Contra las elecciones

Frente a las elecciones, escribe Javier Sicilia, la abstención es una forma de resistencia que preserva la dignidad de la justicia, en una época donde somos testigos de los últimos reductos del Estado moderno. No obstante, es en esa espera donde “se prepara siempre lo que un día nos refundará e impedirá, una vez más, que el mundo se deshaga”.

 

–JAVIER SICILIA*

 


 

Nuestra condición de seres finitos y circunscritos al espacio y el tiempo en que vivimos nos hace creer que lo que nos rodea ya estaba allí desde nuestro nacimiento, que siempre estuvo allí, que —por ejemplo— el Estado moderno y sus instituciones son realidades inmutables. Olvidamos, por lo mismo, que ellas son construcciones históricas, fabricadas por el pensamiento humano y que, como tales, nacen, maduran, envejecen y se colapsan. A veces sus periodos son muy largos, como el imperio romano; a veces, conforme nos acercamos a la modernidad, son más cortos. El Estado moderno, que nació de la relectura hecha por los Ilustrados del Leviatán de Hobbes y que se echó a andar con la independencia de Estados Unidos y la Revolución francesa —esa revolución que, decía Napoleón, “nadie podrá detener”—, entró en una crisis terminal —después de los diversos y terribles rostros que adquirió en el siglo xx: el Estado fascista, el comunista, el militarista y, finalmente, el democrático, regulado por el mercado y por procedimientos técnicos— que exige una transformación profunda, una refundación, para llamar de alguna forma a algo que se anuncia, pero que, en medio del caos, no tiene aún rostro ni nombre.

En México, esa crisis civilizatoria se manifiesta específicamente en gobiernos y partidos que conciben el Estado ya no como una forma de servicio, sino como un negocio; no como rector de la vida social y política, sino como una forma del control social y de la gestión económica, en nombre de esas abstracciones llamadas crecimiento y desarrollo. Las consecuencias no sólo están a la vista; las venimos padeciendo de maneras cada vez más atroces: multiplicación exponencial de la inseguridad y del crimen, corrupción, impunidad, ausencia de propuestas políticas —de allí lo que en este país hemos nombrado “chapulinismo”—, destrucción de los territorios y de sus tejidos sociales, contaminación sin límites y aumento de la contraproductividad —dinero invertido en policías, fuerzas armadas, jueces, armas y megaproyectos—. En síntesis, una casi total ausencia del derecho, de la vida civil y de las relaciones humanas, que se mide en cientos de miles de asesinados, desaparecidos, desplazados, fosas clandestinas, destrucción ambiental, y en el establecimiento de un estado de excepción —desde que en 2006 el ejército se instaló en las calles— que busca ser legalizado con la Ley de Seguridad Interior.

En esas condiciones, en las que la democracia está rota, hablar de elecciones no sólo es absurdo, es un contrasentido que se suma, por sus costos, a la contraproductividad: quien gane llegará, con altísimos costos, a continuar administrando el sufrimiento y la muerte.

Estamos —hay que decirlo sin miedo— en un momento de revolución, en un momento de refundación, pero esa revolución —es parte de la crisis civilizatoria por la que atravesamos— no puede hacerse ya como se hizo en el pasado. Primero —es uno de los síntomas de las crisis civilizatorias— porque no sabemos qué poner en su lugar. Lo nuevo es hoy un balbuceo producido en las márgenes —el zapatismo y sus Caracoles, y los diversos movimientos sociales que desde entonces se han sucedido—. Segundo, porque ella es una idea romántica que la sofisticación de los ejércitos y de los grupos criminales ha vuelto ilusoria.

La única forma —si el esqueleto moral de la vida política no estuviera tan devastado por la enfermedad— sería detenernos para mirar la dimensión del problema y, a partir de allí, construir un verdadero pacto con todas las fuerzas políticas y sociales sobre tres vertientes: la paz, la justicia y la economía, vista desde su sentido original: el cuidado de la casa. Lo anterior, por desgracia, no sucederá. Entrampados en la ilusión electoral y en la no aceptación de la profundidad de nuestra crisis civilizatoria, nos comportamos como si todo estuviera envuelto en coordenadas democráticas que le devolverán al Estado una razón de ser derruida.

Vivimos lo que en la escatología cristiana se llama tiempo del fin, un tiempo que no significa la parálisis de los acontecimientos históricos, en el sentido de que el fin de los tiempos volvería inútil toda acción. Significa una toma de posición que permita orientar en el aquí y ahora nuestra conducta dentro de una realidad anómica. Esa toma de posición profunda frente a las elecciones es abstenerse de participar en ellas: una forma de resistencia pasiva que, al señalar la ilusión y la mentira democrática, preserva la dignidad de la justicia y exige enfrentar la crisis con criterios nuevos; una forma —inútil, si se quiere, pero profunda en su acción— de negarse a ser connivente con el mal y de denunciar la anomia que hoy define a todo poder constituido, dentro del cual Estado, partidos y criminalidad forman un sistema único; un gesto de resistencia simbólica que expresa la justicia y se niega —junto con quienes desde las márgenes balbucean lo nuevo— a aceptar que el mercado autorregulado y sus criterios técnicos —último reducto del Estado moderno y de las propuestas de los partidos— puedan salvarnos de la ingobernabilidad que el propio Estado en su precipitación ha creado.

En las crisis civilizatorias, en los grandes tiempos del fin, sólo es posible preservar la justicia a partir de la negación y de la vida en las márgenes. Allí, en la espera que permite la resistencia, en la espera que se niega a participar de las ilusiones y pasiones que nos devoran, se prepara siempre lo que un día nos refundará e impedirá, una vez más, que el mundo se deshaga.

Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, y refundar el ine.◊

 


* JAVIER SICILIA
Es activista, poeta, ensayista, novelista y periodista.