La inauguración de los XIX Juegos Olímpicos en México

Telesistema Mexicano (la actual Televisa) transmitió al mundo entero (por primera vez en color y por primera vez vía satélite) la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1968. No mostró las tanquetas apostadas alrededor del Estadio Olímpico ni aludió al movimiento estudiantil, violentamente reprimido diez días antes. Raúl Nivón nos describe aquí, casi minuto a minuto, lo que vieron los telespectadores.

 

–RAÚL NIVÓN RAMÍREZ*

 


 

La apertura de los Juegos de la XIX olimpiada
se verificará hoy, bajo vigilancia armada,
en un ambiente tenso.
Le Figaro,
12-13 de octubre de 1968

 

El reloj marcaba casi las 8:54 de la mañana en la Costa Este estadounidense y casi las 12:54 horas en la Oeste; las 17:54 en Europa central y las 00:54 en Japón. Pero en aquella fecha, y durante dos semanas, el huso horario de referencia, el del centro de México, indicaba las 10:54 de la mañana. Minutos antes, Raúl Nivón López, mi abuelo, se sentó frente a su nuevo y flamante televisor, ajustó la imagen y quedó atento a todos los detalles de la transmisión de la ceremonia de inauguración de la olimpiada de los mexicanos.

La primera imagen que tanto mi abuelo como otros 600 millones de televidentes apreciaron fue el recibimiento que Avery Brundage (presidente del Comité Olímpico Internacional) y Pedro Ramírez Vázquez (presidente del Comité Organizador de la XIX olimpiada) hicieron a Gustavo Díaz Ordaz en la entrada del Estadio Olímpico Universitario. Se escucharon salvas de 21 cañonazos antes de que estos personajes procedieran a ocupar el palco de honor.

El telespectador no se daría cuenta de lo tanques apostados en las inmediaciones del coloso del Pedregal, encargados de “salvaguardar el orden” a diez días de aquel dolorosísimo 2 de octubre. En cambio, sí atestiguaría el estreno oficial del gigantesco tablero que mostraría, en inglés, francés y castellano, el célebre credo olímpico del padre del olimpismo, Pierre de Coubertin: “Lo más importante de los Juegos Olímpicos no es ganar sino competir, así como lo más importante en la vida no es el triunfo sino la lucha. Lo esencial no es haber vencido sino haber luchado bien”. Acto seguido, daba inicio el parade de naciones, con Grecia a la cabeza.

Si pudiéramos caracterizar el desfile de las naciones, éste se asemejaba a los ejercicios cívicos de cada lunes en las escuelas primarias mexicanas. Durante cuarenta minutos, marcharon por novedosa pista de tartán las delegaciones de 112 países, cada uno precedido por un cadete del Colegio Militar que portaba un letrero con el nombre del país en turno. Durante su paso frente al palco de honor, los cadetes volteaban para saludar al presidente, quien, de vez en vez, era encuadrado por las cámaras de televisión.

Jorge “Sony” Alarcón y Jacobo Zabludowsky fueron los encargados de transmitir al público mexicano las impresiones del suceso. La crónica era en general descriptiva y sólo hacía referencia a los colores de los uniformes y de las banderas. En el caso de algunos países, como Kenia e Islandia, los comentaristas hacían breves referencias sobre su localización geográfica, su idioma o algún otro dato general. En algunos casos, como Israel, por ejemplo, destacaron su presencia como “uno de los Estados más nuevos del mundo”. Italia fue recordada como la “sede de los Juegos Olímpicos de 1960, la patria que nos hermana más a este país latino”, y se hizo referencia al numeroso contingente de Japón y a su carácter de sede anterior.

En la última parte del desfile, Alarcón detuvo la crónica para llevar a cabo una reflexión en torno a los Juegos. Con alivio, señalaba: “Parecía que esta fecha no iba a llegar nunca. Parecía tan lejano cuando se vio en la pizarra del estadio olímpico de Tokio: Sayonara […] Y aquí estamos, fieles a la cita, fieles al compromiso”. El comentario no era para menos, ya que, amén del gran esfuerzo que significaba la organización de un suceso de esa magnitud, la olimpiada mexicana había pasado por una serie de contratiempos que habían puesto seriamente en riesgo su viabilidad.

Llegado el turno de México, la entrada del contingente nacional ocasionó tanto entusiasmo que fue imposible escuchar los comentarios de los locutores. David Bárcena, de pentatlón, abanderaba a los nuestros. Pasó frente al palco presidencial y realizó el saludo protocolario al jefe de Estado. Acto seguido, la delegación ocupó su lugar sobre el césped del estadio. Frente al palomar de transmisión estaba colocado el pódium —imagen tridimensional del logotipo México 68 pintado de color rosa— en el que Ryokichi Monobe, alcalde de Tokio, habría de pasar a Alfonso Corona del Rosal, regente del Distrito Federal, la bandera olímpica.

Una vez colocadas las delegaciones, la imagen de televisión se abrió desde el palomar para mostrar una panorámica del Estadio Olímpico. Zabludowski describió la escena como una imagen “maravillosa, colorida […] La emoción, de entusiasmo, de cordialidad al mundo entero a través del pool internacional de televisión, en una transmisión a todo color que encabeza Telesistema Mexicano”. Todo transcurría de manera ordenada. Una vez acomodadas las delegaciones, Pedro Ramírez Vázquez y Avery Brundage se prepararon para dar la bienvenida a los visitantes.

En punto de las 11:52, el presidente del Comité Organizador se dirigió a los asistentes y a la teleaudiencia nacional e internacional. El tono del discurso se dio en los términos en que se había concebido la olimpiada mexicana: “El ideal olímpico de que los pueblos, a través de sus jóvenes, aprendan a vivir en armonía coincide con la tradición humanista del mexicano. México muestra al mundo su rostro actual”.

Pero lo que más se recordaría de aquella parte protocolaria de los discursos oficiales fue la (fría) declaratoria de Gustavo Díaz Ordaz, jefe del Estado mexicano y patrono de los XIX Juegos Olímpicos. Así se escuchó: “Hoy, 12 de octubre de 1968, declaro inaugurados los Juegos Olímpicos de México, que conmemoran la XIX olimpiada de la era moderna”. El pool televisivo cambió de manera inmediata para encuadrar la banda musical. En el sonido ambiente se combinaba la melodía de la fanfarria olímpica con gritos, aplausos y la porra: “¡México, México, ra, ra ra!”. ¿Hubo mentadas de madre para el presidente? ¿Hubo una cometa negra que voló delante del palco de Díaz Ordaz? Para ambas cuestiones hay más hipótesis que pruebas empíricas. En la grabación ambiente no se aprecia con claridad si hubo silbidos o injurias contra Díaz Ordaz, aunque otra historia sería en la inauguración del mundial de México 70, cuando la rechifla no podía silenciarse ni por televisión.

Con respecto al papalote en forma de la paloma negra, las pruebas son aún menos concluyentes. Muchos asistentes afirman haberla visto, pero, si es que acaso hubo alguna, resulta evidente que ni la televisión ni los comentaristas harían alusión a este hecho. Por su parte, la prensa internacional (al menos la que llegaba a las oficinas del Comité Olímpico Internacional en Lausana, Suiza) y, aún más, la prensa nacional se habrían abstenido de mencionar este hecho, consagrado en memoria colectiva por muchos mexicanos.

En cambio, tanto la televisión como la prensa destacaron la entrada triunfal del fuego olímpico, cuya peripecia lo había llevado desde Olimpia hasta las tierras mexicanas siguiendo la ruta de Cristóbal Colón en 1492. Así, aquel 12 de octubre, pasado el mediodía, el mundo vio a Enriqueta Basilio abrirse camino por la novedosa pista de tartán del Estadio Olímpico Universitario. Antes de llegar a las escaleras, la atleta se detuvo unos instantes y fue acorralada por algunos deportistas de otras delegaciones. Al fin pudo abrirse paso, antes de subir los 90 escalones que conducían al pebetero. “Ahí está. Toma un momento solemne, una ovación, y muestra al mundo entero la flama olímpica… ¡Y ahí está el fuego de los decimonovenos juegos olímpicos!”.

Durante la declaración del juramento olímpico se liberaron más de 15 000 palomas. Por televisión se escuchaba el entusiasmo y porras para México. Acto seguido se dejó ver un objeto aerostático con la forma de los aros olímpicos. Todos estos actos fueron calculados para satisfacer tanto al asistente como al telespectador.

Por su parte, los locutores mexicanos no dejaron de destacar los contrastes y el colorido mostrado en la ceremonia de inauguración, así como el orden con el que se estaban llevando a cabo los acontecimientos. Algunos momentos después de que se izó la bandera olímpica, destacaban: “Después del momento solemne, y una gran emoción, una ceremonia inaugural llevada fielmente, de acuerdo con lo planeado, al minuto, ha tenido como marco este colorido extraordinario, en este lleno completo, en este día de fiesta que marca la historia del deporte del mundo y de México”.

En una de las últimas tomas, Telesistema Mexicano apuntó sus cámaras al tablero de la cabecera norte y se detuvo para destacar la frase: “Ofrecemos y deseamos la amistad con todos los pueblos de la Tierra”, escrita en inglés, francés y castellano. La ceremonia de inauguración había cumplido su cometido al llevarse a cabo conforme el programa y sin alusión alguna a la agitación estudiantil y a la tragedia del 2 de octubre.

Así transcurrió la inauguración de la primera olimpiada transmitida en directo vía satélite y a color para todo el mundo. Era la 1 de la tarde cuando mi abuelo, entonces militar retirado, apagó la televisión. Probablemente, como muchos otros mexicanos, ésta era la primera vez que se enteraba de lo que significaba el olimpismo internacional. Sin embargo, aquel día, mi abuelo habría podido concluir con la misma frase que tantas veces le escuché decir: “Por fin el mundo verá de México más que sombreros y piñatas”.◊

 


* RAÚL NIVÓN RAMÍREZ
Es egresado del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.