Desastres negros

Con la profundidad que el mar lleva a cuestas, este ensayo de Ingrid Solana reposa en los lugares oscuros del agua mutilada por la vida humana. Sin embargo, nos recuerda, hay espacio para el renacimiento, pero “es necesario escuchar el estruendo del desastre”.

 

–INGRID SOLANA*

 


 

I. Una mirada sobre la noche

 

La espesura de las olas concentra abrojos negros en la playa. Son manchas invasivas y rotundas; dibujan rutas y carreteras sobre el lienzo dorado y lo tapan por completo, lo opacan con su tristeza incontenible; desde el cielo se escuchan los susurros de la muerte; un olor a caucho quemado, a plástico y miseria. ¿A qué huelen las ruinas? A seres a punto de perecer, es decir, a humedad cadavérica en tiempo detenido, a óxido en lumbre, a un espacio humillado por cientos de flores podridas; miles de cementerios humanos concentrados en la playa muerta, olor lóbrego; se presiente el mal presagio de las aves desesperadas, volando en círculos como si intuyeran que el aeropuerto de las rocas se encuentra a punto de colapsar. Las tortugas aparecen en la orilla, sesgadas y débiles, apenas si pueden moverse; las pobres criaturas permanecen ahogadas entre la arena, sepultadas en el cementerio oscuro; torpes para ingresar a su concha y esperar a que el veneno amaine, enflacan en su lenta muerte, tienen los ojos opacos como todos los seres que pisan el umbral de otro mundo. En el agua, los animales de las superficies se ahogan y eclipsan, nublan sus pobres ojos, sepultan su hermosa piel. Se endurece la playa con los cabellos negros de doncella infecta. La arena, resplandeciente antaño, está llena de escrófulas impasibles. Se respira el profundo vacío de las desgracias, el silencio ante lo que se rompe, se destruye y se ensucia. Paisaje del desastre. Paisaje irrecuperable. Mar herido. Los dibujos negros simulan un lenguaje olvidado y siniestro; es la rutina habitual de la destrucción, su signo de muerte: caída sin fin. No hay Dios, no hay nada; tan sólo la desidia, descuido, negligencia: desprecio a la vida. Si aquello no fuera la muerte, sería, incluso, una manera en la que la noche penetra el mar de día; un amor oscuro, terrible y potente como el que profesaron los dioses de tánatos al hombre. Pero la traza negra; tiza cruda, infausta y sombría es violencia abisal.

El derrame de petróleo ocurrió en septiembre del año 2017 en el istmo de Tehuantepec, Oaxaca; los pescadores, oráculos de sal, advirtieron aquellas manchas negras asaltando el agua: grandes fosas inconcebibles en medio de lo azul: voracidad espesa, contundente, rotunda, inmisericorde. Ahí viene, dijeron y corrieron a mirar sin buscar con sus pies el agua. El veneno se incrusta entre las venas, produce ceguera, no se vuelve a respirar. La playa recibía sus reverberaciones de sustos, su compasión desnuda y poca estrella. Las mujeres lloraron. Los animales murieron. No es la primera vez. Esos hombres de miradas confusas se acostumbraron a los “descuidos” de la compañía petrolera y hasta pueden perdonarla porque han dejado de escuchar los quejidos del agua; después de todo, los hidrocarburos también dan trabajo a los hombres y hay mucha miseria en la costa, nada es como antes, nada alcanza tampoco: muchos hijos, mucho plástico, mucho qué comprar. La costa se recuperará, ¿piensan? O quizá tan sólo ya no vivirán para testificar la futura destrucción. Entre tanto, el mar se balancea herido con su acostumbrada e incognoscible energía de potencia sobrenatural, elucubra una supervivencia artificiosa, se adapta a los nuevos golpes, golpea cuando puede también; ruge, escupe, se calma, se amansa; sus corrientes, sus derivaciones, sus profundidades se enardecen y vuelven a disminuirse; el oleaje se aligera: mar de metal; un día amanece tranquilo, brilla; martirio de los metales, tanta belleza contenida en lo azul. Otro día es grisáceo y monótono, indigesto vuelve a escupir árboles, petróleos, basura: el asco que le tiene al hombre del siglo xxi. Nadie sabe de qué se alimentarán los seres humanos del porvenir. El sol es cada día más duro. A los dioses les da igual que todo perezca; en el baño negro, la geometría divina no dibujó la bienaventuranza con su compás.

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El mar de Jules Michelet exige pensar la vida. ¿Cómo encarar el concepto en el siglo xxi? ¿Es necesaria la reconstrucción histórica de sus diversas conceptualizaciones en cada campo de saber? ¿Cómo se vinculan arte y vida y por qué un libro como el de Michelet es testigo de esa feliz comunión y encarna algunas de sus más importantes paradojas?

El mar es un libro de multiplicidades, caracola de fluidos y mapa móvil; ronda las ciencias naturales, la historia, la literatura, la sociología; su aliento es el del amor profundo por lo vivo, por la conservación, por la promesa de futuras curaciones humanas; tiene, de igual forma, un corazón híbrido, está repleto de signos ocultos y susurros delirantes; se trata de uno de los textos más hermosos que posiblemente se han escrito sobre el mar. Sus aportaciones científicas se han convertido en una pieza más del precioso engranaje poético que lo colma. Es un texto inagotable por su declarada y asumida androginia, que no es más que la unión de múltiples espíritus y no un simple hermafroditismo. Cuando Michelet declara sobre sí: “Soy un hombre completo con los dos sexos del espíritu”, se refiere a una forma creadora en la que, como el mar, reúne lo diverso y lo instiga a conversar.

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Barthes describe el cuerpo de Michelet. Su enfermedad habitual era la jaqueca; constantemente se encontraba extenuado: escribir lo amenazaba. La semblanza biográfica de Michelet, según Barthes, tiene el tatuaje de su cuerpo. Y, curiosamente, lo que identifica al ensayista de El mar es la observación minuciosa del cuerpo del mar; por eso el libro primero se titula “Una mirada sobre los mares”: auscultación médica. Las personas observadoras comienzan por el exterior, pero eventualmente atienden las rarezas de su propio cuerpo; entidad extraña y laberíntica; nada es “normal” en un cuerpo observado, la mente se disocia de él, se convierte en una singular criatura; sus raros humores son trampas, así como sus síntomas siniestros y confusos; no es raro que Michelet destine la última parte de El mar a incrustarse en el cuerpo de una mujer enfermiza para probar las capacidades curativas del agua salada y la necesidad de múltiples centros europeos que fomenten los baños adecuados para las curas del siglo xix. Doctor amateur por su notorio asombro y, al mismo tiempo, sabio médico por su lenguaje exquisito; el historiador es el cuerpo médico que se comprende parte del universo que observa. El cuerpo del mar y el cuerpo de Michelet son cuerpos de lenguaje; ámbito de engarces y bisagras entre disciplinas, conceptos y expresividades. Michelet describe la historia, se enamora de ella porque tal y como sucede con el mar, la acaricia con los ojos:

 

el viaje romántico producía un efecto enteramente distinto al del viaje moderno; en un viaje nunca participamos sino por los ojos; y la propia rapidez de nuestro impulso hace de todo lo que vemos una especie de pared lejana e inmóvil. La fisiología del viaje romántico (marcha o diligencia) se sitúa en el extremo opuesto: aquí, el paisaje se conquista lenta y ásperamente; rodea, presiona, invade y amenaza, es preciso abrirse paso por él, y ya no sólo mediante los ojos, sino mediante los músculos y la paciencia: de allí sus bellezas y sus terrores, que en la actualidad nos parecen excesivos; ese viaje conoce dos movimientos en los que participa todo el cuerpo del hombre: o bien la molestia de caminar o bien la euforia del panorama (Barthes, Jules Michelet, 28).

 

Michelet observa el mar, pero también lo camina con la “euforia del panorama” y, al hacerlo, al nutrirse de su rareza salina, comprende su respiración, su melancolía; Michelet siente el mar en la carne y comienza a amarlo de la forma singular en la que, al mismo tiempo, combatimos contra el miedo. La mirada es aterrada: el mar asusta por su rugido infernal. Lo mira desde las orillas, pero también se come sus pedazos: lee sus enigmas, contempla sus “cercos de fuego”, es decir, las corrientes marinas, los movimientos que lo caracterizan, las nubes que lo asedian, el tiempo que lo abraza; el historiador comprende el carácter abisal del monstruo: su pulso volcánico y a un tiempo organizado; el filo de esa geografía tenebrosa que lo equipara a los dioses —siempre inmóviles— enfrentados a la masa impasible de compases concertados. ¿Son los dedos de Dios los que incitan las lluvias y tormentas? El conocimiento natural que proviene del mar está transfigurado por el conocimiento del hombre que lo ilumina; Michelet medita en los faros como si se tratara de una alquimia que transgrede la oscuridad; aquellos seres que se erigen como parte del agua sin tiempo, cíclopes de luz, salvavidas y fantasmas a la vez. Michelet los llama “mártires de los mares” porque soportan la tempestad, acorazándose contra las “olas corajudas”.

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La vida proviene de bacterias que prosperaron en ambientes hidrotermales, evidencias que la ciencia contemporánea recoge con vocación crítica. El observador actual no es un viajero; en el mejor de los casos, es un frío emprendedor. Exitoso en el laberinto de los microorganismos, rara vez estará encariñado con su reverberación. El conocimiento de la vida, en la ciencia, ha encontrado la expresividad inaudible de la especialización. Formas de saber que la ciencia estratificará en numerosos lenguajes, en ciertos casos para divulgar sus hallazgos. Habrá conocimientos clasificados y ocultos; los ciudadanos permanecemos en la opacidad: es una de las formas en las que la vida se anula, lentamente, del lenguaje.

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La negra sangre del mar no nos asombra, como si la destrucción fuera la máscara de nuestro tiempo.

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El mar que Michelet describe y observa entrañablemente no es el mar del derrame de petróleo; un mar indiferente, disminuido; lo contemplamos en la destrucción, pero su dolor apenas nos produce cosquillas; ¿por qué hemos normalizado la constante visión de la leche negra? El derrame de petróleo marchita el agua, la calla, la mutila. La magia geográfica que Michelet describe apenas si alcanza cierto espesor —siempre negro— en los contextos artificiosos actuales encargados de meditar en la “odiosa” y “aburrida” naturaleza. La vida es una muerte estúpida: nuestro absurdo ha traspasado toda ética. Noche sin fin ni comienzo. Noche dura.

 

II. La génesis de lo oscuro

 

Isla de basura o continente plástico, así se llama un lastimoso islote en el Pacífico en el que flota un repugnante atolladero de desechos, un desolado paraje de plásticos salvajes en medio de la criatura fulminante y espléndida que es el mar; origen de la vida, germen de las más asombrosas vegetaciones, fruto de los más impactantes animales e híbridos míticos y no. Las personas que hemos nacido y vivido en tierra nos desequilibramos por completo cerca del mar. Necesitamos convencernos de su movilidad, de sus travesías, de los naufragios. La contemplación del islote de plástico produce una pena infinita; es el signo de la degradación, pero, al mismo tiempo, la prueba fehaciente del fracaso material humano; capitalismo destructor, oscuro: bruja magra. Las potencias naturales comienzan a vengarse, su sigilo es contundente, atroz: será terrible. Los verdaderos costos, los que se omiten, los que se obvian, no cobrarán intereses en este presente destinado a la depredación, el importe lo pagarán los que resten, la carne y el hueso, el ojo y la arteria.

¿Qué significa el plástico? Descuido, desidia, dejadez y descomposición, pero, sobre todo, la infame incapacidad de asombrarse por el cosmos, de protegerlo por su magnificencia, de esperar prevalecer: nadie desea prevalecer; un cansancio pesado encierra la atmósfera, aunque se procrea incansablemente sin control, sin consciencia, sin dudar. Lamentablemente, la isla dolorosa no desaparecerá; crecerá cual mancha voraz, será oscura como el petróleo, caverna sin ideas ni trasfondo: nada puede nacer de su enconado ser. El plástico no se destruye y raras veces se transforma. Quizá la esperanza sean las organizaciones consagradas al cuidado ecológico del planeta, pero hace falta más que exigir, pues el muro no escucha, ¿cuál será el fin de las aguas?

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Entre el Walden (1854) de Henry David Thoreau y El mar (1861) de Jules Michelet, existen vínculos secretos y profundos, abismos de comuniones y fuegos cruzados, una brutal y descarnada atmósfera convergente. Quizá son dos libros que tratan un tema único: el amor. La vida para ambos pensadores es el equivalente del amor, es decir, el cuidado, el respeto, la observación maravillada ante lo que existe. Los rasgos en común son múltiples, pero hay uno en particular que resalta: hacer de la prosopopeya uno de los recursos expresivos más singulares del texto y con ello probar ese profundo respeto y admiración por la vida animal. El libro segundo de El mar es absolutamente prodigioso: un mundo de seres espectrales aparece ante nosotros demostrándonos la riqueza marina en poemas en prosa: inolvidable la preciosa medusa que danza en el mar con su elegante transparencia de princesa adolorida; brutal y hermoso el erizo, el gran solitario del mar, atrapado y cobijado entre sus púas, con su única amiga, la piedra, a la que se adhiere para sobrevivir permaneciendo en su silencio de siglos; los crustáceos son rotundos con sus armaduras ancestrales; las perlas nostálgicas y las conchas representan tesoros vivos; en suma, los pólipos, los átomos, la vida diminuta, gelatinosa, fascinante por su complejidad, extraordinaria por su sabiduría, forma ese conjunto de fecundidad que es el mar en su profundo espectro: al humanizar a estos animales, Michelet los descoloniza, los comprende en su justa magnitud: una dimensión de gigantes.

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Thoreau también respeta a las hormigas, a los topos, a las avispas. El guardián de los bosques comprende que la vida es un espacio sagrado en el que sólo es posible guardar un silencio demencial por tanto asombro.

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El siglo xxi no le dio nacimiento al mar ni a los bosques; engendró, en cambio, lo oscuro. ¿Cuál es nuestra luz?

 

III. Conquista de mercados

 

La negligente consciencia del ser humano contemporáneo se traduce en la alienación producida por la ganancia invisible de los números. La cifra inabarcable muerde nuestro destino: aquella consigna de la economía clásica (laissez faire) no auguró el potencial destino depredador de los números invisibles. Árbol de la ciencia para unos cuantos. La riqueza al servicio de la desigualdad nos observa arder cual hoguera perpetua. Los desheredados, pertrechados contra la miseria, se destinan a sobrevivir, a migrar, a morir, a desaparecer: un nombre, una cifra, una clave, una dulzura encubierta, respiración inadvertida: del hombre nada permanecerá, del mar tampoco.

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El libro tercero de El mar, “Conquista del mar”, nos retrata la fiereza del frío. Vemos paisajes crueles, apenas si la vida encalla allí; con atroces dificultades, las especies se adaptan a lo glacial. La manera en la que el historiador describe países de hielo, excursiones frustradas, miedos y frustraciones nos anticipa la rapacidad del ser humano al conquistar; para sobrevivir asesina focas, aprovecha su carne y su aceite; otros se alimentan de los otros moribundos expedicionarios, Michelet es implacable: la vida humana aparece por primera vez en su libro sobre la vida. Y la vida humana aparece como una veleta que oscila entre la voluntad amorosa y la codicia.

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Un rezo: que el sol no se extinga por última vez en un ocaso marino.

 

IV. Renacer

 

En Punta Cometa, Puerto Escondido, Oaxaca, comienza el mundo a las 5 de la tarde todos los días; el sol renace; eterno retorno del mar que cura. Cada vez que una mirada atrapa al mar nace la vida, un fuego sigiloso determinado a persistir. ¿Persistir a toda costa? ¿Qué es la vida? ¿Acaso la determinación necia, humana, demasiado rapaz, demasiado humana? ¿Qué clase de fisura, dolor dulce, se esconde en nuestro pecho cada vez que la minucia de la luz abre sus fauces y nos permite iluminar el agua, las olas atravesadas de una furia secreta, con una vida enigmática, ensimismada? ¿Qué lenguaje reclama su belleza? Necesitamos centros de curación en el mar.

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Precisamos centros de curación en el mar que nos abran los ojos y nos obliguen a contemplar la suciedad. Pero tal parece que las advertencias nos importan poco, después de todo, el falso presente del consumo amortigua la tanta inconcebible y mentirosa oscuridad.

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La consciencia se perturba con el petróleo de sus culpas; aparecen en su playa de consciencias diestras y verdades artificiosas: manchones de tinta incomprensible en la arena blanca, ¿cómo hablar de sus cataclismos? ¿Qué nombres concederles? La vuelta al pasado nos permite, decía Spinoza, no repetir los mismos errores. Es necesario escuchar el estruendo del desastre; tragarse su color negro: volver a amar.◊

 


* INGRID SOLANA
 Es escritora y doctora en Letras por la unam