco de él. Tomemos la biografía más reciente, la escrita al alimón por Howard Eiland y Michael W. Jennings, titulada Walter Benjamin. A Critical Life (2014), más empática con las ideas de ese curioso teólogo que fue Benjamin que con su vida, vista por este par de profesores con una distancia un tanto desdeñosa. En relación con los temas que obsesionan a Traverso, deben recordarse ciertas cosas, como su indiferencia frente al estalinismo, visible en su tendenciosa y partidista condena del André Gide que regresa de la urss, cuyo libro desaprobó sin haberlo leído —se ufanó de ello en carta a Margarete Steffin—, pues posiciones políticas de esa naturaleza, dijo, tal cual lo indicaba el partido, no podían darse a conocer al gran público sin dañar a la causa del proletariado.

Gide, según Benjamin, fue un diletante, aunque en ese caso quien se comportó como tal fue el segundo: en vez de tomar posesión pública sobre él, escribió un artículo de distracción sobre Thierry Maulnier y el arte fascista. A diferencia de algunos de sus colegas de lo que después se conocería como la Escuela de Fráncfort, Benjamin nunca condenó los procesos de Moscú. Literato —aunque mal crítico literario, como lo aseveró Marcel Reich-Ranicki, dado su alineamiento a las obras palomeadas por el realismo socialista4—, Benjamin veía con morbo las desventuras de Arthur Koestler en esa guerra civil europea que sobrevoló como un ángel.5

Desde luego, Benjamin y Bertolt Brecht lamentaron en privado el pacto germano-soviético de 1939, justificándolo en beneficio de la urss —que no podía ser medida como la de un poder imperialista como cualquier otro—, junto a los excesos de la política literaria soviética, pero no mostraron empatía alguna ni por los trotskistas, aunque al dejar Dinamarca en 1938, afirmó —la alegoría era lo suyo— que Rusia había permitido la amputación de sus extremidades europeas, antes del pacto Molotov-Ribbentrop. Para desgracia de Benjamin, en ese periodo su sumisión a las ideas de Brecht (y a su cinismo) era inquebrantable, incluidas las condenas a quienes se alejaban de la Internacional Comunista, como Bernard von Brentano e Ignazio Silone. Entre los comunistas de los años treinta que tengo por mis figuras morales preferidas estarían desde luego Silone, Serge o Boris Souvarine, pero no Benjamin.

Buena parte de Malincolia di sinistra es un inventario de derrotas, ilustrado por películas de Chris Marker, Carmen Castillo, Visconti o Angelopoulos, no muy distinto a los viejos martirologios católicos. La Iglesia y la muerte. El comunismo y la muerte, también. Personajes siniestros —liquidados por enemigos siniestros—, como Miguel Enríquez, Roque Dalton o Ulrike Meinhof, son elevados por Traverso a una dignidad de martirio que a él, melancólico, lo conmueve. Pero a veces, cegado por su narcisismo electivo —esa ideología que le permite ocultar, en un análisis sobre la modernidad judía, el terrorismo islamista, aunque en sus locuaces entrevistas lo condene—, Traverso olvida que no todos sus lectores comparten a sus muertos. Para quienes ésa ya no es nuestra parroquia, llorar es imposible, por razones morales, aquéllas con las que los historiadores no soportan toparse, aunque sea obligación hacerlo para quienes, como Traverso, también ejercen de intelectuales públicos.6 En fin: ¿en nombre de qué moral, la suya o la nuestra, Enríquez llevó a la tortura y a la muerte a sus camaradas, al prohibirles el exilio a los miristas? ¿No es acaso Dalton otra víctima ejemplar de las purgas estalinistas extendidas hasta los rincones más ignotos de Centroamérica? ¿Meinhof no fue una hitleriana après la lettre? Un estudioso de las mutaciones del fascismo en la actualidad podría al menos preguntárselo, en este último caso.7

El derrumbe de 1989, que a Bensaïd (que, como su discípulo, al buscar en las antípodas a Charles Péguy, demostró altura intelectual) le parece el retorno de la barbarie, es para Traverso, desde luego, muy grave. Lo cuantifican como triple: crisis teórica del marxismo, crisis estratégica del proyecto revolucionario y, nada menos, crisis social del proyecto de emancipación universal.8 Benjamin, dicen, es una brújula para orientarse en medio de la tormenta. Yo encuentro otra cosa, en efecto melancólica: a un Traverso mirando esas aguas que Koestler cruzó creyéndolas un manantial y de las cuales salió rodeado de cadáveres, y no encontrándose, Narciso, a sí mismo, sino al ángel de la historia soñado por Benjamin. Inmortal, como todos los ángeles, pues a Traverso, citando a Susan Buck-Morss, no le molesta que para deshacerse de esa otra incomodidad, el positivismo, el marxismo recurra al misticismo teológico. En América Latina algo sabemos de las consecuencias de engendrar esa creatura: entre Moscú y Jerusalén, siempre está Roma, no Atenas.

Benjamin, qué duda cabe, está bien elegido por Traverso como su arcángel de la guarda. Yo no sé francamente si —como se cree con frecuencia— sus famosas “Tesis sobre la filosofía de la historia”, que se han vuelto tan citadas como las de Marx sobre Feuerbach, incluyan desencanto alguno, visible o no, sobre el destino de la urss, y si esa ocultación de la melancolía sea compatible con Traverso. De cualquier manera, concuerdo en que el narcisismo es claro: en Malinconia de sinistra hay un enamoramiento del objeto amado y perdido. En El drama barroco alemán (1928), cita Traverso, Benjamin reconoce una obstinación en quien contempla a quien ha muerto como si quisiese salvarlo. Traverso concluye asegurando que eso no quiere decir que los melancólicos de su estirpe tengan nostalgia del “socialismo real” o de cualquier otro resto del naufragio estalinista.

Melancolía significa conciencia de la potencialidad del pasado; es decir, actualidad de la Revolución y sobrevivencia de un marxismo sin determinismo histórico, antihegeliano o marcusiano. Leído en sus formas más puras —las de Benjamin o las de Ernst Bloch, aunque todas ellas fundadas en una fidelidad tomista a Marx—, lo visto por el ángel de la historia fue un accidente —otro acontecimiento, acaso— que deja imperturbable la sustancia. La pátina de melancolía que Benjamin (siendo tan problemático como lo ha sido, según lo confiesa Traverso, arrancarles a Arendt a los otros9) les ofrece a los marxistas impenitentes, o a los neocomunistas, tiene el honor de quien mira su propia derrota y se promete a sí mismo hacerlo mejor en la siguiente oportunidad histórica. La melancolía traversiana, después de todo, tiene remedio recurriendo a Gramsci: “pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”. El pasado, en efecto, no pasa, y por ello yo preferiría, como dijo alguna vez en México Jean-François Revel, no concederles una segunda oportunidad, melancólicos o contritos, a los marxistas.10

 


Bibliografía

 

Enzo Traverso (selección y presentación), Le Totalitarisme. Le xxe siècle en débat, París, Seuil, 2001, 923 pp.

———, A ferro e fuoco. La guerra civile europea 1914-1945, Bolonia, Il Mulino, 2008, 273 pp.

——— et al., Il Novecento di Hannah Arendt, Olivia Guaraldo (ed.), Verona, Ombre Corte, 2008, 169 pp.

———, La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo xx, Laura Fólica (trad.), Buenos Aires, fce, 2012, 332 pp.

———, El final de la modernidad judía. Historia de un giro conservador, Gustau Muñoz (trad.), Buenos Aires, fce, 2012, 238 pp.

———, ¿Qué fue de los intelectuales?, conversación con Régis Meyran, María de la Paz Georgiadis (trad.), Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2014, 121 pp.

——— et al., 1917. La Revolución Rusa cien años después, Madrid, Akal, 2017, 665 pp.

———, Malincolia di sinistra. Una tradizione nascosta, Carlo Salzani (trad.), Milán, Feltrinelli, 2016, 246 pp.

———, I nouvo volti del fascismo, conversación con Régis Meyran, Gianfranco Morosato (trad.), Verona, Ombre Corte, 2017, 142 pp.

 


1 Traverso, La historia como campo de batalla,  p. 67.

2 El caso de los restos del general Franco enterrados en el Valle de los Caídos es distinto porque preserva, con fondos públicos, al héroe de una sedición que todos los partidos políticos españoles en el parlamento consideran ilegal y fratricida. El Estado no tiene por qué financiar ese monumento, de la misma manera en que tuvieron razón los judíos franceses al oponerse en 2011 a la conmemoración oficial del cincuentenario de la muerte de Céline, cosa muy distinta a que una editorial privada (Gallimard) ponga en circulación sus libros, incluidos en un índice no sólo antiliberal sino manifiestamente ineficaz en el siglo xxi.

3 Malincolia di sinistra, p. 33.

4 Marcel Reich-Ranicki, Los abogados de la literatura, Madrid, Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, 2006, pp. 293-304.

5 Howard Eiland y Michael W. Jeanings, Walter Benjamin. A Critical Life, Cambridge/Londres, Belknap/Harvard, 2014, pp. 539, 556 y 582.

6 Traverso, ¿Qué fue de los intelectuales?

7 Traverso, I nuovi volti del fascismo.

8 Traverso, Malinconia di sinistra, p. 189.

9 Veáse no sólo el capítulo dedicado a Arendt en El fin de la modernidad judía y el ensayo de Traverso sobre ella en Il Novecento di Hannah Arendt. Tan difícil es saber de quién es Hannah Arendt que uno de los auditorios de la Universidad Francisco Marroquín, de Guatemala —uno de los thinks thanks más frecuentados por la derecha latinoamericana— lleva su nombre. Al mismo tiempo, como bien dice Traverso, Arendt ha sido, junto a Benjamin, el consuelo de muchos que no quieren abandonar por completo al marxismo en la hora de la melancolía (El fin de la modernidad judía, p. 139).

10 Christopher Domínguez Michael, Octavio Paz en su siglo, Aguilar, México, 2014, p. 445.