Mestizaje y racismo en México

Por mucho tiempo, la imagen del mestizo fue central en la imaginación nacional dominante. Sin embargo, de acuerdo con Pablo Yankelevich, para combatir realmente el racismo en México, es necesario dejarla atrás por completo.

 

– PABLO YANKELEVICH*

 


 

En México, la idea de raza ocupa un lugar central para mantener un único relato de identidad nacional. En su acepción étnica —comunidad de idioma, de tradiciones, de religión y de cultura— o en su sentido biológico —herencia de caracteres fenotípicos y conductuales—, la raza ha sido útil para glorificar o para denostar el pasado prehispánico o el virreinal, para subrayar la fortaleza o la debilidad de las comunidades que habitaban el actual territorio mexicano, pero fundamentalmente ha servido para pensar la mixtura como dispositivo capaz de fijar una identidad nacional.

Si el siglo xix fue un campo de batalla entre diversas maneras de asumir y representar los orígenes y destinos de la nación mexicana, la Revolución que inauguró el siglo xx permitió entronizar al mestizo como el icono de la nación. La potencia de los discursos y de las políticas encargadas de fomentar el mestizaje terminaron por imponer la idea de que sólo a través de éste sería posible alcanzar una nación homogénea biológica y culturalmente. En otras palabras, ser mestizo se convirtió en la más genuina manera de ser mexicano.

La Revolución de 1910 hizo suyo un diagnóstico decimonónico para convertirlo en una auténtica obsesión. Este diagnóstico suponía que México padecía una debilidad constitutiva producto de intensas fracturas sociales y étnicas. Manuel Gamio reflexionó sobre estos asuntos y en 1916 precisó el canon del debate que recorre buena parte de la reflexión política, histórica y antropológica del siglo xx mexicano. El gran desafío era crear una auténtica nacionalidad, “puesto que constituimos un conjunto de agregados sociales étnicamente heterogéneos”. Para enfrentar esta fatalidad, quien se convertiría en el patriarca de la moderna antropología exhortó a los revolucionarios a empuñar el “mazo y el mandil del forjador para hacer que surja del yunque milagroso la nueva patria hecha de hierro y bronce confundidos”.

La idea de equiparar las tareas de la Revolución con la forja de una auténtica patria resultó atractiva, no tanto por la defensa de la mezcla entre europeos e indígenas, asunto que desde finales del siglo xix era discutido con amplitud, sino por la perspectiva con que fue abordada la mixtura. Gamio, buen discípulo de Franz Boas, rechazó el determinismo biológico que condenaba a las poblaciones originales a un orden social fundado en jerarquías permanentes, para defender la noción de que todos los núcleos humanos portaban iguales capacidades y que su desarrollo no dependía de las leyes de la naturaleza sino de las condiciones histórico-sociales en las que se desenvolvían.

Esta manera de abordar el problema despertó interés porque resultó funcional a los programas de una revolución preocupada por mejorar las condiciones sociales de los sectores más pobres de México, entre los que figuraban las poblaciones indígenas. De este modo, la propuesta de Gamio devino en una matriz que permitió la puesta en marcha de una serie de políticas atentas al mejoramiento físico y cultural de la población mexicana. En la imaginería nacionalista, la defensa de la mezcla racial fue el antídoto para combatir la fragilidad de los vínculos sociales y culturales que deberían sustentar genuinos sentimientos nacionales. En el diagnóstico de los intelectuales de la Revolución, era necesario corregir la debilidad constitutiva de México, y en ello se invirtieron muchos esfuerzos y se dedicaron muchas décadas.

Si forjar una patria era el verdadero desafío, el problema radicó en la valoración de los insumos que debían amalgamarse en la forja revolucionaria. El punto de partida, aunque no necesariamente de acuerdo, era que la mezcla reconocía dos orígenes, el europeo y el indígena. Aquí comenzaban los problemas. El primero fue la disparidad de acepciones con que se valoró la calidad de esos insumos. Mientras para algunos la racialización respondía a imperativos étnico-culturales, para otros la biología y la herencia continuaban siendo el marcador por excelencia. No fueron pocos quienes de manera indistinta usaron uno y otro sentido: aquellos que hicieron apologías del significado cultural de la noción de raza terminaban defendiendo pautas biológicas. La raíz del problema se ubicó en la manera con que esos significados expresaban juicios morales en torno a la superioridad e inferioridad racial y/o cultural. ¿Había razas inferiores y superiores? Es decir, había sociedades humanas condenadas a la inferioridad y a la dominación, o, por el contrario, se trataba de culturas asimétricas susceptibles de ser trasformadas para que las de menor desarrollo pudieran mejorar mediante la intervención de políticas estatales. México, pionero en América Latina, asumió esta segunda opción, bregando por la mezcla en tanto instrumento capaz de superar las distancias sociales y culturales que separaban a componentes del alma nacional.

La defensa del mestizaje desafió abiertamente un racismo fundado en las ventajas de la pureza racial. Sin embargo, y como lo advirtió el historiador Alan Knight, la construcción de una ideología y una política oficial contraria al racismo eurocéntrico no significó la erradicación de los prejuicios raciales y de prácticas racistas en el Estado y en la sociedad mexicana. Y esto fue así porque la raza, en tanto categoría explicativa de las diferencias humanas y más allá de los sentidos étnicos o biológicos que se le atribuyan, no es capaz de escabullir el ineludible conflicto que genera la diferencia, mucho menos cuando esa diferencia se entrelaza con desigualdades sociales, económicas y políticas que alimentan una conflictividad como la que condujo a la Revolución mexicana. Sin embargo, los fundadores de la antropología mexicana no sólo creyeron interpretar el sentir de las comunidades indígenas, no por otra cosa se llamaron indigenistas, sino que, armados de buenas intenciones, terminaron convencidos de que la Revolución había conseguido erradicar el racismo. Negar la existencia de razas superiores e inferiores habilitó la ficción de que en México no había racismo; de este modo, se despejó el camino hacia la anhelada forja de una raza homogénea, nuestra raza, desde donde hablaría el espíritu, según anuncia el lema de la Universidad Nacional.

Por otro lado, en la tarea de uniformar a México, según advierte Claudio Lomnitz, la vecindad con Estados Unidos jugó un papel importante. La frontera marcaba una cisura geográfica y política entre dos países, pero también entre dos civilizaciones. La racialización inferiorizante de los trabajadores mexicanos del otro lado de la frontera, potenciada por el ascenso de un radical nativismo xenófobo, aquel que colgaba carteles en los restaurantes de los estados sureños con el mensaje de “se prohíbe la entrada a negros, mexicanos y perros”, volvió urgente oponer al racismo norteamericano una figura nacional racialmente homogénea, portadora de valores que permitieran una diferenciación positiva del enemigo gringo. En la forja de sentimientos nacionales, resulta importante tener enemigos, no sólo, como apunta Umberto Eco, para “definir nuestra identidad, sino para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor”. Así, el racismo norteamericano hizo las veces de espejo en el que se miró el nacionalismo revolucionario para imaginar su opuesto, una sociedad libre de atavismos y prejuicios raciales.

De este modo, el mestizo mexicano desafió al segregacionismo racial norteamericano y poco más tarde haría lo mismo con el racismo exterminador en la Europa hitleriana. Sin embargo, cuestionar la biología para asumir la cultura en la construcción nacional permitió camuflar prácticas discriminatorias que el discurso oficial negaba pero que la realidad se encargó de recordar. En este sentido, México transitó por una auténtica paradoja al negar la existencia de racismo a partir de la defensa de la ideología racial del mestizaje. Es cierto que la promoción de la mixtura desestabilizaba los discursos interesados en demostrar las supuestas ventajas de la pureza racial, pero ello no significó la desaparición de prejuicios y actitudes racistas, sobre todo cuando se remarcaba la asimétrica relación entre los afluentes del mestizaje. En otros términos, en México el racismo existía a pesar del discurso que lo negaba y el racismo perdura a pesar de una robusta legislación que lo combate.

Desde hace algunos años se realizan en México encuestas sobre discriminación racial. Con todas las reservas del caso, esos sondeos muestran la vigencia de fuertes prejuicios raciales y de intolerancias étnicas. En 2010 y 2011, 23% de los mexicanos no estaba dispuesto a compartir su casa con personas de “otra raza”, 60% estaba convencido de que en este país se discrimina por razones “raciales” y 80% opinaba que del color de su piel depende que se respeten sus derechos ciudadanos.1 Una reciente encuesta del inegi ha puesto cifras a lo que todo mundo sabe: en México la pobreza tiene color. Los empleos menos calificados, los peor pagados y los más bajos niveles de escolaridad están asociados a la piel morena.2

El racismo anida en una complejidad de razones; entre ellas, la desigualdad social, económica y de género en que viven millones de mexicanos. El peso de la historia no es menor: siglos con estas prácticas de abuso e injusticias han terminado por normalizarlas. Las víctimas procesan con total naturalidad la discriminación y parecen convencidas de que en su “raza” se prefigura un destino de pobreza y marginación. Todavía escuchamos la expresión “mejorar la raza”, ya no como política oficial que lo fue, sino como imperativo que hacen propio los excluidos con la esperanza de escapar a su destino.

La homogeneidad nacional como obsesión política expresada en la insistente exaltación del mestizo en muy poco ha contribuido a desnaturalizar el racismo. Al contrario, el mestizo se convirtió en el dispositivo más eficaz para esconder prácticas de exclusión étnica. Tras su promoción hubo una soterrada voluntad de blanqueamiento que reforzó jerarquías étnicas, mismas que terminaron entretejidas con desigualdades sociales y económicas. Creer que sólo hay una manera de ser mexicano ha resultado tan dramático como empobrecedor. Mexicanos hay muchos y de todos colores. Reconocer la diversidad, asumirla sin jerarquizar las diferencias y enviar al mestizo al arcón de las buenas intenciones debería ser uno de los pivotes de cualquier política interesada en desterrar el racismo. Ninguna nación moderna es portadora de una misma sangre; no encuentro razones para pensar a México como una excepción.◊

 


1 Conapred, Documento informativo sobre discriminación racial en México, México, Conapred, 2011, y Conapred, Encuesta Nacional sobre Discriminación en México, México, Conapred, 2011.

2 inegi, Módulo de movilidad social intergeneracional, México, inegi, 2016, disponible en: ir al enlace.

 


* PABLO YANKELEVICH
Es profesor e investigador del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.