Nueva York, Nueva York

 

–TANYA HUNTINGTON*

 


Para Helena y Miquel
If I can make it there,
I’ll make it anywhere…
—Fred Ebb

 

Mi amiga Lourdes es una chef de renombre, además de ser una traductora de literatura brasileña al español. Antes de ser ambas cosas, durante su loca juventud, vivió un tiempo en Nueva York. No hablaba inglés. Su novio era un joven actor que andaba ocupado en una filmación. La película se llamaba Raging Bull y el novio, Robert DeNiro.

Es el tipo de anécdota que uno escucha y piensa, ¿por qué esa Nueva York no me tocó a mí?

Lo digo porque el encanto, o bien el desencanto, estriba en cuál de aquellas Nueva Yorks posibles te tocó: a diferencia de las ciudades atemporales, como por ejemplo Venecia, es una urbe que cambia tan constantemente que parece existir dentro de un estado de fluctuación cuántica.

La Nueva York de mi esposo Francisco también me resulta envidiable: un departamento del icónico estilo “vagón de tren” compartido con amigos, el concierto de Bruce Springsteen en el Madison Square Garden, una lectura de un fragmento de Music for Chameleons de Truman Capote.

Pero no la cambiaría por la mía: la Nueva York de los años ochenta tardíos, subterránea en tantos sentidos. Todavía estaba en pleno el legendario cbgb donde el punk rugía aún, el rap llevaba como accesorio el boom box, el sida nos amenazaba y segaba, había que llevar veinte dólares doblados en el bolsillo de la chamarra por si te asaltaban en el Metro: mug money. Se había desplegado ya la genial campaña publicitara de “I ❤ NY” para convencer a una nación escéptica de que los neoyorquinos eran en realidad buena onda, pero no había logrado todavía transformar un carácter subyacente que caía en algún punto entre brusco y hosco.

La mejor ilustración de mi Nueva York, esa que visitaba los fines de semana con amigos de la preparatoria, es otra película, entre las muchas neoyorquinas, de Martin Scorsese: After Hours, de 1985. En esta odisea moderna, el protagonista, Paul Hackett, representa la encarnación de nuestro inminente futuro digital como programador de un banco. Decide, en un arranque de espontaneidad, dejarse seducir por el canto de sirena que ejerce la Manhattan letrada y artística, personificada por la enigmática Marcy. A partir de allí, confronta una serie de seres nocturnos, monstruosos y peligrosos que habitan SoHo y que incluyen, por mencionar algunos, a sadomasoquistas, escultores, ladrones, justicieros y locos, entre los cuales, como Ulises, debe ejercer el ingenio en tándem con el engaño con tal de escaparse y volver sano y salvo a su isla… de trabajo.

Hace poco, volví a ver After Hours con mi hijo, quien se disponía a estudiar cine en Nueva York. Y descubrí que había captado mal el mensaje de Scorsese la primera vez: todos esos bichos raros que amenazan al protagonista en realidad sólo tratan de ayudarle; no abren las fauces para defenderse hasta que él, desde la paranoia burguesa de su normatividad, comete varias ofensas que brotan irremediablemente de su mala educación y pésima ética. A diferencia de Paul, yo amaba ese SoHo, todavía lleno de las posibilidades que emanaban de las rentas congeladas para fomentar la excentricidad, sin duda el mejor atributo de mi Nueva York.

Para los años noventa, sin embargo, me pareció que esa Gran Manzana se había perdido para siempre cuando me tocó visitarla en calidad de nuevo hábitat de muchos miembros de mi generación, que habían huido de la crisis económica del 94 —el famoso “error de diciembre”. A diferencia de ellos, cuando la huelga de la unam me impidió terminar la maestría en Literatura Comparada, yo preferí reiniciar el posgrado donde había crecido, en las afueras de Washington D.C. No perdonaba a Manhattan el haberse convertido en un lugar tan seguro, aburrido y caro. A diferencia de Audrey Hepburn, quien desayunaba ilusión parada ante la vitrina de Tiffany’s, allí, en la Quinta Avenida, yo experimentaba un ataque de depresión en cada nueva boutique gentrificadora. No entendía por qué, para todos esos cofrades mexicanos, Nueva York era un punto y aparte, el único destino factible, algo así como habrá sido París para la Generación Perdida. Su postura era tan radical que, según ellos, ni siquiera calificaba como una ciudad gringa, y por ende podían vivir allí sin correr el riesgo de convertirse en malinchistas, cuando, para mi gusto, no hay ciudad más gringa que Nueva York.

La prueba de ello está en el hecho de que son legión las manifestaciones artísticas estadounidenses, los cuadros, películas y canciones que la evocan, desde cualquier cinta temprana de Woody Allen hasta el otoño que canta Billie Holiday, desde los techos desde los que pintaba Georgia O’Keefe hasta la Rear Window a través de la cual se asomó Alfred Hitchcock, desde las pandillas coreografiadas de West Side Story, que sueltan letras de Stephen Sondheim musicalizadas por Leonard Bernstein, hasta el arquetípico El boxeador de otro dúo dinámico: Simon & Garfunkel.

Durante mi última visita, hace un mes, mientras paseaba con mi hijo universitario y su novia, una nativa orgullosa del Greenwich Village, la casualidad de llevar conmigo 4 3 2 1, la más reciente novela de Paul Auster, que ya se había consagrado con su Trilogía como bardo de la ciudad, me recordó que, independientemente de cuál de las cuánticas Nueva Yorks preferimos por razones biográficas, es decir, por razones sentimentales, tenemos acceso libre a sus infinitas manifestaciones a través de la literatura, que documenta mejor que casi cualquier libro de historia1 la experiencia vital neoyorquina de distintas épocas. Gracias a su ubicación imperdible en la república de las letras, conozco: la Washington Square de Edith Wharton y Henry James; el Central Park de J.D. Salinger; el Harlem de Federico García Lorca, Langston Hughes, Lucille Clifton y Ralph Ellison; el Chelsea de Leonard Cohen, Joseph O’Neill y Patti Smith. Han creado obras literarias icónicas en las cuales Nueva York funge más como personaje que como ambiente: autores que incluyen, entre otros, a Allen Ginsberg, Dorothy Parker, Saul Bellow, Toni Morrison, Francisco Goldman, Don Delillo, Tom Wolfe, Donna Tartt, John Updike, Tama Janowitz, Gary Shteyngart, Andy Warhol (pienso en los Diarios…). Y éstos son, nada más, los que se me ocurrieron en el breve lapso de un minuto: la lista sigue y sigue. Cada vez que visito Nueva York leo Crossing Brooklyn Ferry [La barca que cruza Brooklyn] mientras cruzo a pie el puente de Brooklyn, que todavía no existía cuando Walt Whitman escribió esa obra, tan monumental como lo sería después el gran logro de la incipiente ingeniería de la suspensión:

 

Flood-tide below me! I see you face to face!

Clouds of the west—sun there half an hour high—I see you also face to face.

 

Crowds of men and women attired in the usual costumes, how curious you are to me!

On the ferry-boats the hundreds and hundreds that cross, returning home,

are more curious to me than you suppose,

And you that shall cross from shore to shore years hence are more to me,

and more in my meditations, than you might suppose.2

 

La sensación de júbilo que me despierta el buen poeta gris con estos versos no puede atenuarse, ni siquiera con los insultos propiciados por las huestes de ciclistas que no toleran que su ruta sea plagada de turistas peatonales como yo.

Aun siendo la ciudad que más veces he visitado sin vivir allí, Nueva York sigue ofreciendo algo básico, algo que hay que conocer, cada vez. Además de todo lo efímero que pasa por allí, las exhibiciones y los espectáculos, los festivales y los conciertos, siempre queda como pendiente el peregrinaje a la tumba de Basquiat en Brooklyn, o la visita al Museum of the Moving Image en Queens, o el disfrute de un coctel Manhattan en el Café Wha? del Village. En esta ocasión, mientras iba con mi hijo y su novia en el crucero hacia Ellis Island para reflexionar juntos sobre la inmigración, tema candente de nuestros tiempos, que compone y recompone el rostro de cada borough de la ciudad, me reconcilié con esta Nueva York, la de ahora, al verla a través de los ojos de estos dos jóvenes tan queridos y tan llenos de futuro. Era evidente para mí que ellos experimentan y disfrutan todo lo que la ciudad tiene para darles, sin proyectar sus esperanzas o nostalgias desde otra época, como yo. Tal vez yo no tenga remedio, pero ellos sí.

Al día siguiente, en el Upper West Side, que se ha vuelto totalmente bougie, vi a una mujer ciega, ataviada como personaje de un cuadro de Remedios Varo, caminando al lado de un hombre calvo, bajo, gordo, tatuado, con una camisa sin mangas ya empapada por la lluvia, que gritaba a todo pulmón (pero si su acompañante es ciega, no sorda, pensé) en su indomable acento del Bronx que le importaba un carajo la policía, que todos se jodan, que él no tiene miedo a nada ni a nadie. Y supe que mi Nueva York sigue presente.◊

 


1 Con excepciones notables, tales como Gotham de Edwin G. Burrows y Mike Wallace, o Greater Gotham de este último.

2 ¡Pleamar a mis pies! ¡Te veo cara a cara! / Nubes del oeste, sol que acabas de salir, también os veo cara a cara. // Multitudes de hombres y mujeres ataviados con sus trajes habituales ¡Qué extraños me resultáis! / En las barcas, los centenares y centenares que cruzan de vuelta a casa me resultan más extraños de cuanto podría suponerse; / y vosotros, que os disponéis a cruzar de orilla a orilla desde ahora y por muchos años, significáis más para mí y ocupáis más parte en mis pensamientos de cuanto suponéis. [Traducción de Pablo Mañé Garzón en Walt Whitman, Poesía completa, Ediciones 29, Barcelona, 1978]

 


* TANYA HUNTINGTON
Es artista plástica, escritora, traductora, editora y actriz.