Mi historia con los animales

“Hebe Uhart se ha definido como una persona que mira, y cuando dice ‘mira’ quiere decir ‘escucha’”. Éstas fueron las palabras de los escritores César Aira, Martín Kohan, Alejandra Costamagna y Jorge Volpi a propósito de la entrega del Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2017, que otorga la República de Chile a la trayectoria literaria, uno de los mayores reconocimientos de la lengua castellana. En el texto siguiente, Uhart relata algunas de las primeras piezas de su historia personal con los animales.

 

–HEBE UHART*

 


 

A mi papá le gustaba confundir a los chicos y cantaba: “De las aves que vuelan, me gusta el chancho”. Ese canto fue concebido por mí primero con desconfianza y después con fastidio. Cuando yo tendría unos seis años me llevaba a caminar por los alrededores de Moreno, que a las ocho cuadras del centro ya era campo, y estaban las vacas lo más orondas paradas detrás de los alambrados. Me decía:

—Saludá.

Y yo decía:

—Buen día, vaca.

Si alguna mugía, él me decía:

—¿Ves? Ahora saluda.

Por la misma época íbamos los domingos a comer al recreo de mis tíos en Paso del Rey, donde estaba mi abuela. El recreo era enorme pero más rústico que mi casa. Había indicaciones de cosas que no debía hacer allí: no correr a las gallinas, no sentarme en unas sillas de un patiecito que podrían estar un poco sucias y no tocar demasiado al perro Milonga. Ese perro no era de nadie, era del lugar, iba y volvía con total autonomía, sin que nadie lo mirara. Pero a mí me gustaba acariciarlo; yo me sentaba en el suelo y él se paraba a mi lado, quieto.

—¡Es un perro de la calle! —me decían.

No entendía la diferencia entre perros de la calle y de la casa, como no entendía la diferencia entre flores silvestres y cultivadas; para mí esas florecitas chiquitas que son iguales a las margaritas eran de la misma familia; mi mamá las llamaba flor de bicho colorado. Dos años después, como a los nueve, mi mamá me mandaba a Paso del Rey en colectivo a visitar a mi tía María, que tenía su casa al lado del recreo de los tíos; ellos le llevaban la comida. A María yo le llevaba desde Moreno lo que ella pedía: polvo Rachel, hebillas para el pelo y jabón de rico color. Para qué pedía esas cosas, no sé; llevaba el pelo blanco y largo más allá de los hombros, un vestido totalmente raído y encerraba a los pollos en un cuartito como para trastos; los dejaba salir muy de vez en cuando, cuando se le antojaba, para que no se juntaran con los pollos del gallinero de mis tíos, y esos pollos cuando salían caminaban mal, chuecos y vacilantes. A algunos los bañaba y se le morían, pero ella no parecía acusar recibo del hecho. Yo sabía desde siempre que ella estaba loca, estaba acostumbrada a esa idea, pero alrededor de los siete años pensaba que cómo era que a ella siendo loca las plantas le brotaban igual que a los demás. Ella tenía un buen parque, hasta rosa mosqueta tenía, pero nunca la vi regar nada. Allí las plantas estaban un poco más descuidadas que las de otros jardines, pero yo pensaba que, si ella era así, tan particular, debía tener plantas adecuadas a su estado, plantas raras. Allí llovía normalmente y yo pensaba que le debía corresponder una lluvia distinta. Eso de ir a llevarle polvo y jabón tenía un toque desconcertante para mí, porque a veces me recibía bien y otras me echaba y me decía “cuentera”, y eso era cierto porque volvía a Moreno y contaba a mi mamá lo que pasaba allá. Pienso ahora que me mandaban como espía.

Por más desconcertante que fuera ese mandato, tenía su lado bueno ir sola en colectivo a Paso del Rey. Pero antes de entrar en la casa de María había una puertita de madera rústica y detrás de esa puerta estaba el chajá. El chajá es como un tero gigante que tiene grandes púas; siempre estaba echado junto a la puertita. Yo tomaba mis precauciones antes de pasar por la puerta; hacía un rodeo, nunca pasaba cerca, no fuera que se activaran sus púas. Ahora sé que vuela; menos mal que en ese tiempo no lo sabía porque no hubiera pasado por ahí. Cómo llegó ese bicho ahí, no lo sé; ella nunca lo miraba ni lo nombraba porque era indiferente ante el parque y las plantas. De todos modos, siempre pensé que el chajá era un animal adecuado para mi tía; no podría haber estado en mi casa. Mi tía María al perro Milonga le decía milord, como encumbrando su nombre, y es muy raro que lo llamara así porque pienso que ella no conocía la existencia de los lores.

 

***

 

Cuando yo tendría unos diez años, a mi papá le regalaron un petiso, apenas me acuerdo de él. Vivíamos en una casa de pueblo, puerta cancel y largo patio con jardín por todos lados. A la mañana siguiente de la llegada del petiso se escuchaba por el patio “tucutún, tucutún”. Mi mamá fue a ver. El petiso se había soltado, porque mi papá lo ató con hilo sisal. Como Moreno era un pueblo con habitantes de origen rural, o por ahí andaba la cosa, ella dijo:

—¡Pero qué ocurrencia! ¡Este hombre dónde se crio!

Ella solía decir esas cosas. El petiso desapareció esa misma mañana.

 

***

 

Yo no recuerdo haber insultado invocando a los animales; los han convocado a todos para insultar. “Perro” está en la Ilíada, ojos de perro, dicen. “El caballo” le decían a una compañera en sexto grado, “gato” a las prostis, y “vaca” a las gordas. Me identifico con Felisberto Hernández, que dice en su cuento “Úrsula”: “Úrsula era gorda como una vaca y a mí me gustaba que fuera así”. Se necesita valentía en el Río de la Plata para decir eso. “Lengua de víbora” es otro insulto, “Buitre” también. El tigre, el león y la oveja tienen buena prensa. Me gustan mucho los dichos camperos de la provincia de Buenos Aires, en los que cada situación, habilidad o deficiencia es ilustrada con un animal. Para la monotonía, “Siempre igual, como cara de oveja”. Para la formalidad, “Formal, como burro en corral”. Para la desconfianza, “Más desconfiao que caballo tuerto”. Para el que habla de algo que desconoce, “Qué sabe el burro ‘e confites, si nunca fue confitero”. Para la gente que saluda a todo el mundo en los pueblos, “Saludador como tero” (el tero hace un movimiento de cabeza). Mi papá contaba que los viejos vascos del campo tenían apodos de animales “Cebruno”, “Overo”, “Malacara”.

A los doce años entré en primer año y lo hice en Buenos Aires, en un mundo muy urbano. Era un colegio muy grande, había como ocho divisiones de chicas de primer año y me asustaba la cantidad de chicas en el recreo, la disciplina estricta y la urbanidad en general. La urbanidad estaba relacionada para mí con que a una no la miraba nadie y tampoco una podría mirar mucho a esas chicas y a esas celadoras (yo ya conocía Buenos Aires porque íbamos más o menos una vez al mes, con guantes blancos, de los que yo siempre perdía uno y trataba de que mi tía no se diera cuenta; ella era el árbitro de la elegancia para la familia, demoraba en llevarme a la calesita de una tienda y mientras tanto yo veía piernas y piernas de gente que pasaba y después íbamos a la Ideal a tomar té con masitas; me dejaba comer sólo dos, porque más de dos era gula).

Pero en segundo año vino una profesora de Zoología —y no era que me interesara la Zoología y mucho menos los insectos— y yo a ella le estudiaba todo lo que enseñaba. Ella, no bien se presentó en la primera clase, empezó a enseñar y no dijo nada de lo que decían otros, esas cosas como que el arduo trabajo será recompensado, ni habló sobre la bolilla uno, que se ocupa de lo que es la Zoología y de qué trata, que es lo que se cuenta en la bolilla uno de todas las materias, acá y en Marte, para cansancio y desaliento de los habitantes correspondientes. Ella se puso a enseñar el orden de los insectos; todavía recuerdo algo: dípteros, coleópteros, ortópteros, himenópteros, y yo estudiaba el orden de los insectos como si en ello me fuera la vida porque la quería. Cuando se daba vuelta para dibujar en el pizarrón unos coleópteros de lo más lindos, con tizas de color que traía en una cajita que llevaba oculta, yo veía su gran traste culo de fuentón que acentuaba su aspecto de persona bondadosa. No había nada en su aspecto que llamara la atención, su ropa era corriente, se pintaba prudentemente los labios, era gorda pero no era eso lo que primero resaltaba. Producía una especie de calma, de mesura. Y eso me hacía repasar a la tarde, en el patio donde había corrido con desconcierto el petiso; dípteros, coleópteros, ortópteros, himenópteros.

 

***

 

Una vez en Río de Janeiro vi a una chica que llevaba lo que ellos llaman mono de mano. Cabe en una mano y ella lo llevaba en el hombro; parecía un hombrecito enojado con su pelo parado como un cepillo. Ella me produjo una gran envidia, como si tuviera una vida más feliz y más plena que la mía. Y ahora miro siempre por la calle a los paseantes de los perros, y me admira cómo los acomodan tan bien, uno al lado del otro, no sé si por tamaño, cercanía con el conductor o afinidades electivas entre los perros. Me gusta esa función de ellos, son recolectores de animales (los van a buscar a sus casas) y educadores de esos animales. El otro día un paseante venía diciéndole a un perro: “Ya te lo dije mil veces. Es la última vez que te lo digo”. Y por todo esto es que yo, de los caracteres que trabajó Teofrasto, discípulo de Aristóteles, me ubico en el rústico. Dice del mismo: “Por ninguna otra razón se detiene o se inquieta en la calle, pero en cambio se queda parado mirando cuando ve un buey, un asno o un macho cabrío”. Así hago yo.◊

 


* HEBE UHART
Escritora argentina. Este fragmento pertenece a su libro más reciente, Animales, publicado por Adriana Hidalgo editora y distribuido en México por SP Distribuciones.