El lance de Juan Arturo: mellas del 68

Durante el movimiento estudiantil de 1968, Guillermo Palacios era estudiante del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México y miembro del Consejo Nacional de Huelga. Después del 2 de octubre, estuvo brevemente encarcelado en Santa Marta Acatitla. Todo esto es importante para el relato que sigue —es importantísimo—, pero su verdadero tema es, a fin de cuentas, una historia de amor.

 

–GUILLERMO PALACIOS Y OLIVARES*

 


 

Corría el año de 1966, su primera mitad, cuando El Colegio organizó un viaje de campo para llevar a los estudiantes del Centro de Estudios Históricos (ceh) al sureste mexicano (ya no recuerdo si fuimos a Oaxaca o a Yucatán, o a los dos, o tal vez a Chiapas, ni si el año era ese mismo o uno antes de él). Creo que, además de Históricos, iban también alumnos de otros centros. El viaje era la respuesta de la administración de El Colegio a las protestas de los futuros historiadores por el trato preferencial que recibían los alumnos de Internacionales. Mientras nosotros penábamos por las entonces polvorientas carreteras del interior mexicano, a los del Centro de Estudios Internacionales (cei), que apenas estudiaban una licenciatura mientras en el ceh perseguíamos las alturas de una maestría (que en realidad era una licenciatura, pero, como decía don Luis González, los historiadores no necesitan licencia, pero sí maestría), los mandaban a visitar países africanos, a realizar giras en Rusia y otras cosas por el estilo. Nuestros viajes se me confunden. Uno hubo que —de ése sí recuerdo los detalles— nos llevó a San Cristóbal de las Casas (¿será que fue?) bajo el mando de nuestra querida y erudita profesora de español y que propició una de las mayores decepciones en lo que se refiere a desempeño sexual de que tengo memoria (y tengo diversas, ni les cuento). En el viaje iban varias parejitas, ninguna declarada, pero varias floreciendo a cada curva del camino. Una de ellas me emparejaba con María Emilia, una colega sudamericana de quien yo, con mis 21 años a cuestas, estaba perdidamente enamorado. (¿Estaba? Los amores, en la distancia, parecen miniaturas inmóviles, guardadas en limpísimos recipientes de cristal). Admiraba su técnica genial de ponerse El Capital en el regazo, por debajo de la mesa, y discutir con el maestro Miranda sobre las determinantes materialistas de la historia. Era un amor marxista. Llegamos al hotel, me asignaron una habitación que sería compartida con otro compañero y en la noche María Emilia vino a mi cuarto, a cuya puerta ya se amontonaban varios coexcursionistas para apoyar la aventura. No sirvió de nada. Los nervios y la multitud acumulada, junto con una fría introspección del deseo a la mera hora, cumplieron su escabrosa tarea. Sirva esto de introducción a lo que sigue, aunque mi relación con María Emilia nunca fue una introducción (lo acabo de decir, de mala manera), sino que se me quedó en la memoria como un episodio intocable e (in)acabado de los primordios de 1968. Era 1966, pero digo 1968 porque el 68 reorganizó radicalmente la memoria de esa década y de las que le siguieron. Pasado y futuro comenzaron a ser vistos a partir de esa fecha.

El lance de Juan Arturo sucedió en otro viaje. Pero, antes de proseguir, es necesario hacer una breve recuperación de mi relación con el susodicho. Lo conocí mientras yo iniciaba la segunda década de mi vida, tal vez un poco más adelante, en casa de las hermanitas Bertrand, situada en una calle de la Roma colindante ya con la Condesa. El viejo caserón, con su estructura de cuartos consecutivos comunicados entre sí por un pasillo interno, con salidas a un corredor exterior que se proyectaba sobre lo que algún día había sido un florido jardín, era habitado por Mamá Lily —delgada y señera figura siempre enfundada en un vestido negro que producía contrastes asustadores con su cabello blanquísimo y sus vigilantes ojos azules, invariablemente llenos de reproche y censura—, su hija Concepción y los tres retoños de ésta: Concha, Carmen y Marta, mi gemela por proximidad de nacimientos. Yo, hijo único, me hacía hermano postizo de las niñas. Todos, hijas e hijo de madres que habían sido amigas desde la infancia, habíamos crecido juntos hasta ese momento. Del otro lado de la barrera se amontonaba un grupo de ambiciosos jóvenes de escasos recursos, pero de amplia inteligencia y exquisita cultura, que llenaban el comedor de la casa para disfrutar de las generosas comidas que “Concha la grande”, como si fuera una especie de Penélope culinaria de la Roma, preparaba los fines de semana para la fila de pretendientes de sus hijas, algunos de ellos también sus compañeros de frecuentes escapadas culturales por el México by night de los años 60. Había para todos los gustos: poetas que serían después exitosos directores y fundadores de periódicos de izquierda, actores que vencerían en Televisa y en los teatros del circuito Chapultepec, futuros cronistas de la ciudad, iconos de la naciente resistencia gay (claro que no se llamaba así en esos años), declamadores que consolidarían la mayor feria de libros de la ciudad de México, directores de escena de la mejor época de la Casa del Lago y hasta un —posteriormente, en pleno 1968— temible (y patético) alto funcionario de Gobernación. Además, Juan Arturo, que llegaría a ser uno de los más respetados especialistas en arte colonial novohispano. Después de la comida, todos se reunían en la sala de la casa, con balcones porfiristas protegidos por rejas para no dejar entrar a los amantes y otros bichos, y se ponían a jugar un “dígalo con mímica” lleno de esnobismos pseudoculturales. Mientras Conchita se recostaba felinamente en un sofá, Carmen trataba de participar del juego y Marta y yo observábamos todo con muda admiración de infantes ignorantes desde el corredorcito que daba a su recámara. Juan Arturo era un semisecreto pretendiente de Carmen, cuyo espacio amoroso era cada vez más invadido por el guapo y romántico abogado-poeta, mientras el actor corría atrás de Conchita. Los otros, según yo, hacían número, pero en realidad varios de ellos ya habían hecho su opción sexual y el género femenino no era el de sus preferencias. El tiempo pasó, como siempre lo hace. Me alejé un poco de las Bertrand, que en mi ausencia se volvieron mujeres casadas: Carmen con el abogado-poeta-director de periódicos y suplementos culturales, Conchita con el actor persistente y la religiosa Marta, para llevarle la contraria a toda esa tribu de pedantes insoportables (blasfemos y ateos para horror de Mamá Lily y satisfacción de la filocomunista Concha la Grande), con un nico, constante —y contrastante— apreciador de narraciones de juegos de beisbol en los raditos de pila de aquella época.

De Juan Arturo ya no supe nada hasta que, en enero de 1964, a mi ingreso como alumno de maestría en El Colegio de México, Guanajuato 125, me lo encontré, recién regresado de Italia, donde había hecho estudios de historia del arte, convertido en profesor del ceh. Creo que en el segundo año nos dio una clase sobre historia del Renacimiento, cuyo examen final (única cosa memorable del curso) consistió en responder “nombre y fecha de ejercicio” de no sé cuántos Papas del periodo. Pero él fue fundamental por otros motivos, que no tenían que ver ni con los Papas ni con el lance, al que desde ahora veo en el futuro de ese entonces ya pasado. Después de ignorar nuestra anterior historia compartida —seguramente no se acordaba ni un poco de aquel mocoso que era yo—, un día me vino a ofrecer el traspaso de su apartamento en la Privada de Medellín. Era todo un flat: cuarto piso de un edificio escuálido, una salita de 6 m cuadrados, con una chimenea y una mesa  —con sendos bancos de cemento— empotrada en una ventana que daba a la calle, un espacio para la cama en una pequeña elevación contigua que hacía de recámara, un baño y, afuera, en lo que correspondería a la azotea, un tanque de lavar ropa y un bóiler. Yo tenía una vida privada muy complicada por esos años. Vivía con mi madre alcohólica, que lidiaba una eterna batalla con mi abuela y mi única tía, que la acusaban de ser una bastarda que no merecía al hijo (yo) que había tenido en no se sabe qué oscuras condiciones de su imaginación, y que en realidad debía haber sido hijo de su hermana, etc. Así siendo, la oferta de Juan Arturo era una bendición y en la distancia —otra vez ese sustantivo— resultaría un momento central de mi vida, mi Grito de Dolores. La beca del Colmex era suficiente para pagar la modesta renta del apartamento y a los 21 años salí de la casa materna y me puse a vivir solo y feliz. Poco tiempo después, como si todo en la vida estuviera programado, una amiga del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios me presentó a Fernanda, una aspirante a pintora, alumna del Mexico City College, dueña de un hermoso cabello castaño que le llegaba a la fina cintura de sus vaqueros. Nos hicimos pareja y un bello día la nueva dueña de mi corazón apareció en la puerta de mi apartamento con una maleta y su gato (¿o era un perro?). Mi reacción fue tan típica como idiota: “¡Qué buena idea!”. Y comenzamos a vivir juntos hasta que… Hasta que llegó el viaje maldito a no sé dónde y Fernanda, ante el discreto asombro de todo el autobús (¡¡y conmigo a bordo!!), comenzó a dar señales inequívocas de haberse enamorado súbitamente del tan mentado Juan Arturo, que era el encargado de “cuidarnos” durante el trayecto. Con su poncho y su vasito de tequila en la mano, Juan Arturo, supertaurino, me aseguró —en una conversación tête-à-tête durante un lapso “social” (lo que se llamaba, en la época, una conversación “entre hombres”)— que podía estar tranquilo, pues nada pasaría durante el viaje. Estaba armado el lance. Volvimos al DF y Fernanda, después de algunos días de vivir mustiamente conmigo y encontrarse casi todas las noches con su amante, que la recogía en su vochito a la puerta de su antiguo domicilio, decidió abandonarme, rentar un departamento en la Nápoles y ganar la libertad necesaria para vivir en plenitud su nuevo romance con mi examigo y exprofesor. (Hay que decir que a la chica no le faltaban recursos, pues su papá era uno de los directores en México de una gran empresa estadounidense de automóviles).

Luego, a seguir, el 68 entró con toda fuerza y rápidamente me suturó el corazón. En El Colegio organizamos una asamblea permanente, coordinada por un pequeño comité, encargado de mantener a la comunidad informada de los acontecimientos y, a partir del 4 de agosto, de las primeras decisiones del recién creado Consejo Nacional de Huelga (cnh). A las reuniones, en el auditorio de Guanajuato 125, asistían alumnos y profesores (además de algunos administrativos), y en ellas todos participaban con opiniones y contraopiniones. Algunos de los docentes, entre los que se encontraba Juan Arturo, fundarían una Asamblea de Profesores e Investigadores de El Colegio de México para secundar las acciones de la Asamblea de Estudiantes y participar de la Coalición de Maestros de Enseñanza Media y Superior. Esta formación profesoral se mantuvo hasta la mañana siguiente al ametrallamiento de la fachada de El Colegio, en los días inmediatos a la invasión de Ciudad Universitaria por tropas del Ejército y del apresamiento de decenas de miembros del Consejo Nacional de Huelga, de la Coalición de Maestros y público en general. Los astillazos de la Biblioteca (un perjuicio que don Víctor Urquidi, furibundo, nos atribuyó retóricamente a mí y a mi compañero de representación ante el cnh) tuvieron un efecto importante en mi trayectoria. La disolución de la Asamblea de Profesores y las llamadas de la presidencia de El Colegio para que la de estudiantes dejara de participar en el movimiento y volviera a clases ante el endurecimiento represor del gobierno federal, además de sus efectos prácticos, jugaron en mi superestructura emocional. Mientras Juan Arturo obedecía las instrucciones de El Colegio y se recogía, junto con otros profesores, a su cubículo, Fernanda mostraba cada vez más su apoyo a la movilización popular y pronto los embates entre Eros y Ares llevaron a una segunda disolución, esta vez de la pareja usurpadora. La revolución me devolvió el amor. En los días siguientes, mi departamentito fue invadido, puertas arrumbadas, cajones y armarios revirados, etc., y, en esa complicada conjunción de recuperación romántica y agresión de “las fuerzas oscuras del régimen” (o así me pareció —siempre pudo haber sido un simple ladrón—), empaqué unas pocas ropas y algunos libros e hice el camino inverso: me mudé al apartamento de Fernanda, en la colonia Nápoles. Después vino Tlatelolco. Durante mi breve estancia en Santa Marta Acatitla, me llegaron ofertas de quien pronto vendría a ser mi suegro de ponerme abogados de la Embajada de los Estados Unidos para “ayudarme” (sic). Ni risa me dio. Al final, mi salida de la cárcel, resultado casi ciertamente de gestiones de El Colegio, fue escoltada por una mexicanísima compañera del ceh y su antropólogo marido, quienes me llevaron a un “aparato clandestino” que vino a ser la residencia de un famoso trovador y su bailarina esposa, donde estuve escondido poco menos de una semana, con algunos cambios de domicilio para “despistar”. Yo estaba seguro de que mi liberación de las mazmorras de la represión había sido un error crucial y de que, dada mi pertenencia al cnh (nos habíamos vuelto todos importantes y “peligrosos”), pronto vendrían nuevamente por mí. Pero nada sucedió. Si acaso, una escapada mía al Azteca a ver un juego de no sé quién contra quién, me dejó marcado indeleblemente, pues los flashazos de centenas de cámaras fotográficas durante el partido me produjeron un intermitente ataque de pánico, al sacar del agujero de la memoria los destellos de la balacera de la Plaza de las Tres Culturas. Después de la inauguración de las olimpiadas, me convertí en reportero de una nueva agencia noticiosa, Amex, que se decía propiedad del Opus Dei, y donde serví, orgulloso y ufano, a las órdenes del jefe de la sección internacional, nadie menos que Ludwik Margules. Una credencial de reportero, decía la vox populi, mantendría a los cancerberos de la dfs alejados, como si fuera detergente, lo que no impidió que casi destruyera el Renault R4 de Fernanda tratando de entrar en el estacionamiento de la agencia. Pero, aun así, la paranoia autocongratulatoria (¿real o imaginada?, ¿o no es que las paranoias siempre lo son?) de mi posible retorno a la cárcel nos llevó a mi amada y a mí a decidirnos por el matrimonio como medio de asegurar por lo menos visitas conyugales en el tambo. Hades y Hedoné. Para entonces, yo ya tenía asegurada una beca que me permitiría iniciar mi doctorado en una prestigiosa universidad de la Ivy League estadounidense, beca que, entre otras cosas, había convencido a los papás de mi futura esposa de que aquel sospechoso barbudo significaba en realidad una apuesta razonable para entregarle a su hija menor. Defendí la tesis en El Colegio en julio de 1969 ante un jurado parchado, pues mi director, José Gaos, murió un par de semanas antes de mi examen, víctima de un infarto fulminante que lo dejó tendido sobre la mesa de la banca, mientras firmaba en el auditorio de Guanajuato 125 el acta del examen de un compañero del doctorado. Mi banca original era un lujo: Gaos, Cosío Villegas y Leopoldo Zea. Entró el maestro Eduardo Blanquel al relevo y lo hizo muy bien, pero el gran embate que todo el mundo esperaba entre Gaos y don Daniel se trasladó al inframundo. Y, hablando de inframundo, mi madre murió por esas fechas. En agosto del 69, Fernanda, el gato Dharma y yo salimos de México rumbo a Berkeley. Y allá, en medio de aquella locura, comenzó otra historia. ◊

 


* GUILLERMO PALACIOS Y OLIVARES
 Exalumno y exprofesor del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, es actualmente editor en jefe para Brasil de la Oxford Research Encyclopedia of Latin American History.