Recuerdos sobre el movimiento y huelga estudiantil de 1968

Omar Martínez Legorreta era secretario general de El Colegio de México cuando ocurrió el movimiento estudiantil de 1968. En este breve escrito recuerda el ambiente que en esos días se vivía en el país y, especialmente, en El Colegio, cuyos edificios fueron objeto de una agresión armada apenas unos días antes del infausto 2 de octubre.

 

–OMAR MARTÍNEZ LEGORRETA*

 


 

Al comenzar el año de 1968, México, y especialmente su capital, el Distrito Federal, se preparaban para la celebración de los xix Juegos Olímpicos y habían entrado en esa atmósfera de nerviosismo y expectación que suele crear la espera. Las autoridades del Distrito Federal y de la Secretaría de Gobernación del gobierno federal estaban preocupadas por las disposiciones relativas al mantenimiento del orden público y la seguridad antes y durante las justas deportivas, pues éstas serían presenciadas por numerosos visitantes extranjeros y nacionales. Después de todo, en ambas dependencias se tenía amplia información sobre los disturbios estudiantiles y los movimientos que se habían iniciado desde el mes de enero en varias ciudades europeas, y acerca de los más recientes, en mayo, que tuvieron lugar en París —en la Universidad de la Sorbona—, en Roma y en Varsovia, así como sobre lo acontecido durante la “Primavera de Praga”, y las repercusiones de todos ellos en las instituciones universitarias del mundo entero. Existía el temor al contagio y a que se aprovechara el menor incidente en el medio estudiantil universitario mexicano para hacer cundir el mal y que así se arruinaran todos los preparativos gubernamentales, tan cuidadosamente diseñados para que nada empañara la celebración de los Juegos Olímpicos.

Los espacios deportivos se renovaban y se construían muchos nuevos, como la Villa Olímpica, cercana al estadio principal, o el gimnasio Juan de la Barrera y, junto a él, la Alberca Olímpica. Todo ello con prisa, pues el Comité Olímpico Mexicano, en una celebrada innovación al programa de este acontecimiento mundial, había organizado en paralelo una Olimpiada Cultural, que retomaba la idea original de que los Juegos Olímpicos no eran solamente para exhibir las destrezas físicas de los jóvenes atletas sino también para dar a conocer las proezas de las bellas artes, como la escultura. De acuerdo con ello, además de los estadios y gimnasios acondicionados, se habían dispuesto lugares especiales para exhibir obras escultóricas monumentales de artistas mexicanos y de otros países, mismas que podían ser admiradas a lo largo de la gran avenida Insurgentes, la que conducía al Estadio Universitario, donde se iniciarían los Juegos Olímpicos.

Pasaron los meses en ese ambiente de expectación, hasta que en los días 23 y 24 de julio se dio un enfrentamiento entre grupos de estudiantes de escuelas preparatorias contiguas, una incorporada a la Universidad Nacional Autónoma de México (la unam) y la otra al del Instituto Politécnico Nacional (el ipn), ambas situadas en las inmediaciones del edificio de La Ciudadela y el jardín anexo. La brutalidad de que hicieron gala los granaderos enviados por el Departamento del Distrito Federal para apaciguarlos y poner orden motivó la reacción inmediata del medio estudiantil de la capital. El 1º de agosto, días después del zafarrancho, se iniciaron las reuniones y primeras manifestaciones contra tales agresiones, primero en los espacios de la Ciudad Universitaria (cu), donde fueron adquiriendo gran importancia. Para intentar encausarlas, se organizó, fuera de la cu, una gran marcha de protesta —que encabezó el rector de la unam, Ing. Javier Barros Sierra— contra los excesos cometidos en la intervención de la fuerza pública, que no sólo violó la autonomía universitaria sino que invadió instalaciones pertenecientes a la unam, sin que se hubiese dado oportunidad a sus autoridades de manejar y resolver el problema. Se inició así el movimiento que, al parecer inadvertidamente, habría de afectar a todas las instituciones universitarias de la capital, incluido El Colegio de México.

En agosto de 1968, los edificios que ocupaba El Colegio de México estaban en la calle de Guanajuato número 125, en la colonia Roma de la Ciudad de México. Eran dos construcciones contiguas, modernas, erigidas en años distintos pero unidas en un mismo proyecto arquitectónico, cuyo estilo contrastaba con la mayoría de los edificios vecinos. Destacaba su fachada por los grandes ventanales de la biblioteca, que ocupaban la planta baja del inmueble, así como por el revestimiento de mármol beige veteado que cubría el muro y la escalinata de ingreso, sobre el que destacaban las letras metálicas con el nombre de la institución. Ese mismo material bordeaba las ventanas de los pisos superiores. Años atrás, yo había ido al primero de estos edificios, entonces de sólo tres pisos, para tener una entrevista con don Daniel Cosío Villegas, al que conocí entonces, cuando era presidente de la institución. Ese edificio fue construido para ser la sede definitiva de El Colegio, pues desde su fundación había tenido que ocupar varios otros edificios de la ciudad.

Desde el año de 1967 presidía El Colegio de México el profesor Víctor L. Urquidi, prestigioso economista, muy respetado tanto en la comunidad académica como en el sector público, pues conocía a fondo los problemas de la economía nacional e internacional. Yo ocupaba la posición de secretario general.

Según recuerdo, el 27 de agosto del 68 se inició una marcha multitudinaria —que partió de la plaza frente al Museo Nacional de Antropología para avanzar sobre Paseo de la Reforma rumbo al Zócalo— como protesta contra la política de represión del movimiento ordenada por el presidente Gustavo Díaz Ordaz. Muchos de los participantes en aquella marcha estacionaron sus automóviles en las calles aledañas al Museo de Antropología; entre ellos, algunos estudiantes e investigadores de El Colegio de México. Al día siguiente, en las aulas y los pasillos del edificio de El Colegio se contaba que, al regresar de aquella marcha, muchos habían encontrado los cristales de sus autos rotos a palos. Según les habían dicho algunos testigos, los habían destrozado jóvenes que llevaban bates de beisbol y garrotes, y que estos jóvenes actuaban como si hubiesen estado organizados para llevar a cabo la agresión. Se supuso, acertadamente, que el propósito era advertir a sus dueños de lo que les podría suceder si no cesaban en su protesta.

Algunos días después de aquella marcha, una noche, hacia las doce o una, los edificios de El Colegio en la calle de Guanajuato fueron blanco de un ataque con armas de fuego de alto poder. Las balas destrozaron los cristales de los grandes ventanales de la biblioteca y de varios pisos superiores. Una o dos horas más tarde, el timbre de mi departamento sonaba insistentemente. Por la ventana que daba a la calle vi al profesor Urquidi, que desde la banqueta me decía que el edificio de El Colegio había sido objeto de un atentado y me pedía que bajara cuanto antes y lo acompañara a ver los daños. Ocupaba yo por entonces un departamento en una casa situada en las calles de Monterrey, muy cerca de la calle de Guanajuato y, por lo tanto, de la sede de El Colegio. Rápidamente me vestí, bajé, y con el presidente Urquidi —que había sido informado del ataque por una llamada del velador y conserje del edificio, don Ángel Arriaga— fui al lugar. Yo no tenía teléfono en mi departamento, así que el profesor Urquidi, que sabía mi dirección, pasó por mí en su camino a El Colegio.

Llegados al edificio, el conserje y vigilante nos contó que, mientras hacía su última ronda acompañado de su esposa, y cuando se hallaban justamente en las oficinas de la presidencia, escucharon la llegada de varios vehículos frente al edificio; que, justo cuando salían y cerraban las oficinas, empezaron a oír los disparos, que se hacían directamente contra el edificio, cuyos vidrios saltaron con el ruido característico; que él y su mujer de inmediato se pegaron a las paredes y se quedaron ahí, inmóviles, hasta que terminó la balacera y los agresores se fueron; que entonces bajaron por la escalera a la planta baja y vieron los destrozos en las salas y muebles de la biblioteca, así como en las oficinas del primer piso. Afortunadamente, el señor Arriaga tenía a la mano el número telefónico del presidente Urquidi y lo llamó enseguida para informarle del ataque.

Empezamos a comprobar el daño caminando sobre los cristales rotos de la puerta principal y de los ventanales de la biblioteca; subimos a las oficinas del primer piso, al despacho del presidente y demás dependencias administrativas, donde las balas habían destrozado muebles y se habían incrustado en paredes y techos. Después de una rápida inspección, hasta donde pudimos llegar del tercer piso, el presidente Urquidi me indicó que iríamos de inmediato a la Agencia de Ministerio Público más próxima para denunciar el ataque y levantar el acta correspondiente. Me parece que esa oficina estaba entonces muy próxima a, o formaba parte de, la Octava Delegación de Policía del Distrito Federal. El funcionario en turno que atendió la denuncia tomó nota de que la hacían el presidente y el secretario general de la institución, y en el acta se hizo constar que el ataque fue realizado por “persona o personas desconocidas”. A inspeccionar el lugar acudieron, poco después, dos funcionarios del Ministerio Público, quienes en la calle, frente al edificio, recogieron casquillos de las armas disparadas y recorrieron las instalaciones dañadas para “dar fe” del ataque.

Tras denunciar los hechos y levantar el acta correspondiente, recorrimos todos los pisos de los edificios para aquilatar los daños. Con la premura obligada por el pensamiento de que podría haberse dañado el depósito de libros de la biblioteca, bajamos a los sótanos y vimos que afortunadamente las balas no habían llegado hasta allí. Subimos de nuevo al primer piso, donde el profesor Urquidi hizo varias llamadas telefónicas a los directores de los centros de estudio para notificarles el ataque y decirles que, a reserva de reunirnos ese mismo día en otro lugar, había tomado la decisión de cerrar los edificios y, usando los materiales que se necesitasen, impedir la entrada a ellos. Más tarde, tras una reunión con los directores y de conformidad con ellos, se colocó sobre los tablones que cerraban la entrada un cartel donde se informaba de la suspensión temporal de las labores académicas y administrativas en general, y se añadía que, en su oportunidad, se avisaría a la comunidad de El Colegio la fecha en que se reanudarían sus tareas.

Varias semanas antes de aquel ataque a los edificios de la institución —después de la marcha que había tenido lugar en la Ciudad Universitaria, cuando las protestas estudiantiles iban subiendo de tono y los estudiantes de la unam y el ipn habían constituido ya un Comité Nacional de Huelga—, la comunidad académica de El Colegio de México había iniciado algunas reuniones informativas, donde varios estudiantes de la institución y algunos investigadores comenzaron a proponer ideas sobre cómo apoyar el movimiento y cuál debía ser la posición de El Colegio ante él. Estas reuniones tenían lugar en el auditorio del edificio, pues eran ya muy frecuentes y convocaban a prácticamente todos los estudiantes e investigadores. El presidente Urquidi se había reunido con frecuencia con los directores de los centros de estudio y el de la biblioteca para comentar la seriedad y dimensión del problema, así como la creciente participación de estudiantes e investigadores de El Colegio en las marchas. Cuando las reuniones iniciales se convirtieron en una verdadera Asamblea General de la institución, y se suspendieron de facto las clases y el trabajo de los investigadores, el presidente Urquidi decidió que debía presentarse ante ella y hablar con los participantes. Recuerdo que en las reuniones con los directores se había acordado que, si bien los investigadores y estudiantes eran libres de apoyar y participar en el movimiento a título personal, no era conveniente que en las marchas se identificara a El Colegio de México como institución participante. El presidente Urquidi hizo énfasis en que no convenía identificar a El Colegio, por cuanto éste no tenía el rango de institución “nacional” —como sí lo tenían la unam, el ipn, la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo y otras que participaban en el movimiento. El Colegio era una institución distinta —decía—, particularmente “frágil” en comparación con las instituciones nacionales. Insistió muchas veces en esta “fragilidad”. Le recordaba a la Asamblea que El Colegio —no obstante sus orígenes y fundación como La Casa de España en México, establecida por voluntad y patrocinio del presidente Lázaro Cárdenas para acoger a los científicos e intelectuales del exilio español causado por la Guerra Civil Española de 1938-1939, y a pesar de las figuras destacadas de don Alfonso Reyes y don Daniel Cosío Villegas, “padres fundadores” de esa Casa de España, rebautizada luego como El Colegio de México—, una institución que tuvo el apoyo inicial del presidente de la República, fácilmente podía perderlo. Para ello bastaba con dar la orden de disminuir paulatinamente la aportación anual del gobierno federal, la que alimentaba el presupuesto de la institución, hasta hacerla desaparecer. El Colegio de México no tenía en ese entonces ni el peso ni el prestigio académico que habría de adquirir con los años; de ahí que el profesor Urquidi usara el calificativo de “frágil”. Si se identificaba a la institución como un foco de protesta y subversión, y se la consideraba peligrosa para el gobierno federal y el orden público, entonces se concluiría que debía suprimirse.

Para ese entonces, varios estudiantes de El Colegio habían sido detenidos en las represiones de las marchas estudiantiles. Algunos, por el solo hecho de tener apellidos extranjeros, fueron considerados elementos subversivos, agitadores y organizadores de las marchas de protesta. Como tales fueron encarcelados. Varios de los directores de los centros fueron a los lugares donde estaban detenidos a abogar por su liberación, explicando a los funcionarios responsables una serie de razones. Inevitablemente, tuvieron que identificarse como miembros de El Colegio de México, con lo cual creció la sospecha de que la institución era una instigadora del movimiento estudiantil. Aquellas gestiones de los directores no tuvieron éxito.

En El Colegio, los asistentes a las asambleas no escucharon los llamados y razonamientos del presidente Urquidi hasta que, forzados por la evidencia del ataque contra sus edificios y la decisión de cerrarlos temporalmente, dejaron de tener un lugar para reunirse. Como secretario general, yo asistía a las reuniones con los directores y escuché los argumentos, muchas veces controvertidos, que se exponían ante el presidente, así como los acuerdos sobre los argumentos que el presidente llevaba a la asamblea en el auditorio. Entre los directores había diferencias en cuanto a la prohibición de identificar a El Colegio como institución participante en las protestas, y los criterios eran variados. Sólo cuando nos reunimos tras el ataque físico a los edificios, se convencieron de la seriedad del problema. Asistí a las reuniones de la asamblea hasta que el presidente Urquidi dispuso que no lo hiciera más, pues era necesario que me quedara en mi oficina para atender todos los asuntos de la administración y de su funcionamiento mientras él estaba reunido con la asamblea; además, alguien debía estar atento a las llamadas telefónicas que lo buscaran, e incluso a las llamadas anónimas de amenaza, que las hubo.

Entre las llamadas telefónicas que realizó el presidente Urquidi desde temprana hora el día del atentado, estuvieron las que hizo para informar a los miembros de la Junta de Gobierno de la institución, todos ellos personas muy connotadas que formaban una especie de invisible “red de seguridad”, pues, a manera de un sistema de vasos comunicantes, sus voces y opiniones se extendían hasta los altos lugares del gobierno federal y del Distrito Federal, donde eran tenidas en cuenta. Recuerdo, entre otros miembros de esa Junta, a don Antonio Martínez Báez, asiduo visitante y usuario de nuestra biblioteca, siempre pendiente de la buena marcha de El Colegio. Con el mismo propósito, el presidente llamó también a los titulares de las dependencias federales e instituciones que constituían la Asamblea de Socios Fundadores de El Colegio de México: informó así al Lic. Agustín Yáñez, secretario de Educación Pública, cuya hija era estudiante de El Colegio; a don Antonio Ortiz Mena, secretario de Hacienda; a don Antonio Carrillo Flores, secretario de Relaciones Exteriores; a don Rodrigo Gómez, director general del Banco de México, y a don Salvador Azuela, director del Fondo de Cultura Económica. El presidente Urquidi hizo además una llamada, especialmente importante, al entonces secretario de Gobernación, Lic. Luis Echeverría Álvarez, a quien describió minuciosamente el ataque, haciendo mención de los casquillos que se habían recogido en la calle, despedidos por las armas utilizadas —armas que, según los expertos del Ministerio Público, pertenecían a las llamadas “de uso exclusivo del ejército”. Con especial cuidado le explicó al secretario Echeverría que la participación de los estudiantes e investigadores de El Colegio de México en las marchas y el movimiento estudiantil había sido estrictamente a título personal, y que él les había advertido claramente que su participación no identificaba ni comprometía a la institución en aquel movimiento. Varias veces le insistió en que El Colegio no merecía el ataque de que había sido objeto su edificio.

Durante el mes de septiembre, el movimiento estudiantil creció y se extendió a más escuelas y universidades, así como a algunos sectores sociales fuera del ámbito universitario. Cada vez más cerca la inauguración de los Juegos , el gobierno recrudeció su respuesta represiva. Urgía terminar con el movimiento estudiantil y así cumplir la orden del presidente. Qué mejor final que la represión sangrienta del mitin convocado en la Plaza de las Tres Culturas. Los restos de la pirámide y el templo de Tlatelolco absorbieron la sangre de los sacrificados la tarde del 2 de octubre de 1968. Ese terrible fin del movimiento tuvo lugar mientras El Colegio tenía suspendidas sus labores y su edificio se hallaba clausurado.

La efectividad de aquellas llamadas que hizo el presidente Urquidi la mañana del atentado —desde su escritorio lleno de pedazos de cristales rotos y papeles destrozados por las balas— habría de comprobarse con posterioridad, con la discreción del caso, cuando fue posible disponer de un presupuesto extraordinario para la rehabilitación del edificio y reanudar las labores de la institución.

Un epílogo inesperado llegó después a El Colegio de México, a manera de reivindicación. Restaurado su edificio, y con el crecimiento de sus tareas, la apreciación de sus aportaciones y el prestigio de la institución en el exterior —y una vez concluido el periodo presidencial de Gustavo Díaz Ordaz—, el nuevo presidente de la república, Luis Echeverría Álvarez, tras reafirmar la autonomía de la unam y reiterar su respeto a las instituciones académicas nacionales —según dictaba la política que inició para reconciliarse con los intelectuales, los universitarios y los estudiantes de nivel superior del Distrito Federal y de todo el país—, ordenó la liberación de los estudiantes que habían sido considerados como presos políticos y encarcelados durante los sucesos del 68, varios de ellos de El Colegio. En ese afán visitó la Ciudad Universitaria, sede principal de la unam, donde una pedrada lanzada desde algún lugar lo hirió en la frente. Aún no estaba del todo saldada la cuenta pendiente.

No obstante aquel episodio, cuando en octubre de 1971 el presidente Echeverría se preparaba para asistir a la apertura del periodo ordinario de sesiones de la Asamblea General de la onu, en la ciudad de Nueva York, hizo llegar una invitación especial para que lo acompañaran el presidente de El Colegio de México, su secretario general y el director del Centro de Estudios Internacionales (cei), además de tres profesores y tres estudiantes de ese mismo centro. Estuvimos presentes en aquella memorable ocasión el presidente Urquidi, el que esto escribe y el profesor Roque González Salazar, director del cei, más profesores y estudiantes del mismo centro. Todos escuchamos aquel discurso, ante la Asamblea General de la onu, en el que el presidente de México hizo un elocuente llamado para que ese organismo reconociera al gobierno de la República Popular China —que encabezaba el presidente Mao Tsetung— como el legítimo representante del pueblo chino y que, como tal, le diera su lugar en el seno de la propia Asamblea y en el Consejo de Seguridad de la onu, representación y lugar que hasta entonces venía ocupando la delegación de la República de China asentada en la isla de Taiwán.

Cuando en 1973 el presidente Echeverría hizo la primera visita de un jefe de Estado mexicano a la República Popular China, en su programa para la ciudad de Beijing fue incluida una visita y conversación con el presidente Mao. Según algunos artículos aparecidos en la prensa mexicana, muy posteriormente, el presidente Echeverría pidió al presidente Mao que su gobierno dejara de recibir y becar a estudiantes mexicanos en sus instituciones; le pidió además que no permitiera el paso por su territorio a los estudiantes mexicanos que se dirigían a la República Democrática de Corea del Norte con la finalidad de “aprender a hacer la revolución”. Dicen que el presidente Mao accedió a esta petición. Según los mismos artículos periodísticos, algunos estudiantes mexicanos que estaban en Beijing y Pyongyang desde al año anterior a 1968 fueron adoctrinados y entrenados para organizar y participar en el movimiento estudiantil. Tal vez así fue. Pero, en todo caso, entre ellos no hubo ninguno de El Colegio de México.◊

 


* OMAR MARTÍNEZ LEGORRETA
Es profesor investigador en El Colegio Mexiquense.