La vida pública de las partículas gramaticales

Con una habilidad didáctica a prueba de cualquier lego, Violeta Vázquez nos conduce en este texto en un viaje por los recovecos de la lengua para hablarnos de las “piezas finas de la maquinaria del lenguaje”: las partículas gramaticales, y de sus implicaciones en el habla cotidiana en temas por demás diversos, entre ellos el muy presente debate sobre el lenguaje incluyente.

 

–VIOLETA VÁZQUEZ ROJAS MALDONADO*

 


 

Cuando el lenguaje está en el centro de la discusión pública, el escenario lo suelen ocupar las “palabras grandes”: las que designan entidades del mundo o propiedades de esas entidades, y que evocan claras imágenes mentales. Esas palabras, que los lingüistas llamamos palabras léxicas, tienen una semántica transparente: cualquiera puede intentar definirlas con relativo éxito. Luego ya se afinarán los detalles sobre su uso en acaloradas batallas de lexicografía amateur: que si fifí es o no es una palabra clasista; que si chairo es inherentemente peyorativa; o que si la vergonzante historia de naco la hace una palabra insalvable bajo los estándares mínimos del respeto.

Las palabras léxicas vienen de un costal sin fondo: se pueden crear a medida que se necesitan. Hace algunos meses, a un panadero de Querétaro se le ocurrió hornear una concha en un capacillo, y con el prodigio o esperpento culinario —según se lo vea—, también surgió un nombre: manteconcha. Mucho antes, otra persona tuvo la idea de rebanar una jícama, ensartarla en un abatelenguas y espolvorearla con chile y limón. Nacieron así un nuevo tentempié y una palabra: jicaleta. Las palabras léxicas se crean, cambian, se recuperan o se olvidan con el trozo de mundo al que designan, y muchas de ellas visten su historia en la solapa (como el famoso caso del salario). Si al mundo le surge un objeto nuevo, se inventará el vocablo que lo describa, y si un objeto deja de existir (como el bíper), morirá con él su nombre ocioso. Nada que nos importe quedará innombrado.

Pero el lenguaje no lo conforman sólo las grandes palabras clasificadoras del mundo. Para que esas palabras puedan articular un sentido, necesitan combinarse con otras, a menudo más pequeñas, a veces casi imperceptibles, y de tipos muy variados. Los lingüistas las llaman “palabras funcionales”, pero algunas ni siquiera alcanzan la robustez sonora suficiente para considerarse unidades independientes, sino que son apenas piezas dentro de las palabras, trocitos silábicos sin acento que se recargan en las palabras. Tratando de capturar su naturaleza diversa y a veces diminuta, las llamaremos “partículas gramaticales”.

Estas joyas de pedacería lingüística no designan trozos de realidad, sino que nos instruyen sobre qué hacer con las imágenes que las palabras léxicas evocan. Por su carácter operacional, no se inventan a placer y su significado no está al alcance de la manipulación consciente. Toda la creatividad lingüística que se despliega en el festín de las palabras léxicas se postra ante estas piezas impenetrables. Los hablantes de español tuvieron la imaginación para designar la creación de aquel panadero queretano como manteconcha, pero lo que no pudieron, ni jamás podrían, es inventar una nueva marca de plural. El plural de manteconchas, como el de cualquier palabra del español, será la marca –s, y sobre esta determinación no hay alternativa. Esas piezas finas de la maquinaria del lenguaje —las reglas y partículas gramaticales— debieron ser lo que Saussure tenía en mente cuando emitió su dura sentencia: la masa está atada a la lengua tal cual es.

Pero si bien estas piezas suelen escapar al escrutinio consciente de los hablantes, eso no les ha impedido protagonizar sus propias grescas públicas. Me referiré a tres de ellas que han tenido lugar en México en los últimos meses.

La primera que narraré sucedió un poco después de las elecciones del 1 de julio de 2018, cuando se tenía que determinar, a partir de los resultados de la votación, cuáles partidos políticos perderían su registro y cuáles podrían mantenerlo. La Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (lgipe) establece dos causas para la pérdida del registro: una de ellas es no presentarse a una elección. La segunda es, textualmente, la siguiente: “(b) No obtener en la elección inmediata anterior por lo menos el tres por ciento de la votación válida emitida en alguna de las elecciones para diputados, senadores o Presidente de los Estados Unidos Mexicanos…”. En esa formulación interactúan dos partículas gramaticales: la negación no —en “no obtener” — y el cuantificador indefinido alguna — en “alguna de las elecciones”— (por ahora obviaré la expresión al menos, que tiene su propia complejidad). Casi siempre que esas dos piezas interactúan, surgen ambigüedades, pues el negador instruye a invertir el valor de lo que viene a continuación, pero no suele marcarse dónde termina su ámbito de operación. Así, si el cuantificador cae bajo el ámbito de lo negado, la interpretación de la ley será benévola para los partidos: se pierde el registro cuando no hay alguna elección en la que se alcance el 3% votación. Por lo tanto, si esa situación extrema no se da, y sí hay alguna elección en la que se obtenga ese mínimo requerido, el partido conserva su registro. La otra interpretación de la ley es más severa: el cuantificador no cae en el ámbito de la negación, y, por lo tanto, se interpreta que, si hay alguna elección en la que no se obtenga el 3% de la votación, el partido sale del juego. Aquí, pues, el requisito es estricto: se ha de alcanzar el 3% en todas las elecciones, bajo pena de perder el registro. El desenlace de la historia es que las autoridades se decantaron por la interpretación benévola de la ley, a pesar de las voces —también autorizadas— que esgrimían la interpretación más severa. Se permitió, entonces, conservar el registro a dos partidos que, a pesar de no haber obtenido el 3% de la votación en todas las elecciones, sí lo alcanzaron en alguna de ellas. Sin embargo, la formulación del artículo permanece ambigua, y quizá lo mejor sería, en un futuro, atender a la interacción de las partículas gramaticales para no establecer condiciones que pueden leerse de dos maneras, pues una cláusula legal ambigua es difícil —si no imposible— de hacer valer.

El segundo desatino de dos partículas gramaticales del que quiero dar razón tuvo lugar en 2017, cuando el Instituto Nacional de Estadística y Geografía  Estadística e Informática (inegi) presentó el Módulo de Movilidad Social Intergeneracional (mmsi). Entre otras cosas, en el estudio se solicitó a las personas que se autoidentificaran con un tono de piel de entre 11 dispuestos en una escala. A las personas así identificadas se les preguntó sobre su nivel de escolaridad y ocupación. Entre quienes se adscribieron en la tonalidad más clara de la escala, 31% reportaron ser directores, funcionarios, jefes, profesionistas o técnicos. En contraste, de quienes se identificaron con la segunda tonalidad más oscura, apenas 8.9% tiene este tipo de ocupación. Es decir: mientras más oscuro es el tono de piel con el que se identifica una persona, más probabilidades hay de que esa persona tenga una ocupación de menor calificación (y, por ende, con menor salario), como trabajos artesanales, operación de maquinaria o el desempeño de actividades de apoyo. La publicación del módulo levantó un debate intenso, entre otras cosas, porque cuantificó una realidad social que todos conocíamos, pero que nos negábamos a nombrar: en nuestro país, el tono de la piel es un rasgo racializado que, como tal, incide en la distribución desigual de las oportunidades y del ingreso. Pero lo que me ocupa en este párrafo no son las hondas y enrevesadas raíces del racismo, sino la formulación específica con la que el entonces presidente del inegi, Julio Santaella, resumió esa parte del estudio en un tweet:“Las personas con piel más clara son directores, jefes o profesionistas; las de piel más oscura son artesanos, operadores o de apoyo”.  Esta manera de formular la correlación encontrada levantó resquemores. Algunos lectores, que no habían leído los resultados del estudio, reaccionaron con indignación, pues, según su lectura, el enunciado del presidente del inegi profería una generalización acerca de las personas con piel clara y de las personas con piel oscura, como si éstas conformaran clases establecidas sobre las que se pudiera predicar alguna característica definitoria. Claramente, la intención de Santaella no era ésa, sino la de reportar en 280 caracteres una correlación entre la tonalidad de piel con la que se reconocían ciertas personas y el tipo de puestos que desempeñan. Pero a quienes leyeron las cosas de otra manera les asistía cierta razón gramatical, por causa de dos partículas: primero, porque el enunciado empleaba el artículo definido plural los/las: se habló de “las personas con piel más clara” y “las personas con piel más oscura”. Una de las funciones del artículo definido es la de remitir a clases estables de individuos. Por otro lado, los verbos en presente simple suelen emplearse para predicar una característica general y no un evento específico. A los enunciados de esta forma se les llama enunciados caracterizadores. Cuando digo “Los leones comen carne”, estoy caracterizando a los leones y predicando una propiedad que ayuda a identificarlos e, incluso, a definirlos como una clase. Así, pues, cuando usamos un predicado en presente simple para decir algo sobre “las personas de piel clara”, pareciera que estamos presentando un rasgo característico o una propiedad definitoria de ese conjunto de individuos. Lo que a partir de los resultados del mmsi se necesitaba poner de relieve es que, a pesar de que existe una correlación entre tonalidades de piel y tipos de ocupaciones, ésta no obedece a que existan propiedades esenciales a las personas con un rasgo fenotípico u otro, sino a una realidad social que les asigna diferentes oportunidades como resultado de un proceso histórico tan injusto como complejo. Un lector con notable sensibilidad lingüística le planteó al director del inegi la siguiente formulación: “Lo correcto es Hay más personas con piel clara que son directores…”. Estoy de acuerdo con ese lector en que la forma que propone refleja más atinadamente el resultado del estudio, pues se reporta un hecho social y no una característica de unas personas u otras. Los artículos definidos y los presentes simples son herramientas para la generalización caracterizadora y, como tales, son partículas que se han de manejar con mucha atención en el discurso público.

El último ámbito en el que una partícula gramatical es protagonista de un debate lo tocaré, necesariamente, de manera superficial: es el del lenguaje incluyente. Los argumentos políticos en favor o en contra merecen ser tratados de manera extensa, rigurosa y por separado. Aquí me ceñiré a describir un aspecto gramatical inevitable, que resumo de la siguiente manera: en español, los sustantivos que refieren a entes sexuados suelen terminar en -a si el referente es del sexo femenino, y en -o si es del sexo masculino. Se dice, entonces, que estas inocentes piezas morfológicas designan el género de los individuos. Pero el género gramatical, además de cumplir esta función designadora en algunos nombres, tiene una función morfosintáctica, que no remite al mundo externo, sino a las relaciones entre un sustantivo y las palabras que lo modifican, lo determinan, lo cuantifican, etc. Estas palabras “satélite” deben coincidir con el género del sustantivo, de modo que sepamos, por ejemplo, que cuando decimos “Los perros se subieron a las sillas mojados”, los que estaban mojados eran los perros y no las sillas. Uno de los problemas más conocidos del lenguaje incluyente es con qué grafía o sonido representar la referencia a grupos que incluyen tanto a hombres como a mujeres (personalmente, creo que la elección entre -@, –e o –x será un debate estilístico). El verdadero problema gramatical es cómo se asumirá la regla de concordancia. Una vez que se escoge una terminación para los sustantivos que designan entidades que incluyen a los dos sexos, ¿cómo se deberán marcar todos los determinantes, adjetivos, posesivos y cuantificadores que modifican al nombre? La solución no está al alcance de la vista, pero creo que la complejidad del tema tampoco debe desalentar la discusión, pues el terreno del lenguaje incluyente es quizá uno de los pocos en los que se pone bajo la lupa la historia y la carga social del uso de un morfema (la marca de género gramatical) y no de una palabra de contenido léxico. Además de las razones políticas que lo motivan, el que los hablantes de una lengua debatan conscientemente sobre una regla morfosintáctica me parece un fenómeno fascinante. Ojalá que los lingüistas, lejos de juzgar la pertinencia de este tema, divulguen información clara al respecto y vislumbren una posible convención que recoja las prácticas lingüísticas de las y los hablantes de este siglo.◊

 


* VIOLETA VÁZQUEZ ROJAS MALDONADO
Es profesora-investigadora en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.