Antonio Alatorre

Un buen maestro siempre acaba por tener al menos un puñado de buenos alumnos, a quienes su enseñanza libra de la simple inercia de tomar su clase y aprobarla. Pero algunos de esos buenos maestros hacen algo aún más raro con unos pocos alumnos: los inspiran. Para eso es necesario que los alumnos correspondan con algo igualmente raro: la disposición a dejarse inspirar. Si lo hacen, si no sólo reciben los conocimientos y el método de su maestro sino también su inspiración y su actitud vital, entonces decimos que, más que sus alumnos, son sus discípulos. Martha Lilia Tenorio, discípula de Antonio Alatorre, escribe aquí sobre su maestro, y lo hace con algo más que mera admiración.

 

–MARTHA LILIA TENORIO*

 


 

Antonio Alatorre nació en Autlán de la Grana, Jalisco, el 25 de julio de 1922, dentro de una familia numerosa. Hijo de doña Sara y don Gumecindo (sic), fue el sexto de diez hermanos. Su padre tenía una tienda de abarrotes, “La Reforma”, en uno de los portales del jardín principal; ahí el niño Toño se divertía ayudando a su papá a hacer los cucuruchos de papel de estraza para los cuartos de arroz, azúcar, frijol. Vivió en una casa grande, con jardín, patio, trojes, corrales y una huerta con naranjos, limas, mangos y plátanos. En ese pueblo de vegetación algo exuberante creció Antonio Alatorre.

Como su adorada sor Juana, aprendió a leer antes de los cuatro años, acompañando al jardín de niños a su hermano Carlos (dos años mayor que él). Poco después, en vista de ser un alumno muy aventajado, entró a la Escuela Primaria Superior para Niños. Esta primera escuela lo acompañó hasta el final. Ahí la maestra Mariquita Mares le descubrió su propia pasión por descubrir, sus ganas de saber cosas. Ahí supo de la Ilíada, de la Odisea, de la Primera Guerra Mundial, de la locomotora, de las vacunas, de la electricidad, etc. Dos cosas lo enorgullecían especialmente de esta escuela: una, que era totalmente laica; otra, que jamás fue rehén de ningún tipo de propaganda política. He aquí la génesis de su lúcido escepticismo.

En 1934 don Gumecindo fue estafado por un socio y la familia quedó arruinada. Unas tías monjas consiguieron acomodo en un orfelinato para tres de sus hermanos y para Carlos, un descuento en una secundaria muy católica. A Antonio le tocó lo que él llamaba el “encierro monástico”: las tías lo apalabraron para que entrara con los Misioneros del Espíritu Santo. Ahí estuvo de los 12 a los 20 años, sin ninguna vocación, pero con los ojos, la mente y el corazón bien abiertos: aprendió latín, griego, francés, inglés y, sobre todo, música. Con el tiempo, atesoró esos ocho años en el seminario, no por el latín o el griego, que —decía— son para ratitos, sino por la música que llenaba toda su vida: en esa capilla, con la imagen de la Virgen al centro del altar, toda iluminada y olorosa a incienso, cantaba y tocaba Alatorre himnos a la Asunción, extasiado; pero su emoción no era religiosa, sino estética.

Después de su renuncia a la vida eclesiástica, donde hubiera tenido segura su manutención, tuvo que buscarse la vida. Lo primero: un cura le ayudó a conseguir, por 300 pesos, un certificado de secundaria, medio fraudulento, y lo colocó en una primaria, dando clases en tercer grado. No se le dio eso de ser maestro de primaria, así que después consiguió algunas horas como profesor de secundaria y preparatoria. Ganaba poco, pero vivía, como siempre lo hizo, modestamente. Gracias al certificado pirata de secundaria, pudo inscribirse en la Preparatoria Nacional, en Guadalajara. Hizo la preparatoria en dos años y se inscribió en la facultad de Derecho de la Universidad de Guadalajara; Derecho porque era la única carrera que tenía que ver con libros. Lo suyo era estudiar y durante el primer año fue un estudiante modelo, pero entre ese primer año y el segundo de la carrera conoció a Juan José Arreola: todo se echó a perder. No más apuntes de derecho civil, no más dieces, a echar a volar mente y corazón con Neruda, García Lorca, López Velarde, Proust, Valéry, Rilke, Kafka, Dostoievski, Whitman. Quizá, después de Mariquita Mares, Juan José Arreola haya sido su segundo mentor literario: ningún método, ningún sistema en las lecturas, todo lo guiaba el gozo.

En 1945 Juan José Arreola se fue a París con una beca; sin su cómplice, Guadalajara se le hizo insoportable a Alatorre y se fue a la Ciudad de México a comienzos de 1946, prácticamente con lo puesto y sus pocos libros. Vivió con su hermano Moisés, que estudiaba violín en el Conservatorio y trabajaba de policía de esquina; sobra decir que era una vida de pobreza franciscana. En la capital, el gran protector de los tapatíos intelectuales descarriados, Agustín Yáñez, le consiguió unas horas de clase en una preparatoria nocturna y —según cuenta— le dio el gran consejo para ahorrar: no desayunar, comer hasta hartarse en algún restorán español barato y no cenar. Volvió a inscribirse en Derecho, esta vez en la unam, pero también en Filosofía y Letras. Por ese entonces conoció a Cosío Villegas, quien lo invitó a trabajar en el Fondo de Cultura Económica, como traductor y editor, con un sueldo decente. Por las mañanas trabajaba en el Fondo y en las tardes iba a la universidad. Aquí viene a colación la célebre historia del “carajo” que cambió su vida. Muy pronto, Alatorre se decepcionó de la carrera de derecho y quiso dejarla. Alfonso Reyes trató de convencerlo de que era importante tener un título y le pidió a Cosío Villegas que le hiciera ver al muchacho que ese papel (el “título”) iba a ser definitivo en su vida profesional. Lejos de eso, Cosío Villegas, con Alatorre enfrente, le dijo a Reyes: “Don Alfonso, usted y yo tenemos un título de abogados y nos ha servido pa’ un carajo”. Con eso tuvo: Alatorre no volvió a la facultad de Derecho y con el tiempo, ya como becario en el Centro de Estudios Filológicos, tampoco a la de Filosofía y Letras.

En 1948 conoció a Raimundo Lida, cuyo magisterio sustituyó o, más bien, complementó el de Arreola. Decía Alatorre que el amor de Lida por la lengua y la literatura era igual que el de Arreola; lo nuevo fue el método, la conciencia de que el estudio de la lengua y la literatura no sólo era cosa grata, sino muy seria. Tres años estudió en El Colegio, bajo la tutela de Lida, trabajando arduamente, por el puro gusto del trabajo bien hecho. Siempre reconoció (y honró) la influencia del seminario alemán de filología durante sus años formativos. Vossler, Curtius, Spitzer, pero sobre todo Raimundo Lida, le dejaron lecciones perdurables. Así comenzó su carrera el filólogo Antonio Alatorre.

¿Por dónde empezar a hablar de su vastísima obra? ¿Por su trabajo como editor de revistas? Con Juan José Arreola fundó y dirigió la revista Pan en Guadalajara; en la Ciudad de México, con Tomás Segovia, la Revista Mexicana de Literatura. ¿Por su trabajo como traductor? En 1950, a petición de Agustín Millares Carlo, tradujo del latín, para la Biblioteca Scriptorum Graecorum et Romanorum, las Heroidas de Ovidio. Acerca de esta experiencia, me contó que, como jovencito pedante y fanfarrón, había traducido el término latino fretum (‘brazo de mar’) como “freto”, y que Raimundo Lida le dijo: “Antonio, ¿freto?, ¿quién va entender eso?, ¿para quién traduce usted?”. La respuesta de Alatorre tardó, pero llegó: su hermosísima versión de las Heroidas, para el gran público, editada por Conaculta en 1987. Del inglés tradujo, por ejemplo, El lenguaje, de Edward Sapir, o La tradición clásica, de Gilbert Highet. Del francés, entre otras cosas, el justamente famoso Erasmo y España, de Marcel Bataillon, del que el mismo Bataillon decía que prefería leerlo en español porque era mucho mejor la versión de Alatorre que la suya propia. Del alemán, junto con Margit Frenk, Literatura europea y Edad Media latinas, de Ernst Robert Curtius; del italiano, La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica, de Antonello Gerbi; del portugués, la obra de Machado de Asís, traducción por la cual recibió la medalla al mérito del gobierno brasileño.

O ¿hablamos de sus libros? Sólo para abrir boca, su insuperable Los 1,001 años de la lengua española, o sus lúcidos e indispensables Ensayos de crítica literaria, o su divertidísima cuasi novela picaresca El brujo de Autlán, o sus olvidados pero inolvidables relatos para los libros de español de la Secretaría de Educación Pública. Escuchemos éste, de Mi libro de segundo. Lecturas:

A todos nos pasa esto: que cuando estamos dormidos tenemos sueños. A veces los recordamos, a veces los olvidamos. O si no, al despertar sabemos que tuvimos un sueño, pero lo único que nos queda en la cabeza es un pedacito que luego desaparece.

A mí me gusta tener sueños. Por ejemplo: que me hallo un billete de cinco pesos. O que sé volar, como un pájaro o un avión, ruuuuuuum, voy volando, voy volando. O que ya tengo quince años y soy piloto de un barco muy grande, y paso por en medio de las olas…

Hay sueños que me asustan, y que a veces hasta me hacen despertar. Se llaman pesadillas. Hace poco soñé que me iba siguiendo un tigre verde, y yo no podía correr porque las piernas se me hacían como atole, y el tigre verde detrás de mí, y ya me iba a alcanzar, y yo con mis piernas de atole, y el tigre detrás, y entonces desperté respirando muy fuerte y el corazón golpeándome en el pecho.

Pero otros sueños son muy bonitos: son los sueños en que todo sucede bien, o en los que yo soy héroe. Por ejemplo, que estamos jugando futbol y yo meto el primer gol. El que más me gusta es éste: que unos bandidos quieren hacerle algo malo a mi mamá, y entonces yo llego con una espada muy brillante y los hago correr a todos.

O pongámonos serios y hablemos del muy gozoso recorrido, y sesudo estudio, de El sueño erótico en la poesía española de los siglos de Oro; o de la hermosa antología Fiori di sonetti, reunión de sonetos españoles e italianos; o de la súper exhaustiva y fascinante recolección de noticias sobre sor Juana, desde el siglo xvii hasta 1910, Sor Juana a través de los siglos; o de trabajos filológicos que se convirtieron en hitos en los estudios hispánicos, como Cuatro ensayos de arte poética; o de su cuidada y propositiva edición de la Lírica personal de sor Juana. Podemos también hablar de los, como le decía Gabriel Zaid, libros disfrazados de artículos: trabajos extensísimos, de más de cien páginas, de literatura o lingüística, que Alatorre publicaba en diversas revistas especializadas, sobre todo en su queridísima Nueva Revista de Filología Hispánica, de la cual fue director de 1959 hasta su muerte en 2010. Como director de la revista su trabajo incluía desde la traducción hasta la corrección de estilo, de contenido (con la adición de sus notas eruditas), y la elaboración de reseñas, a veces con seudónimo, para que no pareciera que un solo individuo hacía las reseñas: trabajo hormiga, trabajo invisible, porque lo que debía brillar era la revista, no el director.

Toda esta obra ahí está, estará para siempre, y le valió, con toda justicia, la entrada a El Colegio Nacional en 1981, el Premio Jalisco de Literatura en 1994 y, en 1998, el Premio Nacional de Lingüística y Literatura. Pero quiero hablar ahora del profesor, de ése que las actuales y futuras generaciones de estudiantes no tienen ni tendrán la oportunidad de conocer. Me ha tocado escuchar a colegas que dicen que las clases de Alatorre eran una vacilada, que él no preparaba sus clases y que sólo llegaba a improvisar. ¡Qué miopía y qué sordera! Alatorre llegaba a clase y leía, en voz alta; de cuando en cuando se apartaba de la lectura, disertaba, evocaba; y cuando digo evocaba quiero que se entienda: la evocación podía ser un recuerdo infantil de su pueblo o unos versos de Villamediana. La poesía era tan íntima parte de su vida como su infancia o su pueblo. Cada comentario era una sorpresa: noticias eruditas, impensables comparaciones, figuras retóricas, todo engarzado con una emoción y un deleite contagiosos. Nada sobraba; no escatimaba ni la lágrima, ni el chiste. Conducía la clase con la discreción de la verdadera inteligencia. Hablaba de Aldana, los Argensola, Garcilaso, Medrano, Góngora, Quevedo, con seguridad, sin prisa, sin los aspavientos del que no dice nada, sin “palabrotas” (como llamaba a los términos de las jergas teóricas). Su glosa resaltaba la importancia del poema, no lo sustituía. Con él se aprendía a leer otra vez: en voz alta, en grupo, haciendo elementales acotaciones léxicas y gramaticales, escandiendo los versos y redescubriendo su prosodia, su música, reconociendo las más rudimentarias figuras estilísticas.

Su modo de ejercer la enseñanza fue el mismo que el de ejercer la crítica: lectura atenta, sin prisa, glosa, evocación (una lectura te lleva a otra, “eso —decía— que ahora llaman intertextualidad”). Se valía disentir; lo que era admirable era su completa independencia respecto de los compartimentos teóricos o de las modas culturales que nuestra época multiplica y reemplaza, para luego, la mayor parte de las veces, convertirlos en dogmas. Todo lo contrario de lo que piensan aquellos colegas mencionados: la improvisación y la ignorancia vanidosa eran más que ofensivas para alguien que, como él, a pesar de su desparpajo, tomaba muy en serio no sólo el conocimiento, sino la búsqueda, el proceso para llegar a él. Sus clases eran toda una lección de vida: el espíritu de la libre investigación exige paciencia, atención, respeto por su objeto de estudio, conciencia de la dificultad de comprensión y capacidad de someterse al trabajo necesario. Su obra era resultado de un amor crítico, de una pasión que, como cualquier pasión verdadera, hace más aguda y más severa la mirada dirigida a aquello que se ama. A partir del contacto con la poesía clásica, y gracias a sus profundos y variados conocimientos “técnicos” (en el más alto sentido del griego techné), desarrolló sus propios caminos metodológicos: el vaivén filológico, del conjunto al detalle, del detalle al conjunto, con la conciencia de que sólo una explicación de un texto es la mejor. Esta convicción lo inmunizó contra la moderna anarquía de significados: su lúcido escepticismo frente al imperio de lo actual era una invitación al ejercicio serio, responsable, de la lectura, la reflexión y la crítica.

Sí, precisamente por eso, fue un crítico feroz y su sarcasmo era letal. Estaba convencido de que el sarcasmo era un procedimiento retórico, estilístico y conceptual válido: enfatiza la verdad de lo que se expone, reafirma la honesta convicción de quien lo escribe, hace más elocuente la exposición y alza la voz para poner un alto a quienes pontifican y lucran con falsedades. Si se tienen los elementos para hacerlo —pensaba Alatorre—, lo intelectualmente ético es decir: “No, señores, las cosas no son así”, y el sarcasmo es un marco legítimo. He llegado a escuchar a colegas que dicen que Alatorre buscaba la polémica por el mero gusto de la polémica, casi por lucir su capacidad irónica. Nada más equivocado: era un crítico feroz, sí, pero increíblemente más feroz cuando ejercía la autocrítica. Las separatas de sus artículos y sus libros están llenos de anotaciones manuscritas: arriba, abajo, izquierda, derecha, páginas enteras tapizadas con su letra menudita y clara. Tachó con rabia párrafos enteros o notas, y escribió a un lado: “¡Qué pendejo! Perdí una buena oportunidad de quedarme callado”.

Hay quienes piensan, y quizá lleven razón, que la autoridad filológica no es un talismán; que el gran erudito debe leer y escribir con manifiesta responsabilidad, pues sus esquemas mentales, sus ideas, su fe ciega en las noticias eruditas, pueden reducir la dilucidación de un poema a ciertas normas léxicas o sintácticas y a una serie de datos de cualquier tipo (histórico, mitológico, geográfico, etc.). Puede ser, pero, por un lado, es un hecho que sin ese aparato es imposible la comprensión total, y que aun el gozo estético gana en intensidad cuando se puede dilucidar bien a bien y con certeza qué lo provoca. Por otro, cuando el error proviene de ese “positivismo” filológico, es, por lo menos, honrado, no producto de necias concesiones a las modas o a los reflectores, y, además, es, casi siempre, rectificado, frecuentemente, por el mismo filólogo que incurrió en él.

En estos tiempos en que la academia ha cedido a la tentación de la banalidad e inmediatez, en que, como escribe Claudio Magris, “lo que años atrás se leía con agrado en la barbería, amores y penalidades de cabezas más o menos coronadas, se convierte en objeto de debates teóricos y cursos universitarios”, la erudición de Alatorre era una ventana hacia el mundo y el ser humano; una forma de vivir; no era una colección estéril de noticias, sino una herramienta para el ejercicio de la sensibilidad, de la emoción estética. Su rigor filológico nada tenía que ver con los siniestros maestros de griego y latín que nos pinta Herman Hesse: palmeta en mano, dispuestos a castigar con rigor físico la más mínima falla del atemorizado alumno. No: ese rigor le permitía evitar y denunciar las chapuzas, las falsedades, los errores burdos, todo eso que confunde, altera el orden de las cosas, acaba con distinciones y jerarquías, y mezcla todo en un engañoso montón de conceptos y sentimientos, que deforma la verdad. Alatorre fue, de alguna manera, un “cruzado de la verdad”, y lo asumió con una firme y generosa responsabilidad.

Aquí perdonarán mi vanidosa intromisión personal, pero el testimonio es importante. Durante casi 28 años fui testigo cotidiano de la inquebrantable firmeza de su coherencia e independencia intelectuales: su discreción, su dignidad y su seguridad autosuficiente, a la que no le hacía falta exhibirse ni recibir aprobaciones, son una de sus lecciones más duraderas y dignas de atesorar; una lección moral, que hoy, no sólo, pero sobre todo, los académicos necesitamos más que nunca.◊

 


 

* MARTHA LILIA TENORIO
Es profesora-investigadora del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.