Construyendo nuestro propio riesgo: por una política pública resiliente

A unos meses de la tragedia que ocasionó el sismo del pasado 19 de septiembre, llegó el momento, nos dice Sergio Puente Aguilar, de repensar todo lo que sucedió. Por ello, en este texto se repara, de manera muy puntual, en los aciertos y desaciertos que ha tenido la política de prevención de riesgos, así como en un breve apunte para su posible modificación.

 

– SERGIO PUENTE AGUILAR*– 

 


 

El 19 de septiembre se ha convertido en fecha emblemática para recordar y honrar a las víctimas del sismo de 1985, desastre que sacudió y transformó la Ciudad de México, incluidos sus ciudadanos y el sistema político mexicano. Por las características históricas de su emplazamiento, de la modalidad de su organización y de su patrón de crecimiento espacial —que implicó haber desecado un lago para construirla—, y desde una óptica ambiental —en la actualidad podría ser tipificado de “ecocidio”—, la Ciudad de México es vulnerable ante fenómenos naturales y antrópicos, pero principalmente a los de riesgo sísmico. Tuvieron que pasar 32 años para despertar de la somnolencia, de la negación o relativización del riesgo al que estamos expuestos y para que las nuevas generaciones se apropiasen vívidamente de la tragedia. La sorpresa no fue menor, más aún cuando un sismo con efectos similares al de 1985 ocurriese exactamente un 19 de septiembre, y justo después del simulacro que oficialmente lo recordaba.

Es momento de hacer un balance sereno, riguroso, objetivo y responsable, más todavía, como académicos, de lo que como Estado y como sociedad hemos hecho durante 32 años para reducir el riesgo sísmico del país y particularmente el de la Ciudad de México, bajo un principio de resiliencia:1 de lo que hicimos bien o mal, de lo que fue insuficiente o de lo que dejamos de hacer. Estamos obligados a no olvidar, a aprender del error para no reeditarlo; a preguntarnos cuán diferente sería nuestro balance si tomásemos como marco de referencia la visión ciudadana. Por ejemplo, las reflexiones que en su momento hizo Octavio Paz sobre la causalidad, efectos y reacción del gobierno y de la población ante el sismo de 1985 —poco después de ocurrido—, de las que cito los siguientes fragmentos:

 

Los temblores del 19 y el 20 de septiembre nos han redescubierto un pueblo que parecía oculto por los fracasos de los últimos años y por la erosión moral de nuestras elites. Un pueblo paciente, pobre, solidario, tenaz, realmente democrático y sabio.

Nuestra ciudad comenzó a desfigurarse hace unos 30 años. Ha padecido un crecimiento frenético y canceroso, que ha destruido casi totalmente su trazo y su fisonomía. Tres fuerzas nefastas se han confabulado para producir este colosal disparate que es hoy México. La primera ha sido el centralismo político, económico y cultural que, conjugado con el excesivo crecimiento de la población, engendró un hacinamiento humano contranatural […] La segunda fuerza ha sido de orden económico: el espíritu de lucro de los empresarios e industriales de la construcción, que aprovecharon el auge relativo de este cuarto de siglo para entregarse a una especulación urbana desenfrenada e inescrupulosa, con la complicidad de la burocracia gubernamental. Así, en unos cuantos años, la ciudad se extendió de manera caótica y se cubrió con multitud de edificios, no sólo feos, sino inseguros. Por último, la megalomanía de los últimos gobiernos, empeñados en levantar en un parpadeo sexenal Babilonias de cemento del tamaño de su vanidad.

 

Respetando su punto de vista, y aceptando que algunas de sus consideraciones podrían no ser pertinentes, matizarse, ser todavía vigentes o aun haberse agravado, sería injusto no reconocer las iniciativas y acciones realizadas en estos últimos 32 años para poner en primer plano el diseño de una política pública enfocada a brindar la seguridad de las vidas y bienes de las personas —a la que tienen derecho y el Estado está obligado a garantizar—. Fue así como, un año después del sismo de 1985, se creó el Sistema Nacional de Protección Civil (Sinaproc). Regido principalmente bajo un “enfoque naturalista” de la causalidad de los desastres —de la imposibilidad de evitarlos—, en ese momento el sistema era reactivo y se enfocaba principalmente a la atención de la emergencia, la recuperación y, circunstancialmente, y de acuerdo con la coyuntura, a acciones de reconstrucción, comúnmente bajo las mismas normas y condiciones, propiciando que el desastre pudiese reeditarse. Ante la premura de regresar a la normalidad, no se aprovechaba el costo de oportunidad que brindaba el desastre para reconstruir y pensarnos diferente, con una visión transformacional, integral y de largo plazo de las ciudades o centros de población afectados. El sistema no se limitó a la creación de una simple estructura burocrática. Su marco jurídico está respaldado por instrumentos financieros que han permitido que esta política haya sido operativa y viable. Originalmente, eran recursos financieros etiquetados específicamente sólo para la atención de la emergencia de un desastre, en la figura del Fondo Nacional de Atención de Desastres Naturales (Fonden). Desde 1999, cuando empieza su operación reglamentada, ha significado una trasferencia sustantiva de recursos federales a aquellas entidades federativas que se han visto rebasadas para atender el impacto de un desastre.

Operando bajo este marco institucional, el Sinaproc evolucionó significativamente con la promulgación de la nueva Ley General de Protección Civil, en 2012. El cambio de paradigma es sustantivo. Se estructura en función de los conceptos de “Riesgo” y de “Gestión Integral de Riesgo de Desastres (gird)”, que cuestionan el eufemismo de que los desastres son naturales; por el contrario, plantea que “los desastres son socialmente construidos”, al ser definido “el riesgo” como la relación inversa entre un fenómeno natural (sismos, huracanes, inundaciones, deslaves, etc.), que se convierte en una “amenaza o peligro” sólo cuando algo está “expuesto”, y el grado de “vulnerabilidad” de lo que se expone (población, inmuebles, infraestructura, etc.) ante la intensidad del fenómeno. Las implicaciones de este supuesto no son menores. De una visión fatalista de que los desastres son fenómenos aleatorios en los que difícilmente sus efectos pueden prevenirse, evitarse o reducirse, se pasa a una visión que, por el contrario, plantea que, al tener conocimiento histórico de su ocurrencia y de su probabilístico periodo de retorno, pueden evitarse o mitigarse, transfiriendo, por lo tanto, a la sociedad, de manera diferenciada, la responsabilidad de efectuar las acciones conducentes y de sus efectos. Esta condición espacio-temporal de lo expuesto erige a las ciudades como referente paradigmático del riesgo. Difícilmente podríamos revertir las condiciones históricas del determinismo espacial de la Ciudad de México. Se creó sobre un lago y seguirá sobre un lago sólo a condición de abandonarla. Se sabe que está emplazada en una zona sísmica, que tiembla permanentemente con diferentes grados de magnitud y con periodos de retorno diferenciales de sismos como el de 1985. Ocurrió y ocurrirá un sismo de la misma magnitud, aunque no pueda predecirse con exactitud cuándo.

La propuesta de descentralización que propone Octavio Paz para evitar el desastre de un sismo similar al de 1985 constituye una opción fenoménica, de órdenes de magnitud, simplista, que no resuelve el problema de la vulnerabilidad de su emplazamiento. De ahí la relevancia de conocer y calcular rigurosamente “el riesgo”, y no sólo “la amenaza”, la cual no puede evitarse, pero sí conocer probabilísticamente su magnitud y periodo de retorno. El desafío es mitigar “la vulnerabilidad” de lo ya expuesto (población, inmuebles, infraestructura, etc.) con una conciencia clara de que lo que se apropia y transforma de la naturaleza para construir ciudad, y así su reproducción, no implique al mismo tiempo la construcción de un riesgo. Aceptando que no hay riesgo cero sino un riesgo socialmente asumido, es con base en su conocimiento que deben diseñarse políticas públicas de prevención y mitigación, en función de las prioridades que se derivan de los Atlas de Riesgos. Es a partir de este marco conceptual que la ley vigente deja de centrarse en la atención de la emergencia para dar prioridad a las acciones de prevención de desastres. En coherencia con este planteamiento, en 2004 se crea el Fondo para la Prevención de Desastres Naturales (Fopreden). Al margen de garantizar la salvaguarda de la vida y patrimonio de las personas, que constituye el principal objetivo de la Política de Gestión Integral de Riesgos de Desastres, este fondo asigna recursos financieros a acciones que mitiguen o eviten la ocurrencia de desastres, bajo el supuesto de que invertir en prevención, y no en la atención de la emergencia o del desastre, implica un ahorro sustantivo en las finanzas públicas (del orden 1/5 o 1/7). Sin embargo, transitar de una política centrada en la atención de la emergencia a una que priorice la prevención demanda un conocimiento preciso del riesgo y de las acciones pertinentes para mitigarlo y prevenirlo, lo cual dista mucho de ser el caso, dada la falta de profesionalización y certificación de los tomadores de decisiones, principalmente a nivel local. Se prefiere recibir la asignación casi expedita de los recursos del Fonden, después de ocurrido el desastre, que la formulación rigurosa de acciones de prevención para tener acceso a los recursos del Fopreden. Si consideramos que el desastre despierta acciones espontáneas de solidaridad y cohesión social en torno a las autoridades competentes y le brinda visibilidad en la asignación de recursos para las acciones de reconstrucción, paradójicamente, el desastre le es políticamente rentable. Constituye un efecto perverso de los instrumentos financieros en el objetivo de transitar a una política de prevención.

En congruencia conceptual de la relevancia de la dimensión espacio-temporal, en tanto exposición a una amenaza natural o antropogénica, los Atlas de Riesgos se erigen como referente normativo de los Planes y Programas de Desarrollo Urbano, tal como lo plantea la Ley General de Protección Civil vigente en diferentes artículos (arts. 84, 86, 89 y 90). Sanciona como delito grave a aquellos actores sociales que construyan en áreas caracterizadas de riesgo y a funcionarios públicos que lo permitan, reconociendo de facto la causalidad social de los desastres. Obliga a asignación de recursos y realización de acciones de mitigación de inmuebles e infraestructuras en áreas construidas con anterioridad, ahora tipificadas como zonas de riesgo. Tal es el caso de la Delegación Cuauhtémoc en la Ciudad de México, cuyo suelo es altamente compresible y de alta amplificación sísmica, y en la que la mayor parte de sus inmuebles fueron construidos bajo normas de construcción previas a las estipuladas después del sismo de 1985, por lo tanto, vulnerables diferencialmente ante un sismo de magnitud similar al de ese año.

Es en la observancia de los Atlas de Riesgos que reposa la posibilidad de construir una “ciudad segura”. Sin embargo, hay que reconocer que aún es incipiente la existencia y elaboración de Atlas de Riesgos, a diferentes escalas territoriales, y principalmente a nivel local, que es donde más se necesitan. Actualmente, en la mayoría de los casos se trata solamente de Atlas de Peligros. Conocer el riesgo tiene implicaciones económicas relevantes en el valor de los inmuebles, lo cual podría constituir un obstáculo para hacerlo transparente, de no contar con instrumentos financieros para mitigarlo.

Reconozcamos que sí ha habido aciertos en lo aprendido y realizado después del sismo de 1985. Es justo reconocer los logros normativos e instrumentales que rigen actualmente la acción pública, sin omitir, por supuesto, el haber cambiado los reglamentos de construcción o desarrollado una “alerta sísmica”, que permite un minuto y segundos para resguardarnos antes de la manifestación de un sismo; sin embargo, de ninguna manera la política pública en gestión de riesgo de desastres debe reducirse a ella, como en ocasiones se tiene la impresión.

Cabe precisar que pocos países tienen un andamiaje jurídico, normativo e instrumental como el de México. Entonces, la pregunta obligada sería, ¿cuáles han sido los desaciertos?, ¿por qué los daños fueron tan altos en el sismo del pasado 19 septiembre? Precisamente, por una insuficiente observancia de dicho andamiaje institucional, de lo que coherentemente sería la rigurosa implementación de una Política en gird. No es caso privativo de esta política; lo es igualmente de otras políticas sectoriales. De esta forma, los marcos jurídicos y normativos, si bien consistentes, terminan por cumplir una función puramente discursiva, poniendo en evidencia el déficit de Estado de Derecho que caracteriza a nuestro país, situación que propicia la impunidad y la corrupción. En rigor, aquellos inmuebles construidos bajo las normas de construcción vigentes no deberían haber colapsado; y aquellos que fueron construidos anteriormente deberían haber sido evaluados y certificados estructuralmente con antelación, para determinar las medidas de mitigación y prevención pertinentes, y minimizar su riesgo. En un Estado de Derecho, el ciudadano tiene derechos —a saber, ante el riesgo al que está expuesto, qué hacer y bajo qué esquemas financieros—, pero igualmente obligaciones —como asegurar su inmueble— para asumir la responsabilidad que le corresponde. Es revelador el bajo índice de aseguramiento de bienes inmuebles existente en el país. Revela una incipiente cultura de la prevención de la población.

Bajo un principio de resiliencia, esperemos que la tragedia vivida por este sismo obligue a una rigurosa evaluación de la política pública en gird, aprendiendo de los errores para no reeditarlos, evaluación que pensamos que debería realizarse en estricta observancia de cinco ejes normativos, propios a esta política: 1) eficiencia y equidad en la asignación de recursos; 2) integralidad del pasaje de la atención de la emergencia, recuperación y reconstrucción a la priorización de la mitigación, adaptación y prevención; 3) transversalidad vinculante de todos los sectores que inciden, directa o indirectamente, en la gestión del riesgo; 4) corresponsabilidad diferenciada de todos los actores sociales: sector público, privado y sociedad civil, en coherencia con el supuesto de que los desastres son socialmente construidos; y 5) rendición de cuentas, en observancia de un principio de transparencia y evaluación del logro de las metas y objetivos para evitar la discrecionalidad y opacidad que propicia la corrupción (Puente, 2014). Estos ejes normativos constituyen indicadores para evaluar lo que hemos denominado “vulnerabilidad institucional”, que constituye uno de los principales déficits en la Política Pública en gird y que objetivamente puede explicar el porqué de los inesperados y elevados daños del pasado sismo del 19 de septiembre, que en el imaginario colectivo podrían describirse o asimilarse a las apreciaciones que en su momento tuvo Octavio Paz del sismo de 1985 —en mucho precisamente por la falta de transparencia, impunidad y corrupción, que no pocas veces ha caracterizado la implementación de la política pública—. Si bien muchas de las virtudes que Paz le atribuye al pueblo mexicano son aún vigentes, no podemos negar que en estos 32 años ha habido cambios y que su narrativa es un tanto idílica actualmente. Por condiciones objetivas de la enorme desigualdad social que caracteriza a nuestro país, lamentablemente muchos de esos atributos se han erosionado con el tiempo, al verse el pueblo obligado a actuar al margen de la ley, en ocasiones en actividades delincuenciales, para garantizar su supervivencia, lo cual nos ha llevado a un preocupante proceso de descomposición social, cuyo costo en términos económicos y pérdida de vidas ha resultado por mucho superior a los de los sismos u otros desastres.

En coherencia con el supuesto de que los desastres son socialmente construidos, una “ciudad segura” no debe serlo sólo ante amenazas naturales, sino también ante las antrópicas (industriales, químicas, etc.), pero principalmente ante aquellas amenazas delincuenciales que nos impiden vivir en una ciudad segura, negando su razón de ser como locus de cohesión social. Por ello, ahora, en la fase de reconstrucción, estamos obligados a pensarnos transformacionalmente, a implementar una política resiliente, pero no sólo del objeto, del marco urbano construido, sino del sujeto —ciudadano que le da sentido al objeto—. Ciudad, en un marco de “solidaridad” cotidiana y no sólo coyuntural y efímera, propia de la espontaneidad que despierta la atención de la emergencia de un desastre. Construir ciudad es construir ciudadanía, con base en un estricto respeto a la otredad y al espacio público, garantizando “la seguridad”, no sólo física, sino social, de su apropiación, en donde, paradójicamente, en nuestro caso, la principal amenaza ya no es el sismo sino nosotros mismos, al construir nuestro propio riesgo.◊

 


 

1 “Capacidad de un sistema, comunidad o sociedad potencialmente expuesto a amenazas para adaptarse, resistiendo o cambiando, con el fin de alcanzar o mantener un nivel aceptable en su funcionamiento y estructura. Viene determinada por el grado en que el sistema social es capaz de organizarse para incrementar su capacidad de aprender de desastres pasados a fin de protegerse mejor en el futuro y mejorar las medidas de reducción de los riesgos” (Estrategia Internacional para la Reducción de los Desastres (eird), Organización de las Naciones Unidas, Ginebra, 2004).

Referencias

Paz, O, “Escombros y semillas”, El País, octubre de 1985.

Puente, S., “Del concepto de gestión integral de riesgo de desastres a la política pública en protección civil: los desafíos de su implementación”, en S. Giorguli y V. Ugalde, Gobierno, territorio y población: las políticas públicas en la mira, México, El Colegio de México, 2014.

 


* SERGIO PUENTE AGUILAR
Es profesor e investigador del Centro de Estudios Demográficos, Urbanos y Ambientales de El Colegio de México.