Policía y ciudad, indisociablemente: fragmentos de una historia

No es común mirar el papel de la policía desde una perspectiva histórica, como lo hace Diego Pulido Esteva en este ensayo. Desde su punto de vista, la policía resulta menos un órgano de seguridad pública y represión del crimen que una instancia mediadora en la vida social de las ciudades y una fuente de información sobre la misma.

 

–DIEGO PULIDO ESTEVA*

 


 

Salvador Novo equiparaba el trabajo detectivesco y policial con el canto y la poesía. Sin embargo, resulta complicado advertir una genuina vocación en los agentes. La Primera Encuesta Nacional de Estándares y Capacitación Profesional Policial (enecap), realizada por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (inegi), compendia datos relevantes para conocer la composición sociodemográfica de las policías en 2018. En el ámbito nacional, las distintas corporaciones sumaban casi 385 mil efectivos, de los cuales tres cuartas partes pertenecían a las policías estatales y municipales, ocho de cada diez eran varones, la mayor parte menores de 40 años, 20% ingresó sin capacitación alguna, 40% careció de cursos de actualización, todos trabajaron en promedio 70 horas por semana; así, de manera sucesiva, emergen indicadores poco encomiables. Según la misma encuesta, la Ciudad de México protagonizó la tasa más elevada de actos de corrupción. En resumen, la información reitera una serie de elementos que los estudiosos de la policía llevan tiempo señalando: escasa profesionalización, condiciones laborales desfavorables, salarios insuficientes, poca dignificación del servicio y, muy especialmente, ubicuidad de la corrupción.

Si bien la enecap suministra información útil para conocer las fuerzas policiales en la actualidad, y a pesar de que existen otros estudios disponibles sobre el tema, no es usual abordar el tema de las policías desde una perspectiva histórica. Introducir una dimensión temporal nos recuerda que se trata menos de una corporación encargada de la seguridad pública que de una instancia mediadora de prácticas sociales urbanas. Así, la policía acusa una inextricable relación con las ciudades y su vida social. Por ello, considero sugerente sensibilizarse sobre la historicidad del concepto policía y ponderar el papel de esta institución para negociar el orden y generar información sobre las ciudades desde el siglo xviii hasta el xx.

 

I

 

La voz policía tiene una estrecha relación con las ciudades. Del griego polis, su origen etimológico anticipaba ya la densidad conceptual que adquirió desde el siglo xviii para administrar la vida social urbana, cuando se extendió y consolidó en varias latitudes el impulso de la “ciencia de policía”. Es verdad que, a la postre, el término acabó por decantarse y referir casi en forma exclusiva a la institución encargada de la seguridad, pero bajo el cobijo de ese concepto también figuraba el manejo del orden y la armonía o, como decían los bandos y reglamentos, impulsaba el “buen gobierno” y celaba la felicidad de los pueblos.

No es fortuito, entonces, el peso y, por momentos, el protagonismo de la palabra policía en el lenguaje administrativo y en los esfuerzos por reorganizar el manejo de las ciudades durante el periodo borbónico. Esto se relaciona con una reforma de escala imperial en el mundo hispanoamericano, guiada por tres ejes fundamentales. Primero, reestructurar el espacio en términos administrativos mediante la creación de cuarteles mayores y menores en las ciudades. Así se haya enfrentado a límites, esta racionalización del territorio buscaba integrar en porciones homogéneas los barrios y romper la antigua división entre repúblicas de indios y de españoles. Con ello se pretendía censar, conocer con datos puntuales y con una mirada racional un cuerpo social. Segundo, desplegar agentes de proximidad por medio de los alcaldes de barrio, encargados de velar el cumplimiento de bandos y de dirimir conflictos judiciales menores. Tercero, y último, introducir alumbrado público. Inicialmente limitado a unas cuantas varas, instalar faroles fue una medida significativa porque de ahí emergió un componente de vigilancia y seguridad crucial para el desarrollo de la policía, pues se creó el cuerpo de serenos que, de manera permanente, rendirían información sobre lo que ocurría durante la noche.

En resumen, estas medidas fueron a la vez resultado y palanca de una forma pretendidamente racional y secular de conocer la urbe. Toda proporción guardada, puede decirse que la doble lógica de integrar y fragmentar el espacio, introducir agentes y, finalmente, desplegar tecnologías, conforman elementos observables desde entonces hasta llegar —si se quiere— a la actual división de zonas, sectores y cuadrantes, la presencia de uniformados y, de alguna manera, la apuesta por tecnologías para vigilar e identificar a los habitantes.

Ahora bien, el carácter holista de la policía fue desgranándose desde comienzos del siglo xix. En diferentes contextos, es posible pulsar estos cambios en la adjetivación que experimentó el término policía, pues su concepción como “buen gobierno” de las costumbres urbanas se desplazaría a otras maneras de concebirla. Aparecerá como policía de seguridad, o bien de ornato; se acompañará, por ejemplo, de la voz rural, resultando en un oxímoron que revela cómo salió de las ciudades; otra vertiente la estrechó con el espionaje por medio de la “alta policía”, tal como el ministro Joseph Fouché denominaba la contención política.

Sería imposible en tan corto espacio dar cuenta de todos los cambios. Lo cierto es que el sistema policial compuesto por el binomio alcaldes de barrio y serenos dio una estructura estable pero incompatible con las nuevas circunstancias. Sin desaparecer abruptamente, hacia la década de 1820 coexistiría con otras fórmulas cada vez más acotadas a la seguridad, como los guardias diurnos y nocturnos y, si bien debatible, un punto de inflexión ha de identificarse en el último tercio del siglo xix, cuando se reorganizó la policía capitalina. Bajo el mando de la inspección general, la policía se estructuró en tres niveles de acción pretendidamente articulados. En primer lugar, contó con un brazo burocrático, representado por las comisarías. Allí, el personal de oficina procuró administrar las faltas, generar información, elaborar padrones poblacionales, comerciales y laborales, así como realizar las averiguaciones sobre delitos. En segundo lugar, se desplegó territorialmente por medio de una fuerza armada, conformada por las gendarmerías peatonal y montada —y, a partir de la década de 1930, incipientemente motorizada—, que, a ras de suelo, patrulló calles, plazas y comercios. Por último, figuró en tercer lugar una rama encubierta a través de un cuadro de agentes reservados o secretos encargados de las comisiones de seguridad.

En las leyes, reglamentos y decretos, los tres brazos comandados por el inspector o jefe de la policía pretendieron fundar un sistema policial moderno. Pero en la práctica éstos estuvieron conformados por actores sociales en conflicto: generalmente militares y élites políticas ocupaban cargos en la inspección (de 70 titulares de la inspección o jefatura, sólo nueve fueron civiles entre 1911 y 1982), sectores medios en las oficinas y clases populares en la base. Estos últimos tendieron a ser desempleados con algún oficio que se encargaban de patrullar las calles y plazas; en general, su principal función fue velar por el orden en espacios urbanizados. A menudo, la proximidad social y su pertenencia al barrio sugieren que estos agentes tuvieron una relación ambivalente con la población capitalina. Sin embargo, una miríada de escenarios públicos o semipúblicos fundamentales en la vida de las clases populares urbanas lidiaban cotidianamente con las autoridades policiales: comercios de índole diversa, vecindades, mercados, lavaderos, plazas y, por encima de todo, la calle. Casi todas las prescripciones que regulaban la ciudad y sus rumbos populares eran motivo de conflicto, no sólo por la distancia entre el deber ser y la inercia de las prácticas, sino porque la mediación de los policías era experimentada, cuando menos, como una intervención indeseable. En otras palabras, los usos aceptables del espacio público, así como un proceso generalizado de modernización disciplinaria, entrañó continuos roces con prácticamente todos los sectores de la población urbana. Para las clases populares, los representantes de la autoridad buscaban menos cumplir los reglamentos que valerse de ellos para extorsionar.

 

II

 

Hecha esta revisión de los cambios experimentados por la policía, conviene apuntar entre sus funciones esenciales la producción de información. Una imagen socorrida para representar las corporaciones policiales fue un ojo humano y, excepcionalmente, el mitológico Argos Panoptes. Con ella se reforzaba la pretendida omnipresencia de una mirada plasmada en documentos producidos por serenos, luego gendarmes y, sobre todo, por los empleados de las comisarías y los tribunales, registros que experimentaron cambios concomitantes con la resignificación de la policía. De libros, padrones y relatos, la amplitud temática en el repertorio de escritos va de la seguridad pública y la vigilancia en las ciudades a la cotidianidad, el alumbrado, la basura, las licencias de comercios, las diversiones públicas, los edificios ruinosos, numerosos comportamientos inmoderados y una miríada de componentes y actividades que se desenvolvieron en la ciudad. Además de los partes que rendían y del registro de infracciones, desde finales del siglo xix se crearon revistas de policía. Dedicadas a circular saberes y técnicas de identificación, así como a informar sobre delincuentes y casos célebres, al mediar el siglo xx mostraban crecientemente el papel de la tecnología (teléfonos, radios, motocicletas, etc.) y resumían congresos y acuerdos que internacionalizaron protocolos en la contención del delito. Estas publicaciones han sido fundamentales para entender imaginarios y el perfil técnico de agentes que en otras latitudes se ha llegado a concebir como “policías escritores”.

Las prácticas de escritura de periodistas especializados en la nota policiaca, sumada a la de agentes técnicos, se volvieron muy vigorosas en la década de 1930. Complacientes, cuando no autoelogiosas, las promesas de seguridad tendían a despersonalizar al policía en la medida en que incrementaron las referencias a radios, patrullas y armas de repetición. Será una tendencia que llega a nuestros días bajo el signo de lo que algunos autores han calificado como “nuevo urbanismo militar” (Stephen Graham). Esa utopía tecnológica —para la política securitaria; o pesadilla, para los ciudadanos— se ha visto ampliada por las cámaras de video, un mercado de bienes orientados a la seguridad y la eclosión de las policías privadas. En el fondo, ese giro tecnológico tiende a despistar, cuando no a normalizar, el hecho de que los empleados de la policía experimentan precariedad económica y condiciones laborales oprobiosas.

Ahora bien, las revistas de policía inculcaban un espíritu de cuerpo que contrastaba con la escasa vocación de un empleo al que generalmente se llegaba por falta de otro. En tal sentido se comprende el sistema de premios por méritos en cumplimiento del deber, así como la institucionalización del día del policía el 2 de enero. No me ocuparé de otros circuitos culturales que explotaron la criminalidad para su negocio, como la prensa sensacionalista, que hizo del delito un espectáculo. Es posible que las publicaciones referidas terminaran por reducir las funciones policiales, pues el mundo que develan los archivos de la policía se caracteriza mucho menos por el delito que por la negociación cotidiana del orden en la ciudad. Así, muestran un campo administrativo que media una vastedad de actividades sociales y urbanas en distintos órdenes. En suma, se trata de huellas del orden social urbano, aunque éste se revele un tanto caótico a nuestros ojos.◊

 


* DIEGO PULIDO ESTEVA
Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.