La crónica periodística literaria en México a fines del siglo xix

Irma Elizabeth Gómez Rodríguez ratifica que cada generación relee a sus clásicos a su manera. Si pensábamos que Carlos Monsiváis y sus discípulos, hace más de un cuarto de siglo, lo habían dicho todo sobre la crónica periodística y literaria finisecular decimonónica, acaso estábamos equivocados.

 

– IRMA ELIZABETH GÓMEZ RODRÍGUEZ*

 


 

La crónica periodística compuesta por escritores arribaba al último tercio del siglo xix precedida de una robusta tradición, que fincó sus raíces en los primeros decenios de la centuria y se consolidó en los años del encendido patriotismo de la República Restaurada. En el transcurso de estas décadas, la crónica desarrollaría prácticas discursivas que le permitirían situarse como uno de los géneros emblemáticos de la modernidad, poseedor de la capacidad para referir los cambios que se vivían en México y para responder a las transformaciones de las disciplinas conformantes del campo cultural, en particular de aquéllas implicadas en su creación: el periodismo y la literatura.

La crónica, en tanto textualidad originada en el periodismo, si bien estaba comprometida con una función dominante, la informativa, y con principios de composición determinados por la disciplina, participaría también de valores propios de la literatura. En los años finales del siglo, la interrelación de elementos periodísticos y literarios en el seno de la crónica se tornó conflictiva dado el proceso de especialización y las transformaciones que experimentaron ambas disciplinas. Ello provocaría condiciones que hicieron posible que el cronista deslindara sus obras de ciertas prácticas implementadas en la prensa para, en cambio, inscribirlas en el ámbito de la literatura de manera más rotunda.

La crónica: tensiones y deslindes

La crónica, hay que apuntar, desde sus primeras realizaciones ya presentaba algunas restricciones establecidas por el periodismo; una fundamental sería el tipo de materia que podía tratar. Ésta, denominada “asunto de actualidad”, se circunscribía a una variedad de motivos sobre la vida cotidiana de la urbe —celebraciones, espectáculos públicos, espacios citadinos de sociabilidad, personalidades, costumbres—. Esta cantera de temas, que parecería amplia, en realidad fue percibida por los autores como excesivamente estrecha y limitante, debido a que los dejaba al margen del tratamiento de las grandes discusiones que dominaban la opinión pública y el campo del conocimiento. Al respecto, Ignacio Manuel Altamirano señalaría, en uno de sus textos con mayor contenido autorreflexivo —“La vida en México”—, que para el cronista estaba vedado “el periodo más o menos tempestuoso de una revolución política, o de los progresos revelados en una evolución de la ciencia; no, su dominio es más estrecho, más mezquino, más bajo” (1880: 1).

Los cronistas, además, debieron afrontar los modos de producción industrializados que adoptara el periodismo finisecular, los cuales ocasionaron no sólo el desarrollo de dinámicas mercantilistas, tendientes a la competencia de mercado y a la masificación de la información, sino también la implementación de nuevos principios de composición textual, derivados de la orientación noticiosa que paulatinamente se privilegiaría en la prensa; entre ellos, la inmediatez y la novedad. Para los escritores, el cumplimiento de estas condiciones fue una tarea problemática; en primera instancia, porque en el panorama periodístico irrumpieron nuevos actores, especialistas que, como los reporters, se abocaron a sostener un sistema de producción acelerado que, aunque de manera pobre y descuidada, hacía posible informar con prontitud y eficiencia, dejando rezagados a los cronistas.

En este punto, conviene recordar las imágenes que los escritores edificaron para significar la desventaja que experimentaban; por ejemplo, Manuel Gutiérrez Nájera comparaba el ritmo de composición de la crónica con el movimiento de un vehículo de tracción animal, fácilmente superado por el “ágil, diestro, ubicuo, invisible, instantáneo” movimiento de los reporters, propio de los trenes relámpago (1893: 1). Por su parte, Luis G. Urbina establecía una analogía entre la crónica y una vista fija que, sólo capaz de capturar fragmentos inmóviles y acotados de la realidad, se quedaba a la zaga de la película cinematográfica, único medio habilitado para representar el curso de la vida moderna con la celeridad con que ésta ocurría y con la puntualidad que la prensa exigía. La escritura en el periódico debía ser como la pantalla móvil del cinematógrafo porque, diría el autor: “he aquí que sucede con el tiempo que se va así, tan de prisa, tan agitadamente, que dura poco en la memoria […]. El olvido suele devorar los más frescos manjares […]. Ya no nos interesa lo que vimos, sino lo que nos anuncia el programa por venir” (1908: 1).

En segunda instancia, los escritores se vieron impedidos para cumplir con los requerimientos que la disciplina periodística imponía, especialmente la demanda de novedades, debido al atraso que presentaba la realidad de la urbe porfiriana, referente irrenunciable del género. Altamirano señalaría que en México:

la influencia, aunque tibia, [del] progreso comercial, el contagio de la moda y un cierto adelanto en la instrucción de las masas populares, han producido un movimiento mayor en las aspiraciones sociales y en las manifestaciones de la vida pública […]. Pero […], sea […] porque nuestra situación en el continente americano no es de las más favorecidas, como foco de movimiento […], nosotros […] no podemos ver ese movimiento, esa variedad, que constituye un centro de civilización […]. / […] esta ciudad que los lectores […] se figuran como una Babel […] No es ni la sombra de esa imagen que enardece las imaginaciones […]. / […] Más allá del Zócalo y de Plateros… la anemia, la melancolía, […] la pestilencia de las calles desaseadas, […], pero con eso no puede hacerse una crónica (op. cit.: 1).

Las expresiones de malestar de los cronistas revelan una toma de conciencia no sólo sobre el lugar marginal que ocupaban sus obras y oficio, sino también sobre las causas que ocasionaron tal condición. Se observa, como marco general, una fuerte tensión entre la “fuerza deseante”, como llamaba Ángel Rama al anhelo de modernidad (1994: 97), y las condiciones de la realidad, en los ámbitos social y cultural. Altamirano presenta la sociedad y su espacio vital, la ciudad, inmersos en un desarrollo irregular que imposibilitaba cambios sustanciales, lo cual ocasionaría que el progreso, que suponía la modernidad, se redujera a tibios avances en la educación y en el orden de las mejoras materiales, así como al “contagio” de nuevas formas de consumo, aludidas en las menciones a la moda. El tipo de referente cultural al que se hallaba atado el género, simulacro de una urbe civilizada, y la imposibilidad de aprehender los principios de producción masiva del periodismo pusieron en crisis el valor de la crónica. Ésta se percibió frágil y con poca profundidad, ya que estaba condenada a producir imágenes urbanas con recursos que perdían su efectividad y con la monótona iteración de motivos, que no ofrecían sorpresa alguna ni permitían hacer reflexiones hondas sobre la realidad.

Las tensiones que los cronistas experimentaban se agudizaron cuando en la prensa se retomaron estrategias del sensacionalismo, como la preeminencia de temas escandalosos, especialmente relacionados con el crimen, y una serie de recursos propios de la “retórica del exceso” (Brunetti, 2008: 57), cuyo objetivo era ofrecer un nuevo tipo de novedad basado en la explotación del morbo. Esta práctica, de la que debió participar la crónica, fue reprobada por los autores porque dio lugar a una dinámica que no sólo degradaba al género, sometiéndolo al uso de recursos efectistas encaminados a la fabricación de tramas truculentas y fantasías brutales, sino que creaba una percepción alterada de la realidad que podía devenir en la exaltación de conductas y personajes condenables. Con ello, opinaban los narradores, lejos de escarmentar al lector podía alentársele a imitar esos modelos nocivos.

Ahora bien, hay que señalar que la visión negativa del entorno en el que se generaba la crónica habilitaría a los escritores para deslindarla de la práctica periodística, en la medida que aspectos de su decadencia eran atribuibles a los principios impuestos por la disciplina. Ante este panorama, los escritores emprendieron la refuncionalización literaria del género.

Los caminos literarios de la crónica

Los elementos literarios, si bien acompañaron a la crónica desde sus primeras realizaciones, no se percibieron como valores diferenciadores que confirieran una función estética al texto y, con ello, su autonomía. Lo literario, identificado con el estilo, se encontraba supeditado a los usos pragmáticos del texto; por ejemplo, a la comunicación efectiva y agradable de los mensajes. Al respecto, diría Altamirano que la narración de los sucesos de la urbe debía hacerse “en un estilo en que la belleza de forma corra pareja con el interés del asunto” (op. cit.: 1).

La inscripción de la crónica en un ámbito propiamente literario requirió de operaciones más radicales, mismas que fueron implementadas, principalmente, por los cronistas adscritos al Modernismo. Dichas operaciones supusieron la sustitución de los mecanismos de producción periodística por otros del orden de la creación artística. Gutiérrez Nájera identificaría la imaginación como mecanismo esencial y diferenciado de la literatura, en la medida que permitía abandonar las formas de reproducción mimética y transformar la materia referencial en objeto estético. En “el papel”, dice el narrador, en “esta hoja blanca a la que me prende […], traspasándome”, “hace primores la loca de la casa, borda como una hada, combina muy delicadamente los estambres, dibuja con el gancho de marfil” hasta darle forma al pensamiento (1894: 1). En el texto que sigue a estos enunciados, el cronista hace uso de la imaginación e implanta una atmósfera de subjetividad que le deja transmutar la materia convencional de la crónica: la urbe. En este proceso, los elementos referenciales de la ciudad se disuelven en una representación sensorial que se conforma a partir de recursos de índole sensible. Con esta estrategia, la ciudad se transfigura en una geografía poética, como la llama Michel de Certeau (1996: 117), que funciona como el escenario para un espectáculo visual. En éste, los bulevares, “circuidos por impalpable polvo de oro”, se llenan de objetos plásticos, como la multitud de “biciclos y triciclos [que] parecen grandes zancudos de plata”, los cuales, por efecto de la velocidad y de un juego de luces, adquieren la visión de “vertiginosos juegos de agua, el alma fluida del movimiento en infinita actividad” (idem).

Este tipo de representación, de evidente carácter ficticio, además de corroborar la función de la imaginación como mecanismo fundamental para la creación de la dimensión estética del texto, también refiere, tácitamente, otros elementos que la completan, como el empleo de un lenguaje innovador y especializado que no actúa como medio transparente que comunica mensajes, sino como una estrategia efectiva para renovar el género de manera más creativa. Ello suponía investir el relato cronístico con un nuevo efecto de novedad, fundado en una mirada estetizante, capaz de revelar zonas inéditas de la urbe y de implementar otras prácticas de lectura tendientes a estimular los sentidos del lector.

Consideraciones finales

El itinerario trazado de la crónica finisecular muestra, por un lado, la relación conflictiva que los escritores entablaron con los modos de producción periodísticos; y, por otro lado, los movimientos compensatorios que habilitaron para superar las limitantes que empobrecían su oficio y para adoptar estrategias que hicieron evolucionar el género, dotándolo de la capacidad para formular interpretaciones más abarcadoras de la realidad. De este modo, los narradores le confirieron a la crónica una mayor densidad, aseguraron su continuidad en la prensa y contribuyeron a dar los primeros pasos en el proceso de especialización de la disciplina literaria.◊

 


Fuentes de consulta

Brunetti, Paulina, 2008. Ensayos sobre prensa, Buenos Aires, Ediciones Biblioteca Nacional.

Certeau, Michel de, 1996. La invención de lo cotidiano 1. Artes de hacer, traducción de Alejandro Pescador, México, Universidad Iberoamericana/Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente/Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos.

______, 1894. “Crónica dominical”, en El Universal, 22 de abril de 1894, p. 1.

Rama, Ángel, 1994. La ciudad letrada, introducción de Mario Vargas Llosa, Hanover, Ediciones del Norte.

 


* IRMA ELIZABETH GÓMEZ RODRÍGUEZ
Labora en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM. Cursó el doctorado en Literatura Hispánica del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México en la promoción 2005-2008.